Mis hombres no perdían ripio de lo que había encima de la mesa. Era importante que vieran lo que habíamos conseguido, para que no pensaran que les engañaba a la hora del reparto del botín. Y lo que vieron fue plata más que nada; había también dos piezas de oro, dos finos torques de varios hilos. Puse uno en el montón de Rollo y sus hombres, y el otro, en la parte que correspondía a los míos. El resto eran monedas: plata de Frankia sobre todo, unos cuantos chelines sajones, y un puñado de esas enigmáticas monedas de inscripciones abigarradas que nadie entiende y que, por lo visto, proceden de un gran imperio que hay hacia Oriente. Había cuatro lingotes de plata también, pero la mayor parte del tesoro no eran sino fragmentos de plata. Aparte de las que robaban en sus incursiones, los hombres del norte no acuñaban moneda; por eso intercambiaban trozos de plata por mercancías, cuando no les quedaba otro remedio. Si un vikingo se apodera de un brazalete de plata y, llegado el caso, se ve en la necesidad de adquirir algo, troceará el brazalete en cuestión, y el mercader de turno procederá a pesar en una balanza los fragmentos de plata. El intendente nos proporcionó una de esas romanas, y pesamos la plata y las monedas: poco más de treinta libras.
Una cantidad nada desdeñable. Todos volveríamos a casa siendo algo más ricos. Con la parte del tesoro que me correspondía, difícilmente podría reclutar una mesnada para guerrear una temporada siquiera. Contemplé el tesoro una vez repartido cuando, en uno de los platillos, todavía quedaban algunos trozos de plata, y supe que con eso no recuperaría Bebbanburg. No podía reunir un ejército, ni disponía del dinero suficiente para hacer realidad mis sueños. Con el alma en un puño, pensé en cómo se estaría riendo mi tío, que no tardaría en enterarse de que había emprendido la travesía, me había hecho con el tesoro y la desagradable sorpresa que me habría llevado. Mientras pensaba en cuánto estaría disfrutando de la situación, a Skade no se le ocurrió nada mejor que decir:
—Me prometisteis que me daríais la mitad.
Estampé el puño contra la mesa con tanta fuerza que los pequeños montones de plata se estremecieron.
—Jamás dije semejante cosa —bramé.
—Dijisteis…
Con un dedo la apunté, y se calló la boca.
—¿Queréis que os meta en el agujero? —le pregunté—. ¿Queréis vivir entre ratas en el escondrijo donde guardaba la plata?
Mis hombres sonrieron. Desde que habíamos llegado a Frisia, habían caído en la cuenta de lo mal que les caía Skade, quien, en aquel momento, se percató de que no podía ni verme. Yo había empezado a detestarla antes, en cuanto había observado la crueldad que se escondía tras su belleza. Era como una espada encantada por el espíritu de la codicia: una hoja de resplandeciente acero, y un corazón tan negro como la sangre. Más tarde, aquella misma noche, me reclamó su parte de nuevo, y le recordé que, si bien me había pedido la mitad del tesoro de su marido, yo nunca le había prometido nada.
—Y no me vengáis con maldiciones de nuevo —le dije—, porque si tal hacéis, os venderé como esclava, aunque antes os desfiguraré. ¿Queréis lucir un rostro estragado? ¿Queréis que haga de vos una mujer fea? Si no es eso lo que queréis, guardaos vuestras maldiciones.
No sé dónde pasaría aquella noche, ni me preocupé en saberlo.
Zarpamos de Zegge al amanecer. Quemé las seis embarcaciones pequeñas que Skirnir había dejado en el embarcadero, pero no prendí fuego a la casona. Ya se encargarían el viento y el mar de arrasarla. Esos islotes desaparecen lo mismo que aparecen: los canales cambian su curso de año en año; los desplazamientos de la arena provocan la aparición de nuevas islas. La gente se asienta en esos islotes sólo durante unos cuantos años, hasta que las corrientes arrastran la tierra de nuevo. Cuando, muchos años después, regresé a aquellos parajes, la isla de Zegge casi había desaparecido, como si nunca hubiera existido.
Regresamos a nuestra tierra. Durante la travesía, el tiempo fue bueno: el sol centelleaba en el mar, el cielo estaba despejado y el aire era fresco. Sólo cuando nos acercamos a las costas de Britania, aparecieron nubes de nuevo y el viento cobró fuerza. Me llevó algún tiempo dar con un paraje que me sirviera de referencia; luego, tuvimos que remar de lo lindo con viento del norte de cara hasta la desembocadura del Tinan; ya casi de noche, llevamos el
Lobo plateado
río arriba hasta los pies del monasterio en ruinas. Lo dejamos varado. Al día siguiente salimos para Dunholm.
No lo sabía entonces, pero nunca volvería a ver aquel barco.
Era una noble embarcación.
