La tierra en llamas (14 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: La tierra en llamas
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Nos lanzamos con ímpetu contra el muro de escudos.

Arremetí con mi escudo. Para que un ariete produzca el resultado apetecido, ha de concluir en un choque tan violento como fulminante. Recuerdo haber lanzado el grito de guerra de Etelfleda, haber dado una última zancada con todo el peso del cuerpo concentrado en el brazo izquierdo y el pesado escudo que empuñaba; que mi escudo chocó contra el de Harald y que el danés retrocedió, mientras yo arremetía con
Aguijón-de-avispa
por debajo del borde inferior de mi escudo; que la hoja se clavó y penetró. Es un recuerdo vago, un poco confuso. Sé que Harald descargó el hacha sobre mí porque la hoja me desgarró el espaldar de la cota de malla, aunque sin llegar a la piel. Es probable que mi último salto me llevase a caer dentro de la trayectoria que llevaba el arma. Más tarde, descubrí que tenía un enorme moratón en el hombro izquierdo debido, supongo, al golpe que me propinó con el mango del hacha. Pero, en el momento de la contienda, no sentí ningún dolor.

Hablo de contienda, cuando lo cierto es que fue visto y no visto. Recuerdo la estocada de
Aguijón-de-avispa,
la sensación de la hoja al hundirse en la carne, y supe que había herido a Harald, quien, desviado por la fuerza y el empuje con que habíamos iniciado el ataque, se situó a mi izquierda zafándose de mi espada corta. Finan, a mi derecha, me protegía con su escudo, mientras yo me enfrentaba con la segunda hilera de guerreros, asestando puñaladas sin parar. Seguí adelante. Estrellé el tachón del escudo contra un danés, y vi cómo Rypere le clavaba una lanza en un ojo. Entre sangre y gritos, apareció una espada por mi derecha, que se coló entre mi cuerpo y el escudo, pero yo no cejaba, mientras Finan descargaba su espada corta contra el brazo de aquel hombre y el arma caía lentamente al suelo. Arremetí contra unos cuantos hombres más; los míos me empujaban desde atrás; mis movimientos se tornaron más lentos. Lanzaba rápidas y profundas estocadas, y recuerdo aquel momento de la contienda como un remanso de silencio. Seguro que no hubo tal, pero así lo recuerdo cuando pienso en Fearnhamme: me parece ver las bocas abiertas y los dientes podridos de nuestros adversarios, sus muecas, los destellos metálicos de las armas. Recuerdo que flexionaba las piernas para saltar y abrirme paso; también el hacha que apareció por mi izquierda y cómo Rypere la detuvo con su escudo, que se partió en dos. Recuerdo que tropecé con el cuerpo del caballo que Harald había sacrificado a Thor, y que me levantó en vilo un danés que trató de rajarme con una espada corta, intento que frustró la hebilla de oro de mi tahalí. Recuerdo cómo le clavé
Aguijón-de-avispa
entre las piernas y cómo la retiré, mientras sus ojos desencajados sólo expresaban un terrible dolor, cómo desapareció de mi vista de repente, y cómo de repente también, cuando menos me lo esperaba, ya no quedaban escudos por delante, sino un huerto, un montón de estiércol y una choza con la techumbre destrozada y esparcida por el suelo. Recuerdo todo eso, pero no recuerdo ni un solo ruido.

Etelfleda me dijo más tarde que nuestro ariete había embestido contra el muro de escudos de Harald como un meteoro. Es posible que, visto desde la cima de la colina, diese esa impresión. A mí la maniobra se me antojó lenta y pesada. Pero el caso es que lo conseguimos. Desbaratamos el muro de escudos de Harald y dio comienzo la verdadera carnicería.

