—Asombroso —replicó monsieur Chabanais—. Su carta debería ser simplemente irresistible.
—¿Conoce usted bien al señor Miller? —pregunté, pasando por alto el «irresistible».
—¡Oh,
bastante
bien! —¿Creí ver un rastro de ironía en la sonrisa de monsieur Chabanais o sólo lo imaginé?—. No es que seamos muy buenos amigos, a mí me parece en cierto modo un poco excéntrico, pero diría que le conozco hasta lo más profundo de su cerebro.
—Interesante —dije—. En cualquier caso, él tiene mucho aprecio a su «leal» editor.
—Eso espero. —André Chabanais miró el reloj—. ¿Sabe una cosa? Todo esto me parece absurdo. Me muero de hambre. ¿Qué le parece si pedimos?
—No sé —respondí, indecisa—. En realidad, no estaba previsto que yo estuviera aquí… —Eran ya las ocho y media y yo también notaba sensación de hambre.
—Entonces decido yo —concluyó André Chabanais, y volvió a hacer una seña al camarero—. Me gustaría pedir algo para comer —dijo—. Tomaremos dos, no… tres platos de
curry d'agneau des Indes
, y para beber… —dio unos golpecitos con el dedo en la carta—. Este Château Lafite-Rothschild.
—Muy bien. —El camarero recogió las cartas y puso una cesta con pan en la mesa.
—Ya que está aquí tiene que probar el famoso cordero al curry —dijo monsieur Chabanais, que estaba cada vez de mejor humor, y señaló a los indios vestidos de marajás que empujaban unos carritos por los pasillos del restaurante y servían el cordero al curry—. Me interesa su opinión profesional.
Cuando poco después de las nueve sonó de nuevo el teléfono móvil de André Chabanais y Robert Miller anuló definitivamente su cita en La Coupole era ya demasiado tarde para marcharme, aunque por un momento lo pensé.
Ya habíamos bebido una copa del exquisito vino tinto y el fabuloso cordero al curry que en mi opinión no era tan fabuloso y admitía un poco más de plátano, manzana y coco rallado, humeaba en nuestros platos.
Monsieur Chabanais debió de notar mi breve indecisión cuando me comunicó la noticia con gesto de lástima y yo, bastante decepcionada, agarré la copa de vino.
—¡Qué absurdo! —dijo finalmente—. Me temo que ahora tendremos que comernos el curry nosotros dos solos. —Me miró con un cómico gesto de desesperación—. ¿No me irá a dejar aquí solo con un kilo de cordero y una botella de vino entera, no? ¡Dígame que no es ésa su intención!
Sacudí la cabeza.
—No, claro que no. Usted no tiene la culpa de nada. Bueno, en realidad, no se puede hacer nada… —Di un trago de vino y forcé una sonrisa.
Había ido allí para nada. Me había tomado la noche libre para nada. Me había bañado, me había arreglado el pelo, me había puesto el vestido verde… para nada. Me había puesto delante del espejo y había ensayado lo que le quería decir a Robert Miller, para nada. ¡Había estado tan cerca! ¿Por qué nunca me podía salir nada bien?
—Vaya, vaya, veo que se siente usted muy decepcionada —dijo Chabanais compadeciéndose de mí. Luego arrugó la frente—. Bueno, a veces mandaría a ese Miller a freír espárragos. No es la primera vez que anula una cita en el último momento, ¿sabe?
Me miró con sus ojos marrones y me sonrió.
—Y ahora está usted en este restaurante, sentada con un estúpido editor y piensa que ha venido hasta aquí en vano y que el curry no es tan fabuloso como todos dicen… —Soltó un suspiro—. Es un fastidio, la verdad. ¡Pero tiene que reconocer que el vino es excelente!
Asentí.
—Sí, lo reconozco. —André Chabanais intentaba consolarme, y eso era muy amable por su parte.
