Noté cómo todo empezaba a dar vueltas a mi alrededor. En aquel entonces estaba permitido fumar y a las tres de la madrugada el Jimmy's Bar era una agobiante amalgama de humo, voces y alcohol.
—Pero ¿por qué tiene que ser un nombre inglés? Eso me va a complicar mucho las cosas —dije a Adam con la lengua pesada.
—¡Ay, Andy, venga! ¡Eso
es
lo bueno! Un parisino que escribe sobre París… no le interesa a nadie. No, no, tiene que ser un autor auténticamente inglés que se adapte a todos los clichés. Humor británico, un
hobby
extravagante, a ser posible un tipo con muy buena pinta y un perro pequeño. ¡Ya lo estoy viendo! —Y asintió—: Robert Miller es perfecto, créeme.
—Muy astuto —dije, impresionado, y me comí un puñado de almendras saladas.
Adam dejó caer la ceniza de su cigarrillo y se reclinó en su asiento de cuero poniéndose cómodo.
—
It's not clever… it's brilliant!
—dijo, como su personaje favorito, King Rollo, solía decir cada diez minutos en la película de dibujos animados del mismo nombre.
El resto era historia. Escribí el libro, que me resultó más fácil de lo que había imaginado. Adam se ocupó de los contratos y de la foto del autor: utilizó la imagen de su hermano, dos años mayor que él, un ingenuo dentista de Devonshire que en toda su vida había leído un máximo de cinco libros y que había sido informado más o menos —en realidad, más menos que más— de que era el autor de una novela. «
How very funny
» era, según Adam, todo lo que había dicho al respecto.
Puse en duda que ese tranquilo hombre encontrara tan divertido venir a París para hablar de su libro ante los periodistas y hacer una lectura en público. ¿Conocía realmente la ciudad que, según se decía en el libro, «adoraba»? ¿O nunca había salido de su aletargado Devonshire? ¿Era capaz de hablar y leer en público? A lo mejor tenía un defecto de dicción o no estaba dispuesto a participar en ese numerito del hombre de paja. Entonces me di cuenta de que en realidad no sabía nada acerca del hermano de Adam, aparte de que era libra (y por ello, según Adam, un ejemplo de equilibrio y serenidad) y un dentista de pura sangre (fuera lo que fuese lo que eso significaba). Ni siquiera sabía su nombre. No, claro que lo sabía. Robert Miller.
—¡Maldita sea! —Solté una risa desesperada y maldije la tarde en que se había puesto en marcha ese descabellado plan—.
It's not clever… it's brilliant!
—dije imitando a mi amigo.
Sí, ésa había sido realmente la idea, inspirada por el alcohol, más brillante que el astuto Adam había tenido jamás y ahora todo amenazaba con irse a pique y yo iba a tener serios problemas.
—¿Qué hago?, ¿qué hago? —murmuré, y me quedé mirando como hipnotizado el salvapantallas, que ya se había activado y mostraba diversas imágenes de playas de ensueño en el Caribe. ¡Lo que habría dado por estar bien lejos de allí, echado en una de esas tumbonas blancas debajo de las palmeras, con un mojito en la mano, sin otra cosa que hacer que pasarme horas y horas mirando el cielo azul!
Alguien llamó a la puerta con suavidad.
—¿Qué pasa ahora? —grité con brusquedad, y me puse de pie.
Mademoiselle Mirabeau entró indecisa en el despacho. Llevaba un gran montón de folios impresos y me miró como si yo fuera un ogro que se comía a las niñas rubias en el desayuno.
—Disculpe, monsieur Chabanais, no quería molestarle.
¡Cielos, tenía que dominarme!
—¡No, no, no molesta… entre! —Lo intenté con una sonrisa—. ¿Qué ocurre?
Se acercó y dejó el montón de papeles encima del escritorio.
—Ésta es la traducción italiana que me dio la semana pasada para que la leyera. Ya la he terminado.
