—Debéis abandonar Wessex —insistí sin dar mi brazo a torcer—, prometer que no invadiréis Mercia, entregar dos rehenes al rey y acoger a los misioneros que os envía.
—¡Misioneros! —replicó, señalándome asombrado con la cuchara de cuerno que tenía en la mano—. ¡Supongo que, cuando menos, no estaréis de acuerdo con semejante decisión, lord Uhtred! Vos servís a los verdaderos dioses —añadió, al tiempo que se daba media vuelta y observaba a los dos curas—. Quizá los mande a mejor vida.
—Hacedlo —repuse— y os sacaré los ojos de las cuencas.
Reparó en el tono amenazante de mi voz y pareció sorprendido. Advertí un fulgor de odio en su mirada, pero sus palabras sonaron mesuradas.
—¿Os habéis hecho cristiano, mi señor?
—El padre Willibald es amigo mío —me limité a decir.
—Haberlo dicho antes —me espetó con un deje de reproche—, y no os habría gastado semejante broma. Por supuesto, que pueden quedarse a vivir con nosotros y hasta predicar su fe, pero no sacarán nada en limpio. ¿De modo que Alfredo exige que me lleve mis barcos a otra parte?
—Cuanto más lejos, mejor —repliqué.
—Pero ¿adónde? —preguntó con fingida candidez.
—¿Qué tal Frankia? —apunté.
—Los francos ya me pagaron con tal de que los dejase tranquilos. Incluso construyeron barcos para que nos marcháramos cuanto antes. ¿Acaso estaría Alfredo dispuesto a hacer lo mismo?
—Debéis iros de Wessex —insistí con machaconería—, tenéis que dejar Mercia en paz, tenéis que aceptar a los misioneros que os envía y tenéis que entregarme los rehenes que el rey reclama.
—Ya; los rehenes… —empezó. Se me quedó mirando durante unos segundos y, como si se hubiera olvidado del asunto, añadió señalando al mar—: ¿Dónde podríamos ir?
—Alfredo os paga para que os alejéis de Wessex —contesté—; donde quiera que vayáis no es cosa mía, pero procurad que sea lejos del alcance de mi espada.
Haesten se echó a reír.
—Vuestra espada, mi señor, lleva mucho tiempo criando herrumbre en su vaina —dijo, mientras agitaba el pulgar por encima del hombro, señalando al sur—. Wessex arde por los cuatro costados —afirmó, complacido—, y Alfredo os tiene atado de pies y manos.
No le faltaba razón. A lo lejos, hacia el sur, unos penachos de humo tiznaban de negro el cielo estival allí donde ardían una docena, o más, de aldeas. Eran las únicas humaredas que alcanzaba a ver, pero sabía que había muchas más. Estaban devastando el este de Wessex y, en vez de pedirme ayuda para verse libre de los invasores, el rey me había ordenado que me quedase en Lundene y repeliese cualquier posible ataque contra la ciudad. Haesten esbozó una mueca a modo de sonrisa.
—A lo peor Alfredo piensa que ya sois viejo para pelear, mi señor…
No respondí a tamaño insulto. Cuando me paro a recordar aquellos tiempos, pienso que aún era joven, y eso que ya debía de andar por los treinta y cinco, o frisando los treinta y seis años. La mayoría de los hombres no llegan a esa edad, así que podía considerarme afortunado. No había perdido fuerza ni destreza a la hora de empuñar la espada: tan sólo me había quedado una leve cojera, consecuencia de una vieja herida recibida en el campo de batalla, y gozaba del más preciado reconocimiento a que puede aspirar un hombre de armas, mi renombre. Sabedor de que era yo el peticionario, Haesten se complacía en aguijarme.
Si me encontraba en tan penosa situación era porque dos flotas danesas habían arribado a las costas de Cent, la zona más oriental de Wessex. La de Haesten era la menos numerosa y, hasta entonces, se había contentado con erigir el mencionado fortín y permitir que sus hombres llevasen a cabo sólo las incursiones necesarias para conseguir alimentos y algunos esclavos. Ni siquiera se había tomado la molestia de perturbar la navegación por el Temes. No buscaba un enfrentamiento directo con Wessex en aquel momento, sino que permanecía a la espera de los acontecimientos que pudieran producirse en el sur, donde había tocado tierra una flota vikinga mucho más importante.
A las órdenes del
jarl
Harald el Pelirrojo, más de doscientos barcos rebosantes de guerreros ávidos de sangre habían recalado en aquella parte del litoral. Tras arremeter contra una fortaleza a medio construir y pasar a cuchillo a la guarnición que la defendía, sus hombres llevaban a cabo toda suerte de tropelías por tierras de Cent, incendiando y matando, haciendo esclavos y saqueando. Ellos eran los causantes del humo que ennegrecía el cielo. Alfredo se había puesto en marcha contra los invasores; pero el rey ya era mayor y estaba cada vez más enfermo, de modo que cedió el mando de las tropas a su yerno, lord Etelredo de Mercia, y a su hijo mayor, Eduardo el Heredero.
