—Guarda su tesoro en un enorme montículo, mi señor —dijo en voz baja—, custodiado por un enorme dragón.
—¿Un dragón, decís?
—Un dragón que echa fuego, mi señor, con unas alas negras que ocultan la luna —dijo santiguándose de nuevo, aunque, para quedarse más tranquilo, se sacó el amuleto del martillo del inmundo blusón que llevaba encima y lo besó.
Nos fuimos con el pescado al otro lado de la ensenada y, aprovechando la última hora de la marea alta, a golpe de remo, llevamos nuestro bote de pesca tierra adentro. Éramos tantos que la barca a duras penas se mantenía a flote. Al pasar, las gentes que por allí vivían no nos quitaban el ojo de encima hasta que nos perdían de vista. Seguimos remando entre cañaverales y bancos de lodo hasta que llegamos al lugar elegido por los ojeadores. Habían hecho un buen trabajo. Era lo que yo andaba buscando: una isla entre dunas, rodeada de una maraña de canales y sólo accesible por dos puntos. Llevamos la barca a tierra, y encendimos otra fogata de madera de deriva. El día tocaba a su fin. Las oscuras nubes se habían desplazado hacia el oeste, de forma que negras sombras se cernían sobre el mar de Skirnir; mientras, por el este, la tierra refulgía bajo los rayos del sol de poniente. Distinguí las humaredas de tres aldeas y a lo lejos, en el horizonte, unas bajas colinas que arrancaban donde terminaban la arena y las marismas. Supuse que el monasterio se alzaría en una de aquellas lomas, pero estábamos demasiado lejos como para verlo. Unas nubes cargadas de lluvia acabaron por ocultar el sol y todo quedó en penumbra. A una voz de Rollo, me volví y vi unos barcos que se acercaban a la costa con las últimas luces del día. Dos grandes navíos abrían la marcha, seguidos por un tercero, de madera más clara que los otros, que se desplazaba más despacio porque no disponía de suficientes remeros. Parecía que venían de las islas.
El
Lobo plateado
era el tercero de aquellos buques. Los otros dos, de madera más oscura, los barcos grandes de Skirnir.
El lobo había acudido a la llamada de la zorra.
Le había pedido a Finan que se hiciera el loco, algo que se le daba muy bien; no al extremo de que pareciese un demente, pero sí un loco peligroso con quien una palabra a destiempo podía desencadenar un baño de sangre. Para la gente que no lo conocía, Finan podía resultar aterrador: pequeño y enjuto, puro nervio concentrado en un cuerpo canijo, de rostro huesudo y estragado. Darse de bruces con Finan era como toparse con alguien que había sufrido todo lo imaginable: guerras, esclavitud, penalidades sin cuento; un hombre, en definitiva, que nada tenía que perder. Con eso contaba para que Skirnir tratase con consideración a la tripulación del
Lobo plateado.
Aparte de que pensase en la posibilidad de perder a algunos de sus hombres durante la refriega, poco más podía hacer para impedir que Skirnir se apoderase del barco y degollase a cuantos iban a bordo. No sería una pérdida irreparable para el frisón, desde luego, pero veinte o treinta bajas le supondrían un buen descalabro. Sin olvidar que Osferth y Finan eran portadores de un precioso regalo y, al menos hasta donde Skirnir sabía, parecían dispuestos a echarle una mano para que se lo quedase. Me figuraba que, de buenas a primeras, también le habría gustado agenciarse el barco, pero supuse que no lo intentaría hasta que yo hubiese desaparecido y Skade estuviera a buen recaudo. Por eso le había dicho a Finan que lo amedrentase.
Una vez que abandonaron la ensenada, Osferth y Finan bordearon la costa hasta que, como si no supieran dónde ir, a golpe de remo se plantaron en el mismo centro del mar interior, y allí se quedaron al pairo, mecidos por las olas.
—Veíamos las barcas de pesca que surcaban el agua a toda prisa, y estábamos convencidos de que se dirigían a Zegge —me comentaría Finan más adelante.
Como era de esperar, Skirnir estaba al corriente de la reyerta que se había producido en la ensenada y de cómo el barco vikingo navegaba sin rumbo fijo. Para satisfacer su curiosidad, sin moverse de su guarida, envió a uno de sus dos grandes navíos a ver qué pasaba. El más pequeño de sus hermanos había hablado con Finan y Osferth; por ellos, se había enterado de que se habían amotinado contra Uhtred de Bebbanburg, y que Uhtred y Skade, con un reducido grupo de hombres, habían recalado en algún punto de aquel atolladero de islotes y entrantes.
—Permití que el hermano pequeño subiera a bordo —me contó Finan más tarde—, le mostré las cotas de malla y las armas que habíamos amontonado, y le dije que eran las vuestras.
—¿Así que pensó que estábamos desarmados?
—Le conté que os habíais llevado una espada corta, pero muy pequeña —me aclaró Finan.
