—
It's now or never
—se limitó a replicar Adam—. ¡Deberías alegrarte de que funcione!
—Me alegro como un loco —dije yo—. ¡Qué bien que no sea mañana!
—¿Cuál es el problema?
Le Figaro
ya está preparado, según tengo entendido. Y con respecto a la lectura en público, probablemente sea mejor que tenga lugar en un sitio pequeño. ¿O preferirías una lectura en la Fnac?
—¡No, claro que no! —respondí. Cuanto menos forzáramos la situación, mejor. Todo el asunto debía resultar lo menos espectacular posible. ¡Faltaban dos semanas! Me entró calor. Apagué el cigarrillo con dedos temblorosos—. ¡Tío, me encuentro fatal!
—¿Y eso? Todo marcha bien —replicó Adam—. A lo mejor es que no has desayunado como deberías. —Me mordí el puño—. Tostadas, huevos y beicon: con eso tienes energía para todo el día —me aleccionó mi amigo inglés—. El desayuno que hacéis vosotros… ¡eso es para debiluchos! Galletas y un cruasán. ¡Nadie puede vivir con eso!
—No entremos ahora en detalles, ¿vale? —repliqué—. Si no, tendré que hablar yo también de la cocina inglesa.
No era la primera vez que discutía con Adam acerca de las ventajas e inconvenientes de nuestra cultura culinaria.
—¡No, no, por favor! —Pude ver cómo Adam sonreía—. Prefiero que me digas que la fecha está bien antes de que mi hermano se arrepienta.
Cogí aire con fuerza.
—
Bon
. Hablaré ahora mismo con nuestro departamento de prensa. Por favor, ocúpate de que tu hermano conozca al menos a grandes rasgos el argumento de la novela antes de venir.
—Lo haré.
—¿Es tartamudo?
—¿Estás loco? ¿Por qué iba a ser tartamudo? Habla perfectamente y tiene una dentadura preciosa.
—Eso me tranquiliza. Y, Adam, otra cosa…
—¿Sí?
—Sería bueno que tu hermano tratase todo este asunto con la máxima discreción. No debe contar a nadie por qué viaja contigo a París. Ni a sus viejos amigos del club, ni a sus vecinos y, preferiblemente, tampoco a su mujer. Una historia así corre entre la gente más deprisa de lo que uno piensa y el mundo es muy pequeño.
—No te preocupes, Andy. Los ingleses somos
muy discretos
.
Frente a todos mis temores, Michelle Auteuil se alegró mucho cuando oyó que Robert Miller quería venir pronto a París.
—¿Cómo lo ha conseguido tan deprisa, monsieur Chabanais? —exclamó sorprendida, e interpretó un verdadero trémolo con su bolígrafo—. ¡El autor no parece tan complicado como usted siempre dice! Hablaré ahora mismo con
Le Figaro
. He contactado también con dos pequeñas librerías. —Cogió su tarjetero y rebuscó entre las tarjetas—. Es estupendo que todo haya salido bien y… ¿quién sabe? —Me sonrió, y sus pendientes negros en forma de corazón se movieron alegres en torno a su esbelto cuello—. A lo mejor podemos hacer en primavera un viaje promocional a Inglaterra… ¡una visita al
cottage
de Robert Miller! ¿Qué le parece?
Se me encogió el estómago.
—Magnífico —dije, y creí saber cómo se siente un agente doble. Decidí que el bueno de Robert Miller debía morir en cuanto hubiera terminado su visita a París.
Con el viejo Corvette por un terraplén sin quitamiedos. Desnucado. Qué tragedia, al fin y al cabo no era tan mayor. Sólo había sobrevivido el perro. Y, por fortuna, no podía hablar. Ni escribir. Como fiel consejero y bondadoso editor de Miller que yo era, tal vez debiera hacerme cargo del pequeño
Rocky
.
Tras la blanca frente de Michelle Auteuil se veía su cerebro trabajando.
—¿Sigue escribiendo? —preguntó.
