—Alfredo de Wessex ha muerto, mi señor —anunció tras una pausa.
Durante un momento, no se oyó una mosca. A continuación, empezaron los vítores. Los hombres aporreaban las mesas con las manos y daban gritos de contento. Aunque medio borracho, Ragnar tuvo la buena ocurrencia de alzar las manos reclamando silencio.
—¿Cómo os habéis enterado?
—Ayer recibimos la noticia en Eoferwic —dijo Grimbald.
—¿Quién os lo contó? —pregunté.
—Un cura de Wessex, mi señor —contestó el espigado mensajero, uno de los hombres de la guardia de Guthred, el rey loco, que, si bien no me conocía, al verme sentado en el lugar de honor junto a Ragnar, optó por distinguirme con tal título.
—¿Así que ahora su vástago es el nuevo rey? —se interesó Ragnar.
—Eso dicen, mi señor.
—El rey Edmundo —comentó Ragnar—. Nos va a llevar un tiempo acostumbrarnos a ese nombre.
—Eduardo —le corregí.
—Edmundo, Eduardo, ¿qué más da? No va a tener mucho tiempo de disfrutarlo —repuso Ragnar, encantado—. ¿Qué tal es el chaval? —me preguntó.
—Inquieto.
—Así que no es un guerrero.
—Su padre tampoco lo era —repliqué—, pero derrotó a todo danés con pretensiones de arrebatarle el trono que se le puso por delante.
—Vos lo hicisteis por él —dijo Ragnar de buen humor, dándome una palmada en la espalda.
Encantados con las nuevas perspectivas que se abrían para ellos, los hombres hablaban a voces. Recuerdo, sin embargo, que volví la vista hacia una de las mesas de más abajo y reparé en Osferth, muy callado, absorto. Ragnar me susurró al oído:
—No parecéis muy contento, Uhtred.
¿Cómo me sentía en aquel momento? No era el hombre más feliz del mundo, desde luego. Nunca me había gustado Alfredo, tan santurrón, tan serio, tan inflexible. Sólo soñaba con establecer el orden. No tenía otra aspiración que la de reducir el mundo real a un conjunto de parcelas, organizado y sumiso. Le encantaba coleccionar libros y redactar leyes. Pensaba que si todos los hombres, mujeres y niños seguían las normas, disfrutaríamos del reino de los cielos aquí en la tierra, y había dejado de lado los placeres terrenales. De joven, había disfrutado de tales deleites y, como prueba, allí estaba Osferth. Más tarde, no obstante, dio por buena la doctrina del dios crucificado de los cristianos de que todo placer es pecado, y trató de redactar leyes que condenasen el pecado, tarea tan imposible como la de ensamblar una esfera con agua.
No me caía bien Alfredo, pues. Pero siempre había sabido que estaba al lado de un hombre excepcional. Era reflexivo, sin un pelo de tonto; de mente rápida y abierta a cualquier idea, con tal de que no chocase con sus convicciones religiosas. Un rey que no pensaba que la corona que ceñía hiciese de él un ser omnisciente; en ese sentido, era un hombre humilde que, por encima de todo, había tratado de ser recto, que no es lo mismo que agradable. Creía también en el destino, idea en que todas las religiones parecen estar de acuerdo, aunque ambos lo afrontábamos de forma diferente porque, para Alfredo, nuestro destino se identificaba con el progreso: aspiraba a un mundo mejor; enfoque que yo no compartía, porque nunca he creído que en nuestras manos esté la posibilidad de mejorar el mundo, sino de sobrellevarlo como mejor podamos en su deriva hacia el caos.
—Sentía respeto por Alfredo —le confesé a Ragnar. Con todo, no estaba seguro de que la noticia fuera cierta. Los rumores van y vienen como las telas de araña en verano, así que le hice una seña a Grimbald para que se acercase y le pregunté—: ¿Qué fue lo que dijo exactamente el cura?
—Que Alfredo estaba en la iglesia de Wintanceaster; que se había desmayado durante una ceremonia y que lo llevaron a la cama.
Lo que tenía sentido.
—¿Y su hijo es el nuevo rey?
—Eso dijo el cura.
—¿Sigue Harald acorralado en Wessex? —se interesó entonces Ragnar.
—No, mi señor —repuso el mensajero—. Alfredo le entregó plata para que se marchara.
Ragnar reclamó silencio, y le pidió a Grimbald que repitiese en voz alta lo que le había dicho sobre Harald. Los hombres prorrumpieron en nuevos vítores al enterarse de que el
jarl
malherido había recibido dinero a cambio de abandonar Torneie. Los daneses reciben con alborozo cualquier noticia referente a que los sajones pagan a compatriotas suyos con tal de verse libres de ellos: les da nuevos ánimos para atacar tierras sajonas con la esperanza de recibir un trato no menos ventajoso.
—¿Adónde se fue Harald? —le preguntó Ragnar. Reparé en la atención con que escuchaba Skade.
—Se unió a Haesten, mi señor.
—¿En Beamfleot? —le pregunté.
Grimbald no lo sabía.