Grageld, el hermano de Skirnir, ni siquiera se detuvo a contar las cotas de malla, ni se acercó al montón de espadas, lanzas y hachas. De haberlo hecho, se habría dado cuenta de que Finan le estaba engañando, porque allí sólo había cotas de malla y armas para la mermada tripulación del
Lobo plateado.
Muy al contrario, creyó a pies juntillas lo que el irlandés le estaba diciendo.
—Así que decidimos contarle lo que habíamos acordado —continuó Finan.
Una historia que se apoyaba en un hecho cierto. Aunque adornándolo un poco, Finan le explicó que habíamos ido a las islas de Frisia para hacernos con el tesoro de Skirnir.
—Le dije que nos habíamos enterado de que el oro estaba a buen recaudo, que os habíamos apremiado para que devolvieseis a Skade a su marido, y que vos os habíais negado, a pesar de que ninguno de nosotros podíamos ver a esa puta. Grageld me dijo que hacíamos bien en odiarla.
—¿Tan mal le caía?
—No le caía bien a ninguno de ellos, mi señor, pero Skirnir la echaba de menos. Su hermano pensaba que era víctima de un hechizo.
Finan me reveló esos detalles en la mansión de Skirnir, mientras yo miraba a Skade de soslayo, contra el resplandor de una enorme fogata que ardía en el centro de la estancia: una
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cwif,
pensé, una bruja. Muchos años antes, el padre Beocca me había referido una historia de aquella época remota, de aquellos días lejanos en que los hombres se servían de reluciente mármol para levantar sus edificaciones, hechos que se remontaban a aquellos tiempos en que el mundo aún no se había convertido en el lugar inhóspito y siniestro que es ahora. Por una vez en su vida, la historia nada tenía que ver con su dios ni con sus profetas, sino que se refería a una mujer que había escapado de su marido porque se había enamorado de otro hombre; que el marido dispuso una gran flota para recuperarla y que, al final, quemaron la ciudad hasta los cimientos y mataron a todos los varones que en ella vivían, y todo por culpa de una
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desaparecida hace tanto tiempo.
Los poetas dicen que luchamos por la gloria, por las riquezas, por nuestro honor y nuestro terruño. A lo largo de mi vida, sin embargo, no han sido menos las ocasiones en que he peleado por una mujer. En ellas reside el poder.
Muchas veces escuché cómo Ælswith, la amargada esposa de Alfredo, quejosa de que Wessex no le otorgase el título de reina, lo achacaba a que el nuestro era un mundo de hombres, y puede que tuviera razón. Pero las mujeres ejercen su poder sobre los hombres. Por cuestiones de mujeres, interminables flotas se hacen a la mar; en su nombre, se arrasan altivas mansiones; en su honor, yacen enterrados innumerables guerreros.
—Como bien podréis imaginar, Grageld quería que fuésemos a ver a Skirnir sin falta —continuó Finan—, pero le respondimos que no. Cuando nos preguntó qué habíamos ido a buscar entonces, le dijimos que íbamos por la recompensa, porque queríamos que Osferth fuera rey y, para conseguirlo, necesitábamos plata.
—¿Se lo creyó?
—¿Acaso hacen falta razones para ir en busca de plata? —preguntó Finan, encogiéndose de hombros—. Pues claro que nos creyó, mi señor, y Osferth estuvo de lo más convincente.
—Cuando les conté mis pretensiones —añadió Osferth, torciendo el gesto—, por un momento casi llegué a creerme lo que estaba diciendo.
Me eché a reír.
—No iréis a decirme que os gustaría ser rey, Osferth.
Sonrió; cuando sonreía, el parecido que guardaba con su padre era realmente extraordinario.
—No, mi señor —afirmó con humildad.
—No estoy muy seguro de que Grageld supiera quién era Alfredo —continuó Finan—. Por supuesto que había oído su nombre, igual que conocía las monedas acuñadas por el rey, pero parecía pensar que Wessex era un lugar que estaba allí al lado. Así que le conté que era un país donde los fresnos daban plata, que el rey era un hombre ya viejo y cansado, que Osferth sería el nuevo rey y que le gustaría estar en buenas relaciones con Skirnir.
—¿Y se creyó tales patrañas?
—¡Y tanto que sí! Quería que fuésemos a Zegge, pero le dije que no. No estaba dispuesto a llevar el
Lobo plateado
por esos canales, mi señor, y que se hiciesen con el barco, así que nos quedamos donde estábamos. Skirnir llegó a bordo del segundo buque. Se situaron a ambos lados del nuestro, y me dio en la nariz que estaban pensando en apresarnos.
Eso era lo que yo me había temido. No me costó mucho imaginarme el
Lobo plateado
y su menguada tripulación, flanqueado por dos barcos atestados de guerreros.
—Pero ya habíamos pensado en esa posibilidad —continuó Finan, encantado— y, con ayuda del mástil transversal, habíamos izado el ancla de piedra.