—Oh, creo que sí —me apresuré a contestar—. Aunque cada vez se toma más tiempo… y no sólo debido a su entretenido
hobby
. Ya sabe, siempre está trabajando en sus coches antiguos. —Hice que pensaba—. Creo que para su primera novela necesitó… siete años. Sí. Casi como John Irving. Aunque peor.
Reí satisfecho y dejé a madame Auteuil confusa en su despacho. Me encantaba la idea de matar a Miller. Sería mi salvación.
Pero antes de morir, el
gentleman
inglés debía hacerme un pequeño favor.
* * *
El email de Aurélie Bredin me llegó a las 17.13. Hasta entonces no había fumado ningún cigarrillo… todavía. Curiosamente, casi sentí mala conciencia al abrir el mensaje. Al fin y al cabo, había leído la carta que con tanta confianza ella le había escrito a Robert Miller. Llevaba su foto en mi cartera sin que ella lo supiera.
Todo aquello no estaba bien. Pero tampoco estaba tan mal. Pues ¿quién si no yo iba a abrir el correo dirigido al escritor?
El encabezamiento del mensaje ya me hizo sentir intranquilo.
Asunto: ¡¡¡Preguntas sobre Robert Miller!!!
Solté un suspiro. Tres admiraciones no presagiaban nada bueno. Sin conocer el resto del email tuve la desagradable sensación de que no iba a poder responder a las preguntas de mademoiselle Bredin de forma satisfactoria.
Estimado monsieur Chabanais:
Hoy es lunes y han pasado ya algunos días desde nuestro encuentro en su editorial. Espero que entretanto haya enviado ya mi carta a Robert Miller y, aunque usted no me diera muchas esperanzas, confío en recibir pronto una respuesta. Es probable que una de sus tareas consista en proteger a su autor de los admiradores insistentes, pero ¿no cree que se toma su labor demasiado en serio? En cualquier caso, le agradezco su amabilidad y tengo hoy un par de preguntas que seguro que usted puede contestar.
1. ¿Tiene Robert Miller algo así como una página de internet? Por desgracia, no he podido encontrar nada en la red.
2. También he buscado la edición original inglesa y, curiosamente, no he podido encontrar nada. ¿En qué editorial apareció la novela de Miller en Inglaterra? ¿Y cuál es el título en inglés? Cuando se introduce el nombre de Robert Miller en Amazon.uk sólo hay una entrada de la edición francesa. Pero el libro es una traducción del inglés, ¿no? En él aparece al menos el nombre del traductor.
3. En nuestra primera conversación telefónica usted mencionó que era posible que el autor viniera pronto a París para hacer una lectura en público. Me gustaría mucho asistir. ¿Se ha fijado ya alguna fecha? Si es posible, quisiera reservar dos asientos.
Con la esperanza de no haber abusado de su amabilidad y de su tiempo, espero su pronta respuesta.
Saludos cordiales,
Aurélie Bredin
Cogí el tabaco y me dejé caer pesadamente en la silla.
Mon Dieu
, Aurélie Bredin quería saber demasiado. ¡Maldita sea, qué obstinada era! Tenía que detener sus investigaciones como fuera. Los dos últimos puntos especialmente me daban dolor de tripa.
¡Prefería no imaginar lo que podría ocurrir si la entusiasmada mademoiselle Bredin se encontraba con un Robert Miller, más conocido como Samuel Goldberg, al margen de todo e iniciaba una conversación personal con él!
Pero la probabilidad de que la bella cocinera tuviera conocimiento de la lectura programada era mínima. Yo, al menos, no se lo iba a contar. Y como la entrevista en
Le Figaro
aparecería como pronto al día siguiente, tampoco había ningún peligro por esa parte. Entonces todo habría pasado y ya se me ocurriría algo si ella descubría el artículo o se enteraba de que había habido una lectura en público.
