En París, de vez en cuando, llueve a cántaros y sopla el viento del norte tan fuerte que parece no haber resquicio donde refugiarse. Como cuando las borrascas llegan al corazón y no sabemos cómo ni dónde esperar a que escampe.
Para Aurélie las casualidades no existen. Una tarde, más triste que nunca, se refugia en una librería y en un libro. Arrebujada en sus páginas, Aurélie reencuentra la sonrisa que creía haber perdido para siempre. Y muchas cosas más.
Nicolas Barreau
La sonrisa de las mujeres
ePUB v1.2
Enylu19.03.12
Fecha de publicación: 10/01/2012
190 páginas
Idioma: Español
Traductor: Carmen Bas Álvarez
El año pasado, en noviembre, un libro me salvó la vida. Sé que suena inverosímil. Algunos considerarán exagerado, o incluso melodramático, que diga algo así. Pero eso fue justo lo que ocurrió.
No es que alguien me disparara al corazón y la bala se quedara milagrosamente incrustada en las páginas de una gruesa edición en cuero de los poemas de Baudelaire, como sucede en las películas. Tampoco tengo una vida tan excitante.
No, mi estúpido corazón había resultado herido antes. Un día que parecía ser como otro cualquiera.
Todavía lo recuerdo perfectamente. Los últimos clientes del restaurante —un grupo de americanos bastante ruidosos, una discreta pareja de japoneses y un par de franceses con ganas de discutir— llevaban mucho tiempo sentados, y los americanos habían degustado el
gâteau au chocolat
con muchos «aaahs» y «ooohs».
Una vez servidos los postres, Suzette me había preguntado, como siempre, si realmente la necesitaba todavía, y enseguida salió corriendo muy contenta. Y, también como siempre, Jacquie estaba de mal humor. Esta vez se quejaba de las costumbres culinarias de los turistas y ponía los ojos en blanco mientras lanzaba dentro del lavavajillas los platos bien rebañados.
—
Ah, les Américains!
No entienden
nada
de
cuisine
francesa,
rien du tout!
Siempre se comen la decoración… ¿Por qué tengo que cocinar para bárbaros? ¡Me gustaría tirarlo todo, me pone de mal humor!
Se quitó el delantal y me gruñó un
bonne nuit
antes de salir por la puerta, saltar encima de su vieja bicicleta y desaparecer en la fría noche. Jacquie es un cocinero magnífico y a mí me cae muy bien, a pesar de que siempre exhibe su mal humor como si fuera una olla de bullabesa. Ya era cocinero de Le Temps des Cerises cuando el pequeño restaurante con manteles de cuadros rojos y blancos, que está algo apartado del concurrido Boulevard Saint-Germain, en la Rue Princesse, pertenecía todavía a mi padre. Él adoraba la canción
El tiempo de las cerezas
, esa que es tan bonita y se acaba tan pronto, una canción optimista y algo melancólica que habla de amantes que se encuentran y luego se pierden otra vez. Y a pesar de que la izquierda francesa adoptó años más tarde esta vieja canción como himno no oficial, como un símbolo de ruptura y progreso, yo creo que el verdadero motivo por el que papá llamó así a su restaurante no estaba tan relacionado con la memoria de las comunas parisinas como con sus recuerdos personales.
Ése es el lugar en el que yo crecí, y cuando después del colegio me sentaba en la cocina con mis cuadernos, rodeada del tintineo de ollas y sartenes y de miles de tentadores aromas, podía estar segura de que Jacquie siempre tendría alguna pequeña delicia para mí.
Jacquie, que en realidad se llama Jacques Auguste Berton, procede de Normandía, donde la vista alcanza hasta el horizonte, donde el aire sabe a sal y el mar infinito, sobre el cual el viento y las nubes nunca dejan de jugar, no pone ningún obstáculo a la mirada. Más de una vez al día Jacquie me asegura que le encanta ver lejos,
¡lejos!
