La tierra en llamas (35 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: La tierra en llamas
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—Me pregunto al servicio de quién estarán —comenté.

—Lo más seguro es que sean hombres de Domnal, el rey de Alba —aventuró Ragnar, no sin escupir al pronunciar el nombre del reino.

Domnal era el señor de gran parte de las tierras al norte de Northumbria. Todo aquel territorio era conocido como Escocia, porque, en su mayor parte, estaba en manos de los escoceses, una tribu salvaje procedente de Irlanda aunque, al igual que en el caso de Inglaterra, escasa era la entidad que sustentaba el topónimo en cuestión. Domnal estaba al frente del más grande de aquellos reinos. Aparte de las islas barridas por las tempestades de la costa occidental, donde despiadados
jarls
noruegos habían establecido sus minúsculos feudos, había también otros señoríos, casos de Dalriada y Strathclota. Mi padre siempre decía que entrar en tratos con los escoceses era como castrar gatos monteses a dentelladas. Por suerte, aquellos felinos salvajes se pasaban la mayor parte del tiempo peleando entre ellos.

Una vez que arrasamos la aldea, temiendo que la presencia de los cuatro ojeadores fuese indicio de la proximidad de un ejército más numeroso, nos dirigimos a tierras más altas, pero no vimos a nadie. Al día siguiente, pusimos rumbo al oeste en busca de algún ser vivo en quien poder tomarnos la revancha. Tras cabalgar durante cuatro días, aparte de una cabra enferma y un buey cojo, no vimos a nadie. Los exploradores nos seguían a todas partes. Incluso cuando en cierta ocasión una espesa niebla cubrió las colinas, circunstancia que aprovechamos para emprender una ruta distinta, en cuanto se disipó, volvieron a dar con nosotros. Nunca se acercaban demasiado; se limitaban a observarnos.

Volvíamos a nuestro territorio siguiendo la cordillera de grandes montes que divide Britania. Hacía frío y aún quedaba nieve en las quebradas de aquellas tierras altas. No habíamos conseguido desquitarnos de la incursión de los escoceses, pero nos sentíamos felices montando a caballo al aire libre, con nuestras espadas al costado.

—Derrotaré a estas bestias sanguinarias cuando hayamos acabado con Wessex —me prometió Ragnar, animoso—. Llevaré a cabo tal saqueo que no lo olvidarán así como así.

—¿De verdad pensáis marchar sobre Wessex? —le pregunté; cabalgábamos los dos solos, unos cien pasos por delante de los nuestros.

—¿Marchar sobre Wessex? —repitió encogiéndose de hombros—. ¿Queréis saber la verdad? No. Estoy bien donde estoy.

—Entonces, ¿por qué os disponéis a hacerlo?

—Porque Brida tiene razón. Si no nos apoderamos de Wessex, los de Wessex nos doblegarán.

—No, mientras vos sigáis con vida —repliqué.

—Pero tenemos hijos —continuó; todos bastardos, aunque a Ragnar poco le importaba la legitimidad de sus vástagos: los quería a todos por igual, y soñaba con que uno de ellos se convirtiese en señor de Dunholm cuando él faltase—. No quiero que ninguno de mis hijos tenga que postrarse ante ningún rey de Wessex. Quiero que sean libres.

—¿De modo que pensáis erigiros en rey de Wessex?

Soltó una risotada que más pareció un portentoso relincho.

—¡Claro que no! Yo sólo quiero ser el
jarl
de Dunholm, amigo mío. A lo mejor vos aspiráis a ser rey de Wessex.

—Yo quiero ser el
jarl
de Bebbanburg.

