La tierra en llamas (22 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: La tierra en llamas
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—¿Dónde decís que está todo el oro del mundo? —le pregunté a Skade.

—En Frisia.

—Extenso territorio.

—Mi esposo tiene una fortaleza a la orilla del mar —añadió Skade.

—En ese caso, contadnos cosas de vuestro marido.

—Skirnir Thorson —dijo.

—Sé su nombre.

—Le gusta decir de sí mismo que es el Lobo del Mar —añadió, mirándome, pero cerciorándose de que Ethne y Finan estaban escuchando.

—Puede decir de sí mismo lo que guste, que no por eso ha de ser verdad —repuse.

—Es un hombre respetado —afirmó, y se puso a hablarnos de Skirnir, y lo que dijo tenía sentido.

Las costas de Frisia eran un avispero de nidos de piratas que, resguardados tras bajíos traicioneros y dunas en constante movimiento, habían establecido allí su guarida.

Cuando Finan y yo nos convertimos en esclavos de Sverri, en más de una ocasión remamos en aquellas aguas donde las palas de los remos se atoraban en la arena o en el lodo, y en las que nuestro amo, patrón avezado, que se movía con soltura por aquellos canales, había dado esquinazo al barco de enseña roja que nos perseguía. Me imaginé que Skirnir se conocía aquellas aguas al dedillo. Se hacía llamar
jarl,
«señor» entre los daneses, pero en realidad era un pirata despiadado, al acecho de cualquier barco. Los habitantes de aquellas islas vivían a cuenta de los naufragios que allí se producían y de la piratería, hordas de hombres sanguinarios que no solían llegar a viejos, aunque Skade insistía en que a Skirnir le había ido muy bien. Apresando barcos o exigiendo el tributo correspondiente a las naves que se aventuraban por aquellos parajes, se había convertido en un hombre rico y temido.

—¿De cuántas naves dispone? —pregunté a Skade.

—La última vez que estuve allí, dieciséis barcos pequeños y dos grandes.

—¿Cuándo fue la última vez que anduvisteis por allí?

—Hace dos veranos.

—¿Por qué os marchasteis? —se interesó Ethne.

Skade intercambió una mirada de complicidad con la escocesa, pero ésta hizo como que no se daba cuenta. Era una impetuosa mujer menuda y pelirroja a la que habíamos librado de la esclavitud, y fiel a Finan por encima de todo, a quien había dado un hijo y una hija. Dándose cuenta de los derroteros que tomaba la conversación, antes de que su esposo entrase en combate quería hacerse una idea cabal de qué podría pasar.

—Me marché porque Skirnir es un cerdo —contestó Skade.

—¡Hombres! —comentó Ethne, lo que le valió un codazo de Finan en las costillas.

Reparé en una criada que echaba más leños al hogar. El fuego se avivó, y otra vez me pregunté por qué habría tan pocos hombres en la taberna.

—Skirnir folla como un cerdo, ronca como un cerdo y maltrata a las mujeres.

—¿Cómo llegasteis a escapar de semejante animal? —insistió Ethne.

—Cayó en sus manos un barco que llevaba un cofre repleto de monedas de oro —siguió contando Skade—; con parte del botín, decidió adquirir nuevas armas en Haithabu, y me llevó con él.

—¿Por qué? —le pregunté yo.

—Porque no soportaba la idea de separarse de mí —repuso sin dejar de mirarme a los ojos.

—Pero ordenaría a sus hombres que estuvieran pendientes de vos —le dije con una sonrisa.

—Tres mesnadas.

—¿Y aun así trabasteis relación con Harald?

—La verdad es que ni siquiera llegamos a conocernos. Él me miró y yo le miré; no hubo nada más —dijo moviendo la cabeza.

—¿Qué pasó entonces?

—Que aquella noche Skirnir estaba borracho y roncando, como el resto de los hombres. Así que me fui de allí, me llegué hasta el barco de Harald y nos hicimos a la mar. Ni siquiera había cruzado media palabra con él.

—¡Alto ahí! —les grité a dos de los míos que se estaban peleando a cuenta de una de las putas de la taberna. Aquellas furcias se ganaban la vida en un altillo al que se llegaba subiendo por una escala de mano, y uno de ellos trataba de impedir que el otro trepase—. Tú, primero —le dije al que estaba más borracho—, y tú después, o los dos a la vez, ¡qué más da! Pero dejad de pelearos por ella —y me quedé pendiente de lo que hacían hasta que se tranquilizaron; me volví a Skade, y le dije—: Adelante con Skirnir.

—Es dueño de la isla de Zegge; vive en un
terpen.

—¿Un
terpen?

—Montículos hechos por el hombre —me explicó—, la única forma de que la mayoría de esas islas sean habitables. Con madera y arcilla, levantan un montículo, construyen cabañas y dejan que el mar se lleve el material sobrante. Así levantó Skirnir la fortaleza de Zegge.

—Y dispone también de una flota.

—Algunos barcos son muy pequeños —me aseguró Skade. Aun así, calculé que Skirnir contaba al menos con trescientos, si no eran quinientos, guerreros que obedecían sus órdenes, mientras que nosotros sólo éramos cuarenta y tres—. No todos sus hombres residen en Zegge. Es un sitio muy pequeño. La mayoría vive en islas cercanas.

