Debería exigir a mis bardos que escribieran romances que hablasen de mí, pero bastante tienen con haraganear al sol y beberse mi cerveza. Además, y para ser sincero, los poetas me aburren. Los aguanto por respeto a mis invitados, que confían en escuchar cómo recitan sus ditirambos a los acordes del arpa. La curiosidad me llevó a adquirir este pergamino, que me dispongo a quemar, a un monje que vende cosas de este tipo entre la nobleza. Era natural de esas tierras que, en su día, fueron conocidas como Mercia. Normal que los poetas allí nacidos ensalcen esos parajes de los que, de no ser por ellos, nunca nadie habría tenido noticia, y propalen tales patrañas aunque, en ese aspecto, los monjes les saquen mil leguas. Los anales de nuestra época han sido escritos por curas y frailes, y bien puede un hombre haber salido huyendo de cien batallas y no haber matado a un danés en su vida que, si unta a la Iglesia como es debido, siempre será descrito como un héroe.
Dos fueron las razones por las que se ganó la batalla de Fearnhamme. La primera, que Steapa, al frente de los hombres de Alfredo, llegó en el momento preciso, lo que, visto ahora, bien podría no haber sido así. Oficialmente, Eduardo el Heredero estaba al mando de lo que era la mitad del ejército sajón, y tanto él como Etelredo gozaban de mucha más autoridad que Steapa. Ambos insistieron en que se había precipitado al dar la orden de salir de Æscengum y trataron de oponerse a tal decisión, pero Alfredo no les hizo caso. El rey estaba demasiado enfermo para ponerse a la cabeza de su ejército, pero, como yo, había aprendido a fiarse del olfato natural de Steapa. Y así fue cómo los jinetes de Wessex se encontraron con la desorganizada retaguardia de las fuerzas de Harald, cuando la mitad de los daneses estaba a la espera de cruzar el río.
La segunda, en mi opinión, la celeridad con que mi ariete desbarató el muro de escudos de los hombres de Harald. A veces, tales embestidas no salen como uno espera, pero contábamos con la ventaja que nos proporcionaba el terraplén y con que los daneses, a mi entender, se desmoralizaron al ver la carnicería que se produjo en la otra orilla.' Por eso se ganó la batalla.
Dios nos concedió la victoria, bendito sea Etelredo,
quien, junto al río, desbarató el muro de escudos.
Y también Eduardo, noble Eduardo, hijo de Alfredo,
quien, bajo la protección de los ángeles, contempló
cómo al caudillo de los del norte derrotaba Etelredo…
Quemarlo sería un benévolo final para semejante sarta de mentiras. Quizá lo rompa en pedazos y lo arroje a las letrinas. Estábamos demasiado agotados para organizar una persecución en condiciones, y los hombres no acababan de creerse lo fácil que había sido alcanzar la victoria. Por otra parte, habían encontrado cerveza, hidromiel y vino de Frankia en las alforjas de los daneses y, vagando de un lado para otro mientras contemplaban la carnicería que habían perpetrado, muchos se emborracharon. Algunos comenzaron a arrojar al río los cadáveres de nuestros enemigos. Eran tantos que los cuerpos se atoraron en los pilares del puente romano, lo cegaron, y el agua retenida inundó las orillas cercanas al vado. Hicimos un montón con las cotas de malla, y apilamos las armas que recogimos. En un establo y bajo vigilancia, encerramos a los pocos prisioneros que hicimos; fuera, lloriqueaban sus mujeres y sus hijos. Skade fue conducida a un granero vacío, donde dos de los míos la custodiaban. Seguido por todos los curas y monjes que con él había llevado, Alfredo, como era de esperar, se retiró a la iglesia para dar gracias a su dios. Antes de ir a orar, el obispo Asser hizo un alto. Contempló los cadáveres esparcidos y el botín que habíamos obtenido, y me dedicó una fría mirada. Extrañado, me observaba como si fuera uno de esos terneros de dos cabezas que se exhiben en las ferias. Con un gesto, dio a entender a Eduardo que lo acompañase a la iglesia.