En pleno invierno, padecí unas fiebres. Por suerte, pocas veces en mi vida he estado enfermo pero, a la semana de llegar a Dunholm, me entró una tembladera acompañada de sudores fríos; la cabeza me estallaba, como si un oso la arañase por dentro. Brida me preparó un lecho en una cabaña, donde había una hoguera encendida día y noche. El invierno era frío, pero hubo momentos en los que pensaba que el cuerpo me ardía, y otros en que tiritaba como si estuviera acostado sobre hielo, a pesar de que el fuego crepitaba con tanta viveza en el hogar de piedra que hasta las vigas de la techumbre se chamuscaban. No podía comer; me sentía desganado. A veces, me despertaba en mitad de la noche y pensaba en Gisela y en mis hijos y me echaba a llorar. Más tarde, Ragnar me contó que deliraba en sueños, pero no recuerdo nada de aquellos desvaríos. Sólo que estaba convencido de que no saldría de aquélla, y que, por eso, le pedí a Brida que me atase la mano a la empuñadura de
Aguijón-de-avispa.
Brida me llevaba infusiones de hierbas con hidromiel, me obligaba a tomar miel a cucharadas y se cercioraba de mantener a Skade y sus insidias alejadas de la cabaña.
—Os odia —me dijo una noche fría, en que el viento parecía que fuera a arrancar la techumbre y abombaba la recia cortina de cuero que hacía las veces de puerta.
—Será porque no le di una parte de la plata.
—Ni más ni menos.
—No era un tesoro; nada que ver con lo que ella aseguraba —dije.
—Niega que os haya lanzado una maldición.
—¿Qué otra cosa puede haberme postrado?
—La atamos a un poste y la azotamos con látigo —añadió—, y juró que ella no os había maldecido.
—Estoy seguro de que sí —dije con rabia.
—Con la espalda ensangrentada, todavía lo negaba.
Me quedé mirando a Brida, sus ojos oscuros, su rostro ensombrecido por aquellos indomables cabellos negros.
—¿Quién empuñaba el látigo?
—Yo mismo —repuso tranquilamente—. Luego, la llevé a la piedra.
—¿A la piedra?
Con un gesto, señaló al este.
—Al otro lado del río, Uhtred, hay una colina en cuya cima se yergue una piedra de tamaño descomunal. Allí la colocaron los antiguos pobladores de estas tierras. Es algo portentoso. Tiene pechos.
—¿Pechos?
—Así está tallada —dijo, al tiempo que se llevaba las manos a sus pequeños senos—. Es una piedra de altura considerable, más alta que vos —añadió—. Allí la llevé aquella noche; encendí hogueras a los dioses, coloqué unas calaveras en círculo y le dije que convocaría a los demonios hasta que la piel se le pusiera amarilla y blancos se le volvieran los cabellos, la cara se le llenase de arrugas, se le cayeran los pechos y se le encorvase la espalda. Y se puso a dar alaridos.
—¿Hubierais sido capaz de algo así?
—Al menos eso pensó ella —repuso Brida, con sonrisa taimada—. Me juró por su vida que no os había lanzado maldición alguna. Estoy segura de que decía la verdad.
—¿Así que esto son sólo unas fiebres?
—Más que fiebres, andancio. Otros están igual que vos. La semana pasada murieron dos hombres.
Todas las semanas venía un cura y me sangraba. Era un lúgubre sajón que predicaba su evangelio en la pequeña aldea que se alzaba en la cara sur de la fortaleza de Ragnar. El danés había llevado la prosperidad a aquellos parajes, y la aldea medraba con rapidez: el olor a madera recién serrada era tan intenso como el hedor de las aguas fecales que, colina abajo, iban a parar al río. Como era de esperar, Brida se había opuesto a la construcción de la iglesia, pero Ragnar había dado su consentimiento.
—Me pusiera como me pusiese, habrían adorado al dios que les hubiera venido en gana —me explicó—, y los sajones de por aquí eran cristianos antes de que yo llegase a estas tierras. Algunos han vuelto a venerar a los dioses verdaderos. El primer cura que anduvo por aquí pretendió echar abajo la piedra de Brida, y me llamó hijo de puta y pagano del demonio cuando se lo impedí. Así que lo ahogué. Éste de ahora parece un poco más razonable.
El nuevo cura, por otra parte, tenía fama de buen curandero, aunque Brida, que de hierbas sí entendía, no le permitía prepararme pócima alguna. Se limitaba, pues, a abrirme una de las venas del brazo y observaba cómo la sangre, espesa y a ritmo pausado, caía en un cuenco de asta. Cuando terminaba, tenía órdenes de arrojar la sangre al fuego y restregar la escudilla, algo que siempre hacía a regañadientes por tratarse de un ritual pagano: Brida exigía que no quedase ni rastro de sangre para que nadie pudiera echarme un hechizo.
—Me sorprende que Brida os permita acceder al interior de la fortaleza —le dije un día, cuando mi sangre, burbujeante todavía, siseaba sobre los leños.
—¿Lo decís tal vez porque no puede ver a los cristianos, mi señor?
—Precisamente.
—Hace tres inviernos, también ella cayó mala —me explicó el cura—; cuando todos mis antecesores se dieron por vencidos, el
jarl
Ragnar me hizo llamar. Y la sané, quiero decir, que Nuestro Señor tuvo a bien curarla a través de mí. Desde entonces, parece que soporta mejor mi presencia.
