Solté una maldición por lo bajo.
—¿Qué andáis rumiando? —me preguntó Ragnar.
Pensaba que Bebbanburg era inexpugnable.
—Me preguntaba quién estará al cuidado de
Smoka
—dije.
—¿Smoka?
—El mejor caballo que he tenido en mi vida.
Sin dejar de mirar la fortaleza, Ragnar se rió para sus adentros.
—Un animal incomparable, ¿no es así?
—Basta con llevar barcos al extremo norte —aventuré. Si las naves tocaban tierra cerca de donde se alzaba la puerta nueva, los atacantes no tendrían que abrirse paso a mamporros para traspasar la Puerta Baja.
—La playa se torna angosta por aquel lado —me advirtió Ragnar, aunque lo más seguro es que yo conociese mejor que él las aguas que rodeaban Bebbanburg—, y ni soñéis con la posibilidad de llegar hasta el puerto con vuestros barcos —añadió, al tiempo que señalaba la dársena donde permanecían amarradas las barcas de pescadores—. Sólo pequeñas embarcaciones, ya lo veis, no mayores que una tina para tomar un baño. Quizá si aprovecháis una de esas mareas altas de primavera, dispondréis de una hora más o menos; eso sin contar que, cuando marea y viento arrecian, el canal es como una casa de putas. Podéis daros por satisfecho si vivís para contarlo.
Incluso si consiguiese llevar una docena de mesnadas hasta cerca de la nueva puerta, ¿cómo impedir que los defensores enviaran una tropa por el sendero para mejor atraparnos? Sin embargo, eso sólo podría pasar si mi tío hubiera tenido noticias de que se preparaba un ataque inminente y hubiera reunido suficientes hombres como para disponer de un grupo de soldados que llevase a cabo el contraataque. Así las cosas, reflexioné, sólo quedaba la posibilidad de un ataque por sorpresa. Una acción de tales características también entrañaba dificultades, no obstante. Los centinelas avistarían los barcos que se aproximaban y la guarnición se pondría sobre las armas; mientras, los hombres tendrían que ir a gatas entre olas hasta pisar tierra y, cargados con escalas y armas, recorrer unos cien pasos antes de llegar al nuevo muro de piedra donde tendrían que detenerse. Para entonces, poco quedaría ya de la sorpresa inicial, y los defensores habrían tenido tiempo más que sobrado de concentrar sus fuerzas en la nueva puerta. Visto así, ¿no sería mejor realizar dos ataques simultáneos? Tal solución suponía establecer un asedio formal, es decir, disponer de trescientos o cuatrocientos hombres que bloqueasen la lengua de tierra que iba hasta la Puerta Baja para evitar que la guarnición de la ciudadela recibiese refuerzos por ese lado mientras los barcos se aproximaban a la nueva puerta, al tiempo que asaltaban ese acceso. Con esa maniobra, conseguiría dividir a los defensores, pero necesitaría otros tantos hombres cuando menos para asaltar la nueva puerta; en otras palabras, me harían falta unos mil hombres, unas veinte mesnadas, sin contar esposas, criados, esclavos y niños, unas tres mil bocas que alimentar en total tirando por lo bajo.
—Tiene que haber alguna forma —murmuré.
—Nadie se ha apoderado de Bebbanburg —dijo Ragnar.
—Ida lo consiguió.
—¿Ida?
—Un antepasado mío. Ida, el Portador de la Llama, uno de los primeros sajones que se establecieron en Britania.
—¿Cómo era la fortaleza que conquistó?
—Más bien pequeña, supongo —repuse, encogiéndome de hombros.
—A lo mejor no era más que una simple cerca de espino al cuidado de unos salvajes medio en cueros —comentó Ragnar—. La mejor forma de conquistar la ciudadela es dejar que esos cabrones se mueran de hambre.
