No me gustan los cambios en mi vida. Siempre sigo el mismo camino cuando voy al trabajo y tengo un banco concreto en las Tullerías al que considero en secreto
mi
banco.
Y jamás me volvería en una escalera a oscuras, pues tengo la vaga sensación de que a mi espalda acecha algo que me atrapará si miro hacia atrás.
Esto de la escalera no se lo he contado a nadie, ni siquiera a Claude. Creo que él tampoco me lo había contado todo.
Durante el día seguíamos cada uno nuestro camino. Yo no sabía muy bien lo que hacía Claude por las tardes, cuando yo trabajaba en el restaurante. A lo mejor tampoco quería saberlo. Pero, por la noche, cuando la soledad se cernía sobre París, cuando cerraban los últimos bares y algunos trasnochadores recorrían las calles tiritando, yo reposaba en sus brazos y me sentía segura.
Cuando aquella noche apagué las luces del restaurante y me dirigí a casa con una bolsa llena de
macarons
de frambuesa, no sabía todavía que mi casa iba a estar tan vacía como mi restaurante. Era, como ya he dicho, un día como otro cualquiera.
Sólo que Claude se había despedido de mi vida con tres frases.
Cuando me desperté a la mañana siguiente supe que algo no estaba en orden. