—Están echando abajo las techumbres —me había dicho, de lo que deduje que los daneses rebuscaban entre la paja que cubría las cabañas, donde la gente a veces ocultaba los objetos de valor antes de emprender la huida—, y se lo están pasando en grande con unas cuantas mujeres.
—¿Qué hay de los caballos?
—No; sólo con las mujeres —replicó Finan, quien, al ver la mirada que le eché, dejó de sonreír—. Guardan unos cuantos a buen recaudo en un cercado, mi señor.
Osferth siguió adelante, y los daneses mordieron el cebo como la trucha que salta para atrapar una mosca. Advirtieron su presencia; hizo como que no los veía y, de repente, cuarenta daneses a caballo, o más, salieron al encuentro de Osferth, quien fingiendo que acababa de darse cuenta del peligro que corría, se volvió al galope hacia el oeste, donde estaban apostados mis hombres.
Fue una operación tan sencilla como arramblar con la plata de una iglesia. De lo alto de los árboles, cien de los míos cayeron sobre los daneses. No tenían escapatoria. Dos de ellos obligaron a volverse a los caballos demasiado bruscamente y los animales rodaron por el suelo en estruendosa confusión de cascos y tierra removida. Otros, al tratar de dar media vuelta, se encontraron con que los alanceaban por la espalda. Los más avezados cargaron contra nosotros con la esperanza de dejarnos atrás, pero éramos demasiados. Los míos los rodearon y capturaron a no menos de una docena de jinetes enemigos. No participé en la refriega porque, al frente del resto de los hombres, me dirigí al caserío de Edwulf, donde los daneses ya corrían hacia sus monturas. Al verme llegar, uno de ellos, desnudo de cintura para abajo, sin dejar de mirar atrás, se apartó a gatas de una mujer que gritaba sin parar.
Smoka,
mi caballo, aminoró el paso; al verlo, el individuo en cuestión trató de escabullirse. Pero mi montura no necesitaba indicaciones, de modo que descargué mi espada,
Hálito-de-serpiente,
sobre el cráneo de aquel hombre. La hoja se quedó trabada y, durante un rato, arrastré al danés agonizante mientras cabalgaba, hasta que, por fin y con el brazo manchado de salpicaduras de sangre, logré desprenderme de aquel cuerpo convulso.
Piqué espuelas y conduje a los míos hacia el extremo oriental de la propiedad, para cortar la retirada a los daneses que aún seguían con vida. Finan ya había enviado ojeadores a la cima de la colina que se alzaba al sur. No dejaba de preguntarme cómo era posible que no hubieran apostado vigías en lo alto de aquella colina, la misma desde la que habíamos atisbado a los que huían.
Fue una de tantas escaramuzas como se libraron en aquellos días. Los daneses de Anglia Oriental saqueaban las tierras de labranza próximas a Lundene. Nosotros no nos quedábamos atrás, y nos adentrábamos en territorio danés, incendiando, matando y saqueando cuanto nos salía al paso. Oficialmente, entre Anglia Oriental y el reino de Wessex se había firmado la paz, pero a ojos de un codicioso danés de poco valían unos cuantos garabatos escritos en un pergamino. Si uno de ellos quería esclavos, ganado o, sencillamente, vivir una aventura, se adentraba en Mercia y se llevaba aquello que iba buscando. En respuesta, nosotros nos internábamos en el este y hacíamos lo mismo. Disfrutaba de aquellas correrías que, por otra parte, servían de entrenamiento para que los más jóvenes de mis hombres tuviesen la oportunidad de ver de cerca al enemigo y sacar partido a la espada. Por muchas prácticas que realice un hombre durante un año, por mucho que se ejercite en el manejo de la espada y la lanza, nunca aprenderá tanto como durante cinco minutos de combate real.