Era una posibilidad, desde luego. Un reducido ejército que bloquease el acceso por tierra, mientras unos cuantos barcos escudriñaban la costa para impedir la llegada de víveres a los sitiados. Pero el mal tiempo podría obligar a las naves abandonar aquellas aguas, y pequeñas embarcaciones de los alrededores podrían llegar a la fortaleza. Por otra parte, rendir Bebbanburg por el hambre llevaría no menos de seis meses, nada menos que medio año alimentando a todo un ejército y tratando de convencer a los inquietos daneses de que no podían moverse de allí hasta que no atacásemos. Eché un vistazo a las islas Farnea, donde las olas rompían con fuerza contra las rocas. Gytha, mi madrastra, solía contarme anécdotas de san Cuthberto, que predicaba a las focas y a los frailecillos que vivían en aquellas peñas. Cubierto de piojos, llevó una vida de ermitaño en aquellas islas, alimentándose de percebes y de helechos, de modo que los cristianos tenían aquellos peñascos por lugar sagrado, aunque de escasa utilidad para mí: no había dónde guarecer la flota con la que pensaba establecer el bloqueo porque ni había calas en aquellas islas dispersas ni tampoco ensenada alguna en Lindisfarena, un poco más al norte, una isla mucho más extensa, donde se veían las ruinas de un monasterio, pero nada ni lo más remotamente parecido a un fondeadero.
Al ver Lindisfarena me acordé de cómo, siendo niño todavía, Ragnar el Viejo había degollado a los monjes que allí vivían. Aquel mismo día, Ragnar me dio su permiso para acabar con Weland, un hombre enviado por mi tío para liquidarme: espada en mano, lo ensarté y le fui dando cortes y tajos, dejando que se desangrase hasta morir en espantosa agonía. Contemplaba aquella isla, recordando la muerte de algunos enemigos, cuando Ragnar me dio un codazo.
—Parece que hemos llamado su atención —me dijo.
Por la Puerta Baja salían unos cuantos jinetes. A ojo, calculé que serían unos setenta, lo que indicaba que mi tío no venía en busca de pelea. Ningún hombre acompañado por un centenar de guerreros arriesgaría la vida de diez de los suyos en una escaramuza sin importancia, así que deduje que estaba haciendo una exhibición de fuerza a nuestra altura para evitar cualquier incidente. Observé cómo los jinetes subían por la falda de la colina a nuestro encuentro. Armados y con escudos, llevaban cotas de malla y yelmos. Se detuvieron a unos cuatrocientos pasos de donde estábamos; todos, menos tres, que siguieron adelante, no sin desprenderse ostentosamente de espadas y escudos antes de separarse de sus compañeros. Tampoco llevaban estandarte alguno.
—Quieren parlamentar —me dijo Ragnar.
—¿Viene mi tío con ellos?
—Sí.
Los tres refrenaron sus monturas a medio camino de los dos grupos de hombres armados.
—Podría matar ahora mismo a ese cabrón —dije.
—Eso, y su hijo se convertiría en su heredero —comentó mi amigo—, y todo el mundo estaría al tanto de que habíais matado a un hombre desarmado que venía en son de paz.
—¡Hijo de puta! —le grité a Ælfric, antes de desprenderme de mis dos espadas, arrojárselas a Finan y espolear mi caballo prestado. Casi había confiado en que los acompañantes de mi tío fueran dos de sus hijos. De haber sido así, bien podría haber sucumbido a la tentación de acabar con los tres. Pero los hombres que venían con él eran dos imponentes guerreros, seguramente los mejores de que disponía.
Nos esperaron junto a los restos nauseabundos de una oveja. Me imaginé que la habría atacado un lobo que, ahuyentado por los perros, había abandonado los despojos, rebosantes de gusanos, picoteados por los cuervos, sobre los que zascandileaba un enjambre de moscas. El viento llevaba hasta nuestras narices un espantoso hedor, razón más que probable de que Ælfric hubiese elegido aquel sitio.
