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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántica

La sonrisa de las mujeres (17 page)

BOOK: La sonrisa de las mujeres
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—La he estado observando —dijo la mujer mayor, y me miró guiñando sus ojos astutos, rodeados de cientos de pequeñas arruguitas—. Parecía que estaba pensando en algo muy bonito.

Di una calada al cigarrillo.

—Así es —repliqué, y sonreí—. Estaba pensando en mañana. Mañana por la noche voy a La Coupole, ¿sabe?

—¡Qué casualidad! —exclamó la anciana, y sacudió la cabeza muy contenta—. Yo también iré mañana a La Coupole. Celebro mi cumpleaños, ochenta y cinco, niñita.
Adoro
La Coupole, todos los años voy allí el día de mi cumpleaños. Siempre tomo ostras, son excelentes.

De pronto vi a la vieja dama felliniana rodeada de sus hijos y sus nietos en una larga mesa de la
brasserie
.

—Vaya, pues le deseo que tenga una gran fiesta —dije.

Sacudió la cabeza con gesto de lástima.

—Bueno, esta vez será una fiesta pequeña —dijo—.
Muy
pequeña, para serle sincera. Sólo yo y los camareros, pero son siempre un encanto. —Sonrió con cara de felicidad—. ¡Dios mío, todo lo que hemos celebrado en La Coupole! Fiestas increíbles. Henry mi marido, era director de orquesta en la ópera, ¿sabe? Y tras los estrenos corría el champán… hasta que al final estábamos todos tan deliciosamente achispados… —Soltó una risita—. Sí, hace mucho tiempo… Y George siempre viene en Navidad con los niños a París. Vive en Sudamérica… —Yo supuse que George era su hijo—.
Et bien!
Y desde que se marchó mi viejo amigo Auguste —hizo una pausa y miró con tristeza la tumba que ya no tenía detrás la regadera—, ya no hay nadie con quien celebrar nada.

—¡Oh! —dije—. ¡Cuánto lo siento!

—Pues no debe sentirlo, niñita, la vida es así. Cada uno tiene su día. A veces cuento todos mis muertos cuando estoy por la noche en la cama. —Me miró con gesto conspirador y bajó la voz—. Ya son
treinta y siete
. —Dio una última calada al cigarrillo y tiró la colilla al suelo sin ninguna contemplación—. Bien, y yo sigo aquí, ¿qué le parece? ¿Puedo decirle una cosa, querida? Disfruto de cada maldito día. Mi madre vivió ciento dos años y fue feliz hasta el final.

—Impresionante —dije.

Me tendió con energía su pequeña mano, enfundada en un guante de piel negro.

—Elisabeth Dinsmore —dijo—. Pero puede llamarme Liz.

Dejé caer mi cigarrillo y le di la mano.

—Aurélie Bredin —me presenté—. ¿Sabe una cosa, Liz? Es usted la primera persona a la que conozco en un cementerio.

—¡Oh, yo ya he hecho muchas amistades en el cementerio! —aseguró la señora Dinsmore, y su boca roja dibujó una amplia sonrisa—. Y no han sido las peores.

—Dinsmore… eso no suena muy francés —apunté. Me había llamado la atención que la mujer hablara con cierto acento, aunque lo atribuí a la edad.

—Y no lo es —replicó la señora Dinsmore—. Soy americana. Pero hace ya una eternidad que vivo en París. ¿Y usted, niñita? ¿Qué va a hacer usted en La Coupole? —inquirió de pronto.

—¡Oh, yo…! —contesté, notando que me sonrojaba—. Voy a reunirme allí con… alguien.

—Aaaah —dijo—. ¿Y es un hombre… agradable? —Una de las ventajas de la edad era, sin duda, que se podía ir al grano sin perder más tiempo.

Me reí y me mordí el labio inferior.

—Sí… creo que sí. Es escritor.

—¡Dios mío, un escritor! —exclamó Elisabeth Dinsmore—. ¡Qué
excitante
!

—Sí… —dije, sin entrar en más detalles de mi cita—. Estoy algo nerviosa.

Después de despedirme de la señora Dinsmore —Liz— que me invitó a tomar al día siguiente un
coup de champagne
en su mesa («Aunque seguro que tiene algo mejor que hacer que beber champán con un carcamal, niñita», había añadido guiñándome un ojo), me quedé todavía un rato delante del monolito blanco.


Au revoir
, papá —dije en voz baja—. Tengo la sensación de que mañana va a ser un gran día.

Y tenía, en cierto modo, razón.

* * *

Me puse en la cola, que empezaba en la gran puerta de cristal. Aunque La Coupole no era precisamente mi restaurante favorito, se trataba de un conocido punto de encuentro de jóvenes y mayores. No sólo los turistas acudían en masa a la legendaria
brasserie
del toldo rojo, considerada como uno de los grandes restaurantes de París, en el transitado Boulevard du Montparnasse. También los hombres de negocios y la gente que vivía en París iban allí con frecuencia a comer y a celebrar algún acontecimiento. Unos años antes, los miércoles se organizaban sesiones de salsa en la sala de baile situada debajo, pero la salsa ya se había pasado de moda y yo al menos no vi ningún anuncio de ese
spectacle
.

La cola avanzó un poco y por fin pude acceder al interior de La Coupole. Enseguida me vi envuelta por un animado barullo de voces. Los camareros, con enormes bandejas de plata, avanzaban a toda prisa entre las largas filas de mesas con manteles blancos cobijadas bajo el techo abovedado. La sala, con sus columnas pintadas de color verde y las lámparas
art déco
colgando del techo, siempre resultaba impresionante. El restaurante bullía de vida;
se donner en spectacle
era allí la divisa, y los comensales parecían tenerla en cuenta. Hacía mucho tiempo que no iba allí y contemplé divertida el animado ajetreo.

Un amable recepcionista repartía pequeñas tarjetas rojas a los clientes que no habían reservado mesa y les invitaba a esperar en el bar. Las tarjetas llevaban los nombres de compositores famosos, y cada dos minutos se oía a un joven camarero que recorría la zona del bar y gritaba con entusiasmo, como si fuera un director de circo: «
Bach, deux personnes, s'il vous plait
» o «
Tchaikovsky, quatre personnes, s'il vous plait
» o «
Debussy, six personnes, s'il vous plait
». Entonces los clientes que estaban esperando se ponían de pie y se les conducía a su mesa.


Bonsoir, mademoiselle, vous avez une reservation?
¿Ha reservado usted? —me preguntó el recepcionista cuando llegó mi turno. Una joven me ayudó a quitarme el abrigo y me entregó una ficha del guardarropa.

Asentí.


J'ai un rendez-vous avec monsieur André Chabanais
.

El recepcionista echó un vistazo a su larga lista.


Ah, oui
, aquí está —dijo—. Una mesa para tres personas. ¡Un momento, por favor! —Hizo una seña a un camarero para que se acercara. El camarero, un hombre ya mayor con el pelo gris y corto, me sonrió con una bonita mirada.

—¿Sería tan amable de seguirme, mademoiselle?

Asentí y noté que de pronto el corazón me empezaba a latir con fuerza. Dentro de media hora iba a conocer por fin a Robert Miller, a quien, según decía en su carta, «le gustaría mucho conocerme pronto en persona».

Me alisé el vestido. Era el vestido de seda verde, el vestido del libro, el vestido que yo llevaba en la foto que le había enviado a Miller. No había querido dejar nada al azar.

El amable camarero se detuvo ante uno de los rincones forrados de madera.


Et voilà
—dijo—. ¡Por favor!

André Chabanais se puso de pie para saludarme. Vestía traje y una camisa blanca con una elegante corbata azul oscuro.

—¡Mademoiselle Bredin! —exclamó—. Qué alegría verla de nuevo… Siéntese, por favor.

Señaló un sitio en el banco y se quedó ante una silla
vis-à-vis
.

—Gracias.

El camarero movió un poco la mesa con mantel blanco y las copas recién colocadas y yo pasé por delante de él y me dejé caer en el asiento tapizado en cuero.

André Chabanais también se sentó.

—¿Qué desea beber? ¿Champán… para celebrar el
gran
día? —Me dirigió una sonrisa.

Noté que me sonrojaba y me sentí incómoda porque vi que él también lo había notado.

—No sea descarado —dije, y sujeté el bolso con fuerza en mi regazo—. Pero sí, un champán estaría bien.

Su mirada se deslizó brevemente por mis brazos desnudos, luego me miró de nuevo.

—Enhorabuena —dijo—. Está usted deslumbrante, si me permite decírselo. El vestido le sienta de miedo. Acentúa el color de sus ojos.

—Gracias —contesté, y sonreí—. Usted tampoco tiene mal aspecto esta noche.

—Bah… —André Chabanais hizo un gesto al camarero—. Hoy me corresponde tan sólo un papel secundario, ya sabe. —Se volvió—. Dos copas de champán, por favor.

—Pensé que el papel secundario me correspondía a mí —repliqué—. Al fin y al cabo, sólo estoy aquí, por así decir,
en passant
.

—Bueno, ya veremos. A pesar de todo, puede usted dejar su bolso a un lado. Su escritor tardará como poco un cuarto de hora en llegar.

—Querrá decir
su
escritor —aclaré, y dejé el bolso a mi lado.

Monsieur Chabanais sonrió.

—Digamos sencillamente
nuestro
escritor.

El camarero se acercó y sirvió el champán. Luego nos entregó las cartas.

—Gracias, pero esperamos a otro comensal —dijo monsieur Chabanais, y dejó las cartas a un lado.

Cogió su copa, la levantó e hicimos un breve brindis. El champán estaba helado. Di tres grandes sorbos y enseguida noté que mi nerviosismo se transformaba en una alegría anticipada más relajada.

—Gracias por organizar este encuentro. Si le soy sincera, siento una gran curiosidad. —Dejé mi copa en la mesa.

André Chabanais asintió.

—La entiendo perfectamente. —Se reclinó en su silla—. ¿Sabe qué? Yo, por ejemplo, soy un gran fan de Woody Allen. Hasta he empezado a tocar el clarinete sólo porque él lo toca. —Se echó a reír—. Por desgracia, mi nueva pasión no ha nacido con buena estrella. Cada vez que practico, los vecinos empiezan a dar golpes en la pared. —Dio un trago y pasó la mano por el mantel blanco—. Bueno, sigo. La cosa es que vino Woody Allen a París y dio un concierto con su curiosa banda de jazz formada por gente mayor. La sala, en la que normalmente tocan música clásica grandes orquestas, vendió enseguida todas las entradas, pero logré conseguir un sitio en la quinta fila. Al igual que los demás, yo no estaba allí sólo por la música. Quiero decir que, en realidad, Woody Allen no toca mejor que cualquier músico de jazz de un bar de Montmartre. Pero ver de cerca a ese hombre al que conocía de tantas películas, oírle hablar en directo… eso fue algo increíblemente especial y muy excitante. —Se inclinó y apoyó la barbilla en su mano—. Pero hay una cosa que todavía hoy me da mucha rabia.

Guardó silencio un momento. Yo acabé mi champán y me incliné hacia delante. Ese Chabanais era un buen narrador de historias. Pero también era muy observador.

Cuando vio que mi copa estaba vacía, le hizo una seña al camarero y éste trajo enseguida otros dos
coups de champagne
.


À la vôtre
—dijo André Chabanais, y alcé mi copa sin rechistar.

—Así que hay una cosa que todavía hoy le da mucha rabia —repetí con curiosidad.