—Venga, mademoiselle Bredin, no esté triste —dijo de pronto—. Ya conocerá a ese escritor en otro momento, es sólo cuestión de tiempo. Por lo menos le ha escrito, y eso significa algo, ¿o no? —Abrió los brazos con gesto interrogante.
—Sí, claro —respondí, y me pasé el dedo índice por los labios mientras pensaba. Chabanais tenía razón. No había perdido nada. Y tal vez fuera mejor ver a Robert Miller a solas. En mi propio restaurante.
Chabanais se inclinó hacia delante.
—Sé que soy un mal sustituto del increíble Robert Miller, pero haré todo lo que esté en mis manos para que usted no guarde un mal recuerdo de esta velada y me obsequie con una leve sonrisa.
Me dio una palmadita en la mano y la sujetó un poco más de lo necesario.
—Cree usted demasiado en el destino, mademoiselle Bredin. ¿No piensa que a lo mejor tiene un sentido más profundo el hecho de que estemos aquí
nosotros
dos solos, cogidos de la mano?
Me guiñó un ojo y yo sonreí sin ganas antes de retirar la mano y darle un golpecito en los dedos.
—Algunas personas se toman la mano entera cuando se les tiende el dedo meñique —dije—. No
puede
ser cosa del destino, monsieur Chabanais. Será mejor que me sirva un poco más de vino.
La velada transcurrió mejor de lo que había pensado. Aurélie Bredin había llegado a La Coupole visiblemente nerviosa, pero de muy buen humor, cinco minutos antes de lo previsto y con el vestido de seda verde, como pude comprobar sonriendo.
Estaba espectacular y tuve que hacer un esfuerzo para no quedarme mirándola embobado. Gasté un par de bromas para que se le pasara el tiempo deprisa, y Aurélie, en su estado de alegre expectación, se mostró más accesible de lo que yo había imaginado.
Entonces, según lo acordado, Silvestro me llamó al móvil. Había aceptado hacerme el favor sin hacer demasiadas preguntas.
—¿Qué? ¿Cómo va todo? —preguntó.
Y yo respondí:
—Ah, vaya, qué cosa tan tonta, lo siento.
—Eso suena bien —dijo Silvestro.
Y yo contesté:
—No, no, no hay ningún problema. Yo estoy aquí, cómodamente sentado. Sin prisas.
—Entonces que lo pases bien, y hasta luego —dijo, y colgué.
Aurélie Bredin se tragó la disculpa, y pedí champán para los dos. Bebimos y charlamos, y, en un momento dado, me hizo sudar cuando de pronto me preguntó por qué conocía su dirección. Pero salí airoso del trago. Ella no me desveló sus pequeños secretos. No dijo ni una sola palabra de lo que ponía en la carta que yo le había escrito. Y, naturalmente, tampoco me contó que había invitado a Robert Miller a su precioso restaurante.
A las nueve y cuarto, cuando ya estábamos saboreando nuestro cordero al curry y mademoiselle Bredin me estaba explicando por qué no creía en las casualidades, Silvestro llamó de nuevo y dijo:
—¿Qué? ¿La tienes ya en el bote?
Suspiré al teléfono y me pasé la mano por el pelo con gesto teatral.
—No, no
creo…
¡Ay, qué pena!
Él se rio y dijo:
—¡Entonces date prisa, tío!
Y yo repliqué:
—No sabe cuánto lo siento, señor Miller, pero ¿no podría pasarse por aquí aunque sólo fuera un rato?
Vi por el rabillo del ojo que mademoiselle Bredin, intranquila, había dejado los cubiertos en el plato y me miraba.
—Sí, ya hemos… eh… quiero decir, ya he pedido algo de comer, y a lo mejor llega usted todavía a tiempo de acompañarme, ¿no?
Yo no me rendía.
—¡A lo mejor llega usted a tiempo de acompañarme! —repitió Silvestro, riendo—. ¡Tendrías que oírte! A eso lo llamo yo tenacidad. Pero no, no voy a ir. Te deseo una bonita velada con la pequeña.
—Por lo menos dos horas… aja… habrá terminado… Hmm… hmm… Vaya, entonces no puede hacer nada… Sí… ¡
Qué
pena! Claro, claro… me llamará cuando esté en casa —repetí con voz mortecina las frases jamás pronunciadas por Miller.
—Bueno, acaba ya de una vez, ya es suficiente —dijo Silvestro—.
Ciao, ciao!
—Y colgó.
—Está bien… No, lo entiendo… Está bien… Sin problema… Adiós, mister Miller. —Dejé el móvil junto al plato y miré a mademoiselle Bredin fijamente a los ojos—. Miller acaba de anular la cita —dije, y cogí aire con fuerza—. Ha surgido un problema. Tardará al menos dos horas en salir de la entrevista, tal vez más, y dice que está totalmente rendido y que no tiene sentido reunirnos ahora porque mañana tiene que irse temprano.
Vi cómo mademoiselle Bredin tragaba saliva y se agarraba a su copa de vino como a un ancla de salvación, y por un instante temí que se fuera a poner de pie y se marchara.
—Lo siento muchísimo —dije, consternado—. A lo mejor todo esto no ha sido muy buena idea.
Y cuando ella sacudió la cabeza, se quedó sentada y me dijo que no era culpa mía, casi tuve mala conciencia. Pero ¿qué debía hacer? No podía conseguir un Robert Miller por arte de magia. Al fin y al cabo, yo estaba allí.
Así que me dispuse a consolar a mademoiselle Bredin y a hacer un par de bromas sobre su fe en el destino. Incluso le cogí la mano durante un dulce momento, pero ella la apartó y me dio unos golpecitos en los dedos como si fuera un niño impertinente.
Luego me preguntó qué era lo que realmente hacía Robert Miller cuando no escribía libros y en qué tipo de entrevista estaba, y yo le dije que no lo sabía muy bien, que era ingeniero y que probablemente siguiera trabajando como asesor para esa empresa automovilística.
Luego escuché con paciencia todo lo que le había parecido tan maravilloso del libro de Miller, lo increíble que era que hubiera encontrado el libro justo en el momento oportuno y en qué pasajes se había reído o se había emocionado. Escuché halagado sus bonitas palabras y observé sus ojos color verde oscuro, que se hicieron más dulces.
Más de una vez me dieron ganas de decirle que era yo, sólo yo, el que la había salvado. Pero tenía demasiado miedo a perderla antes siquiera de haberla conseguido.
Y, así, fingí sorprenderme cuando, vacilante pero cada vez con más confianza, me contó lo que yo ya conocía hasta el más mínimo detalle, las coincidencias del restaurante y la protagonista.
—¿Entiende usted ahora por qué
tengo
que ver a ese hombre? —dijo, y yo asentí con gesto comprensivo. Al fin y al cabo yo era el único que tenía la clave del «misterio del destino». Y ese misterio era más fácil de explicar de lo que mademoiselle Bredin pensaba, si bien también era cosa del destino.
Si en su momento yo hubiera publicado el libro con
mi
nombre y
mi
foto, la muchacha de los ojos verdes y la sonrisa cautivadora que yo había observado a través de la ventana de un restaurante y había elegido como protagonista de mi fantasía habría visto en
mí
al hombre que el destino le había enviado. Y todo habría salido bien.
Pero ahora estaba condenado a mentir y me enfrentaba a un escritor ficticio. Bueno, no
tan
ficticio, como pude comprobar con dolor tras la siguiente pregunta de Aurélie Bredin.
—Me pregunto por qué dejó esa mujer a Miller —inquirió, pensativa, y pinchó con el tenedor el último resto de cordero al curry que quedaba en su plato—. Es un ingeniero de éxito, debe de ser una persona cariñosa y con sentido del humor, de lo contrario no podría escribir libros así. Y, aparte de todo, a mí me parece que tiene un aspecto fantástico. Quiero decir que podría ser actor, ¿no le parece? ¿Cómo se puede dejar a un hombre así?
Vació su copa, y yo me encogí de hombros y le serví más vino. Si le parecía que el dentista tenía un aspecto
fantástico
, la cosa no se ponía fácil para mí. Menos mal que nunca se encontraría con ese tal Sam Goldberg en persona. ¡No si yo podía evitarlo!
—¿Qué pasa? De pronto parece usted enfadado. —Me miró con cara divertida—. ¿He dicho algo malo?
—¡No, por Dios! —Me pareció que había llegado el momento de bajar al atractivo superhéroe de su pedestal.
—Nunca se sabe lo que hay detrás de la fachada, ¿verdad? —dije yo con toda intención—. Una buena apariencia no lo es todo. Yo, por mi parte, pienso que su mujer no lo debía de tener precisamente fácil con él. Y eso que valoro mucho a Miller como escritor.
Mademoiselle Bredin parecía indecisa.
—¿Qué quiere decir con eso de que no lo debía de tener fácil?
—Bah, nada, sólo digo tonterías, olvide lo que he dicho. —Solté una risa demasiado fuerte, como si quisiera disimular que había hablado más de la cuenta. Y entonces decidí cambiar de tema—. ¿Es que vamos a estar toda la noche hablando de Robert Miller? De acuerdo que él es el motivo por el que estamos aquí los dos, pero nos ha dejado plantados. —Cogí la botella y me serví—. A mí me interesa más saber por qué una mujer tan encantadora como usted no está casada todavía. ¿Tantos vicios tiene?
Aurélie se sonrojó.
—Ja, ja —dijo—. ¿Y usted?
—¿Quiere saber por qué un hombre tan encantador como yo no está casado todavía? ¿Y qué vicios tengo?
Aurélie dio un trago de vino y en su cara se dibujó una sonrisa. Apoyó los codos en la mesa y me miró por encima de sus manos cruzadas.
—Los vicios —dijo.
—Hmm —contesté—. Me lo temía. Déjeme pensar. —Le cogí la mano y fui contando con sus dedos—. Comer, beber, fumar, apartar a las mujeres bonitas del camino correcto… ¿Es suficiente para empezar?
Ella retiró la mano y se rio alegremente mientras asentía, y yo miré su boca y me pregunté qué se sentiría al besarla.
Y entonces ya no hablamos más de Robert Miller, sino de nosotros, y el complicado plan se convirtió en algo así como una auténtica cita. Cuando el camarero se acercó a nuestra mesa para preguntarnos si deseábamos algo más, le pedí otra botella de vino. Yo me creía ya en el séptimo cielo cuando pasó algo que no estaba previsto en mi romántico menú.
Todavía hoy me pregunto a veces si el misterioso escritor no habría quedado olvidado por completo y yo habría podido ocupar su lugar si esa extravagante anciana no se hubiera sentado de pronto a nuestra mesa.
—
Un, deux, trois… Ça c'est París!
—Una docena de alegres camareros había formado un semicírculo en un lado de la sala. Cantaron a voz en cuello una frase que sonaba como un grito de guerra y que se podía oír en La Coupole todas las noches (en ocasiones más de una vez), pues entre los numerosos clientes siempre había alguien que celebraba su cumpleaños.
Media sala levantó la mirada cuando los camareros avanzaron a paso marcial y con una tarta gigantesca, en la que numerosas bengalas esparcían su luz como si fueran fuegos artificiales, hacia la mesa donde se sentaba el niño del cumpleaños. Estaba dos filas detrás de nosotros, y Aurélie Bredin, que miraba en esa dirección, estiró el cuello para poder ver mejor.
Y entonces, de pronto, se puso de pie y empezó a hacer señas con la mano.