Las piedras que utilizábamos como ancla eran unos enormes pedruscos redondos, del tamaño de la muela de un molino y un agujero horadado en el centro. Finan había utilizado el palo del barco a modo de palanca, de tal manera que no había duda en cuanto al mensaje que daba a entender tan complicado equilibrio. Si una de las dos naves de Skirnir iniciaba el ataque, desplazarían la piedra hacia el barco en cuestión, de un hachazo cortarían la maroma de la que pendía y, al caer, el pedrusco destrozaría el pantoque del buque agresor. De modo que Skirnir ganaría un barco pero perdería otro; así que, con buen tino, apartó sus embarcaciones del
Lobo plateado,
como si jamás se le hubiera pasado por la cabeza la idea de apoderarse de nuestra nave.
—Magnífica treta —comenté.
—Se le ocurrió a Osferth, mi señor —reconoció Finan—; lo teníamos todo preparado, antes incluso de que se pusieran a nuestro lado.
—¿Y Skirnir se creyó lo que le contasteis?
—Era lo que estaba deseando oír, ¡y claro que se lo creyó, mi señor! Saltaba a la vista que sólo quería recuperar a Skade, no pensaba en otra cosa.
—Y zarpasteis en su busca.
—Eso fue lo que hicimos, mi señor —dijo Finan, con una sonrisa.
Los tres barcos llegaron a la ensenada cuando tanto el día como la marea ya se retiraban. Sabía que Skirnir no vendría a por nosotros hasta que la subida de la marea no anegase de nuevo la cala. Aun así, aposté vigías. No pasó nada y, aunque no lo pareciera, echamos una cabezadita. Recuerdo que estaba despierto, tendido en el suelo, pensando que no podría dormirme cuando, en sueños, vi cómo Gisela me sonreía, hasta que me desperté sobresaltado al ver unos guerreros a los que lanzas y escudos se les iban de las manos. Me quedé un rato tumbado en la arena, contemplando las estrellas; me puse en pie y estiré los brazos y las piernas para desentumecerlos.
—¿Cuántos hombres habrá traído, mi señor? —me preguntó Cerdic, junto a las resplandecientes llamas de la fogata que trataba de avivar. No era hombre que se arredrase, pero aquella noche no se había podido quitar de la cabeza la imagen de los dos enormes barcos acercándose a la costa.
—Dos tripulaciones —repuse. En ese momento caí en la cuenta de que era el que más había dormido; al oír mi voz, los hombres se acercaron a la hoguera—. Dos tripulaciones, así que cien o ciento cincuenta hombres.
—¡Santo Dios! —exclamó Cerdic, acariciando la cruz que llevaba al cuello.
—Son sólo piratas —dijo Rollo en voz alta.
—Explicádselo vos —le pedí, encantado de que fuese el hombre de Ragnar quien pusiese al tanto a los míos.
De pie, junto a las llamas, Rollo les explicó:
—Los hombres de Skirnir son como perros asilvestrados; se abalanzan sobre los más débiles, pero se quedan paralizados si la presa es más fuerte. No están acostumbrados a pelear en tierra firme, ni saben lo que es un muro de escudos. Nosotros, sí.
—Le gusta decir de sí mismo que es el Lobo del Mar —añadí—, pero Rollo está en lo cierto: es un perro, no un lobo. ¡Nosotros somos los lobos! ¡Nos hemos enfrentado a los mejores guerreros de Dinamarca y Britania y los hemos mandado a la tumba! Sabemos lo que es un muro de escudos. ¡Antes de que el sol llegue a su cénit, habremos acabado con Skirnir!
No es que viéramos mucho el sol en realidad, porque, tras un amanecer ceniciento, el día estaba anubarrado. Rápidas y muy bajas, las nubes pasaban por encima de nosotros camino del mar, enredándose en las marismas. El agua fue a más con la subida de la marea, inundando las márgenes del entrante donde nos habíamos refugiado. Subí a lo alto de la duna; desde allí, vi los tres barcos que, lentamente, se dirigían a la ensenada. Skirnir aprovechaba la subida de la marea: sus hombres remaban hasta que el barco, con la cabeza de un animal en la proa, encallaba, y allí se quedaban hasta que la marea les ahorraba unas cuantas remaduras. Sonreí para mis adentros al reparar en que sus dos barcos iban por delante y el
Lobo plateado
los seguía. Skirnir, confiado en que contaba con hombres de sobra y cegado ante la posibilidad de recuperar a Skade, ni por un momento había pensado que el enemigo también iba pisándole los talones.
¿Qué vería Skirnir en aquellos momentos? Desde la proa del primero de los barcos, donde estaba encaramado, sólo acertaría a ver a cinco hombres sin cota de malla en lo alto de una duna. Pensando que se disponía a capturar a una caterva de fugitivos que no tenían donde caerse muertos, estaba tranquilo. Cuando se acercaron lo bastante, llamé a Skade para que se situara a mi lado.
—Si cayeseis en sus manos, ¿qué os haría? —le pregunté.
—Humillarme, deshonrarme y quitarme la vida —repuso.
—¿Y creéis que estará dispuesto a pagar por semejante barbaridad? —le pregunté, pensando en la recompensa que había ofrecido por Skade.
—La arrogancia es un vicio caro —replicó.
—¿Por qué no hacer de vos una esclava más?