Mi tío tenía un aspecto distinguido. Delgado, de cara alargada, una imponente nariz ganchuda, y unos ojos tan oscuros como cautelosos. El pelo, lo poco que sobresalía del yelmo, era blanco por completo. Tranquilo y sin ningún temor, me observó cuando llegamos a su lado.
—Me imagino que sois Uhtred —me espetó a modo de saludo.
—Uhtred de Bebbanburg —repuse.
—En tal caso, debo felicitaros —replicó.
—¿Por qué?
—Por vuestra victoria sobre Harald. Vuestro triunfo fue motivo de regocijo para muchos y buenos cristianos.
—Que no para vos, imagino.
Ælfric pasó por alto injuria tan desabrida y, muy serio, se dispuso a hablar con mi acompañante.
—Jarl
Ragnar, recibo encantado esta visita de vuestra parte, pero deberíais haberme advertido de vuestra llegada. Habría preparado un banquete de bienvenida.
—Sólo queríamos que los caballos trotasen un poco —contestó Ragnar, en tono cordial.
—Pues os habéis alejado un tanto de casa —observó mi tío.
—No así de la mía —apostillé.
Sus ojos oscuros fueron a posarse en mí.
—Siempre sois bienvenido, Uhtred —me dijo—. Podéis volver a casa cuando queráis. Tened por seguro que siempre seréis recibido como corresponde.
—Y tanto que lo haré —repliqué.
Durante un instante, nadie dijo nada. Mi caballo pateó para quitarse el lodo de una pata. Las dos hileras de hombres armados no nos quitaban el ojo de encima. Mientras, yo sólo tenía oídos para las gaviotas que graznaban a lo lejos, cerca del mar. Aquel estruendo había sido el ruido que, obstinado como el mar, había escuchado durante mi niñez.
—De pequeño —dijo mi tío, quebrando aquel insólito silencio—, erais desobediente, testarudo y necio. Veo que no habéis cambiado.
—Eso preguntádselo a Alfredo de Wessex. De no haber sido por mi cabezonería impertinente, no sería rey —repuse.
—Alfredo sabía cómo llevaros —remachó mi tío—. Erais como un perro. Os daba de comer y os mantenía a su lado. Pero como el necio que sois, os habéis apartado de él. ¿Quién os dará de comer ahora?
—Yo —afirmó Ragnar, sin dudarlo.
—Pero vos, mi señor —dijo Ælfric con respeto—, no disponéis de tantos hombres como para ver cómo mueren al pie de mis muros. Uhtred tendrá que buscarse sus propios guerreros.
—Hay muchos más daneses en Northumbria —intervine de nuevo.
—Ya; pero los daneses quieren oro. ¿Acaso creéis que guardo suficiente tras esas murallas como para levantar en armas a todos los daneses de Northumbria contra Bebbanburg? —me preguntó esbozando un atisbo de sonrisa—. Antes, tendréis que disponer de vuestro propio oro, Uhtred —aguardó un instante por si decía algo; un cuervo encaramado a un árbol desnudo protestaba molesto: nuestra presencia le impedía acercarse a la oveja muerta—. ¿Acaso pensáis que vuestra
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os conducirá hasta el oro? —me preguntó.
La
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la mujer echada a perder, la bruja; se refería a Skade.
—No tengo semejante monstruo a mi lado —respondí.
—Os tienta con las riquezas de su esposo —insistió.
—¿Ah, sí?
—¿Quién, si no? Pero Skirnir está al corriente de todo.
—¿Acaso se lo habéis dicho vos?
Hizo un gesto de asentimiento.
—Me pareció que no estaría de más enviarle noticias de su esposa. Cuestión de cortesía, nada más, con un vecino del otro lado del mar. Estoy seguro de que, en primavera, Skirnir os recibirá con unos brazos tan abiertos como los que yo os tendería si, en algún momento, se os ocurriese volver a casa —recalcó mucho la palabra «casa», como si le hubiese congelado en la lengua, antes de hacerse de nuevo con las riendas de su montura—. No tengo más que deciros —concluyó, haciendo un gesto de saludo a Ragnar y a los suyos, y los tres se dieron media vuelta.