Una vez roto el muro de escudos, en lugar de hombres que ayudaban a quienes tienen al lado, cada guerrero tuvo que valerse por sí mismo, mientras los sajones y los soldados de Mercia seguían formando un frente de escudos, acuchillando, rajando y asestando puñaladas contra sus desconcertados enemigos. Como la chispa prende en los rastrojos, así cundió el pánico entre los daneses, que emprendieron la huida. Lo único que lamenté fue que hubiéramos dejado los caballos en el altozano, al cuidado de los mozos; de no haber sido así, los habríamos perseguido y dado caza desde atrás. Sin embargo, no todos los daneses huyeron. Los jinetes que habían pensado rodear la colina y caer sobre nosotros desde el otro lado cargaron contra nuestro muro de escudos. Todo el mundo sabe lo remisos que se muestran los caballos a embestir contra un muro de escudos consistente. Lanza en ristre, los guerreros a caballo arremetieron contra nuestro muro de escudos y nos obligaron a retroceder. Más daneses acudieron en su ayuda. Mi ariete ya no tenía forma de cuña, pero mis hombres seguían juntos y les obligué a hacer frente a aquel inesperado ataque. Un caballo se me acercó por detrás y me golpeó con las patas; con el escudo, me defendí de sus cascos. El animal trató de morderme, y el jinete descargó un tajo que detuve con el borde metálico de mi escudo. Mis hombres ya rodeaban a los atacantes que, al darse cuenta del peligro que corrían, escaparon. Entonces entendí el motivo de su embestida: habían acudido para rescatar a Harald. Dos de los míos se habían hecho con el estandarte del danés. La roja calavera de lobo todavía se mantenía en lo alto del asta, mientras el propio Harald, cubierto de sangre, yacía aturdido en medio de un guisantal. Grité a los míos que no lo dejasen escapar, pero un caballo, montado por un hombre que repartía mandobles a diestro y siniestro, se interpuso en mi camino. Clavé la hoja de
Aguijón-de-avispa
en la panza del animal y vi cómo, arrastrándolo por los pies, retiraban a Harald del lugar. Un gigantesco danés lo subió a una montura ensillada, y otros hombres se llevaron animal y jinete de allí. Traté de alcanzarlos, pero
Aguijón-de-avispa
se había clavado en el caballo, que se retorcía, mientras el jinete no cejaba en sus vanos intentos de acabar conmigo. Solté la empuñadura de mi espada corta, lo agarré por la muñeca y di un tirón. Cuando el jinete se precipitó al suelo desde la silla, oí un alarido.

—¡Matadlo —ordené al hombre que estaba a mi lado, mientras volvía a por
Aguijón-de-avispa.

Demasiado tarde. Aunque malherido, los daneses se las habían compuesto para sacar de allí a Harald con vida.

Devolví
Aguijón-de-avispa
a su funda y me hice con
Hálito-de-serpiente.
Ya no habría más muros de escudos aquel día; el resto de la jornada lo dedicaríamos a cazar daneses por los senderos de Fearnhamme y sus alrededores. La mayoría de los hombres de Harald huyeron hacia el este, pero no todos. Nuestro ataque combinado había puesto en apuros a las hordas danesas, divididas en dos, y algunos emprendieron la huida hacia el oeste, internándose en Wessex. Ya los primeros jinetes sajones cruzaban el río y se disponían a perseguirlos. Los daneses que sobrevivieran caerían en manos de los campesinos de aquellos parajes. Más numerosos eran los hombres que se habían dirigido hacia el este, los que llevaban a su jefe herido. Trataron de reagruparse media milla más allá, aunque, tan pronto como aparecieron nuestros jinetes, emprendieron la retirada de nuevo. Algunos incluso se quedaron en Fearnhamme y buscaron refugio en las chozas, donde cayeron como ratas. A gritos, pedían misericordia, pero no la encontraron: ninguno habíamos olvidado el despiadado mandato de Etelfleda.

