La tierra en llamas (4 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: La tierra en llamas
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—¿Cuántos serán? —preguntó el obispo.

—Sabemos que han traído doscientos barcos —repuse—, por lo que, tirando por lo bajo, deben de contar con unos cinco mil guerreros como poco. Los hombres de Harald serán unos dos mil, aproximadamente.

—¿Sólo dos mil? —preguntó el prelado.

—Depende de los caballos de que dispongan —repliqué—. Sólo los jinetes están en condiciones de dedicarse al pillaje; el resto se habrá quedado vigilando los barcos.

—Hordas paganas, en cualquier caso —rugió Erkenwald enfurecido, al tiempo que se llevaba la mano a la cruz que le colgaba del cuello, para añadir—: El rey, nuestro señor, ha decidido que los derrotaremos en Æscengum.

—¿En Æscengum?

—¿Algún inconveniente? —tronó el obispo al oír mi comentario, sobresaltado al escuchar mis carcajadas—. No veo el motivo de tanta risa —añadió con aspereza.

Había motivo. Alfredo, o quizás hubiera sido una decisión de Etelredo, había llevado las tropas de Wessex hasta los elevados terrenos boscosos de Cent, un enclave situado entre los ejércitos de Haesten y de Harald, donde habían permanecido mano sobre mano. Todo apuntaba a que Alfredo, o quizá su yerno, habían tomado la decisión de retirarse a Æscengum, una ciudadela situada en el centro de Wessex, con la esperanza de que Harald se decidiera a marchar contra ellos y, gracias a los muros de la fortificación, derrotarlo. Sólo de pensarlo sentía escalofríos. Harald era un lobo; Wessex, un rebaño de ovejas, y el ejército de Alfredo, el perro pastor que lo guardaba. Pero Alfredo retenía al can con la esperanza de que el lobo acudiese y se dejase atrapar; mientras, el lobo hacía de las suyas.

—El rey, nuestro señor —continuó Erkenwald con voz autoritaria—, ha reclamado que vos y algunos de los vuestros acudáis a su lado, siempre y cuando yo tenga garantías de que, durante vuestra ausencia, Haesten no atacará la ciudad.

—No lo hará —repuse, incapaz casi de ocultar la satisfacción que sentía; Alfredo reclamaba mi ayuda; por fin, el perro pastor enseñaba los colmillos.

—¿Se arredraría si le hiciésemos saber que mataríamos a los rehenes? —se interesó el obispo.

—Los rehenes le importan tanto como un pedo maloliente —repliqué—. Ése al que llama hijo suyo será, con toda probabilidad, el vástago de algún campesino ataviado con ricas ropas.

—En ese caso, ¿por qué lo aceptasteis? —preguntó el obispo irritado.

—¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Atacar el campamento de Haesten y arrebatarle sus cachorros?

—O sea, que Haesten nos está tomando el pelo…

—Pues claro que sí. Pero no atacará Lundene a menos que Harald derrote a Alfredo.

—Ojalá pudiéramos estar tan seguros de lo que decís.

—Haesten es hombre precavido —añadí—. Si sabe que lleva las de ganar, se lanza a la pelea. De no ser así, aguarda.

Erkenwald asintió con la cabeza.

—En ese caso, partid mañana con los vuestros hacia el sur —me ordenó, antes de darse media vuelta seguido por sus afanosos curas.

Al cabo de tantos años, al volver la vista atrás, he de convenir en que el obispo Erkenwald y yo cumplimos bien la tarea que se nos había encomendado. No me caía bien, es cierto; tampoco él me aguantaba, y sólo a cara de perro soportábamos los contados ratos en que, por fuerza, teníamos que vernos. Pero nunca se metió en nada que tuviera que ver con la guarnición, igual que yo jamás me entrometí en sus tareas de gobierno. Otro en su lugar me habría preguntado cuántos hombres pensaba llevarme, o cuántos soldados se quedarían para defender la ciudad. Erkenwald daba por sentado que yo tomaría la decisión más acertada. Aun así, sigo pensando que era una comadreja.

