La sonrisa de las mujeres (15 page)

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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántica

BOOK: La sonrisa de las mujeres
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Me pasé todo el viaje a casa llorando. Bernadette iba sentada a mi lado en el taxi, me sujetaba el brazo con fuerza y me iba dando un pañuelo tras otro.

—¿Y sabes qué es lo peor? —dije sollozando algo más tarde, cuando Bernadette se sentó junto a mí en la cama y me obligó a tomar un vaso de leche caliente con miel—. Ese abrigo rojo… hace poco lo vimos juntos en un escaparate, en la Rue du Bac, y yo dije que me lo pedía por mi cumpleaños…

Lo que más me dolía era la traición. Las mentiras. Conté los meses hacia atrás con los dedos y llegué a la conclusión de que seis meses antes Claude ya me engañaba. ¡Maldita sea, parecía tan feliz con su princesa mongola, apoyando la mano en su incipiente barriga!

Esperamos a que los dos ocuparan su mesa junto a la ventana. Luego salimos a la calle a toda prisa. Pero Claude no me habría visto en ningún caso. Sólo tenía ojos para su Blancanieves.

—¡Ay, Aurélie! Cuánto lo siento. Ahora que ya lo habías superado. ¡Y mira esto! Es como de novela barata.

—Él no debía haberle regalado ese abrigo… no tiene corazón. —Miré a Bernadette con cara de lástima—. ¡Esa mujer está ahí, con
mi
abrigo, y parece tan feliz! ¡Y yo, que dentro de poco es mi cumpleaños, estoy aquí, completamente sola… y sin abrigo! Es totalmente injusto.

Bernadette me pasó la mano por el pelo.

—Bebe un poco de leche —dijo—. ¡Claro que es injusto! Y horrible. Algo así no debería ocurrir, pero las cosas no siempre salen según lo planeado. Y, en realidad, no se trata de Claude, ¿verdad?

Sacudí la cabeza y tomé un sorbo de leche. Bernadette tenía razón, en realidad no se trataba de Claude, sino de algo que al final siempre toca nuestra alma, el amor hacia una persona que todos buscamos, hacia la que extendemos las manos durante toda nuestra vida para tocarla y retenerla.

Bernadette parecía pensativa.

—Sabes que yo nunca he tenido muy buena opinión de Claude —dijo—. Pero a lo mejor ha encontrado ya a la mujer de su vida. A lo mejor hacía tiempo que te lo quería decir y estaba esperando el momento apropiado. Un momento que, naturalmente, nunca llega. Y luego murió tu padre. Y entonces era aún más difícil, y él no quiso abandonarte precisamente en esa situación. —Torció la boca como hacía siempre que estaba pensando—. Podría ser.

—Pero el abrigo… —insistí yo.

—El abrigo… ¡eso es imperdonable! Para eso tenemos que pensarnos algo. —Se inclinó sobre mí y me dio un beso—. Ahora intenta dormir, es muy tarde. —Hundió su dedo índice en mi colcha—. Y tú no estás sola, ¿me oyes? Alguien cuida siempre de ti… Tu vieja amiga Bernadette.

Oí cómo se alejaban sus pasos lentamente. ¡Tenía una forma de andar tan firme y segura!

—Buenas noches, Aurélie —gritó otra vez, y crujió el suelo de madera de la entrada. Luego apagó la luz y oí cómo la puerta se cerraba a sus espaldas.

—Buenas noches, Bernadette —susurré—. Me alegro de que existas.

No sé si se debió a la leche caliente con miel, pero esa noche dormí sorprendentemente bien. Cuando me desperté, el sol iluminaba mi dormitorio por primera vez en muchos días. Me levanté y abrí las cortinas. Un cielo claro y azul cubría París o al menos el pequeño rectángulo que, entre las paredes del patio, podía ver desde mi balcón.

Siempre se ve sólo una parte del conjunto, pensé mientras me preparaba el desayuno. Me gustaría poder ver alguna vez todo el conjunto.

La noche anterior, cuando había visto a Claude con su novia embarazada y la imagen se me clavó como una aguja en el corazón, me pareció ver toda la verdad. Pero era sólo
mi
verdad, mi visión de las cosas. La verdad de Claude era otra. Y la verdad de la mujer del abrigo rojo también era otra diferente.

¿Se podía entender a una persona en su intimidad más profunda? ¿Lo que la movía, lo que la empujaba, lo que soñaba?

Puse los platos en el fregadero y dejé correr el agua sobre ellos.

Claude me había engañado, pero a lo mejor yo también me había dejado engañar. Jamás le pregunté nada. A veces se vive mejor con la mentira que con la verdad.

Claude y yo no habíamos hablado nunca en serio sobre el futuro. Él nunca me había dicho: «Quiero tener un hijo contigo». Y yo tampoco se lo había dicho nunca a él. Habíamos recorrido juntos un corto tramo del camino. Había habido momentos más bonitos y menos bonitos. Y no tenía sentido exigir justicia en asuntos del corazón.

El amor era lo que era. Ni más, ni menos.

Me sequé las manos. Luego me dirigí a la cómoda de la entrada y abrí el cajón. Saqué la foto en la que salíamos Claude y yo y la miré un rato.

—Te deseo suerte —dije, y luego la puse en la vieja caja de puros donde guardo mis recuerdos.

Antes de salir de casa para ir al mercado y comprar en la carnicería, fui hasta el dormitorio y pegué un nuevo papel en mi pared de las reflexiones.

Sobre el amor cuando se acaba

El amor, cuando se acaba, es siempre triste.

Rara vez es generoso.

El que abandona tiene mala conciencia.

El que es abandonado se lame las heridas.

El fracaso casi duele más que la separación.

Pero al final cada uno es lo que era siempre.

Y a veces queda una canción,

una hoja de papel con dos corazones,

el dulce recuerdo de un día de verano.

8

Cuando recibí la llamada estaba intentando pedir perdón a una ofendidísima mademoiselle Mirabeau.

Ya durante la reunión me había llamado la atención que la asistente, siempre tan amable, no se hubiera dignado mirarme, y cuando yo hice un esfuerzo y hablé con tanto humor sobre un libro que incluso la altiva Michelle Auteuil estuvo a punto de caerse de la silla, la joven rubia apenas hizo un solo gesto. Todos mis intentos de hablar con ella después de la reunión, mientras íbamos juntos por el pasillo, habían fracasado. Ella sólo dijo «sí» y «no», y no le pude sacar nada más.

—Venga un momento a mi despacho —dije cuando llegamos a la secretaría.

Ella asintió y me siguió en silencio.

—Por favor —dije, señalando una de las sillas que había alrededor de una pequeña mesa redonda—. Siéntese.

Mademoiselle Mirabeau se sentó como una condesa ofendida. Cruzó los brazos, cruzó las piernas, y yo no pude evitar quedarme admirado ante las medias de seda de rejilla que llevaba debajo de la minifalda.

—¿Y bien? —dije con jovialidad—. ¿Dónde le aprieta el zapato? Dígamelo. ¿Qué ocurre?

—Nada —contestó ella, y miró el parqué como si hubiera descubierto algo sorprendente.

Era peor de lo que me temía. Cuando las mujeres afirman que no pasa «nada», significa que están muy enfadadas.

—Hmm… —dije—. ¿Está segura?

—Sí —contestó. Era evidente que había decidido dirigirme sólo frases de una sola palabra.

—¿Sabe una cosa, mademoiselle Mirabeau?

—No.

—No la creo.

Florence Mirabeau me obsequió con una fugaz mirada antes de volver a centrarse en el parqué.

—Venga, mademoiselle Mirabeau, no se enfade. Dígale al viejo André Chabanais por qué está tan ofendida, de lo contrario no voy a poder dormir esta noche.

Noté que tuvo que contener una sonrisa.

