—Para un inglés es muy normal —afirmó Adam.
—¡Ah! ¡Vale!
Bon
. ¿Y qué tal tu hermano? Quiero decir… ¿le gustan las bromas? ¿Se expresa bien? ¿Crees que podrá actuar de forma convincente?
—Oh…
well
… creo que sí —dijo Adam, y noté un cierto titubeo en su voz.
—¿Qué? —insistí—. Ahora no me digas que tu hermano ha emigrado a Sudamérica.
—¡Oh, no! Mi hermano no subiría nunca a un avión. —Adam guardó silencio de nuevo, pero ya no parecía tan relajado como antes.
—Sí… ¿Y…? —seguí insistiendo.
—
Well
—dijo—. Sólo existe un pequeño problemilla…
Solté un suspiro y me pregunté si nuestro no-autor no habría abandonado este mundo.
—No sabe nada del libro —dijo Adam con toda tranquilidad.
—
¿Qué?
—grité, y en una novela habrían aparecido las letras en cuerpo ciento veinticinco—. ¿No le has
dicho
nada? Quiero decir… es una
broma
, ¿no? —Yo estaba descompuesto.
—No, no es broma —se limitó a responder Adam.
—Pero me contaste que había dicho que
how very funny. How very funny
… ¡Ésas fueron sus palabras!
—Bueno, para ser sincero… ésas fueron
mis
palabras —confesó Adam, compungido—. No había ningún motivo para contárselo todo. El libro no iba a salir en Inglaterra. Y aunque así fuera… mi hermano no lee cosas así. Lo máximo que lee son libros especializados sobre los avances en la técnica de los implantes.
—¡Dios mío, Adam! —dije yo—. ¡Qué valor tienes! ¿Y qué pasa con la foto? Quiero decir, ¡es su foto!
—¡Ah, bueno! Sam lleva ahora barba, nadie le reconocería en esa foto.
Adam se había calmado otra vez. Pero yo no.
—Vale, ¡genial!
How very funny!
—grité muy alterado—. ¿Y ahora? ¿Puede afeitarse la barba? Si es que está dispuesto a participar en todo este juego, ¡
después
de que tú no le hayas dicho ni una sola palabra! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
C'est incroyable!
¡Sí! ¡Se acabó!
Fini!
Será mejor que vaya recogiendo todo esto.
Mi mirada vagó por las estanterías llenas de papeles y los montones de manuscritos que todavía quería repasar. Por el enorme cartel de la última exposición de Bonnard en el Grand Palais, que mostraba un apacible paisaje del sur de Francia. Por la pequeña estatua de bronce que había sobre mi mesa, que me había traído una vez de Villa Borghese, en Roma, y que representaba el momento de la transformación de la bella Dafne, que huía de Apolo, en un árbol.
A lo mejor lo más fácil era que yo también me transformara en un árbol, pensé, no huyendo de un dios, sino de un furibundo Jean-Paul Monsignac.
—Usted tiene unos ojos perfectos —me había dicho cuando me contrató—. Una mirada franca, noble.
Eh bien!
Me gustan las personas que pueden mirarle a uno a los ojos.
Mi mirada siguió vagando melancólica por la pequeña y coqueta ventana de marco blanco y cristal doble, desde la que se podía ver la torre de la iglesia de Saint-Germain por encima de los tejados de las demás casas y un trozo de cielo azul en los días de primavera. Solté un profundo suspiro.
—¡Ahora no te eches atrás, André! —sonó la voz de Adam a lo lejos—. ¡Saldremos de ésta!
«Saldremos de ésta» era, sin duda, su lema. No el mío. Al menos en ese momento.
—Sam me debe un favor —prosiguió Adam sin hacer caso de mi mutismo—. Es un buen tipo y colaborará con nosotros si se lo pido, confía en ello. Esta noche le llamo y se lo cuento todo, ¿de acuerdo?
Enrollé el cable del teléfono en los dedos sin decir nada.
—¿Cuándo sería el viaje? —preguntó Adam.
—A comienzos de diciembre —murmuré, y observé mis dedos atrapados.
—¡Ah, entonces tenemos más de dos semanas! —exclamó Adam muy contento, y yo no pude hacer otra cosa que sorprenderme.
Para mí el tiempo era inexorable. Para él era un aliado.
—Te llamaré en cuanto haya hablado con mi hermano. No hay motivo para inquietarse —dijo quitándole hierro al asunto. Y luego mi amigo inglés puso fin a la conversación con una variante de su frase favorita—.
Don't worry
. Saldremos de ésta
sin problema
.
El resto de la tarde transcurrió sin incidencias. Intenté trabajar en el montón de papeles que había sobre mi mesa, aunque no conseguí concentrarme del todo.
En algún momento entró Gabrielle Mercier con gesto serio para hacerme saber que tras la lectura de la novela del heladero italiano (planteamiento - nudo - desenlace) monsieur Monsignac no tenía esperanzas de poder hacer de él un Donna Leon. «¿Un
heladero
escritor? Eso puede ser muy original, ¿no?», había dicho Monsignac con desprecio. «Si me pregunta, prosa mediocre. ¡Y ni siquiera es emocionante! ¡Qué descaro pedir tanto dinero por eso!