—¿Y decís que vive en una fortaleza?

—Una gran casa, en realidad, construida en un
terpen,
y una empalizada que la rodea.

—Pero para llegar allí, habrá que dejar atrás las otras islas —al tiempo que pensaba que cualquier barco que se aventurase por aquel intrincado canal de aguas poco profundas se arriesgaba a que lo persiguiesen los hombres de Skirnir, y ya me hacía idea de cómo sería un desembarco en Zegge con dos tripulaciones enemigas pisándonos los talones.

—En esa mansión —continuó Skade, bajando la voz—, hay un agujero en el suelo que conduce a una cámara revestida de madera de olmo, que es donde está el oro.

—Donde antes estaba el oro —la corrigió Finan.

—No podría vivir sin él —aseveró—. Es generoso con sus hombres. Compra armas, cotas de malla, barcos, remos, comida. Compra esclavos. Pero guarda el resto. Le encanta abrir la trampilla y contemplar su tesoro. Cuando lo mira, le dan escalofríos de emoción. No puede evitarlo. Una vez preparó un lecho de monedas de oro.

—¿Se os clavaban en la espalda? —se interesó Ethne, con sorna.

Skade pasó por alto la pregunta, y continuó sin apartar los ojos de mí.

—Hay bastante oro y plata en esa cámara, mi señor, como para hacer realidad vuestros sueños.

—Otros hombres lo habrán intentado —comenté.

—Pues sí —contestó—, pero el agua, la arena y las mareas son defensas tan pertinaces como las murallas de piedra, mi señor, y sus íntimos le son leales. Tiene tres hermanos y seis primos que obedecen sus órdenes sin rechistar.

—¿Tiene hijos? —preguntó Ethne.

—No conmigo, pero tiene varios con sus esclavas.

—¿Por qué os casasteis con él? —volvió a la carga la esposa de Finan.

—Fui vendida. Tenía doce años, mi madre no tenía dónde caerse muerta, y Skirnir estaba obsesionado conmigo.

—Todavía lo está —dije pensativo, recordando que la recompensa que había ofrecido a cambio de recuperar a Skade había llegado incluso a oídos de Alfredo.

—Ese cabrón cuenta con muchos hombres —intervino Finan, no muy convencido.

—También yo puedo encontrar hombres —murmuré, al tiempo que me volvía porque Sihtric acababa de entrar a toda prisa por la puerta de atrás del local.

—Hombres, mi señor —me dijo—. No menos de treinta. Van armados.

Mis sospechas eran fundadas. Guthlac me andaba buscando las vueltas, iba detrás de mi tesoro, de mi barco y de mi mujer.

Y yo iba detrás del oro de Skirnir.

C
APÍTULO
VII

Abrí de golpe la puerta de la calle: había más hombres en el muelle. Me pareció que no se esperaban que fuera a asomarme, porque casi todos dieron un paso atrás. Serían unos cincuenta cuando menos, algunos pertrechados de lanzas y espadas, aunque la mayoría empuñaba hachas, hoces o palos, lo que me llevó a pensar que eran ciudadanos a los que Guthlac había embaucado para llevar a cabo semejante fechoría. Lo que más me inquietó fue comprobar que algunos llevaban arcos. No habían tratado de apoderarse del
Lobo plateado.
Podía verlo en la otra punta del muelle a la mortecina luz de las hogueras de los secaderos de arenques, que ardían por encima de la marea alta que anegaba la pequeña playa. Los macilentos destellos procedían de las cotas de malla, las puntas de las lanzas, las espadas y las hachas que empuñaban Osferth y sus hombres, que habían formado un muro de escudos que parecía inexpugnable.

Cerré la puerta de la taberna, y eché la tranca por dentro. Estaba claro que Guthlac no parecía dispuesto a entablar combate con los hombres de Osferth, sino que su intención era capturarnos y servirse de nosotros como rehenes a cambio del barco.

—No nos va a quedar otra que pelear —les dije a los hombres. Saqué a
Aguijón-de-avispa
de su escondrijo y observé, complacido, cómo aparecían más y más armas, casi todas espadas cortas, como la que yo llevaba. Rorik, un danés que había caído en mis manos durante una de las incursiones de castigo que habíamos llevado a cabo en Anglia Oriental y que me había prestado juramento de fidelidad con tal de no volver con su antiguo amo, se las había arreglado para ocultar un hacha de guerra—. Tanto con los que nos esperan ahí fuera —indicando la puerta de delante—, como ahí detrás —señalando al patio donde se alzaba la destilería de cerveza.

—¿Cuántos son, señor? —me preguntó Cerdic.

—Demasiados —contesté.

Confiaba en que fuéramos capaces de abrirnos paso hasta el
Lobo plateado.
Unos ciudadanos armados con hoces y palos no suponían un grave obstáculo para mis guerreros, pero los arqueros apostados en el exterior podían causarnos numerosas bajas, y bastante menguados andábamos de efectivos. Aunque los arcos que había visto eran de caza, no por eso sus flechas eran menos letales para hombres desprovistos de cota de malla.