(El hecho de que mademoiselle Bredin quisiera reservar
dos
asientos me había llamado la atención de forma desagradable. ¿Por qué necesitaba dos invitaciones? Era imposible que tuviera ya un nuevo admirador si acababa de sufrir su peor fracaso sentimental. Si hacía falta, yo podría consolarla).
Encendí otro cigarrillo y seguí pensando.
El punto dos, la pregunta sobre la versión original, era más problemático, ya que
no existía
ninguna versión en inglés y menos aún una editorial inglesa. Tendría que pensar una respuesta que resultara satisfactoria y que no llevara a mademoiselle Bredin a buscar al (inexistente) traductor. Tampoco iba a encontrar en internet nada sobre este tipo. Pero ¿qué pasaría si llamaba a la editorial y levantaba la liebre? Sería mejor que añadiera enseguida al traductor a mi lista de muertos. No había que infravalorar la energía de esa delicada mujer. Con lo decidida que estaba, seguro que al final llegaría hasta el mismísimo monsieur Monsignac.
Imprimí el email para llevármelo a casa. Allí podría pensar tranquilamente en lo que se podía hacer.
El papel salió de la impresora con un sonido apagado, me incliné hacia delante y lo cogí. Ya tenía dos cartas de Aurélie Bredin. Aunque ésta no era demasiado agradable.
Repasé otra vez las líneas impresas e intenté encontrar alguna palabra amable para André Chabanais. No hallé ninguna. Esa joven podía tener la lengua muy afilada. Se podía leer claramente entre líneas lo que pensaba del editor con el que había hablado una semana antes en los pasillos de la editorial: ¡nada! Era evidente que no había causado una gran impresión en Aurélie Bredin.
Aunque habría esperado un poco más de agradecimiento. Sobre todo si se tenía en cuenta que en realidad habíamos sido mi libro y yo los que la habíamos hecho feliz cuando más hundida estaba. Había sido
mi
humor el que la había hecho reír. Habían sido
mis
ideas las que la habían cautivado.
Sí, tengo que admitir que me dolió un poco que me despachara con unas pocas palabras, que tampoco eran muy amables, y unos «saludos cordiales» mientras mi alter ego era cortejado con elegancia y despedido con «mis más cordiales saludos».
Enfadado, di una calada al cigarrillo. Había llegado el momento de iniciar la fase dos y dirigir la admiración de mademoiselle Bredin hacia la persona adecuada.
Era evidente que mi aparición en el pasillo no había sido precisamente como para dar alas a la fantasía de una mujer. Había guardado silencio, había tartamudeado, la había mirado fijamente. Y antes, al teléfono, me había mostrado impaciente. Sí,
grosero
. No era de extrañar que la chica de los ojos verdes no se dignara mirarme.
De acuerdo, yo no era un tipo tan encantador como ese dentista de la foto del libro. Pero tampoco estoy tan mal. Soy alto, elegante y, a pesar de que en los últimos años no he hecho mucho deporte, mi cuerpo está bien entrenado. Tengo los ojos marrón oscuro, el pelo castaño, la nariz recta y las orejas pegadas a la cabeza. Y la discreta barba que llevo desde hace un par de años no le ha gustado nunca a
maman
. Al resto de las mujeres les parece muy «masculina». Al fin y al cabo, mademoiselle Mirabeau me había comparado recientemente con el editor de la película
La casa Rusia
.
Pasé el dedo con delicadeza por la pequeña estatua de bronce de Dafne que decoraba mi mesa. Lo que necesitaba, y lo necesitaba enseguida, era una oportunidad para mostrar a Aurélie Bredin mi cara más dulce.
Dos horas más tarde estaba yo en mi casa dando vueltas a la mesa del cuarto de estar, en la que reposaban en pacífica armonía una carta escrita a mano y un email impreso. En el exterior un viento desapacible barría las calles y había empezado a llover. Miré afuera: una señora mayor se peleaba con su paraguas, que amenazaba con darse la vuelta, y dos enamorados se cogieron de la mano y echaron a correr para refugiarse en un café.