—¿Cuántos hombres tienes pensado llevarte? —me preguntó Gisela aquella noche.

Estábamos en casa, la villa que un mercader romano construyera en la orilla norte del Temes. Muchas veces, nos llegaban los malos olores del río, pero ya estábamos acostumbrados y allí nos encontrábamos a gusto. Teníamos esclavos, criados y guardias, niñeras y cocineras. Y tres hijos también. Uhtred, el primogénito, que entonces debía de tener unos diez años; Stiorra, la niña, y Osbert, el benjamín, dos curiosos incorregibles. Uhtred llevaba mi nombre, al igual que yo lo había heredado de mi padre, y éste, a su vez, del suyo. Pero aquel jovencito Uhtred me sacaba de quicio: era un chico apocado y enclenque, siempre pegado a las faldas de su madre.

—Trescientos —contesté.

—¿Sólo?

—Alfredo tiene los suyos y, además, debo dejar una guarnición aquí —le dije.

Gisela hizo un gesto de dolor. Estaba preñada de nuevo, y el parto no tardaría en presentarse. Al ver la cara de preocupación que puse, me dedicó una sonrisa.

—Ya sabes que escupo los niños como si fueran pepitas —dijo para tranquilizarme—. ¿Cuánto te llevará acabar con los hombres de Harald?

—Cosa de un mes —calculé.

—Para entonces, ya habré parido —comentó, al tiempo que yo acariciaba el martillo de Thor que llevaba colgado al cuello; Gisela me dirigió otra sonrisa cargada de serenidad—. Siempre me ha ido bien en los partos —añadió, lo que no dejaba de ser cierto: siempre habían sido alumbramientos fáciles y las tres criaturas habían sobrevivido—. A tu vuelta, te encontrarás con otro pequeñín que se pasará el día berreando y te sacará de tus casillas.

Le di la razón y, esbozando una media sonrisa, levanté la cortina de cuero para salir a la terraza. Fuera, estaba oscuro. En la otra orilla del río, donde se alzaba el fortín que protegía el puente, se veían algunas fogatas; el resplandor de las llamas se reflejaba en el agua. Por el oeste, una franja de color púrpura teñía los hilachos de una nube. El río rugía al precipitarse bajo los estrechos arcos del puente. Aparte de algunos ladridos y una sonora carcajada que me llegó de las cocinas, la ciudad estaba en calma. Atracado en el embarcadero de casa, la suave brisa arrancaba leves crujidos del
Lobo plateado.
Eché un vistazo río abajo, hasta la otra punta de la ciudad, donde había erigido una pequeña torre de roble a la vera del río. Allí, mis hombres vigilaban día y noche, ojo avizor por si aparecía algún barco de larga quilla con intención de saquear los muelles de Lundene. Pero no se veía ninguna hoguera de advertencia en lo alto de la torre. Todo estaba en silencio. Los daneses estaban en Wessex, pero Lundene descansaba tranquila.

—Cuando esto acabe —dijo Gisela desde la puerta de la terraza—, podíamos ir pensando en volver al norte.

—Tienes razón —repuse, al tiempo que me volvía para contemplar su hermoso rostro alargado, de ojos oscuros.

Era danesa y, como yo, estaba harta de los cristianos de Wessex. Los hombres por fuerza han de venerar a los dioses, y hasta es posible que tenga sentido creer en uno solo. Pero, ¿por qué rendir culto a una divinidad que sólo aspira a que la azoten y la maltraten? El dios de los cristianos nada tenía que ver con los nuestros, pero no nos quedaba más remedio que vivir entre gentes que lo temían y que abominaban de nosotros porque adorábamos a otras deidades. Yo había prestado juramento de lealtad a Alfredo, y siempre había cumplido las órdenes que de él había recibido.

—No le queda mucho tiempo de vida —dije.