—Bien, bien, la veré luego. —Cogí el montón y lo dejé a un lado.
—Es una traducción muy buena. Apenas he tenido que tocarla.
Mademoiselle Mirabeau juntó las manos en la espalda y se quedó quieta, como si hubiera echado raíces en el suelo.
—Me alegra oírlo —dije—. A veces se tiene suerte.
—He intentado escribir también los textos de las solapas. Están encima.
—Estupendo, mademoiselle Mirabeau. Gracias. Muchas gracias.
Un sutil tono rosa cubrió su delicado rostro en forma de corazón. Luego dijo de improviso:
—Lamento que esté de tan mal humor, monsieur Chabanais.
¡Santo cielo, sí que era encantadora! Carraspeé.
—Bueno, no es para tanto… —contesté con la esperanza de que sonara como si lo tuviera todo bajo control.
—No parece que tenga las cosas fáciles con ese tal Miller. ¡Pero seguro que consigue convencerle! —Me lanzó una sonrisa de ánimo y se dirigió hacia la puerta.
—¡Seguro! —respondí, y por un dichoso momento olvidé que el problema no era Robert Miller, sino el hecho de que no existía.
Ocurrió como me lo esperaba. En el momento en que quité el papel a mi
baguette
de jamón y le di un enérgico mordisco, sonó el teléfono. Cogí rápidamente el auricular e intenté dejar en un lado de la boca el trozo de pan aún sin masticar.
—Hmm… ¿sí?
—Le llama una mujer. Dice que se trata de Robert Miller… ¿debo pasársela o no? —Era madame Petit, que sin ninguna duda seguía mosqueada.
—Sí, sí, claro —contesté, intentando tragar como fuera el trozo de
baguette
—. Es la ayudante de Goldberg, ¡pásemela, pásemela! —A veces madame Petit no sabía sumar dos más dos.
Sonó un ruido en el teléfono y luego una voz femenina que preguntaba casi sin aliento.
—¿Hablo con monsieur Chabanais?
—Al aparato —contesté, liberado ya del último resto de
baguette
. Las ayudantes de Adam tenían siempre unas voces muy agradables, pensé—. ¡Qué bien que me llame tan pronto, tengo que hablar urgentemente con Adam! ¿Dónde se ha metido?
La larga pausa al otro lado de la línea me irritó. De pronto sentí un escalofrío y me acordé de la horrible historia del otoño anterior, cuando un agente americano que iba a la Feria del Libro sufrió un derrame cerebral y se cayó por las escaleras.
—Porque Adam está bien, ¿no?
—Eh… pues… Lo siento, pero no tengo nada que decir sobre eso. —La voz sonaba algo confusa—. En realidad, mi llamada está relacionada con Robert Miller.
Era evidente que había leído el email que le había enviado a Adam. Adam y yo habíamos acordado no contar
a nadie
nuestro pequeño secreto y confiaba en que hubiera mantenido su promesa.
—Pues por eso tengo que hablar urgentemente con Adam —dije con cierta prevención—. Robert Miller debe venir a París, como probablemente sepa usted ya.
—¡Ah! —exclamó la voz muy contenta—. ¡Eso es fantástico! No, no lo sabía. Dice usted… ¿ha recibido mi carta? Espero que no le haya importado que se la haya enviado de ese modo. ¿Sería tan amable de hacérsela llegar a Robert Miller? Es sumamente importante para mí, ¿sabe?
Me sentí como Alicia en el País de las Maravillas cuando se encuentra con el Conejo Blanco.
—¿Qué carta? ¡No he recibido ninguna carta! —exclamé desconcertado—. Dígame: usted llama de la agencia Goldberg International, ¿no?
—¡Oh, no! Soy Aurélie Bredin. No llamo de ninguna agencia. Me temo que le han pasado mal la llamada. Me gustaría hablar con el responsable de las obras de Robert Miller —dijo la voz con tono amable.