Las noticias acerca del fallecimiento de Alfredo y del enriquecimiento del malherido Harald hicieron que el banquete fuera aún más bullicioso. Por una vez, ni siquiera hubo altercados cuando el hidromiel, la cerveza y el vino corrieron por las mesas. Todos los presentes, a excepción quizá de un puñado de los míos, que eran sajones, veían una nueva oportunidad de invadir y saquear los ricos campos, pueblos y ciudades de Wessex.
Y tenían razón. Wessex atravesaba una situación delicada, de no ser por un pequeño detalle.
La noticia sólo era un rumor.
Alfredo seguía con vida.
* * *
En la estación más lóbrega del año, todos los habitantes de las regiones del norte de Britania dieron por bueno el rumor, que Brida saludó con renovados bríos.
—Es una señal de los dioses —afirmó muy convencida, e instó a Ragnar a convocar una reunión de los
jarls
del norte.
La asamblea quedó fijada para principios de la primavera, cuando hubiesen pasado las lluvias del invierno y los vados estuvieran de nuevo en condiciones. La perspectiva de que hubiera guerra bastó para sacar a Dunholm del sopor invernal en que estaba sumido: en la aldea y en la fortaleza, los herreros comenzaron a forjar hojas de espada, y Ragnar envió mensajes a todos los armadores haciéndoles saber que pensaba reclutar tropas en primavera. Los rumores acerca de tan halagüeños pronósticos acabarían por llegar sin duda a Frisia y a la lejana Dinamarca, y hombres codiciosos acudirían al llamamiento de Northumbria, aunque Ragnar sólo había dejado entrever la posibilidad de que necesitaba hombres para invadir la tierra de los escoceses.
A oídos de Offa, el cura renegado de Mercia, llegaron también tales rumores y, a pesar del mal tiempo, se fue al norte con sus perros domesticados. Decía a quien quería oírle que estaba más que acostumbrado a los aguaceros helados de los últimos días del año, tan habituales en Northumbria, pero saltaba a la vista que sólo quería enterarse de los planes de Ragnar. Por una vez, el danés se mostró reservado y no permitió que Offa accediese a la imponente fortaleza que, a lomos de una peña, se alzaba sobre el río. Tengo para mí que Brida le amenazó con que, si tal hacía, se daría por ofendida, y Ragnar siempre accedía a lo que su mujer le pedía.
Simulando estar borracho, en compañía de Finan y Osferth, fui a ver a Offa a una taberna al pie de la fortaleza.
—Me enteré de vuestra enfermedad, mi señor. Me alegra comprobar que os habéis recuperado —me dijo.
—¿Es cierto que Alfredo de Wessex ha estado malo también? —preguntó Osferth.
Como siempre, antes de responder Offa sopesó si proporcionar gratis una información que podría reportarle algún dinero, y debió de llegar a la conclusión de que pronto todo el mundo estaría al tanto de lo que sabía. Por otra parte, si había ido allí era para sonsacarnos toda la información que pudiera.
—Se desmayó en la iglesia; los médicos pensaron que de ésa no salía —contestó—. Estuvo muy mal. Os aseguro que hasta dos veces le dieron la extremaunción, pero Dios se apiadó de él.
—Dios le adora —dije arrastrando las sílabas y aporreando la mesa para pedir más cerveza.
—No lo bastante para que se haya recobrado por completo —repuso Offa, con cautela—. Aún está muy delicado.
—Siempre ha sido débil —repliqué, lo cual era cierto en cuanto a su salud, que no en lo tocante a su determinación; lo dije con rabia, como si pretendiera injuriarlo; Offa se me quedó mirando, preguntándose hasta qué punto estaba borracho en realidad.
Más de una vez me he burlado de los curas cristianos que siempre andan diciendo que no hay mejor prueba de la religión que profesan que los milagros que Cristo realizó para, a renglón seguido, afirmar que tales poderes taumatúrgicos desaparecieron con él. Si un cura fuese capaz de sanar a un lisiado o de que un ciego recuperase la vista, creería en su dios. Sin embargo, en aquella ocasión, en aquella taberna llena de humo al pie de las altas murallas de la fortaleza de Dunholm, se produjo un milagro: Offa no sólo nos pagó la cerveza, sino que pidió más.
Siempre he tolerado la bebida mejor que la mayoría de los hombres. No obstante, en aquel momento, y aun sin perder ni ripio de lo que hablábamos, el establecimiento me daba vueltas, como las volutas del humo que salían del hogar de la taberna. Le conté a Offa unos cuantos chismorreos acerca de Skade, reconocí la decepción que me había llevado con el tesoro de Skirnir y me lamenté amargamente de no disponer de dinero ni de hombres suficientes. Al escuchar esta última queja, tan propia de un beodo, Offa vio los cielos abiertos.
—¿Para qué necesitáis hombres, mi señor? —me preguntó.
—Todos necesitamos hombres —contesté.
—Cierto —apuntó Finan.
—Muchos hombres —intervino Osferth.
—Cuantos más, mejor —añadió Finan, fingiendo estar mucho más borracho de lo que yo estaba.
—Tengo entendido que los
jarls
del norte piensan reunirse aquí —comentó Offa, de pasada. Ardía en deseos de saber cuáles eran nuestros planes.