Eduardo pareció dudar. Era un muchacho tímido, pero estaba claro que se veía en la necesidad de decirme algo y que no encontraba las palabras adecuadas. Así que me adelanté.
—Aceptad mis parabienes, mi señor —le dije.
Frunció el ceño y, durante un instante, pareció tan confundido como Asser. Se estremeció y se irguió.
—No soy un necio, lord Uhtred.
—Jamás os he tenido por tal —contesté.
—Tenéis que enseñarme —añadió.
—¿Qué debo enseñaros?
—A hacer una cosa así —acertó a decir, señalando con fugaz gesto de horror los cadáveres que había a nuestro alrededor.
—Tenéis que meteros en la cabeza del enemigo, mi señor —repuse—, y pensar en cómo actuar con más contundencia.
Le habría dicho más cosas, pero en ese momento vi a Cerdic entre dos chozas. Sin querer, me volví en parte, me distrajo la severidad con que el obispo Asser reclamaba la presencia de Eduardo y, cuando volví la vista de nuevo, Cerdic había desaparecido. Imposible que estuviese allí, pensé, pues le había dicho que se quedase en Lundene y velase por Gisela. Me imaginé que era una de esas tarascadas que a veces nos juega la mente cuando estamos cansados.
—Mirad, mi señor —me reclamó Sihtric, que había sido uno de mis criados y ahora era uno de los hombres de mi guardia, arrojando una pesada cota de malla a mis pies—. Está hecha de eslabones de oro —añadió, muy agitado.
—Quédatela —le dije.
—¿Cómo? —preguntó mirándome con cara de extrañeza.
—Tu mujer tiene gustos caros, ¿no es así? —en contra de mis consejos y sin mi permiso, Sihtric se había casado con una puta, Ælswith, pero aquello ya era agua pasada y, para mi sorpresa, el matrimonio marchaba bien; tenían dos hijos, dos chavales preciosos—. Quédatela —le insistí.
—Gracias, mi señor —contestó, al tiempo que recogía la cota de malla.
El tiempo discurre con lentitud.
Es curioso cómo se me olvidan algunas cosas. A decir verdad, no soy capaz de revivir el momento en que guiaba mi ariete contra el muro de escudos de Harald. ¿Le estaba mirando a la cara? ¿De verdad me acuerdo de la sangre del caballo recién sacrificado que, en forma de gotas, le saltaba de la barba cuando movía la cabeza? ¿Acaso no estaba más pendiente del hombre que se encontraba a su izquierda y que trataba de proteger a Harald con su escudo? Muchas son las cosas que se me han olvidado, pero no el momento en que Sihtric se hizo con aquella cota de malla. Me quedé mirando a un hombre que llevaba una docena de caballos capturados al enemigo por el vado desbordado. Me fijé en dos hombres que arrastraban unos cuerpos para dar salida al agua que se había remansado junto a las ruinas del puente: pelirrojo y de pelo rizado, uno de ellos; el otro reía con ganas alguna ocurrencia de su compañero. Tres hombres arrojaban cadáveres al río, cegando el puente con tanta rapidez que los otros dos no daban abasto. Un perro flaco se rascaba cerca de donde Osferth, el hijo bastardo de Alfredo, conversaba con lady Etelfleda; me extrañó que no estuviera en la iglesia con su padre, su hermano y su marido, igual que me sorprendió la rápida relación de amistad que había surgido entre los dos hermanastros. Recuerdo a Oswi, mi nuevo mozo, conduciendo a
Smoka
por la calle y deteniéndose a hablar con una mujer; en ese instante, caí en la cuenta de que, tras haber corrido a esconderse en alguno de los bosques cercanos tan pronto como habían visto hombres armados al otro lado del río, los habitantes de Fearnhamme ya estaban regresando. Otra mujer, que se cubría con una capa de un dudoso color amarillo, cuchillo en mano, trataba de cortar el dedo que enlucía un anillo de un danés muerto. Recuerdo un cuervo, revoloteando en oscuros círculos por aquel aire que olía a sangre, y que me conmoví al verlo. ¿Sería uno de los dos cuervos de Odín? ¿Hasta los dioses tendrían noticia de aquella matanza? Rompí a reír a carcajadas, lo que no me cuadra mucho, porque recuerdo que en aquel instante el silencio se cernía sobre la aldea.