Fueron tantas las escaramuzas que, en realidad, ya casi ni me acuerdo. Sí recuerdo, en cambio, aquella refriega en la propiedad de Edwulf, que en realidad fue cosa de nada. Los daneses no se habían andado con tino, y no sufrimos ninguna baja. Si ahora lo recuerdo es porque, cuando todo hubo acabado y cesó el estrépito de las espadas, uno de mis hombres me pidió que acudiese a la iglesia.
Era una iglesia pequeña, donde a duras penas cabrían las cincuenta o sesenta personas que vivían o habían vivido en la propiedad, un edificio de madera de roble y techumbre de paja sobre el que se alzaba una cruz de madera. Una tosca campana pendía del aguilón que coronaba la única puerta de acceso, orientada al oeste; en cada una de las paredes laterales, dos grandes ventanales protegidos con trancas de madera, por los que entraba a raudales la luz del sol que daba de lleno sobre un hombre gordo que, desnudo y atado a una mesa, que imaginé que sería el altar, no dejaba de quejarse de un modo lastimero.
—¡Desatadlo! —exclamé.
Rypere, que había estado al frente de los hombres que habían capturado a los daneses que se encontraban en el interior de la iglesia, se sobresaltó, como si mi orden lo hubiera sacado de un estado de trance.
A pesar de sus pocos años, Rypere había visto demasiados horrores, pero tanto él como los hombres que lo acompañaban parecían aturdidos por las atrocidades a que había sido sometido aquel pobre gordo. Las cuencas de los ojos eran un revoltijo de sangre y materia viscosa; tenía las mejillas laceradas y ensangrentadas; le habían cortado las orejas, lo habían castrado, le habían roto los dedos y, con ayuda de un escoplo, se los habían desgarrado de la palma de la mano. Al otro lado de la mesa, dos daneses custodiados por mis hombres; sus manos enrojecidas delataban su condición de verdugos. Con todo, el jefe de la cuadrilla era el responsable de aquella barbaridad, de ahí que me acuerde de aquella escaramuza.
Porque fue entonces cuando conocí a Skade. Si existe una mujer que haya mordido las celestiales manzanas de Asgard, las que confieren a los dioses su eterna belleza, ésa tenía por fuerza que ser Skade, casi tan alta como yo, de cuerpo recio y vigoroso, que disimulaba bajo la cota de malla que vestía. Tendría unos veinte años, cara alargada, nariz respingona y altiva, y los ojos más azules que había visto en mi vida. Largos y lacios, sus cabellos, oscuros como las plumas de los cuervos de Odín, se deslizaban hasta su esbelta cintura, ceñida por un tahalí del que colgaba una vaina vacía. La observé detenidamente.
Ella me devolvió la mirada. ¿Qué fue lo que vio?
Vio al señor de la guerra de Alfredo, a Uhtred de Bebbanburg, al pagano que estaba a las órdenes de un rey cristiano. Era alto y, en aquellos días, de gallarda envergadura. Un guerrero tan diestro con la espada como con la lanza que, a fuerza de pelear, me había hecho rico, de forma que llevaba una cota de malla bien bruñida, un yelmo con incrustaciones de plata y unos brazaletes que resplandecían por encima de las mangas de la protección metálica. De plata eran las cabezas de lobo que adornaban mi tahalí; bandas de azabache alternaban con la piel de la vaina que daba cobijo a
Hálito-de-serpiente;
la hebilla del cinturón y el broche de mi capa eran de oro macizo. Lo único que de poco valor llevaba encima era un minúsculo amuleto colgado del cuello: el martillo de Thor, un talismán que me acompañaba desde niño y que todavía conservo. El paso del tiempo había dado buena cuenta del esplendor de mi juventud, y eso fue lo que Skade tuvo ocasión de contemplar: un señor de la guerra.
En ese instante, me lanzó un escupitajo, un salivazo que me alcanzó la mejilla. Ni me alteré.
—¿Quién es esta zorra? —pregunté.