—Al aparato. —Tuve la sensación de que la conversación empezaba a repetirse. No conocía a ninguna Aurélie Bredin—. Bien, madame Bredin, ¿qué puedo hacer por usted?
—Ayer por la tarde le dejé una carta para Robert Miller, y quería asegurarme de que había llegado a sus manos y de que usted se la entregará.
¡Por fin caí en la cuenta! Esa gente de la prensa era muy, pero que muy rápida.
—¡Ah, ya sé! Es usted la mujer de
Le Figaro
, ¿no? —Me reí sin ganas.
—No, monsieur.
—Ya, pero… entonces… ¿quién es usted?
La voz suspiró.
—Aurélie Bredin, se lo acabo de decir.
—¿Y qué más?
—La carta —repitió la voz impaciente—. Me gustaría que le entregara mi carta a monsieur Miller.
—¿De qué carta está hablando? No he recibido ninguna carta.
—No puede ser. Ayer la llevé yo personalmente. Un sobre blanco. Dirigida al escritor Robert Miller.
¡Tiene
que haber recibido esa carta! —La voz no se rendía, pero yo estaba empezando a perder la paciencia.
—Escúcheme, señora, si le digo que no tengo ninguna carta, debe creerme. A lo mejor llega todavía, en ese caso se la entregaremos. ¿Quedamos en eso?
Mi propuesta no pareció causarle gran entusiasmo.
—¿Sería posible que me dieran la dirección de Robert Miller? O a lo mejor tiene una dirección de correo electrónico en la que se le pueda localizar…
—Lo siento, pero no damos las direcciones de los autores. Tienen derecho a la privacidad. —¡Santo cielo! ¿Qué se habría imaginado esa mujer?
—¿Y no podría hacer una excepción? Es realmente importante.
—¿Qué quiere decir con «importante»? ¿Qué relación tiene usted con Robert Miller? —pregunté con desconfianza. Me resultaba sorprendente estar haciendo esa pregunta, pero la respuesta que vino a continuación me pareció aún más asombrosa.
—Bueno, si lo supiera realmente… ¿Sabe? He leído su libro… un libro muy bueno… y tiene cosas que… Sí, bueno… me gustaría hacerle un par de preguntas al autor… y darle las gracias… por haberme salvado la vida…
Me quedé mirando el auricular con incredulidad. Estaba claro que aquella señora no estaba bien de la cabeza. Probablemente era una de esas lectoras chifladas que persiguen sin piedad a un escritor y demuestran su desbordante entusiasmo escribiéndole cosas como «¡tengo que conocerte
sin falta
!», «¡piensas justo igual que yo!» o «¡quiero tener un hijo tuyo!».
Vale, tengo que admitir que hasta entonces no habían aparecido tales frases en las cartas dirigidas a Robert Miller —o sea, a mí—. Pero había recibido algunos escritos emocionados que yo
le había pasado
a él. En otras palabras: los había leído y, como una cierta vanidad me había impedido tirarlos, al final los había guardado en el último rincón del armario metálico de mi despacho.
—Bien —dije—. Me alegro mucho. Pero, a pesar de todo, no puedo darle la dirección de Miller. Tiene que entenderlo. No puede ser de otra manera.
—Pero usted ha dicho que no ha recibido mi carta. ¿Cómo va a hacérsela llegar? —preguntó la voz con una mezcla de rebeldía y desaliento.
Me habría gustado zarandear a la voz, pero las voces por teléfono tienen la peculiaridad de que no pueden ser zarandeadas.
—Madame… ¿cómo era su nombre?
—Bredin. Aurélie Bredin.
—Madame Bredin —dije, intentando mantener la calma—, en cuanto esa carta llegue a mi bandeja del correo se la entregaré a Robert Miller, ¿de acuerdo? A lo mejor no es hoy ni mañana, pero me ocuparé de ello. Y ahora lamento tener que interrumpir esta conversación. Debo hacer otras cosas que, al parecer, no son tan importantes como
su carta
, pero hay que hacerlas. Le deseo que tenga un buen día.