—Cuando muera, ¿te verás libre de tu promesa?

—A nadie más he prestado juramento de lealtad —repliqué con sinceridad, aunque lo cierto era que había pronunciado otro juramento que me sería reclamado antes de lo que imaginaba; aquella noche ni se me pasó por la cabeza, de modo que creo que respondí cabalmente a la pregunta de Gisela.

—¿Y cuando falte?

—Nos iremos al norte —sentencié.

Al norte, la tierra de mis padres, a orillas del mar de Northumbria, las tierras que me había arrebatado mi tío. Al norte, a Bebbanburg, un lugar donde los paganos se veían libres de la hostilidad permanente del dios crucificado de los cristianos. Volveríamos a casa. Bastante tiempo había estado a las órdenes de Alfredo, y bien que había cumplido. Soñaba con volver al terruño.

—Te prometo, te juro que volveremos a casa —le dije a Gisela.

Mientras, los dioses se lo debían estar pasando en grande a mi costa.

* * *

Al amanecer, cruzamos el puente. Éramos trescientos guerreros y más de cien mozos que venían con nosotros para cuidar de los caballos y cargar con las pocas armas de más que llevábamos. Los cascos de las caballerías restallaban con fuerza al pasar por el remedo artesano del puente cuando nos pusimos en camino hacia las humaredas, mudos testigos de la devastación de Wessex. Cruzamos los vastos marjales por los que, con marea alta, las oscuras aguas del río discurren entre larguiruchos cañaverales, y encaramos las laderas de las suaves colinas que se alzaban más allá. La mayor parte de la tropa se había quedado en Lundene para defender la ciudad. Conmigo, sólo venían mis hombres, mis guerreros, los unidos a mí por un juramento de lealtad, aquéllos por los que me habría jugado la vida. A las órdenes de Cerdic, compañero de innumerables batallas que, casi con lágrimas en los ojos, me había pedido que le permitiese sumarse a la expedición, había dejado a seis de los míos para custodiar mi casa.

—Tenéis que velar por Gisela y por mis hijos —le dije, y allí se había quedado el bueno de Cerdic, mientras nosotros, por los mismos senderos que seguían las ovejas y el ganado camino del matadero de Lundene, enfilábamos hacia el oeste.

No parecía haber cundido el pánico, aunque los lugareños no apartaban los ojos de las columnas de humo que se veían en lontananza; los
thegns,
caudillos locales, se habían limitado a ordenar que unos cuantos vigías trepasen a lo alto de las cabañas o se encaramasen a las copas de los árboles. Más de una vez nos tomaron por daneses, lo que provocó estampidas de gente que buscaba refugio en los bosques, seguidas de retornos no menos presurosos una vez que se aclaraba quiénes éramos. En caso de amenaza real, tenían instrucciones de llevar el ganado hasta la ciudadela más cercana, pero ya se sabe lo reacios que son los campesinos a abandonar el lugar donde viven. En muchas aldeas, ordené que tanto ellos como el ganado, las ovejas y las cabras se dirigiesen a Suthriganaweorc, aunque dudo que me hicieran caso. Seguro que no se moverían de su sitio hasta que los daneses comenzasen a rebanarles el cuello.

Todo apuntaba a que andaban haciendo de las suyas por el sur, así que tal vez aquellas gentes supieran lo que se hacían. La misma dirección, pues, decidimos seguir nosotros, subiendo por terrenos más abruptos y esperando encontrarnos de cara con los saqueadores en el momento menos pensado. Había enviado ojeadores por delante, pero hube de esperar hasta media mañana antes de que uno de ellos agitase un trapo rojo, señal de que había advertido algún peligro. Espoleé mi montura hasta coronar la loma y, una vez arriba, escudriñé el valle que se extendía a mis pies sin advertir nada que me llamase la atención.

—Mucha gente corría, mi señor —me dijo el ojeador—. Al verme, se escondieron entre los árboles.