—Si son tantos, mi señor —apuntó Finan—, mejor atacar ahora que esperar a que sean muchos más.

—O resistir hasta que se cansen —repuse, en el mismo instante en que alguien llamaba tímidamente a la puerta trasera. Hice un gesto a Sihtric para que desatrancase la puerta y dejase entrar al inesperado visitante. Cara a cara, me encontré con un lamentable individuo, enjuto y atemorizado, cubierto con una raída sotana sobre la que colgaba una cruz de madera que, nervioso, no dejaba de acariciar. Se nos quedó mirando de hito en hito durante un segundo antes de entrar en la taberna, lo suficiente para echar un vistazo a los hombres armados que había en el patio, antes de que Sihtric cerrase y atrancase la puerta a sus espaldas—. ¿Sois cura? —le pregunté; respondió afirmativamente con la cabeza—. ¿De modo que Guthlac prefiere enviar a un cura en vez de dar la cara?

—El alguacil no pretende haceros ningún daño, mi señor —dijo el cura. Era danés, lo que no dejó de sorprenderme. Sabía que los daneses de Anglia Oriental se habían convertido al cristianismo, pero pensaba que sólo había sido un gesto de cara a la galería para soslayar la amenaza que representaba el Wessex de Alfredo. Sin embargo, estaba claro que algunos daneses sí que se habían convertido al cristianismo.

—¿Cómo os llamáis, padre?

—Cuthberto, mi señor.

—¿Un nombre cristiano? —inquirí con un respingo.

—Es la costumbre tras la conversión —respondió inquieto—; Cuthberto fue un santo ejemplar.

—Sé quién fue, incluso he visto sus despojos —repliqué—. Si Guthlac no pretende hacernos daño, ¿podemos regresar al barco?

—Sí en cuanto a vuestros hombres, mi señor —dijo el padre Cuthberto, azorado—, con tal de que vos y la mujer no os mováis de aquí.

—¿La mujer? —me extrañé, como si no hubiera entendido lo que acababa de decirme—. ¿Acaso Guthlac pretende que me quede aquí con una de sus putas?

—¿Una de sus putas? —repitió Cuthberto, como si la pregunta estuviera fuera de lugar, antes de negar vigorosamente con la cabeza—. No, mi señor; se refiere a esa mujer, a Skade.

De modo que Guthlac estaba al tanto de quién era Skade y, probablemente, lo había sabido desde el momento en que atracamos en Dumnoc. Maldije la niebla que nos había retrasado tanto. Alfredo habría pensado, y con razón, que pondríamos rumbo a algún puerto de Anglia Oriental en busca de provisiones; sin duda, habría ofrecido una recompensa al rey Eohric por nuestra captura, y a Guthlac no se le había ocurrido una forma más rápida, que no fácil, de hacerse rico—. ¿Sólo vais detrás de nosotros dos? —pregunté al cura.

—Nada más, mi señor —repuso el padre Cuthberto—. Si os entregáis, vuestros hombres son libres de partir mañana mismo con la marea.

—Venid, pues, a por la mujer —contesté, al tiempo que pasaba
Aguijón-de-avispa
a Skade, que se puso en pie en cuanto tuvo la espada en sus manos—. ¡Toda vuestra! —le dije al cura.

El padre Cuthberto observó cómo, con parsimonia, Skade deslizaba un dedo por el filo de la hoja de la espada, al tiempo que obsequiaba al cura con una sonrisa que le heló la sangre.

—¡Mi señor! —acertó a decir con voz lastimera.

—¡Toda vuestra! —le dije de nuevo.

Skade mantenía la espada a la altura de la cintura con la hoja apuntando hacia arriba. Poco más necesitó el padre Cuthberto para hacerse una idea de cómo aquel reluciente acero le rajaría la barriga de arriba abajo. Con gesto de preocupación, y apurado al observar las feroces sonrisas de mis hombres, se armó de valor.

—Bajad la espada, mujer —la instó, haciendo un gesto con la mano—, y venid conmigo.

—¡Lord Uhtred acaba de deciros que me prendáis!

Cuthberto se humedeció los labios con la lengua.

—Va a matarme, señor —me dijo con ojos suplicantes.

Hice como que me paraba un momento a pensar en lo que acababa de decir, y moví la cabeza en sentido afirmativo.

—Es más que probable —respondí.

—Debo consultarlo con el alguacil —añadió sacando fuerzas de flaqueza y echando casi a correr hacia la puerta.

Hice una seña a Sihtric para que lo dejara salir, y recuperé la espada que Skade tenía en las manos.

—Podríamos echar una carrera hasta el barco, señor —apuntó Finan, tras echar una ojeada por un agujero que había en la puerta delantera del local. Estaba claro que no tenía muy buena opinión de los hombres que nos habían tendido aquella celada.

—¿Habéis reparado en que algunos llevan arcos? —le pregunté.

—Así que era eso —repuso, apartándose de la puerta—; esas cosas pueden hacer una buena avería en tripas rebosantes de cerveza. ¿Esperaremos, pues, hasta que se cansen?

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