Maté a uno que se había encaramado a un montón de estiércol. Con la ayuda de
Hálito-de-serpiente,
le obligué a bajar y le rebané el pescuezo con la punta de mi espada. Finan acorraló a dos más en una cabaña; corrí en su ayuda; para cuando eché la puerta abajo, ya estaban muertos. Finan me arrojó un brazalete de oro, y ambos salimos de nuevo a la luminosa y confusa claridad que nos rodeaba. Unos jinetes recorrían a paso lento la única calle de la aldea, en busca de víctimas. Oí unos gritos que venían de detrás de una choza; Finan y yo nos pusimos en marcha a toda prisa, y nos encontramos con un fornido danés que, ataviado con relucientes brazaletes de oro y de plata y una cadena también de oro al cuello, peleaba con tres de los hombres de Mercia. Supuse que debía de ser un armador, uno de los que habían puesto sus naves a disposición de Harald con la esperanza de recibir a cambio espléndidas propiedades, cuando lo único que habría de sacar en limpio era una sepultura en tierra sajona. Certero y rápido, con la espada y el escudo abollado plantaba cara a sus atacantes. Nada más ver cómo iba pertrechado para el combate, se percató de mi rango; en ese instante, los tres soldados de Mercia dieron un paso atrás, como si me cedieran el privilegio de acabar con aquel grandullón.

—Empuñad vuestra espada con fuerza —le dije.

Asintió con la cabeza, y se quedó mirando el martillo que llevaba al cuello. Sudaba, pero no de miedo. Era un día caluroso, y llevábamos jubones de cuero y cotas de malla.

—Guardadme un sitio en el salón de los dioses —insistí.

—Soy Othar.

—Y yo, Uhtred.

—Othar, el Jinete de la Tormenta —añadió.

—Me suena ese nombre —le dije, con cortesía, aunque no era así.

Othar quería que supiese su nombre para que pudiera decir a los suyos que había muerto en condiciones, igual que yo le había rogado que empuñase la espada con fuerza para que encontrase un hueco en el salón del Valhalla donde, tras su muerte, iban a parar todos los guerreros que perdían la vida en combate. Aunque ya soy viejo y achacoso, por entonces siempre llevaba conmigo una espada, de forma que, si me llegaba la muerte, pudiera alcanzar ese remoto salón donde me estarían esperando hombres como Othar, con quienes aspiro a encontrarme algún día.

—Mi espada —dijo, al tiempo que levantaba el arma y se la llevaba a los labios— se llama
Fuego resplandeciente.
Ha sido mi fiel compañera —y añadió—: ¿Uhtred de Bebbanburg?

—Así es.

—Conocí a Ælfric el Generoso —continuó Othar.

Tardé un par de segundos en darme cuenta de que se refería a mi tío, el que me había arrebatado mi heredad en Northumbria.

—¿El Generoso, decís?

—¿Cómo, si no untando a los daneses para que lo dejen tranquilo, habría conservado sus tierras? —me preguntó Othar, a su vez.

—Confío en acabar también con él —respondí.

—Cuenta con muchos guerreros —dijo Othar, al tiempo que, tratando de pillarme por sorpresa, me asestaba una rápida estocada con
Fuego reluciente,
con la vana esperanza de llegar al Valhalla jactándose de haber acabado conmigo. Pero yo fui tan rápido como él y
Hálito-de-serpiente
detuvo el golpe, al tiempo que arremetí con el tachón de mi escudo, obligándolo a retroceder; volví mi espada contra él, y me di cuenta de que ni siquiera trató de esquivar a
Hálito-de-serpiente
cuando le rebanó el cuello.

Aparté su mano inerte de
Fuego reluciente.
Me había decidido por rajarle el pescuezo para que la cota de malla no sufriese desperfectos. Las cotas de malla son caras, un trofeo tan valioso como los brazaletes que relucían en los brazos de Othar.