—A lo peor huían de vos…

El hombre negó con la cabeza.

—Ya estaban asustados cuando yo aparecí, mi señor.

No dejábamos de mirar al anchuroso valle que, verde y lozano bajo el sol del estío, se extendía hasta las lomas arboladas que se alzaban al otro extremo. Tras ellas, la columna de humo más cercana a nosotros. El valle parecía tranquilo, sin embargo. Atisbé pequeñas parcelas cultivadas, las techumbres de una aldea, un sendero que se perdía por el oeste, los destellos de un arroyo que serpenteaba entre los prados. Ni rastro del enemigo, aunque en aquellas espesas arboledas bien podían ocultarse todos los hombres de Harald.

—¿Qué visteis exactamente? —le pregunté.

—Mujeres, mi señor. Mujeres y niños. También unas cuantas cabras. Corrían en esa dirección —dijo señalando al oeste.

De modo que los fugitivos huían de la aldea. El ojeador había llegado a atisbarlos entre los árboles, pero no quedaba ni rastro de ellos ni del motivo que los había llevado a escapar. Tampoco se veían trazas de humo en el anchuroso y largo valle, lo que no significaba que los hombres de Harald no anduviesen por allí. Tiré de las riendas de la montura del ojeador hasta situarlo por debajo de la línea del horizonte, y recordé el día en que, muchos años antes, por primera vez me disponía a entrar en combate. Iba con mi padre, que había reunido al
fyrd,
una hueste de campesinos arrancados de sus tierras de labranza, con azadones, guadañas y hachas como únicos pertrechos. Marchábamos a pie, así que nos desplazábamos con lentitud. Nuestros enemigos, los daneses, iban a caballo. Nada más tocar tierra, se agenciaron unos cuantos caballos y se dedicaron a hostigarnos sin misericordia. Pero aprendimos la lección; aprendimos a pelear como ellos. En nuestro caso, no obstante, la diferencia estribaba en que, para frenar la invasión de las hordas de Harald, Alfredo todo lo fiaba a sus ciudadelas, lo que dejaba al jefe danés las manos libres para ir y venir a su antojo por los campos de Wessex. Por mi parte, estaba seguro de que sus guerreros se movían a lomos de caballerías, igual que tenía claro que, siendo tan numerosos, el único propósito de aquellas incursiones era conseguir más y más caballos. Nuestra primera tarea, pues, consistía en dar buena cuenta de los saqueadores y recuperar tantos animales como fuera posible. Me dio en la nariz que aquella cuadrilla se movía por el extremo oriental del valle. Uno de los hombres de la partida conocía aquellos parajes.

—Son las tierras de Edwulf, mi señor —me dijo.

—¿Quién es ése?

—Un
thegn,
mi señor —respondió con una sonrisa mientras, con la mano, trazaba una abultada curva a la altura del estómago—. Un hombre bien cebado.

—Y rico, por lo visto.

—Mucho, mi señor.

Lo que significaba que los daneses se habían topado con una auténtica bicoca, y nosotros con una presa fácil. La única dificultad consistía en guiar a trescientos hombres por aquellos contornos sin que se percatasen quienes se afanaban en el extremo oriental del valle. Dimos con un sendero disimulado entre la arboleda y, a eso del mediodía, había camuflado a los míos en los bosques que, por el oeste, lindaban con las tierras de Edwulf. Les tendí una celada.

Envié a Osferth y veinte hombres más por una senda que se perdía por el sur, allá donde se alzaban las humaredas. Llevaban con ellos media docena de caballos sin embridar, y caminaban despacio, como si estuvieran cansados y desorientados. Les ordené que no se dirigiesen directamente al caserón de Edwulf, que suponía infestado de daneses en aquel momento. Finan, que entre los árboles se movía como un espectro, se había acercado con cautela hasta el lugar; a su regreso, nos contó lo que había visto: una aldea de una veintena de pallozas, una iglesia y dos buenos graneros.

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