A veces París le resulta demasiado estrecho y ruidoso, y entonces ansia volver a la costa.
—Quien tiene en la nariz el olor de la Cote Fleurie, dime ¿cómo puede sentirse bien entre los humos de París?
Mueve el cuchillo carnicero en el aire y me mira con una chispa de reproche en sus grandes ojos marrones antes de apartarse de la frente, con un movimiento nervioso, el pelo oscuro que cada vez tiene —según compruebo con cierta ternura— más hilos plateados.
Han pasado ya unos cuantos años desde que este hombre robusto de grandes manos le enseñó a una niña de catorce años de largas y rubias trenzas cómo se preparaba la
crème brülée
perfecta. Fue el primer plato con el que impresioné a mis amigas.
Naturalmente, Jacquie no es un cocinero
cualquiera
. De joven trabajó en el famoso La Ferme Saint-Siméon, en Honfleur, la pequeña ciudad junto al Atlántico con esa luz tan especial, refugio de pintores y artistas.
—Aquello tenía más estilo, mi querida Aurélie.
Pero por mucho que Jacquie gruña, yo siempre sonrío, porque sé que nunca me dejará en la estacada. Y eso fue también así el último noviembre, cuando el cielo de París era blanco como la leche y la gente caminaba a toda prisa por las calles envuelta en gruesas bufandas de lana. Un noviembre que fue mucho más frío que los demás que yo había vivido en París. ¿O sólo me lo pareció a mí?
Pocas semanas antes había muerto mi padre. Simplemente así, sin previo aviso. Un día su corazón decidió dejar de latir. Jacquie se lo encontró al abrir el restaurante por la tarde.
Papá estaba tirado en el suelo, rodeado de las verduras frescas, las piernas de cordero, las ostras y las hierbas aromáticas que había comprado por la mañana en el mercado.
Me dejó su restaurante, la receta de su famoso
menu d'amour
, con el que supuestamente se había ganado muchos años antes el amor de mi madre (ella murió cuando yo era muy pequeña, de modo que nunca sabré si eso era verdad), y algunas frases inteligentes acerca de la vida. Tenía sesenta y ocho años, y a mí me pareció que era muy pronto. Pero las personas a las que se quiere siempre mueren demasiado pronto, ¿verdad?, independientemente de la edad que tengan.
—Los años no significan nada. Sólo importa lo que ocurre en ellos —dijo una vez mi padre mientras dejaba unas rosas en la tumba de mi madre.
Y cuando en otoño decidí seguir sus pasos, algo desanimada pero con decisión, tuve que reconocer que estaba bastante sola en este mundo.
Gracias a Dios, tenía a Claude. Trabajaba como escenógrafo en el teatro, y el gigantesco escritorio que tenía bajo la ventana en su pequeño estudio del barrio de la Bastille estaba siempre lleno de dibujos y pequeñas maquetas de cartón. A veces Claude desaparecía durante unos días cuando tenía un encargo importante. «La semana que viene no existo», decía entonces, y yo tenía que acostumbrarme a que no contestara el teléfono ni abriera la puerta por mucho que yo tocara el timbre. Poco tiempo después reaparecía como si no hubiera pasado nada. Como un arco iris en el cielo, imposible de tocar y extremadamente bello. Me besaba con ardor en la boca, me llamaba «mi pequeña», y el sol jugaba al escondite en sus rizos dorados.
Luego me cogía de la mano, me llevaba con él y me presentaba sus proyectos con ojos chispeantes.
No se podía decir nada.
A los pocos meses de conocer a Claude cometí el error de expresar mi opinión sin tapujos. Ladeé la cabeza e hice un comentario sobre lo que se podría mejorar. Claude me miró desconcertado, sus ojos azules parecían a punto de estallar, y con un solo y brusco movimiento de su mano dejó el escritorio vacío. Pinturas, lápices, hojas, vasos, pinceles y pequeños pedazos de cartón volaron por el aire como si fueran confeti, y la maqueta del escenario del
Sueño de una noche de verano
de Shakespeare, un minucioso trabajo de filigrana, se desintegró en miles de trozos.
A partir de entonces me abstuve de hacer cualquier observación crítica.
Claude era muy impulsivo, muy inestable en sus estados de ánimo, muy tierno y muy especial. Todo en él era «muy», no parecía existir nunca un término medio.
En aquel entonces llevábamos unos dos años juntos, y a mí no se me había ocurrido cuestionar mi relación con ese hombre complicado y sumamente caprichoso. Si se observa con detenimiento, todos tenemos nuestras complejidades, nuestras debilidades y nuestras excentricidades. Hay cosas que hacemos y cosas que nunca haríamos… o que sólo haríamos en determinadas circunstancias. Cosas ante las cuales los demás se ríen, sacuden la cabeza, se sorprenden.
Cosas singulares que sólo nos pertenecen a nosotros.
Yo, por ejemplo, colecciono reflexiones. En mi dormitorio hay una pared llena de papeles de colores con reflexiones que he recogido para que, en su fugacidad, no se pierdan. Reflexiones sobre conversaciones escuchadas sin querer en un café, sobre los rituales y por qué son tan importantes, reflexiones sobre los besos en el parque por la noche, sobre el corazón y las habitaciones de hotel, sobre las manos, los bancos del jardín, las fotos, sobre los secretos y cuándo se revelan, sobre la luz en los árboles y sobre el tiempo cuando se detiene.
Mis pequeñas notas se agarran al papel pintado como mariposas tropicales, momentos capturados que no tienen otra misión que permanecer a mi lado, y cuando abro el balcón y una suave corriente de aire barre la habitación, tiemblan un poco, como si quisieran echar a volar.
—¡¿Qué es
esto
?! —dijo Claude, con las cejas levantadas con incredulidad, cuando vio mi colección de mariposas por primera vez. Se paró delante de la pared y leyó algunas notas con atención—. ¿Vas a escribir un libro?
Yo me sonrojé y sacudí la cabeza.
—¡Por el amor de Dios, no! Lo hago… —Tuve que pensar un instante, pero no encontré ninguna explicación convincente—. Simplemente lo hago, ¿sabes? Sin ningún motivo. Igual que otras personas hacen fotos.
—¿Puede ser que estés un poquito chiflada,
ma petite
? —preguntó Claude, y luego metió la mano debajo de mi falda—. Pero no importa, no importa nada, yo también estoy un poco loco… —añadió rozándome el cuello con los labios, y a mí me entró mucho calor—. Por ti.
Pocos minutos más tarde estábamos en la cama, con el pelo deliciosamente revuelto. El sol entraba por las cortinas a medio echar y dibujaba pequeños círculos trémulos en el suelo de madera. Yo podría haber pegado una nueva nota en la pared:
Acerca del amor por la tarde
. No lo hice.
Claude tenía hambre y preparé unas tortillas para los dos, y él dijo que una chica que hacía unas tortillas así podía permitirse cualquier capricho. En este sentido tengo que decir algo más.
Cuando me siento infeliz o intranquila, voy y compro flores. Lógicamente, también me gustan las flores cuando estoy contenta, pero esos días, cuando todo sale mal, las flores son para mí el comienzo de un nuevo orden, algo que siempre es perfecto pase lo que pase.
Pongo un par de campanillas azules en un jarrón y me siento mejor. Planto flores en mi viejo balcón, que da a un patio, y enseguida tengo la satisfactoria sensación de haber hecho algo positivo. Me pierdo desenvolviendo las plantas del papel de periódico, sacándolas con cuidado de los tiestos de plástico y poniéndolas en las jardineras. Cuando meto los dedos en la tierra húmeda y escarbo en ella, todo se vuelve más sencillo, y combato mis penas con auténticas cascadas de rosas, hortensias y glicinias.