—Tampoco es usted tan viejo —replicó—. Y si no puede usted dormir, se lo merece. —Se tiró de la falda y yo esperé—. ¡Me dijo que no le mirara con cara de tonta! —soltó finalmente.

—¿Le he dicho yo eso? Eso es… sí, eso es una monstruosidad.

—Pues lo ha dicho. —Me miró por primera vez—. Ayer, cuando hablaba por teléfono. Me trató fatal. Yo sólo quería entregarle ese informe. Usted me había dicho que era urgente y me pasé todo el fin de semana leyendo y ayer dejé otros compromisos y lo hice lo más deprisa posible. Y así me lo agradece. —Después de esas encendidas palabras tenía las mejillas rojas—. Me trató de forma muy grosera.

Ahora que lo decía, recordé mi nerviosa conversación telefónica con Adam Goldberg, que mademoiselle Mirabeau había interrumpido.


Oh, mon Dieu, mon Dieu
, lo siento. —Miré a la pequeña mimosa que estaba sentada ante mí con cara de reproche—. Lo siento, lo siento
de verdad
—repetí otra vez con gran énfasis—. ¿Sabe? Yo no quería ofenderla, estaba tan alterado…

—Aun así —dijo ella.

—No, no —dije yo, alzando las manos—. Eso no es una disculpa. Prometo mejorar. De verdad. ¿Me perdona?

La miré con gesto de arrepentimiento. Ella bajó la mirada y sus labios temblaron mientras balanceaba sus preciosas piernas.

—Como recompensa le ofrezco… —Hice una pequeña reverencia ante ella y pensé unos instantes—. ¡Una tarta de frambuesas! ¿Qué le parece? ¿Me permite que la invite mañana a mediodía a un trozo de tarta de frambuesas en Ladurée?

Ella sonrió.

—Ha tenido suerte —dijo—. ¡Me encanta la tarta de frambuesas!

—¿Significa eso que ya no está enfadada conmigo?

—Sí, así es. —Florence Mirabeau se puso de pie—. Y ahora voy a buscar el informe —dijo con tono conciliador.

—¡Sí, hágalo! —exclamé—. ¡Estupendo! ¡Apenas puedo esperar! —Me puse de pie para acompañarla hasta la puerta.

—Tampoco hace falta que exagere, monsieur Chabanais. Yo sólo hago mi trabajo.

—¿Y puedo decirle una cosa, mademoiselle Mirabeau? Hace usted muy bien su trabajo.

—¡Oh! —dijo ella—. Gracias. Es muy amable por su parte, monsieur Chabanais, yo… —Se sonrojó de nuevo y se detuvo un instante en la puerta, vacilante, como si quisiera decir algo más.

—¿Sí? —pregunté.

Y entonces sonó el teléfono. No quería ser otra vez descortés, así que me quedé parado en vez de empujar a Florence Mirabeau fuera del despacho y abalanzarme sobre el aparato.

—Venga, conteste, a lo mejor es una llamada importante —dijo mademoiselle Mirabeau al tercer timbrazo.

Sonrió y desapareció por la puerta. Lástima, probablemente no supiera nunca lo que había querido decirme. Pero en algo tenía razón.

Aquella llamada
era
importante.

Reconocí la voz al instante. La habría reconocido entre cientos de otras voces. Sonaba como la primera vez, sin aliento, como si fuera de alguien que acababa de subir las escaleras corriendo.

—¿Hablo con monsieur André Chabanais? —preguntó.

—Al aparato —respondí, y me recliné en la silla con una amplia sonrisa en la cara. El pez había mordido el anzuelo.

Aurélie Bredin estaba entusiasmada con mi propuesta de que, con mi ayuda, pudiera encontrarse «casualmente» con Robert Miller. Parecía haber olvidado las preguntas de su altivo email dirigido al
grosero
editor de Éditions Opale.

—¡Qué idea tan fantástica! —exclamó.

Yo también pensaba que mi idea era fantástica, pero, naturalmente, eso me lo guardé para mí.

