—En Dios confío —repuso, sin dar su brazo a torcer.
—Sólo me quedaré aquí unos pocos días; en vuestra mano está ayudarme o ponerme zancadillas. Pero habéis de saber que, si os enfrentáis conmigo, estaréis allanando el camino para que los daneses se alcen con la victoria.
Miró de reojo a Etelfleda, y advertí cómo temblaba su cara enjuta. Barruntaba algo pecaminoso en la alianza que componíamos la hija de Alfredo y yo; al mismo tiempo, no lograba quitarse de la cabeza la imagen que le acababa de describir, la de un danés con cota de malla hundiéndole la espada en la barriga.
—Devolved el barco —rezongó, lo mismo que me había dicho Weohstan; se dio media vuelta y se marchó.
El barco en cuestión era el
Haligast,
el navío que en su día utilizara Alfredo para desplazarse por el Temes. Su frágil salud le había llevado a renunciar a aquellas travesías, y la pequeña embarcación, tras haber sido llevada a través de la traicionera brecha que se abría entre los pilares del puente, se utilizaba como barco de vigilancia. La patroneaba Ralla, un viejo conocido.
—Es ligera y veloz —dijo a propósito de la nave.
—¿Más rápida que el
Lobo plateado? —
me interesé, porque Ralla conocía a fondo mi barco.
—Ni punto de comparación, mi señor, pero toma bien el viento y, si los daneses se nos acercan demasiado, siempre podemos desplazarnos por aguas poco profundas.
—Cuando yo estaba al frente —dije con la boca pequeña—, eran los daneses quienes procuraban huir de nosotros.
—Las cosas cambian —constató Ralla, con nostalgia.
—¿Acaso los paganos están atacando barcos? —se interesó Etelfleda.
—Hace ya dos semanas que no vemos un carguero —contestó Ralla—, así que supongo que sí.
Era Etelfleda quien había insistido en venir conmigo. Yo hubiera preferido que no nos hubiese acompañado, pues siempre he pensado que no hay que exponer a las mujeres a más peligros de los necesarios, pero también había aprendido a no llevarle la contraria a la hija de Alfredo. Quería participar en la campaña contra los daneses, y no había forma de disuadirla. Así que allí estaba, con Ralla, con Finan y conmigo, en el altillo del timón del
Haligast,
mientras los diestros remeros de Ralla conducían el barco río abajo.
¡Cuántas veces no habría hecho esa travesía! Observaba los relucientes bancos de lodo que dejábamos atrás y miles de recuerdos se me agolpaban en la cabeza a medida que recorríamos los sinuosos recodos de río. Íbamos en el sentido de la corriente, de modo que poco tenían que esforzarse con los puños de los remos los treinta hombres que los manejaban para que el barco fuese río abajo. Batiendo las alas, unos cisnes se apartaron de nuestro camino; por encima de nuestras cabezas, camino del sur, surcaban el cielo bandadas de pájaros. Poco a poco, a medida que el río se ensanchaba hasta llegar a confundirse con el mar, perdimos de vista los cañaverales. Viramos levemente hacia el norte y el
Haligast
se dispuso a bordear la costa de Anglia Oriental.
Qué de recuerdos cuando contemplé el llano y monótono perfil de lo que era East Sexe, una tierra delimitada por humedales que, poco a poco, daban paso a campos cultivados, sobre los que, inesperadamente, se alzaba la enorme colina arbolada que tan bien conocía. Talados los árboles que la coronaban, la cima se asemejaba a una cúpula de hierba sobre la que, por encima del Temes, asomaba un enorme fortín: Beamfleot. Allí había estado cautiva Etelfleda, que se quedó mirando en silencio el promontorio; con la suya buscó mi mano y la apretó, recordando sin duda aquellos días en que había sido rehén, aunque rehén enamorada, que había perdido a su amado ensartado en la espada de su propio hermano.
A los pies del fuerte, el terreno caía abruptamente hasta una aldea llamada también Beamfleot, a orillas de la fangosa ensenada que formaba el Hothlege, un riachuelo que discurría entre el poblado y Caninga, un islote de cañaverales que el mar cubría durante la marea alta, cuando el viento del este soplaba con fuerza. Reparé en que no cabía un barco más en el Hothlege; casi todos estaban encallados en la playa que se extendía a los pies de la colina, custodiados desde unos nuevos fortines que habían levantado en el extremo oriental de la ensenada, que no eran sino un par de barcos desarbolados que habían varado en las orillas con la quilla al aire, a modo de muro defensivo. Supuse que allí seguiría la cadena que iba de lado a lado del arroyo para impedir que bajeles enemigos se internasen por el angosto canal.
—Acercaos —le pedí a Ralla.
—No pretenderéis que encallemos.
—No; sólo os pido que os aproximéis.
De no haber sido por la picadura de abeja en el dedo, que seguía hinchado y con la piel tirante, yo mismo me habría puesto al timón del
Haligast.
Me desprendí de la mano de Etelfleda para aliviarme el picor.
—Si os rascáis, no mejorará —me dijo, sujetándome la mano de nuevo.
Finan había trepado a lo alto del mástil y, con su vista de lince, contaba los barcos daneses.