Fearnhamme quedó sembrado de muertos y colmado de vivos exultantes. Los únicos daneses que sobrevivieron fueron aquellos que habían buscado refugio en la iglesia, y sólo gracias a que, para entonces, Alfredo había cruzado el río y decretado que estaban acogidos a sagrado. Con el rostro contraído de dolor, permaneció en la silla de su corcel, rodeado de curas, mientras los daneses salían de la iglesia. Con la espada ensangrentada, allí estaban también Etelredo, y Aldelmo, que parecía satisfecho. Habíamos obtenido una importante victoria. Las noticias de la matanza no tardarían en llegar dondequiera que se hiciesen a la mar los hombres del norte, y los armadores caerían en la cuenta de que ir a Wessex era el camino más corto hacia la sepultura.

—Demos gracias a Dios —me saludó Alfredo.

Con la cota de malla ensangrentada, me di cuenta de que, como Aldelmo, también yo sonreía. Al padre Beocca casi se le saltaban lágrimas de alegría. En ese instante y a lomos de su montura, apareció Etelfleda, acompañada por dos hombres de Mercia que llevaban a un prisionero.

—Os quería muerto, lord Uhtred —dijo con orgullo; no lardé en darme cuenta de que el prisionero era el jinete que montaba el caballo que había despanzurrado con mi espada corta.

Skade.

Boquiabierto, Etelredo miró a su esposa, preguntándose sin duda qué hacía en Fearnhamme, y vestida con aquella cota de malla, por si fuera poco; pero no tuvo ocasión de hacerlo en voz alta, porque Skade comenzó a lanzar alaridos. Unos gritos aterradores, como de mujer a quien acecha el gusano de la muerte. Se arrojó al suelo y comenzó a retorcerse, mientras se mesaba los cabellos.

—¡Os maldigo a todos! —gritó entre sollozos.

Con las manos, cogía tierra a puñados y se la restregaba por sus negros cabellos, se la metía en la boca, sin dejar de contorsionarse, de lanzar gritos. Uno de sus captores le había quitado la cota de malla que llevaba durante el combate, y sólo se cubría con una túnica ajustada que, de repente, desgarró, dejando al aire sus pechos. Se los embadurnó de tierra, y no pude por menos de sonreír al fijarme en cómo Eduardo, al lado de su padre, no le quitaba los ojos de encima. En cuanto a Alfredo, a los padecimientos de su enfermedad se unía el disgusto.

—Hacedla callar —ordenó.

Uno de los hombres de la guardia de Mercia le dio un golpe en la cabeza con el asta de una lanza, y Skade cayó al suelo de lado. Tierra y sangre se mezclaron en sus cabellos, tan negros como plumas de cuervo. Pensé que se había quedado sin sentido, pero de repente lanzó un escupitajo y me miró:

—¡Estáis maldito! —rezongó.

En ese instante, una de las hilanderas tomó mi hebra en sus manos. Prefiero pensar que tendría reparos. Quizá no, y se limitó a sonreír. Dudase o no, el caso es que la aguja de hueso se desvió y comenzó a tejer por el lado más oscuro.

Wyrd bið ful āræd.

C
APÍTULO
V

Afiladas hojas que no se arredran, letales puntas de lanza,

cuando Etelredo, al frente de la matanza, con miles acaba,

De roja sangre tiñendo el río, a fuerza de mandobles crecido.

en pos, Aldelmo, noble guerrero, los pasos de su señor sigue,

y luchando con bravura, en la batalla a los enemigos diezma.

Y así todo el romance, líneas y más líneas, versos y más versos. Aunque acabará en el fuego, así reza el pergamino que tengo ante mí. Ni siquiera aparece mi nombre. Por eso voy a quemarlo. Los hombres y las mujeres fallecen; el ganado muere; pero la fama perdura de boca en boca, como el estribillo de una canción. ¿Por qué las generaciones futuras habrían de cantar las glorias de Etelredo? Aquel día demostró coraje, sin duda. Pero no fue él quien ganó la batalla de Fearnhamme, sino yo.

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