—¡Os mataré a vos y a vuestra mierda de hijos! —le grité.
Alzó una mano al desgaire, y siguió adelante.
Recuerdo que pensé que me había ganado por la mano. Ælfric se había tomado la molestia de abandonar su ciudadela para tratarme como si fuera un mequetrefe, y regresaba a ese lugar maravilloso a orillas del mar, fuera de mi alcance. Me quedé paralizado.
—¿Qué hacemos ahora? —me preguntó Ragnar.
—¡Le colgaré de las tripas de sus hijos y me mearé en su cadáver! —repuse.
—¿Y cómo lo haréis?
—Con oro.
—¿El del Skirnir?
—¿Qué otro, si no?
Ragnar obligó a dar media vuelta a su caballo.
—También hay plata en Escocia y en Irlanda —comentó.
—Bien protegida por hordas de salvajes —repliqué.
—¿Por qué no Wessex? —continuó como quien no quiere la cosa.
Como no me había movido del sitio, Ragnar se volvió a mi lado.
—¿Wessex? —repetí.
—Se comenta que las iglesias de Alfredo acumulan riquezas sin cuento.
—Y tanto —repliqué—. Tantas tienen que les rebosan y pueden permitirse el lujo de enviar plata al papa. Hay oro en sus altares. Hay dinero en Wessex, amigo mío, mucho dinero.
Ragnar hizo una seña a sus hombres y dos de ellos se acercaron con nuestras espadas. Tras ceñirnos los tahalíes a la cintura, nos sentimos menos desvalidos. Los dos hombres se alejaron de nuevo y nos dejaron a solas. La brisa que llegaba del mar me traía el olor de mi casa, enmascarando el hedor de la oveja muerta.
—¿Pensáis atacar Wessex el año que viene? —le pregunté.
Se quedó callado un momento y, encogiéndose de hombros, dijo:
—Brida cree que me estoy poniendo gordo y que me he vuelto comodón.
—No le falta razón.
Esbozó una leve sonrisa, y me preguntó:
—¿Por qué luchamos, Uhtred?
—Para eso nacimos —repuse sin pensarlo.
—Para llegar a un lugar del que podamos decir que es nuestro hogar, un sitio donde ya no tengamos que pelear nunca más —apuntó.
—¿Os referís a Dunholm?
—Es una fortaleza segura, tanto o más que Bebbanburg; allí me encuentro muy a gusto —comentó.
—¿Y Brida insiste para que os vayáis?
Asintió.
—Y está en lo cierto —admitió con desmayo—. Si nos quedamos de brazos cruzados, Wessex se extenderá como una peste y habrá curas por doquier.
Oteamos el futuro. Sumidos en una nebulosa preñada de esperanza, atisbamos por ver si distinguimos un signo que nos dé razón de por dónde discurrirá nuestro destino. Toda la vida había intentado comprender el pasado, una remota época de esplendor de la que aún quedan vestigios en toda Britania. Vemos todavía las grandes mansiones de mármol que levantaron los romanos, seguimos los caminos que ellos trazaron, cruzamos los puentes que construyeron, pero todo eso está a punto de desvanecerse. El mármol se resquebraja por culpa de las heladas; los muros se vienen abajo. Alfredo y quienes le secundaban creían que estaban llevando la civilización a un diabólico mundo de iniquidad, pero lo único que hacían era dictar normas, infinidad de preceptos y leyes que no eran sino el reflejo de una aspiración, porque la realidad era otra: los fortines, las murallas, las lanzas en lo alto de las defensas, el destello de los yelmos al amanecer, el miedo ante la presencia de jinetes armados, el retumbar de los cascos, los gritos de las víctimas. Alfredo estaba orgulloso de sus escuelas, de sus monasterios, de sus iglesias recargadas de plata, realidades innegables porque unas espadas las defendían. ¿Qué era Wessex en comparación con Roma?