—¿Cuántos? —le pregunté, impaciente.
—Cientos —me dijo para, al cabo, darme una cifra más ajustada a la realidad—. Unos doscientos.
Era imposible hacer un cálculo más exacto: había tantos mástiles como pimpollos en árboles que retoñan, y no pocos navíos estaban desarbolados y sus quillas ocultas tras otros cascos.
—¡Santa María! —musitó Etelfleda, al tiempo que se santiguaba.
—Unos nueve mil hombres —calculó Ralla, frunciendo el ceño.
—No será para tanto —contesté.
Muchos eran los navíos de los supervivientes del ejército de Harald; la mitad de sus tripulantes habían perdido la vida en Fearnhamme. Con todo, aventuré que Haesten disponía de no menos del doble de hombres de los que habíamos estimado en Gleawecestre, es decir, unos cinco mil, la mayoría de los cuales se dedicaba al saqueo de Mercia en aquel preciso instante, aunque muchos eran también los que se habían quedado de guardia en Beamfleot, los mismos que, desde lo alto del muro, no nos perdían de vista. Las hojas de sus espadas centelleaban bajo los rayos del sol pero, con los ojos entrecerrados y tras observar atentamente la formidable muralla que coronaba la escarpada ladera, me pareció que el fortín no estaba en muy buenas condiciones.
—¡Finan! —grité al cabo de un rato—. ¿Veis por casualidad brechas en la muralla?
Tardó un momento en contestar.
—¡Han construido un nuevo fuerte, mi señor! ¡En la misma orilla!
Desde la cubierta del
Haligast,
no podía verlo, pero me fiaba de Finan, que tenía mucha mejor vista que yo. Al poco, bajó del mástil y nos explicó que todo parecía indicar que Haesten había abandonado el fortín que estaba en lo alto de la colina.
—Los de ahí arriba son sólo vigías, mi señor. El grueso de la tropa se concentra junto a la ensenada. Ahí sí que han levantado una muralla de no te menees.
—¿Por qué habrán renunciado a esa posición privilegiada?
—Demasiado alejada de los barcos —dije.
De sobra lo sabía Haesten, que ya había peleado en aquel lugar, donde sus hombres se las habían compuesto en su día para incendiar los barcos de Sigefrid, antes de que los normandos bajasen de lo alto de la colina hasta la orilla para impedírselo. El danés no sólo había cortado el paso al riachuelo que discurría al pie de la colina, sino que los dos barcos varados y volcados custodiaban la desembocadura, y había erigido una nueva y formidable fortaleza en tierra firme. Los barcos que había reunido estaban encallados entre los dos baluartes defensivos. Lo que significaba que podríamos apoderarnos del viejo fortín sin demasiadas dificultades, pero de poco nos serviría conquistar aquel enclave elevado, si la nueva fortaleza quedaba fuera de nuestro alcance.
—No lo pude ver muy bien —dijo Finan—, pero me pareció que el nuevo fortín estaba asentado en una isla.
—Lo que sin duda dificultará nuestros planes —comenté en voz baja.
—¿Creéis que lo conseguiremos? —preguntó Etelfleda, cariacontecida.
—¡Qué remedio! —repuse.
—Pero si carecemos de hombres…
—Por el momento —insistí, sin dar mi brazo a torcer.
Mi plan era apoderarnos del fortín donde se hacinaban los prisioneros que había hecho Haesten, todas las mujeres y los niños que pensaba vender como esclavos, la nueva fortaleza, donde guardaba también el botín. Suponía que allí estaría la familia de Haesten, así como, probablemente, los familiares de los daneses que arrasaban Mercia. Sus barcos, por otra parte, también se encontraban al abrigo del fuerte. Si tomábamos el fortín, no sólo recuperaríamos las riquezas arrebatadas por Haesten, liberaríamos a docenas de rehenes y destruiríamos una flota danesa, sino que nos alzaríamos además con una victoria que echaría por tierra los sueños de nuestros enemigos y levantaría la moral de los sajones. Semejante proeza no significaba que fuésemos a ganar la guerra, pero supondría un serio revés para Haesten; muchos de sus seguidores perderían la fe que en él habían depositado y lo dejarían de lado. Porque, ¿qué clase de caudillo podía ser un hombre que no era capaz de defender a las familias de sus guerreros? Etelredo pensaba que defendía mejor los intereses de Mercia si esperaba a que Haesten se decidiese a lanzar un ataque contra Gleawecestre. Yo creía que la mejor forma de defenderlos era atacando a Haesten donde menos se lo esperaba. Teníamos que desmantelar su centro de operaciones, destruir su nota y recuperar el botín que había reunido.
—¿De cuántos hombres disponéis? —me preguntó Ralla.
—Ochenta y tres, según el último recuento —contesté.
Se echó a reír.
—¿Y cuántos necesitáis para tomar Beamfleot?
—Dos mil.
—¿Y decís que no creéis en milagros? —comentó.
Etelfleda me apretó la mano.
—Acabaremos por reunirlos —dijo, aunque no parecía muy convencida.