—¿Monsieur Chabanais? —exclamó la voz de pronto.
—Todavía al aparato —contesté de mal humor.
—¿Y qué hacemos si se ha perdido la carta? —La voz temblaba un poco.
Nervioso, me pasé la mano por el pelo. Ante mis ojos apareció una mujer mayor con el pelo revuelto y mucho tiempo libre que garabateaba línea por línea en el papel con sus dedos artríticos y se reía para sus adentros.
—Entonces, mi querida madame Bredin, le puede escribir una nueva carta.
Bonne journée
.
Por mí puede escribirle cien, pensé furioso mientras colgaba el teléfono. Nadie va a alcanzar jamás su objetivo.
Apenas había colgado el teléfono cuando se abrió la puerta de mi despacho y madame Petit asomó la cabeza.
—¡Monsieur Chabanais! —dijo con cierto tono de reproche—. ¡Monsieur Goldberg ha intentado dos veces hablar con usted y siempre está comunicando! Ahora le tengo a la espera, ¿puedo…?
—¡Sí! —grité—. ¡Por todos los cielos, sí!
Mi amigo Adam siempre hacía gala de una serenidad budista.
—¡Ya era hora! —le regañé cuando soltó su tranquilo «
Hi-Andy-how-is-it-going?
» por el auricular—. ¿Dónde te habías metido? No sabes la que se ha liado. ¡Yo aquí tirando del carro y tú no contestas en ninguno de tus malditos aparatos! ¿Cómo es que no han asaltado tu agencia? Me están volviendo loco con ese estúpido Miller. Señoras mayores medio locas que llaman para pedirme su dirección. Monsignac que quiere organizar una lectura en público.
Le Figaro
que quiere publicar un reportaje. ¿Y sabes lo que ocurrirá cuando el viejo se entere de que no existe ningún Miller? ¡Pues que tendré que recoger todas mis cosas y largarme!
En algún momento tenía que coger aire y Adam aprovechó la ocasión para decir también algo.
—
Calm down, my friend
—dijo—. Todo saldrá bien. Tranquilízate. ¿A cuál de tus preguntas debo responder primero?
Gruñí por el auricular.
—Bueno… he estado unos días en Nueva York y he visitado algunas editoriales, Carol me ha acompañado y Gretchen ha sufrido una intoxicación alimentaria, por eso no había nadie en la agencia. Mi familia ha aprovechado para ir a Brighton a ver a la abuela. Emma se llevó el móvil de casa, pero se dejó el cargador. Y mi móvil se ha vuelto loco, a lo mejor es que no había suficiente cobertura, en cualquier caso tus mensajes llegaban tan entrecortados que no entendía nada de lo que estaba pasando. La ley de Murphy todo un clásico…
—¿La ley de Murphy? —pregunté—. ¿Qué disculpa es ésa?
—No es una disculpa. Lo que puede salir mal, saldrá mal —dijo Adam—. Ésa es la ley de Murphy. ¡Pero no te asustes, Andy! En primer lugar,
no
vas a recoger todas tus cosas. Y en segundo lugar, vamos a salir de ésta.
—Querrás decir que vas a salir de ésta —repliqué—. Tienes que decirle a tu hermano el dentista guaperas que ya puede presentarse en París para hacer de Robert Miller durante un par de días. Al fin y al cabo, el asunto de la foto fue idea tuya. Yo no quería
ninguna
foto, ¿te acuerdas? Pero no tenías bastante con todos esos estúpidos detalles. Foto, perro,
cottage
, humor. —Guardé silencio durante un instante—. Vive con su pequeño perro
Rocky
en un
cottage
. ¡
Rocky
! —Fue como si vomitara el nombre—. ¿A quién se le ocurre llamar a su perro
Rocky
? ¡Es absurdo!