Hasta que escuché la voz de Etelfleda.
—Mi señor —se había acercado a mí y me miraba—, Uhtred —añadió con dulzura.
Finan, dos pasos por detrás de ella; con él iba Cerdic. Fue entonces cuando lo supe. Caí en la cuenta, y no pude articular palabra. Etelfleda se acercó más y me puso una mano en el hombro.
—Uhtred —repitió; creo que la miré a la cara; cubiertos de lágrimas, sus ojos azules parecían resplandecer más—. Durante el parto —dijo en voz baja.
—No —contesté con voz queda—. No.
—Sí —dijo ella.
Finan me miraba con rostro compungido.
—No —protesté en voz alta.
—La madre y la criatura —añadió Etelfleda, muy bajito.
Cerré los ojos. Sólo negrura a mi alrededor, mi mundo se había vuelto negro. Mi Gisela había muerto.
* * *
Wyn eal gedreas.
Es un verso de otro romance que a veces han recitado en mi casa. Es un canto desgarrado, así que por fuerza ha de ser sincero.
Wyrd bið ful āræd,
asegura: el destino es inexorable. Y también,
wyn eal gedreas:
toda alegría ha desaparecido.
Había perdido la alegría de vivir; estaba sumido en la oscuridad. Más tarde, Finan me dijo que había aullado como un lobo, y quizá sea cierto. No lo recuerdo. El dolor debe permanecer oculto. El hombre que, por vez primera, afirmó que nada puede alterar el curso del destino no dudaba en asegurar que habíamos de aherrojar nuestros más recónditos sentimientos. Nada bueno cabe esperar de un espíritu sombrío, decía, y más vale ocultar los pesares. Y sí, es posible que aullase de dolor, pero retiré la mano de Etelfleda, me encaré con los hombres que estaban arrojando cadáveres al río, y ordené que dos de ellos fuesen a ayudar a los dos que trataban de retirar los cuerpos que cegaban los restos de los pilares del puente.
—Bajad los caballos del altozano —increpé a Finan.
Ni se me ocurrió pensar en Skade en esos momentos; de lo contrario, nada habría hecho por evitar que
Hálito-de-serpiente
se cobrase su alma depravada. Fue su maldición, como habría de comprender más tarde, la que se había llevado por delante la vida de Gisela: había muerto la misma mañana en que Harald no me había dejado otra alternativa que ponerla en libertad. Apesadumbrado, Cerdic había galopado sin descanso hasta Æscengum, por un territorio infestado de daneses, para llevarme la noticia, y encontrarse con que ya nos habíamos marchado.
Cuando se enteró, Alfredo vino a verme, me tomó del brazo y echamos a andar por la única calle de Fearnhamme. Cojeaba; los hombres se apartaban para dejarnos pasar. Apretándome el codo con fuerza, hasta en una docena de ocasiones pareció que iba a decirme algo, pero no fue capaz de articular palabra. Por fin, se detuvo ante mí, me miró a los ojos y dijo:
—No sé por qué Dios nos manda estas desgracias —aunque yo guardaba silencio, continuó—: Vuestra esposa era un regalo del cielo —frunció el ceño, y lo que me dijo a continuación debió de resultarle tan difícil como generoso por su parte—. Elevo plegarias a vuestros dioses para que os reconforten, lord Uhtred.