Encendí las dos lámparas que había a derecha e izquierda del aparador, debajo de la ventana, y puse el CD de
Paris Combo
. Sonó la primera canción. Unos rítmicos acordes de guitarra y una suave voz de mujer inundaron la habitación.
«
On n'a pas besoin, non non non non, de chercher si loin… On trouve ce qu'on veut à côte d'chez soi…
», entonó la cantante, y yo escuché sus dulces palabras como si fueran una revelación. No siempre había que buscar lejos, a veces se encuentra muy cerca lo que se está buscando.
De pronto supe lo que tenía que hacer. Escribiría dos cartas. Una como André Chabanais. Otra como Robert Miller. Aurélie Bredin recibiría esa misma tarde en su correo el email de respuesta del editor. Y la carta de Robert Miller se la echaría yo personalmente en su buzón el miércoles, pues por desgracia el despistado autor había tirado el sobre con la dirección y me había enviado la contestación a mí para que se la entregara a ella.
Lanzaría dos anzuelos, y lo mejor de todo era que en ambos casos sería yo el pescador. Y si mi plan salía bien, el viernes por la noche mademoiselle Bredin se sentaría en La Coupole y pasaría una agradable velada con monsieur Chabanais.
Cogí mi portátil y lo abrí, luego escribí la dirección de correo electrónico de Aurélie Bredin y dejé los formalismos a un lado.
Asunto: ¡¡¡Respuestas sobre Robert Miller!!!
Cher
mademoiselle Bredin:
Dado que ya nos conocemos un poco, me gustaría renunciar al «Muy estimada mademoiselle Bredin», y espero que a usted no le parezca mal.
En cuanto a su pregunta más importante, si bien no ha sido formulada directamente: naturalmente que le he enviado su carta a Robert Miller, incluso la he mandado como «urgente» para que su paciencia no se agote demasiado. ¡No piense tan mal de mí! No puedo reprocharle que me considere un tipo raro. El día que apareció usted tan de repente en la editorial pasaron cosas poco agradables, y lamento que tuviera la impresión de que yo trato de evitar de algún modo que usted contacte con Robert Miller. Es un autor magnífico y yo le aprecio mucho, pero también es un hombre bastante testarudo que vive apartado del mundo. No estoy muy seguro de que conteste a su carta, pero le deseo a usted que lo haga. Una carta tan bonita no puede quedar sin respuesta.
Borré esta última frase rápidamente. Yo no podía saber si la carta era bonita o no. Al fin y al cabo, me había limitado a enviársela a Robert Miller. Debía tener mucho cuidado para no ponerme en evidencia. En vez de eso escribí:
Si yo fuera el autor le contestaría a usted inmediatamente, pero eso no va a servirle de nada. Es una lástima que monsieur Miller no pueda ver lo guapa que es la lectora que le escribe. ¡Debería haberle enviado una foto suya!
No pude evitar incluir esa pequeña indirecta.
En cuanto al resto de sus preguntas:
1. Por desgracia, Robert Miller no tiene página web. Es, como ya le he mencionado, un hombre muy reservado y no quiere dejar huella en internet. Hasta tuvimos dificultades para conseguir una foto suya para el libro. A diferencia de la mayoría de los autores, no le gusta que le reconozcan por la calle. No hay nada que odie más que alguien se pare de pronto delante de él y diga: «¿No es usted Robert Miller?».
2. En realidad, no existe edición inglesa de la novela. Por qué es así, es una larga historia con la que no quiero aburrirla en este momento. Sólo le diré que el agente que representa a Robert Miller, también un inglés al que conozco bien, llegó directamente con el manuscrito a nuestra editorial y nosotros lo tradujimos. Hasta el momento no se ha publicado una versión en inglés. Puede ser que la novela no sea demasiado adecuada para el público inglés o que el mercado inglés demandara otros temas en ese momento.
3. En la actualidad no está claro si monsieur Miller va a estar disponible para la prensa próximamente, de momento parece que no.