—Skade —contestó Rypere, al tiempo que se volvía a los dos torturadores—. Éstos dicen que es su cabecilla.
El hombre orondo gimió de nuevo. Una vez libre, engurruñado, no se había movido de donde estaba.
—¡Que alguien se ocupe de él! —exclamé en el preciso instante en que recibía un nuevo salivazo de Skade, esta vez en los morros—. ¿Quién es? —pregunté, como si aquella mujer no existiera.
—Pensamos que es Edwulf —repuso Rypere.
—¡Lleváoslo de aquí! —ordené, mientras me volvía para contemplar a aquella preciosidad que me escupía—. Y ahora, decidme, ¿quién es Skade?
Era danesa. Venida al mundo en una alquería del norte de su inhóspito país, hija de un hombre que no era rico y había dejado a su viuda en la miseria. Bueno, en compañía de Skade, muchacha de extraordinaria belleza, a la que había casado con un hombre que hubiera pagado lo que fuera por yacer junto a aquel cuerpo tan larguirucho como esbelto. El marido en cuestión era un cacique; un pirata, en realidad. Al cabo de un tiempo, Skade conoció a Harald el Pelirrojo. Como el
jarl
Harald le ofrecía una vida más rica en emociones, antes que consumirse en un banco de arena tras una empalizada cochambrosa al ritmo cadencioso de las mareas, se fugó con él. Tiempo tendría de enterarme de tales vicisitudes. En aquel momento, sólo sabía que era la mujer de Harald, y que Haesten no había mentido en cuanto a ella: bastaba con verla para desearla.
—Tendréis que dejarme libre —dijo muy segura de sí misma.
—Haré lo que bien me parezca —repliqué—; no voy a acatar las órdenes de una insensata.
Al oírlo, se revolvió; advertí que estaba a punto de escupirme de nuevo. Alcé la mano, como si me dispusiera a pegarla, y guardó silencio.
—¡Ni un solo vigía! —continué—. ¡Sólo un necio se olvidaría de apostar centinelas!
Se la llevaban los demonios, se reconcomía; sabía que tenía razón.
—El
jarl
Harald os dará lo que pidáis con tal de que me soltéis —repuso.
—Las entrañas de Harald, ése será el precio de vuestra libertad —repliqué.
—¿Sois Uhtred? —preguntó.
—Soy lord Uhtred de Bebbanburg.
Esbozó una desmayada sonrisa.
—Caso de que no me dejéis en libertad, Bebbanburg tendrá que buscarse un nuevo amo. Sabréis de lo que soy capaz. Aprenderéis lo que es sufrir, Uhtred de Bebbanburg; lo pasaréis peor que ése —al tiempo que señalaba, con un gesto, a Edwulf, cuando cuatro de mis hombres lo sacaban de la iglesia.
—Otro mentecato por olvidarse de los vigías —comenté.
Sin que nadie diera la voz de alarma, la cuadrilla a las órdenes de Skade se había abatido sobre la aldea a plena luz del día. Algunos campesinos, los que habíamos visto desde la colina, habían conseguido huir, pero la mayoría de los habitantes del lugar habían caído en sus manos. Sólo se salvaron las mujeres jóvenes y los niños, cuyo destino más probable era el mercado de esclavos.
Sólo dejamos con vida a un danés; a un danés, y a Skade, naturalmente. Matamos a los demás, y nos quedamos con los caballos, las cotas de malla y las armas. Aun sabiendo que no sería fácil transportar la cosecha que, una vez recogida, se guardaba en los graneros, ni los frutos de los huertos, ya en sazón, a los lugareños que quedaban con vida, les ordené que llevaran el ganado hacia el norte, a Suthriganaweorc: no podíamos dejar comida al alcance de los hombres de Harald. Aún estábamos dando buena cuenta del último de los daneses, cuando los vigías de Finan nos informaron de que unos jinetes se aproximaban a la cima de la colina que miraba al sur.