—Sí —dijo, y se limpió los labios con la servilleta—. La cosa fue así: cuando se acabó el concierto, hubo muchos aplausos. La gente se levantó de sus asientos y daba golpes con los pies para mostrar su admiración por ese hombre bajo y delgado que, con su jersey y sus pantalones de pana, parecía tan modesto y desorientado como en sus películas. Cinco veces se había marchado y había vuelto a salir entre los atronadores aplausos de sus fans cuando de pronto saltó al escenario un gigante vestido de negro. Llevaba el pelo engominado, ya sabe, y a primera vista parecía un director artístico o un tenor. En cualquier caso, estrechó la mano a un desconcertado Allen y le entregó una tarjeta y un bolígrafo para que le firmara un autógrafo. Y Allen lo hizo antes de abandonar definitivamente el escenario. —Monsieur Chabanais vació su copa—. A mí me habría gustado tener también el atrevimiento de saltar así sin más al escenario. Imagínese, habría podido enseñar ese autógrafo a mis nietos. —Soltó un suspiro—. Y ahora el bueno de Woody está en América, yo no me pierdo ninguna de sus películas y es muy poco probable que vuelva a verle en esta vida.

Me miró, y esta vez no pude ver ningún rastro de burla en sus ojos marrones.

—¿Sabe una cosa, mademoiselle Bredin? En el fondo, admiro su tenacidad. Cuando se quiere algo hay que
quererlo
de verdad.

Un suave timbre interrumpió su elogio a mi fuerza de voluntad.

—Discúlpeme, por favor, es el mío. —André Chabanais sacó su móvil del bolsillo de la chaqueta y se apartó a un lado—.
Oui?

Miré el reloj y me sorprendí al ver que eran ya las ocho y cuarto. El tiempo había pasado volando y Robert Miller aparecería en cualquier momento.

—Ah, vaya, qué cosa tan tonta, lo siento —oí que decía monsieur Chabanais—. No, no, no hay ningún problema. Yo estoy aquí, cómodamente sentado. Sin prisas. —Se rio—. Bueno. Hasta luego.
Salut
. —Se guardó de nuevo el teléfono en el bolsillo—. Era Robert Miller —dijo—. Todavía sigue ocupado y no podrá venir antes de media hora. —Me miró con cara de pena—. Qué lástima que tenga que esperar.

Encogí los hombros.

—Bueno, lo importante es que vendrá —dije, y me pregunté en qué estaría ocupado Robert Miller. ¿Qué hacía cuando no escribía libros? Me disponía a preguntarlo cuando André Chabanais dijo:


À propos
, todavía no me ha contado nada de la carta de Miller. ¿Qué le decía?

Le sonreí y me enredé un mechón de pelo en un dedo.

—¿Sabe una cosa, monsieur Chabanais, editor de Éditions Opale? —dije, e hice una pequeña pausa bien calculada—. Eso es algo que no es de su incumbencia.

—¡Oh! —exclamó él, decepcionado—. Venga, sea sólo un poquito indiscreta, mademoiselle Bredin. Al fin y al cabo, fui yo quien le entregó la carta.

—Jamás —respondí—. Usted siempre se burla de mí.

Hizo un gesto de inocencia.

—Sí, sí, sí —dije—. ¿Por qué sabía mi dirección?

Pareció irritado durante un instante, luego se echó a reír.

—Secreto profesional. Si usted no me cuenta nada, yo tampoco le contaré nada. Aunque esperaba un poco de agradecimiento.

—Ni hablar —dije, y di otro sorbo de champán. Mientras no supiera qué relación había entre Robert Miller y yo no iba a decir una sola palabra. Al fin y al cabo, Miller había hablado de un «pequeño secreto».

El champán se me subió poco a poco a la cabeza.

—En cualquier caso, no creo que
nuestro autor
—hice una pausa intencionada— se enfade mucho si me ve aquí sentada. Su carta es muy amable.

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