Ils sont fous, les Américains!
». Lo mismo pensaba madame Mercier, quien desde hacía unos veinticinco años compartía siempre la opinión del editor y con eso estaba claro que el manuscrito podía rechazarse.
Hacia las seis entró madame Petit con un par de cartas y contratos que había que firmar. Luego me deseó buenas tardes con gran amabilidad y se despidió con la advertencia de que el correo del día estaba en secretaría.
—Sí, sí —dije, y asentí con cordialidad.
En los días buenos madame Petit me llevaba el correo y lo dejaba personalmente sobre mi mesa. Generalmente me preguntaba también si quería un buen café («¿Qué le parecería un buen café, monsieur Chabanais?»). Cuando estaba enfadada conmigo —como hoy—, quedaba privado de ese doble privilegio. Madame Petit no era sólo una magnífica secretaria con unos pechos enormes para la media de París. También era una mujer con principios.
Por lo general, yo llegaba hacia las diez a la editorial y me quedaba hasta las siete y media. Las pausas de mediodía podían alargarse bastante, sobre todo cuando iba a comer con un autor; a veces nos daban las tres. «
Monsieur Chabanais est en rendez-vous
», decía entonces madame Petit con gran profesionalidad si alguien preguntaba por mí. A partir de las cinco reinaba por fin la tranquilidad en Éditions Opale, donde normalmente había un gran ajetreo, y era cuando se podía trabajar de verdad. El tiempo pasaba volando y, si tenía mucho que hacer, podía ocurrir que de pronto mirara el reloj y fueran ya las nueve. Decidí irme pronto. Había sido un día muy agitado.
Apagué la vieja calefacción que había debajo de la ventana, guardé el manuscrito de mademoiselle Mirabeau en mi vieja cartera, tiré de la cadenita metálica que colgaba de la lámpara verde oscuro de mi mesa y se apagó la luz.
—¡Basta por hoy! —murmuré y cerré la puerta del despacho a mis espaldas. Pero en el gran plan de la divina providencia no estaba previsto que terminara ya mi día.
—Disculpe —dijo la voz que aquella tarde había acabado con mis nervios—. ¿Podría decirme dónde puedo encontrar a monsieur Chabanais?
Estaba plantada ante mí como si hubiera surgido del suelo. Pero no era una anciana de ochenta años testaruda que me perseguía con sus supuestas cartas perdidas. La propietaria de «la voz» era una mujer joven y esbelta con un abrigo de lana marrón oscuro y botas de ante. Llevaba al cuello una bufanda de punto atada de modo informal. Su media melena se movió en el aire y brilló como el oro bajo la suave luz del pasillo cuando, vacilante, dio un paso hacia mí.
Sus ojos verde oscuro me miraron con gesto interrogante.
Era jueves por la tarde, un poco después de las seis, y yo tenía un
déjà-vu
que en un primer momento no pude situar muy bien.
Me quedé inmóvil, observando la figura de pelo rubio como si fuera una aparición.
—Busco a monsieur Chabanais —dijo de nuevo muy seria. Y luego sonrió. Fue como si un rayo de sol cruzara el pasillo—. ¿Sabe usted quizás dónde está?
¡Dios mío! Yo conocía esa sonrisa. La había visto un año y medio antes aproximadamente. Era esa sonrisa increíblemente cautivadora con la que empezaba la historia de mi novela.
Lo de las novelas es un asunto muy delicado. ¿De dónde sacan los autores las historias? ¿Están en su interior y hay luego determinadas circunstancias que hacen que salgan a la superficie? ¿Las atrapan los escritores en el aire? ¿Reflejan la vida de personas reales?
¿Qué es real? ¿Qué es inventado? ¿Qué ha existido y qué no ha existido nunca? ¿Influye la imaginación sobre la realidad? ¿O es la realidad la que influye sobre la imaginación?
El ilustrador y dibujante de cómics David Shrigley dijo en cierta ocasión: «Cuando la gente me pregunta de dónde saco las ideas les digo que no sé. Es una pregunta estúpida. Si supiera de dónde saco mis ideas ya no serían mis ideas. Serían las ideas de otro y yo se las habría robado. Las ideas no vienen de ninguna parte, aparecen de pronto en la cabeza. A lo mejor vienen de Dios o de poderes oscuros o de algo muy diferente».
Mi teoría es que se puede dividir en tres grandes grupos a las personas que escriben novelas y nos cuentan algo.
Unos escriben siempre sobre sí mismos… y algunos de ellos se cuentan entre los grandes de la literatura.
Otros tienen un talento envidiable para
inventar
historias. Van en el tren, miran por la ventanilla y, de pronto, tienen una idea.
Y luego están aquellos que, por así decirlo, son los impresionistas de los escritores. Su talento consiste en
encontrar
historias.