Igual que toleraba la presencia de Skade. Una trivialidad habría bastado para que acabase con ella, pero Skade había convencido a Ragnar de que no hacía daño a nadie, y mi buen amigo, que no gustaba de degollar mujeres, y menos aún si eran bonitas, la puso a trabajar en las cocinas de su mansión.
—Algo que ya había hecho en la cocina de mi casa, en Lundene —le dije a Brida.
—Y así fue cómo se coló en vuestro lecho —repuso con aspereza—, aunque supongo que no tendría que esforzarse demasiado.
—Es maravillosa.
—Y vos, tan necio como siempre. Ahora, caerá en manos de otro como vos, y nos veremos metidos en líos otra vez. Le dije a Ragnar que tenía que haberla abierto en canal, desde la entrepierna hasta el cuello, pero es tan cretino como vos.
Para la festividad de Yule, ya estaba en pie, pero no pude participar en las competiciones que tanto complacían a Ragnar, carreras, demostraciones de fuerza, y lo que más le gustaba, la lucha libre, peleas en las que él mismo participó venciendo a seis adversarios, hasta que cayó frente a un esclavo, un gigante sajón que recibió un puñado de plata como recompensa. Durante la tarde de aquel gran día, estaba previsto que los perros de la fortaleza azuzasen a un toro, espectáculo con el que Ragnar disfrutaba tanto que reía hasta que se le saltaban las lágrimas. El toro, un animal salvaje y fuerte, embestía por la explanada que se abría entre las casas, atacando en cuanto veía una posibilidad y lanzando por los aires a los perros más osados, que caían al suelo destripados, aunque, al final, había perdido tanta sangre que los perros se abalanzaron sobre él.
—¿Qué fue de
Nihtgenga?
—le pregunté a Brida cuando, con un bramido, el toro se desplomó, acosado por una furibunda manada de perros rabiosos.
—Murió hace mucho, mucho tiempo —repuso Brida.
—Era un buen perro —añadí.
—Y tanto —dijo, mientras observaba cómo los perros desgarraban la panza tumefacta de la res postrada.
Skade, al otro lado de la explanada, hizo como que no me veía.
El banquete de Yule fue un auténtico festín. Al igual que su padre, Ragnar celebraba las fiestas invernales por todo lo alto. En el centro de la estancia principal, se alzaba un enorme abeto, adornado con monedas de plata y piedras preciosas. Entre las criadas que nos sirvieron las carnes de vaca, de cerdo y de venado, el tocino, las morcillas, el pan y la cerveza, Skade cumplía su cometido, como si yo no estuviera presente. Los hombres no le quitaban los ojos de encima, como era de esperar. Uno que estaba achispado intentó abrazarla y sentarla en su regazo. Al verlo, Ragnar dio un puñetazo tan fuerte en la mesa que vertió un cuerno de vino; fue tal el golpetazo que el hombre se desasió de Skade de inmediato.
Había arpistas y rapsodas. Los escaldos recitaban versos en los que cantaban las glorias de Ragnar y de su familia; extasiado, mi amigo escuchaba las hazañas que atribuían a su padre.
—Repítelo —bramaba, cuando referían una proeza poco conocida. Se sabía casi todos los romances y los canturreaba. De repente, dio un manotazo en la mesa que sobresaltó al juglar—. ¿Qué acabáis de cantar? —preguntó.
—Que vuestro padre, mi señor, sirvió a las órdenes del gran Ubba.
—¿Y quién acabó con Ubba?
—Un perro sajón, mi señor —repuso el escaldo con gesto intranquilo.
—¡Aquí tenéis al perro sajón en cuestión! —gritó, al tiempo que alzaba mi brazo.
El mensajero llegó cuando los hombres aún le reían la gracia. Surgió de la nada, sin que, de buenas a primeras, nadie advirtiese la presencia de aquel danés alto que, con cota de malla, por los salteadores de caminos, y manchados de barro los bajos de la coraza, las botas y la vaina ricamente adornada de su espada, había cabalgado sin parar desde Eoferwic, como supimos más tarde. Aunque debía de estar cansado, una ancha sonrisa iluminaba su rostro.
Ragnar fue el primero en darse cuenta.
—¡Grimbald! —gritó el nombre del recién llegado, a modo de saludo—. Siempre es mejor presentarse al principio de una celebración que no cuando ésta toca a su fin. Pero no os preocupéis, ¡todavía queda comida y cerveza!
Grimbald se inclinó ante Ragnar.
—Os traigo noticias, mi señor.
—¿Nuevas que no pueden esperar? —preguntó Ragnar, de buen talante.
Se acallaron las voces. Los hombres se preguntaban qué sería lo que había impulsado a Grimbald a ir hasta allí con tanta prisa en una noche tan fría y lluviosa.
—Noticias que os encantará escuchar, mi señor —dijo Grimbald, sin perder la sonrisa.
—¿Acaso ha bajado el precio de las vírgenes?