Total, para nada. Habían conducido a los hombres hasta la gran cordillera arbolada que se alzaba en el centro de Cent, desde donde podían emprenderla contra Haesten, por el norte, o caer sobre Harald, si así lo decidían, por el sur. Pero, temerosos de que si lanzaban un ataque contra uno de los dos ejércitos daneses, el otro arremetiese contra ellos por la retaguardia, no se habían movido de sitio. Hasta el punto que Alfredo, convencido de que había de vérselas con enemigos mucho más poderosos, en lugar de ordenarme que dirigiese mis huestes contra Haesten y permitir que tiñera aquellos marjales de sangre danesa, me había enviado a parlamentar con él, con instrucciones de sobornarlo para persuadirlo de que debía abandonar Wessex. Con Haesten fuera de escena, pensaba el rey, su ejército estaría en mejores condiciones de plantar cara a los despiadados guerreros de Harald.
El danés se escarbó los dientes con un espino hasta sacarse una raspa de pescado.
—¿Por qué vuestro rey no se decide a atacar a Harald? —preguntó.
—Eso es lo que vos quisierais —repuse.
—Si Harald se marchara —admitió con una sonrisa burlona— y, de paso, se llevase con él a esa golfa retorcida que no le deja ni a sol ni a sombra, muchos de sus hombres se unirían a mí.
—¿Golfa retorcida, decís?
—Se llama Skade —dijo en voz baja, encantado de estar al tanto de algo que yo no supiera.
—¿Os referís a la esposa de Harald?
—Su mujer, su ramera, su amante, su hechicera o lo que sea.
—No tenía ni idea.
—Ya os enteraréis de cómo las gasta —añadió muy convencido—; si tenéis la oportunidad de conocerla, no os la quitareis de la cabeza así como así, amigo mío. Y si le dais pie, tened por seguro que vuestra calavera pasará a ser una más del hastial de su salón.
—¿Habéis llegado a conocerla? —le insistí al ver que hacía un gesto afirmativo—: ¿De verdad no os la pudisteis quitar de la cabeza?
—Harald es un hombre impulsivo —continuó, sin responder a mi pregunta— y, por Skade, acabará por cometer una locura. Cuando eso ocurra, muchos de sus hombres buscarán otro señor a quien servir —para añadir, con sonrisa taimada—: Dadme un centenar de barcos más y, en cosa de un año, me proclamaré rey de Wessex.
—Así se lo diré a Alfredo —repliqué—; quizás eso le anime a atacaros a vos primero.
—No lo hará —repuso sin dudarlo—. Si tal decidiera, los hombres de Harald no encontrarían impedimento alguno para saquear Wessex a sus anchas.
Y no le faltaba razón.
—En ese caso, ¿por qué no se decide a atacar a Harald? —le pregunté.
—De sobra lo sabéis.
—Explicádmelo vos.
Calló un momento, rumiando si revelarme lo que pensaba para, al cabo, ceder a la tentación de ponerme al corriente de sus cavilaciones. Con el espino que tenía entre los dedos trazó una línea recta en la mesa de madera, dibujando a continuación un círculo dividido en dos partes simétricas por aquella raya.
—El río Temes —dijo, indicando la línea recta—; Lundene —añadió, señalando el círculo—. Vos estáis en Lundene con mil hombres; a vuestras espaldas —al tiempo que señalaba un punto situado Temes arriba—, lord Aldelmo, al frente de quinientos hombres de Mercia. Si Alfredo se decidiese a atacar a Harald, necesitaría que las tropas de Aldelmo y las vuestras se concentrasen en el sur, y Mercia quedaría indefensa.
—¿A quién se le ocurriría marchar sobre Mercia? —pregunté con estudiada candidez.
—¿A los daneses de Anglia Oriental tal vez? —dejó caer Haesten, con no menos fingida ingenuidad—. Lo único que les hace falta es un caudillo con agallas.
—Pero nuestro trato impone que vos no invadiréis Mercia —apunté.
—Así es —replicó Haesten con una sonrisa—; el único inconveniente es que aún no hemos alcanzado ningún acuerdo.
Concluimos el pacto, no obstante. Tenía que entregar el
Dragón errante
a Haesten. En su bodega dormitaban cuatro cofres zunchados con hierro repletos de plata. Ése era el precio estipulado. A cambio del barco y la plata, Haesten se comprometía a irse de Wessex y olvidarse de Mercia, así como a acoger a los dos misioneros y entregarme a dos muchachos como rehenes. Me aseguró que uno de ellos era un sobrino suyo, lo cual podía ser cierto. En cuanto al otro, mucho más joven, vestía ricas telas y lucía un primoroso broche de oro. Era un chaval de buen ver, de cabellos rubios y brillantes e inquietos ojos azules. Sujetando al chico por los hombros, me lo presentó.
—Éste es mi primogénito, Horic, a quien os entrego como rehén. —Calló un momento, haciendo ademán de enjugarse una lágrima—. Como rehén os lo entrego, y como nuestra de buena voluntad, mi señor. Os ruego que cuidéis de él, porque me es muy querido.
Eché un vistazo a Horic.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunté.
—Siete —repuso Haesten, dándole una palmadita en la espalda.