Toda Britania estaba al tanto de que los señores de Northumbria estaban invitados a Dunholm, pero nadie sabía a cuento de qué aquella convocatoria; si se enteraba de algo, Offa podría hacerse rico.
—¡Por eso necesito hombres! —le dije, muy serio.
Offa me sirvió más cerveza. Reparé en que él apenas si había dado un sorbo de su cuerno.
—Los
jarls
del norte tienen hombres de sobra —dijo—, pero me he enterado de que el
jarl
Ragnar ofrece plata a las huestes que quieran unírsele.
Me incliné hacia él como si me dispusiera a desvelarle un secreto.
—¿Cómo podría tratar con ellos de igual a igual, si sólo dispongo de una mesnada y —tras soltar un eructo—, para colmo, escasa?
—Todo el mundo os respeta, mi señor —dijo, tratando de no echarse para atrás a pesar de la espantosa vaharada de cerveza que recibió.
—Necesito hombres, hombres, hombres —insistí.
—Hombres de verdad —añadió Osferth.
—Lanzas y espadas danesas —remachó Finan, nostálgico.
—Entre todos los
jarls,
cuentan con hombres más que sobrados para acabar con los escoceses —dejó caer Offa a modo de señuelo.
—¡Escoceses! —repliqué con desdén—. ¡No se merecen ni una tripulación! —proseguí, mientras Finan me daba un codazo, gesto que simulé no haber advertido—. ¿Qué es Escocia? —pregunté irritado—. Una tierra yerma, poblada de salvajes ataviados con un sucinto taparrabos para esconder la polla. Cualquier territorio sajón es mejor que el reino de Alba —y escupí al pronunciar el nombre del más extenso de los feudos de Escocia—. Una panda de cabrones peludos, con carámbanos en vez de carajos, eso son. ¿A quién pueden interesar esas tierras?
—Pero eso es lo que busca el
jarl
Ragnar, ¿no es así? —volvió Offa a la carga.
—Así es —respondió Finan.
—Acabar con esa monserga —añadió Osferth, pero Offa no les escuchaba; me miró y yo le devolví la mirada.
—Bebbanburg —le dije en confianza.
—¿Bebbanburg, mi señor? —me preguntó, sobresaltado.
—¿Acaso no soy el señor de Bebbanburg? —inquirí.
—Por supuesto, mi señor —repuso.
—¡Escoceses! —exclamé con desprecio, mientras reclinaba la cabeza en los brazos como si me dispusiera a dormitar un rato.
Al cabo de un mes, toda Britania estaba al corriente del motivo por el que el
jarl
Ragnar estaba reclutando hombres. La noticia llegó a Alfredo, postrado en cama, igual que a Etelredo, señor de Mercia. Hasta es probable que en Frankia también estuvieran al tanto. Al parecer y gracias a eso, Offa se hizo tan rico que compró un precioso caserío y pastos en Liccelfeld, y ya empezaba a pensar seriamente en casarse con una muchacha joven. Es de suponer que el dinero para tales dispendios salió de la bolsa de mi tío Ælfric, a quien Offa acudió tan pronto como el tiempo se lo permitió. La noticia que le llevó fue que el
jarl
Ragnar estaba dispuesto a echar una mano a su amigo lord Uhtred para recuperar Bebbanburg, que aquel verano habría guerra en Northumbria.
Entretanto, Ragnar enviaba espías a Wessex.
* * *
Quizá no hubiera sido mala idea reunir un ejército para invadir Escocia. Los habitantes de aquellas tierras eran tan levantiscos como lo son ahora y, hasta me atrevería a decir, seguirán siéndolo hasta el final de los tiempos. A finales de aquel invierno, una partida de escoceses saquearon las tierras al norte de los dominios de Ragnar. Mataron a no menos de quince hombres, y se llevaron ganado, mujeres y niños. El danés decidió tomar represalias, y allá que me fui con veinte de mis hombres más cien de los suyos. Fue una incursión decepcionante. Ni siquiera estábamos seguros de cuándo pisábamos territorio escocés: la frontera era tan cambiante como las alianzas de poder que establecían los señores de ambos lados. Al cabo de dos días, llegamos a una aldea miserable y desierta. Al ver que nos acercábamos, sus habitantes habían huido, llevándose el ganado con ellos. Los muros de las casas eran de piedra sin desbastar, con unas techumbres de adobe tan bajas que casi tocaban el suelo; hasta los estercoleros eran más altos que aquellas cabañas. Destrozamos los cabrios, echamos las techumbres abajo, y esparcimos estiércol de caballo en la pequeña iglesia de piedra. Pocos más desmanes pudimos cometer. Al norte, en la cima de una colina, cuatro jinetes nos observaban.
—¡Cabrones! —gritó Ragnar, aunque estaban demasiado lejos para que le oyesen.
Como nosotros, los escoceses también recurrían a ojeadores, jinetes que no llevaban pesadas cotas de malla como los nuestros, aunque sí una lanza como única arma. Montaban briosos y veloces corceles y, aunque a veces fuimos tras ellos, nunca les dimos alcance.