Van por el mundo con los ojos bien abiertos y captan situaciones, ambientes y pequeñas escenas como si cogieran cerezas de los árboles.
Un gesto, una sonrisa, el modo en que alguien se pasa la mano por el pelo o se ata los cordones de los zapatos. Instantáneas tras las que se esconden historias. Imágenes que se convierten en historias.
Ven a una pareja de enamorados pasear una tarde por el Bois de Boulogne y se preguntan hacia dónde les va a llevar la vida a cada uno de ellos. Se sientan en un café y observan a dos amigas que conversan animadamente. Ellas no saben todavía que pronto una va a traicionar a la otra con su novio. Se preguntan adonde se dirige la mujer de ojos tristes que viaja en el metro con la cabeza apoyada en el cristal.
Están en la cola del cine y oyen por casualidad una discusión increíblemente divertida entre la taquillera y una pareja de ancianos que pregunta si hacen descuento a los
estudiantes
. ¡No se puede inventar algo mejor! Ven la luz de la luna llena que extiende su reflejo plateado sobre el Sena y su corazón rebosa de palabras.
No sé si es muy osado por mi parte considerarme un escritor. ¡Al fin y al cabo he escrito una pequeña novela! Pero si lo hiciera, me incluiría sin duda en esta tercera categoría. Yo soy una de esas personas que
encuentran
las historias.
Y así, un día encontré a la protagonista de mi novela en un pequeño restaurante.
Me acuerdo perfectamente. Esa tarde de primavera vagaba yo solo por Saint-Germain, la gente ya estaba sentada en las terrazas de restaurantes y cafés, y me metí en una calle pequeña por la que no solía ir. Mi novia de entonces quería un collar como regalo de cumpleaños y me había hablado de una diminuta tienda de la diseñadora israelí Michal Negrin que se encontraba en la Rue Princesse. Encontré la tienda, salí de ella poco después con un paquete de envoltorio nostálgico y entonces —sin estar preparado— la vi a
ella
.
Estaba tras la ventana de un restaurante que tenía el tamaño de un cuarto de estar y hablaba con un cliente sentado a una pequeña mesa de madera con mantel de cuadros rojos y blancos dándome la espalda. La suave luz amarillenta hacía brillar su larga melena peinada con raya en medio, y fue ese pelo que flotaba en el aire con cada movimiento lo primero que me llamó la atención.
Me detuve y retuve cada detalle de esa joven: el sencillo vestido verde de delicada seda que llevaba con la naturalidad de una diosa romana de la primavera y cuyos tirantes dejaban sus hombros y brazos al aire; las manos de dedos largos que se movían con elegancia cuando hablaba.
Vi cómo se llevaba la mano al cuello y jugueteaba con una cadenita de diminutas perlas blancas que acababa en una gran piedra tallada de aspecto antiguo.
Y luego alzó la vista un instante y sonrió.
Fue esa sonrisa la que me cautivó y me llenó de alegría a pesar de que no iba dirigida a mí. Yo estaba ahí afuera, tras el cristal, como un mirón y sin atreverme a respirar… ¡tan perfecto me pareció ese momento!
Luego se abrió la puerta del restaurante, algunas personas salieron a la calle riendo, el instante había pasado, la bella muchacha se giró y desapareció, y yo seguí mi camino.
Yo nunca había comido, ni tampoco lo hice después, en ese pequeño y acogedor restaurante cuyo nombre me pareció tan poético que no pude por menos que situar el final de mi novela en él… en Le Temps des Cerises.
Mi novia recibió su flamante collar como regalo. Poco tiempo después me dejó.
Y lo que me quedó fue la sonrisa de una desconocida que me inspiró y avivó mi imaginación. La bauticé como Sophie y la llené de vida. Le encomendé la romántica historia que me había inventado.
Y ahora, de pronto, estaba delante de mí y yo me preguntaba muy seriamente si era posible que la protagonista de una novela fuera una persona de carne y hueso.
—¿Monsieur? —La voz había adoptado un tono desconfiado y yo regresé al pasillo de Éditions Opale, donde seguía estando ante la puerta de mi despacho ya cerrada.
—Disculpe, mademoiselle —dije, intentando dominar mi desconcierto—. Estaba distraído. ¿Qué me decía?
—Me gustaría hablar con monsieur Chabanais, si es posible —repitió.
—Bueno… está hablando con él —contesté, y su gesto de sorpresa me dejó claro que ella también se había hecho otra idea del hombre que pocas horas antes había sido tan grosero con ella por teléfono.
—¡Oh! —exclamó, y sus finas cejas oscuras se alzaron—. ¡Es
usted
! —Su sonrisa desapareció.
—Sí, soy yo —repetí con simpleza.
—Entonces hemos hablado esta tarde por teléfono —dijo—. Soy Aurélie Bredin, ¿se acuerda? La de la carta a su autor… monsieur Miller. —Sus ojos verde oscuro me miraron llenos de reproche.
—Sí, claro que me acuerdo. —Tenía unos ojos endemoniadamente bonitos.
—Seguro que le sorprende que me haya presentado aquí así sin más.