—Dejad que sea el chico quien responda —insistí—. ¿Cuántos años tienes?
El chaval emitió un sonido gutural; el danés se inclinó y le rodeó con sus brazos.
—Es sordomudo, lord Uhtred —afirmó—. Los dioses tuvieron a bien que mi hijo naciera sordomudo.
—Lo mismo que dispusieron que fuerais un mentiroso y un malnacido —repliqué en voz lo bastante baja como para que no me oyesen los suyos, no fueran a tomárselo como una ofensa.
—¿A quién le importa? —repuso en tono de chanza—. ¡Qué más da! Si digo que es hijo mío, ¿quién va a atreverse a llevarme la contraria?
—¿Os marcharéis de Wessex? —le insistí.
—Cumpliré lo acordado —me prometió.
Hice como que daba por buena su palabra. Le había dicho a Alfredo que Haesten no era de fiar, pero el rey se encontraba con el agua al cuello. Se sentía viejo y con un pie en la tumba. Lo único que ansiaba era ver su reino libre de aquella peste de paganos. Así que hice entrega de la plata, me hice cargo de los rehenes y, bajo un cielo triste, puse rumbo a Lundene.
* * *
Lundene se asienta en gigantescas extensiones de terreno que parecen emerger del río, y que, de desnivel en desnivel, se alzan hasta alcanzar la cota más alta, el lugar elegido por los romanos para construir suntuosos edificios. Rodeados de una suerte de costra, de la roña de nuestras cabañas sajonas con sus techumbres de paja, aunque muy deteriorados, algunos todavía se mantenían en pie.
En aquellos días, Lundene formaba parte de Mercia, una región que, como los magnificentes edificios romanos, se encontraba medio en ruinas, y por si eso era poco, había de soportar la mugre de los
jarls
daneses que se habían asentado en sus fértiles tierras. Mi primo Etelredo era el
ealdorman
de Mercia, señor de aquellos parajes por tanto, pero vasallo en realidad de Alfredo de Wessex, que se había ocupado de que Lundene estuviera en manos de hombres de su confianza. Yo estaba al frente de la guarnición de la ciudad; el obispo Erkenwald era el encargado de todo lo demás.
Hoy, como no podía ser de otra manera, lo veneran como san Erkenwald, pero en aquella época, y si la memoria no me falla, no era sino una especie de comadreja resentida. Con eficacia, llevó a cabo la labor que se le había encomendado: gobernó la ciudad con mano de hierro. La aversión inmisericorde que sentía por los paganos le llevaba a considerarme un rival. Porque yo veneraba a Thor, lo que, a sus ojos, me convertía en un demonio; eso sí, imprescindible, pues era el guerrero que velaba por su ciudad, el pagano que había mantenido a raya a los denostados daneses desde hacía cinco años, el hombre que se ocupaba de que los alrededores de Lundene fueran un lugar seguro donde recaudar los impuestos que él mismo había fijado.
Me encontraba en la planta superior de uno de los edificios romanos que se alzaban en la zona más alta de Lundene. A mi derecha, el obispo Erkenwald; más bajo que yo, como casi todo el mundo, aunque hasta esa diferencia de estatura le ponía de mal talante. A nuestros pies, un febril enjambre de curas, de rostros macilentos y tiznados de tinta; a mi izquierda, Finan, el irlandés. Los tres teníamos los ojos puestos en el sur.
Desde allí observábamos la algarabía de techumbres de paja y tejas que cubrían Lundene, entre las que sobresalían las erguidas torres de las iglesias que Erkenwald había erigido, sobrepasadas por rubicundos milanos reales que surcaban el aire templado; más arriba todavía, alcancé a distinguir los primeros gansos que sobrevolaban el ancho Temes en dirección sur. Por encima del río, lo que quedaba en pie del puente romano, espléndida obra de ingeniería que presentaba una honda hendidura en el centro. Con unas cuantas vigas, había improvisado un paso para salvar la brecha. Hasta yo me ponía nervioso cada vez que me aventuraba por aquel chapucero apaño camino de Suthriganaweorc, donde se alzaban un baluarte y una empalizada que protegían el extremo sur del puente; allí, en mitad de las marismas, un montón de cabañas hacinadas, una aldea en realidad. Más allá, el terreno ascendía hacia las suaves y verdes colinas de Wessex; más lejos todavía, por encima de las lomas, columnas de humo que, como fantasmagóricos pilares, soportaban la quietud de aquel atardecer de finales de verano. Conté hasta quince, pero las nubes se confundían con el horizonte, de modo que podía haber muchas más.
—¡Nos atacan por todas partes! —exclamó el obispo, tan sorprendido como fuera de sí.
Hacía años que Wessex, gracias a las ciudadelas que, con sus respectivas guarniciones, Alfredo había ordenado construir, se veía libre de ataques vikingos, pero los hombres de Harald se dedicaban a prender fuego, saquear y arrasar el este del reino. Dejando de lado las fortificaciones, se ensañaban con las aldeas.
—¡Han dejado Cent a sus espaldas! —bramaba Erkenwald.
—Y se adentran en Wessex —remaché.