—Ya daremos con alguien dispuesto a hacer de rey —dijo quitándole importancia—. ¿Qué os parecen Sigurd, o Cnut, por decir alguien? —Sigurd Thorrson y Cnut Ranulfson eran, después de Ragnar, los señores más poderosos de Northumbria y, a menos que unieran sus hombres a los nuestros, no teníamos posibilidad de hacernos con Wessex—. Conquistaremos Wessex —me dijo Ragnar en confianza—, y nos repartiremos sus riquezas. ¿Que necesitáis hombres para recuperar Bebbanburg? La plata amontonada en las iglesias de Wessex os bastará y os sobrará para apoderaros de doce fortalezas como la de Bebbanburg.

—Tenéis razón.

—¡Pues alegrad esa cara! ¡La suerte nos sonríe!

Cabalgábamos por lo alto de un monte. A nuestros pies, una intrincada maraña de arroyos centelleaba por valles recogidos. Abarcaba con la vista parajes a millas de distancia, pero ni una choza ni un árbol en el anchuroso panorama que contemplaban mis ojos. Eran tierras yermas, cuyos pobladores malvivían gracias a sus rebaños de ovejas, aunque nuestra presencia los había llevado a alejarse de aquellos contornos. Empuñando sus largas lanzas, los ojeadores escoceses nos observaban desde la colina que se alzaba al este, mientras, más el sur, el altozano por el que íbamos acababa abruptamente en una larga pendiente que bajaba hasta un valle escondido y encajonado donde confluían dos arroyos. Precisamente allí, en el umbrío lugar donde los dos regatos, al unirse, pugnaban con unas peñas, había catorce hombres. No se movían del sitio donde los dos arroyos convergían. Estaba claro que nos estaban esperando, igual que no menos claro estaba que debía de tratarse de una celada. Los catorce hombres eran el cebo que nos habían preparado; seguro que había muchos más cerca. Volvimos la vista atrás, por donde habíamos venido, pero no vimos a nadie en la larga cresta que habíamos recorrido; tampoco atisbamos ningún movimiento en las colinas más cercanas. Los cuatro ojeadores, que no nos habían perdido de vista ni un momento, espolearon sus monturas ladera abajo, entre los brezos, con intención de unirse al grupo más numeroso.

—¿Qué se imaginarán que vamos a hacer? —preguntó Ragnar, sin perder de vista a los catorce hombres.

—Que bajaremos hasta allí.

—¡Qué remedio! —dijo pausadamente—. Si tan seguros estaban, ¿por qué tomarse tantas molestias para atraernos a este lugar? —frunció el ceño, echó una rápida ojeada a las colinas que nos rodeaban, pero ni rastro del enemigo—. ¿Son escoceses? —preguntó.

Finan, que tenía vista de lince, se acercó a nosotros.

—Lo son —dijo.

—¿Cómo podéis estar tan seguro?

—Porque uno de ellos luce el símbolo de la paloma —repuso Finan.

—¿Una paloma? —se extrañó Ragnar; en su cabeza, como en la mía por otra parte, un hombre debía echar mano de símbolos guerreros, como el águila o el lobo.

—Es la divisa de Collum Cille, mi señor —le explicó Finan.

—¿Quién es ése?

—San Columbano, mi señor, un santo irlandés, que anduvo por tierras de los pictos, de donde expulsó a un gigantesco monstruo y lo confinó en un lago de por aquí. Muy venerado por los escoceses, mi señor.

—¡Hay que ver qué apañados, estos santos! —comentó Ragnar, pensando en otra cosa. Volvió la vista atrás de nuevo, confiando en que nuestros adversarios aparecieran en la cima, pero en la montaña no había nadie.

—Dos de ellos son prisioneros —explicó Finan, sin perder de vista a los hombres del valle—; uno de ellos es un niño.

—¿Será una celada? —se preguntó Ragnar en voz alta. Tras reflexionar que sólo a un necio se le ocurriría abandonar un altozano por aquel sitio, pensó que los catorce hombres, que ahora eran dieciocho tras la llegada de los ojeadores, no buscaban pelea, y tomó una decisión—: ¡Vamos allá!