Me llevó a continuación a la villa romana, que hacía las veces de residencia real, donde me encontré con un Etelredo visiblemente incómodo, y con un bendito padre Beocca que me estrechó la mano diestra pidiendo a su dios, entre lágrimas, que se apiadase de mí: Gisela habría sido pagana, pero Beocca la quería con locura. Aunque no podía ni verme, el obispo Asser me dedicó unas amables palabras, mientras el hermano Godwin, el monje ciego que capaz era de discernir en la mente de Dios, emitía un sonoro lamento hasta que el prelado se lo llevó de mi lado. Más tarde, Finan vino a verme con una jarra de hidromiel, y me cantó melancólicas melodías irlandesas. Me emborraché tanto que me olvidé de todo. Fue el único que me vio llorar aquel día. Jamás se lo dijo a nadie.
—Tenemos órdenes de regresar a Lundene —me dijo Finan al día siguiente; ajeno a todo cuanto me rodeaba, me limité a asentir—. El rey se vuelve a Wintanceaster —añadió—. Los lores Etelredo y Eduardo se encargarán de ir tras los pasos de Harald.
Los hombres que aún quedaban en pie de su maltrecho ejército habían cruzado el Temes en dirección norte, hasta que Harald, malherido e incapaz de seguir adelante, les ordenó que buscasen un refugio. Dieron con una isla cubierta de espinos, un lugar llamado Torneie, como no podía ser de otra manera, un islote en medio del río Colaun, no lejos de su confluencia con el Temes. Los hombres de Harald lo fortificaron: levantaron una imponente empalizada de espinos y dispusieron terraplenes. Allí los encontraron lord Etelredo y Eduardo el Heredero, y decidieron ponerles sitio. A las órdenes de Steapa, los hombres de la guardia de Alfredo escudriñaron Cent en dirección este, expulsando de aquellas tierras a los hombres de Harald que aún quedaban y recuperando gran parte del botín que habían reunido. La de Fearnhamme fue una victoria sonada, que confinó a Harald en un islote insalubre, mientras el resto de sus hombres se hicieron a la mar en las naves que allí los habían llevado y abandonaron Wessex, aunque muchos de ellos se unieron a Haesten, que seguía acampado en la costa norte de Cent.
Yo estaba en Lundene. Todavía se me saltan las lágrimas al recordar cómo me recibió mi hija, Stiorra, mi pequeña huérfana de madre, que se abrazó a mí y no me soltaba. Los dos lloramos a lágrima viva; la estreché contra mí como si sólo ella pudiera atarme a la vida. Acurrucado contra el ama, Osbert, el benjamín, también lloraba. Uhtred, mi hijo mayor, seguro que había llorado hasta que se le secaron los ojos, pero no en mi presencia, y no por una contención digna de encomio, sino porque me tenía miedo. Era un chico tímido y melindroso, que me sacaba de quicio. Le había insistido en que aprendiera a manejar la espada, pero carecía de dotes para tal menester. Lo había llevado río abajo a bordo del
Lobo plateado,
pero no mostró entusiasmo por los barcos ni por el mar.
Venía conmigo en el barco el día en que volví a ver a Haesten. Habíamos salido de Lundene antes del amanecer. Bajo una luna mortecina, nos dejábamos llevar por la corriente. Alfredo había dispuesto —le encantaba dictar leyes— que los hijos de los
ealdormen
y
thegns
fuesen a la escuela, pero yo me negué a que mi hijo Uhtred acudiera al establecimiento que, a tal fin, había fundado el obispo Erkenwald en Lundene. No me importaba que mi hijo aprendiese a leer y a escribir, aunque tengo para mí que ambas habilidades están sobrevaloradas, pero no quería que escuchase las enseñanzas del obispo. Erkenwald me insistió para que le mandase al chico, pero le dije que Lundene formaba parte de Mercia, como así era por entonces y, en consecuencia, territorio no sujeto a las leyes de Alfredo. El obispo torció el morro, pero no consiguió hacerme cambiar de parecer. Prefería que mi hijo se adiestrase en las artes de la guerra y, para aquel día, a bordo del
Lobo plateado,
le había dicho que se pusiera un jubón de cuero y le había proporcionado un tahalí a su medida para que se acostumbrase a los pertrechos guerreros. En lugar de sentirse orgulloso, parecía avergonzado.