Con setenta de mis hombres, más el danés que había dejado con vida, Skade y la larga cuerda de cáñamo de la que antes pendía la pequeña campana de la iglesia, salí a su encuentro. Me acerqué a Finan y juntos cabalgamos hasta la apacible pradera que se extendía en lo alto de la colina, donde disponíamos de una buena visibilidad por el lado sur. Observamos nuevas y densas columnas de humo a lo lejos; cerca, mucho más cerca, una partida de jinetes cabalgaba bajo los sauces que esparcían su sombra a orillas de un arroyo. A ojo de buen cubero, calculé que eran tantos como los hombres que venían conmigo que, para entonces, ocupaban la cima, agrupados a ambos lados del estandarte que lucía la enseña de la cabeza del lobo.
—Desmontad —le ladré a Skade.
—Vienen a por mí —repuso desafiante, señalando a los jinetes que, al observar a los míos en orden de batalla, se habían detenido.
—En ese caso, ya han dado con vos —comenté—. Desmontad, os digo.
Altanera, se me quedó mirando. Era una mujer que no estaba acostumbrada a recibir órdenes.
—Podéis hacerlo vos misma —repetí armándome de paciencia—, o puedo descabalgaros de la silla. Lo dejo a vuestra elección.
Echó el pie a tierra y, con un gesto, le indiqué a Finan que hiciera lo mismo. Desenvainó la espada y se colocó junto a la joven.
—Quitaos la ropa —le dije.
Una llamarada de cólera ensombreció su rostro. No se movió, pero percibí la furia que crecía en su interior, semejante a la de una víbora que se dispone a morder. Hubiera querido matarme, gritar, implorar a los dioses que tuviesen a bien bajar de aquel cielo que el humo jalonaba. Pero no podía hacer nada.
—Quitaos la ropa —repetí—, o les diré a mis hombres que lo hagan ellos.
Miró a su alrededor como si buscase un modo de huir. No había escapatoria. Al ver que no le quedaba otra que obedecerme, se le llenaron los ojos de lágrimas. Como nunca me había mostrado cruel con las mujeres, Finan me miró con cara de sorpresa; no dije nada. En aquel instante, sólo pensaba en lo que Haesten me había dicho: que Harald era un hombre impulsivo; lo único que buscaba era poner en un brete a Harald el Pelirrojo. Abrigaba la esperanza de que, si injuriaba a su mujer, Harald se dejase llevar por la ira y perdiese los estribos.
Impenetrable como una máscara, sin hacer un solo gesto, Skade se despojó de la cota de malla, del corpiño de cuero y de los calzones de lino. Uno o dos de los míos no pudieron contenerse cuando, al quitarse el justillo, dejó al aire sus firmes pechos enhiestos. Dos bramidos por mi parte, y se quedaron mudos. Le pasé el cordel a Finan.
—Atádselo al cuello —le dije.
Era realmente hermosa. Incluso ahora, si cierro los ojos, veo todavía aquel cuerpo esbelto y erguido en aquel precioso prado cuajado de ranúnculos. Abajo, en el valle, los daneses estiraban el cuello; mis hombres no le quitaban los ojos de encima; mientras, Skade se mostraba como una criatura que, desde las esferas de Asgard, se hubiera dignado descender a la tierra. No me cabía la menor duda de que Harald pagaría lo que fuera por ella. Cualquier hombre en sus cabales bien se habría buscado la ruina con tal de poseerla.
Finan me entregó el extremo del cordel, espoleé mi montura y, de tal guisa, descendimos un tercio de la ladera.
—¿Es Harald alguno de ésos? —le pregunté, señalando con la cabeza a los daneses, que se encontraban a doscientos pasos de nosotros.
—No —respondió, con voz áspera y cargada de resentimiento; estaba avergonzada y furiosa—. Os matará por esto —añadió.
Me limité a sonreír.