Y allá que nos fuimos dieciocho de nosotros, ladera abajo. Cuando llegamos al terreno llano del valle, dos de los escoceses nos salieron al encuentro, y Ragnar, imitando su gesto, alzó una mano para que sus hombres se detuvieran. De forma que sólo él y yo nos acercamos a los desconocidos, un hombre y un muchacho. El hombre, que era quien, bajo una larga capa azul, lucía el símbolo de la paloma bordado en el jubón, era un poco más joven que yo. Cabalgaba muy erguido; llevaba al cuello una fina cadena de oro de la que pendía una cruz de oro macizo. Era un hombre apuesto, sin barba, de resplandecientes ojos azules. Iba descubierto, dejando al aire sus cortos cabellos castaños, al estilo sajón. A lomos de un joven potro, el muchacho, de unos cinco o seis años, llevaba la misma vestimenta, de lo que deduje que aquel hombre debía de ser su padre. Los dos detuvieron sus monturas a unos pocos pasos de donde estábamos, y el hombre, que llevaba una espada con una empuñadura cuajada de piedras preciosas, me miró, desvió la mirada a Ragnar y volvió a clavar sus ojos en mí.

—Soy Constantin, hijo de Aed, príncipe de Alba; éste es mi hijo Cellach mac Constantin, también príncipe de Alba, a pesar de su corta edad —nos dijo en danés, aunque se notaba que no dominaba bien la lengua, al tiempo que dirigía una sonrisa a su hijo. Siempre me ha sorprendido lo poco que tardamos en darnos cuenta de si alguien nos cae bien o no; aunque escocés, debo decir que Constantin me cayó bien desde el primer momento—. Me imagino que uno de vosotros sois el
jarl
Ragnar, y el otro, el
jarl
Uhtred, pero os ruego tengáis a bien disculparme por no saber distinguiros.

—Yo soy Ragnar Ragnarsson —dijo Ragnar.

—Sed bienvenido —se apresuró a saludarle Constantin con cortesía—. Espero que hayáis disfrutado de vuestras andanzas por nuestras tierras.

—Tanto —repuso Ragnar— que volveré, no os quepa duda, sólo que con más hombres para que también ellos disfruten de los placeres que ofrecen.

Al oírle, Constantin se echó a reír; intercambió unas palabras con su hijo en su propia lengua, y el niño se nos quedó mirando con unos ojos como platos.

—Le he dicho que ambos sois temibles guerreros —nos aclaró Constantin—, y que llegará el día en que deberá aprender a enfrentarse con hombres como vosotros.

—Constantin no es un nombre escocés, ¿verdad? —le pregunté.

—Tal es mi nombre, no obstante —repuso—; un recordatorio de que debo seguir el ejemplo del gran emperador que convirtió su pueblo al cristianismo.

—Menuda faena les gastó —comenté.

—Lo hizo tras derrotar a los paganos —dijo Constantin con una sonrisa, aunque bajo aquellos modales tan afables se ocultaba una voluntad de acero.

—¿Sois el sobrino del rey de Alba? —se interesó Ragnar.

—Domnal es mi tío, sí. Ya es un hombre mayor. No vivirá mucho más.

—¿Y vos le sucederéis a título de rey? —preguntó Ragnar de nuevo.

—Si Dios quiere, así será, sí —se expresaba de forma pausada, pero algo me advirtió que la voluntad de su dios iba a coincidir con las aspiraciones del propio Constantin.

El caballo prestado que yo montaba soltó un bufido, y dio unos pasos hacia un lado. Lo tranquilicé. Los dieciséis hombres que venían con nosotros estaban a nuestras espaldas, con las manos en la empuñadura de sus espadas. Pero los escoceses no hicieron ni un solo gesto de hostilidad. Miré a lo alto de las colinas, y comprobé que no había nadie.

—No os hemos tendido una celada, lord Uhtred —dijo Constantin—, pero no podía pasar por alto esta oportunidad de conoceros. Unos emisarios de vuestro tío han venido a vernos.

—¿En busca de ayuda? —pregunté con desdén.