—Es posible —repuse, sin apartar la vista de los barcos varados en aquella bien defendida ensenada y sin dejar de pensar que, en cierto modo, Beamfleot era tan inexpugnable como Bebbanburg—. ¿Y si no aparecen? —musité.
—¿Qué haréis? —me preguntó Etelfleda.
—Llevaros a vos y a mis hijos al norte, pelear hasta juntar la plata que necesito para reunir un ejército y recuperar Bebbanburg —repliqué.
Alzó sus ojos hacia mí, y me dijo:
—No; ahora mi puesto está en Mercia, Uhtred.
—En una Mercia cristiana, claro —apostillé no sin desaliento.
—Así es; en Mercia y cristiana. ¿Qué hay de vos, lord Uhtred?
Alcé la vista hacia los relucientes destellos que arrancaba la luz del sol de las puntas de las lanzas que empuñaban los vigías apostados en lo alto de la colina de Beamfleot.
—Que soy un necio —confesé con rabia—, un loco.
—Mi loco —contestó, poniéndose de puntillas y dándome un beso en la mejilla.
—¡A los remos, a los remos! —gritó Ralla. Empujó con fuerza el gobernalle, y el
Haligast
viró hacia el sur y, luego, hacia el oeste. Dos enormes barcos enemigos, con sus hileras de remos que, al subir y bajar, reflejaban el sol, abandonaban la ensenada, dejando atrás los nuevos fortines construidos tras las quillas de los barcos volcados.
Mientras, nosotros íbamos río arriba.
Como el necio que era, yo soñaba con apoderarme de Beamfleot.
Al día siguiente, el
ealdorman
Ælfwold se presentó en Lundene. Sus propiedades se encontraban al norte de la Mercia sajona, la zona más castigada por los daneses; si aún las conservaba era gracias a los guerreros que había reclutado, a los sobornos que había repartido entre sus enemigos y a los enfrentamientos que había librado. Era viejo, viudo ya y estaba cansado de luchar.
—Tan pronto como acabamos de recoger la cosecha, aparecen los daneses. Es como si ellos y las ratas se pusiesen de acuerdo.
Con él venían cerca de trescientos hombres, casi todos bien pertrechados y adiestrados.
—Lo mismo les daría morir a vuestro lado que pudrirse en Gleawecestre —añadió. No tenía dónde ir; una de las cuadrillas de Haesten había incendiado la casona donde vivía—. Me largué —admitió, tras haber enviado a sus criados, a sus hijas y a sus nietos a Wessex, con la esperanza de que allí estarían a salvo—; estoy acostumbrado a combatir contra doscientos de esos cabrones, pero no con millares. ¿Es cierto que los
jarls
del norte están decididos a atacar a Alfredo? —me preguntó.
—Así es —contesté.
—¡Que Dios nos asista!
La gente se mudaba a la antigua ciudad. Lundene es, en realidad, dos ciudades: la romana, en la parte alta, y la nueva ciudad sajona, hacia el oeste, más allá del río Fleot. La antigua era un recinto de altos muros de piedra y columnas de mármol desconchadas; la nueva no era sino un pantano maloliente de cañizos y espinos, donde sus pobladores decían estar más tranquilos porque, según ellos, los edificios romanos en ruinas estaban habitados por fantasmas. Sin embargo, como temían más a las huestes de Haesten que a cualquier espectro, cruzaban el río Fleot y buscaban refugio en los antiguos edificios. La ciudad apestaba. Los pozos negros y las cloacas que los romanos habían excavado no daban abasto; las calles eran un muladar. El ganado se guardaba en el antiguo circo romano; los cerdos deambulaban por cualquier parte. A las órdenes de Weohstan, los hombres de la guarnición vigilaban las altas y sólidas murallas. Romanos eran la mayoría de los torreones; allí donde el paso del tiempo se había ensañado con la piedra, se habían erigido vigorosas empalizadas de roble.
Todos los días, Finan, al frente de un grupo de jinetes, recorría los parajes que se extendían al norte y al este de la ciudad, y siempre nos decía lo mismo: que los daneses siempre acababan por volver al este.
—Todo se lo llevan a Beamfleot, el botín y los esclavos —nos decía.
—¿Se quedan allí?
Negó con la cabeza.
—Regresan a Mercia —me dijo con rabia; como no disponíamos de hombres para hacer frente a los jinetes daneses, no le quedaba otra que mantenerse al acecho.
A bordo del
Haligast,
Ralla vigilaba la parte baja del río y reparó en cómo, del otro lado del mar, llegaban más y más daneses. Se había corrido la voz de que el desorden imperaba tanto en Wessex como en Mercia, y no dejaban de llegar mesnadas que no querían renunciar a su parte del botín. Mientras Haesten asolaba los campos de Mercia, Etelredo aguardaba en Gleawecestre un ataque que nunca llegó a producirse. Un día después de que Ælfwold llegase con los suyos a Lundene, recibimos la noticia que tanto tiempo llevaba esperando. Una flota de Northumbria había arribado a Defnascir, donde habían establecido un campamento más arriba del río Uisc, lo que significaba que el ejército sajón de Alfredo se había movilizado para defender Exanceaster.