—Bueno, tampoco es que sea una idea
tan
fantástica, pero… no está mal —aclaré dándome cierta importancia.

—Es
tan
increíblemente amable por su parte, monsieur Chabanais —prosiguió Aurélie Bredin, y yo disfruté de mi improvisado papel.


Il n'y a pas de quoi
. No tiene importancia —repliqué con tono de hombre de mundo—. Será un placer poder ayudarla en cualquier otra cosa.

Ella guardó silencio un instante.

—Y yo que pensaba que era usted un editor malhumorado que no deja que nadie se acerque a su autor —dijo con voz apagada—. Espero que no me lo tenga en cuenta.

¡Triunfo, triunfo! Ése era, sin duda, el día de las reconciliaciones.

A mí no me ofrecieron ninguna tarta de frambuesas, pero tengo que admitir que no me importó. El leve sentimiento de culpabilidad de Aurélie Bredin tenía un sabor mucho más dulce.

—Pero mi querida mademoiselle Bredin, no
podría
tenérselo en cuenta ni aunque quisiera. Tampoco es que yo le mostrara precisamente mi mejor cara. Olvidemos todo este desagradable comienzo y centrémonos en nuestro plan. —Acerqué la silla a la mesa y abrí mi agenda.

Dos minutos más tarde estaba todo pensado. Aurélie Bredin aparecería el viernes a las siete y media en La Coupole, donde yo habría reservado una mesa a mi nombre, y allí tomaríamos una copa. Hacia las ocho llegaría Robert Miller (con el que supuestamente yo había quedado para hablar sobre su nuevo libro) y así ella tendría ocasión de conocerle.

Al elegir el restaurante dudé un instante.

Para mis verdaderas intenciones habría sido más apropiado un restaurante tranquilo y discreto, con mullidos asientos de terciopelo rojo, como Le Belier, que el famoso La Coupole, la enorme y animada
brasserie
siempre llena por las noches. Pero habría resultado un tanto extraño citar a un autor inglés en un local que parecía hecho para los enamorados.

La Coupole era más neutral y, dado que el autor no iba a aparecer jamás, pensé que si el restaurante no era demasiado romántico tendría más oportunidades de cenar otra vez con la caprichosa mademoiselle Bredin.

—¿En La Coupole? —preguntó ella, y noté al instante que contenía su sorpresa—. ¿De verdad quiere ir a ese sitio para turistas?

—Lo ha propuesto Miller —repliqué—. Antes tiene algo que hacer en Montparnasse y además, le gusta La Coupole. —Yo también habría preferido Le Temps des Cerises, pero no se lo podía decir, obviamente.

—¿Que le gusta La Coupole? —No podía ocultar su irritación.

—Bueno, al fin y al cabo, él es inglés. La Coupole le parece grandioso. Dice que esa
brasserie
le hace sentirse siempre muy… alegre, porque está siempre muy animada.

—Aja. —Y eso fue todo lo que mademoiselle Bredin dijo al respecto.

—Además, es un verdadero fan del
fabuleux curry d'agneau des ludes
—añadí, y me pareció que resultaba muy convincente.

—¿El famoso cordero al curry indio? —repitió mademoiselle Bredin—. No lo he probado nunca. ¿Es realmente tan bueno?

—Ni idea —contesté—. Seguro que usted, como cocinera, podrá valorarlo mejor que nadie. En cualquier caso, Miller quedó absolutamente entusiasmado la última vez. A cada bocado decía «
delicious, absolutely delicious
». Aunque en realidad los ingleses no son muy exquisitos con la comida…
Fish and chips
, ya sabe… Creo que les parece increíble que alguien añada curry y coco rallado a la comida, ja, ja, ja. —Me habría gustado que Adam Goldberg hubiera podido oírme en ese momento.

Aurélie Bredin no se rio.

—Creía que Robert Miller adoraba la cocina
francesa
. —Era evidente que se sentía herida en su orgullo como cocinera.

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