—Dice que si este verano los nuestros se le unen para luchar contra vos, nos recompensará con un millar de chelines de plata —me explicó Constantin.

—¿Y por qué habríais de atacarme?

—Porque, para entonces, habréis puesto sitio a Bebbanburg —repuso.

Asentí.

—O sea que, además de Ælfric, ¿tendré que acabar también con vos?

—Otro blasón para vos —replicó—, aunque me gustaría proponeros otro modo de arreglar las cosas.

—¿De qué se trata? —preguntó Ragnar.

—Vuestro tío no es el más magnánimo de los hombres —me dijo Constantin—. Bienvenido sea un millar de chelines de plata, claro está, pero me parece una suma demasiado corta para embarcarnos en tamaño conflicto.

En ese momento, entendí por qué Constantin se había tomado tantas molestias para que aquel encuentro fuera secreto: si hubiera enviado emisarios a Dunholm, mi tío se habría enterado y habría albergado sospechas de una posible traición.

—¿Cuál es, pues, vuestro precio? —pregunté.

—Por tres mil chelines —repuso Constantin—, los guerreros de Alba estarían dispuestos a quedarse en casa durante todo el verano.

Ni por lo más remoto podía reunir esa cantidad, pero Ragnar asintió. Aunque no fueran tales nuestras intenciones, Constantin estaba convencido de que nuestros planes no eran otros que atacar Bebbanburg. Ragnar, en cambio, se temía una invasión de sus tierras por parte de los escoceses mientras él anduviera por Wessex. Era una posibilidad que siempre tenía presente, porque bien se había preocupado Alfredo de estar en buenas relaciones con los reyes escoceses, para mantener así a raya a los daneses del norte de Inglaterra.

—¿Qué os parecerían —propuso Ragnar con cautela— tres mil chelines de plata, si os comprometéis a que vuestros guerreros no pisen Northumbria durante un año?

Constantin se paró a reflexionar. La propuesta de Ragnar apenas difería de la solución que el escocés había planteado; en lo tocante a matices, sin embargo, y aunque nimia, la disparidad era considerable. El príncipe fijó sus ojos en mí, y comprobé lo lejos que llegaba su astucia: acababa de darse cuenta de que quizás aspirásemos a algo más que Bebbanburg.

—Podría darlo por bueno —dijo, haciendo un gesto afirmativo.

—¿Pensará lo mismo el rey Domnal? —le pregunté.

—Hará lo que yo le diga —repuso, muy seguro de lo que decía.

—¿Qué garantías tenemos de que mantendréis vuestra palabra? —añadió Ragnar.

—Os he traído un presente —contestó, haciendo una seña a los suyos. Obligaron a descabalgar a los dos prisioneros que, con las manos atadas, cruzaron el arroyo y se acercaron a Constantin—. Estos dos son hermanos míos; ellos fueron quienes llevaron a cabo la incursión en vuestras tierras. Os devolveré a las mujeres y los niños que se llevaron cautivos; por el momento, podéis quedároslos.

Ragnar se quedó mirando a los dos hombres barbudos.

—¿Dos vidas en prenda? Cuando hayan muerto, ¿qué os impediría romper la palabra dada?

—Dejo tres vidas en vuestras manos —repuso Constantin, poniendo una mano en el hombro de su hijo—. Cellach es mi primogénito y muy querido hijo. Os lo entrego como rehén. Si uno de mis hombres se adentra en tierras de Northumbria blandiendo una espada, podéis deshaceros de Cellach.

Me acordé de la satisfacción que había mostrado Haesten cuando me había entregado a su falso hijo como rehén. Pero no había duda de que Cellach era hijo de Constantin: el parecido entre ambos era extraordinario. Miré al muchacho y, en ese instante, lamenté que mi hijo mayor careciera de la desenvoltura y la determinación de aquel chaval.

Ragnar se lo pensó un momento, y no vio inconveniente alguno. Espoleó su montura, y tendió la mano a Constantin.

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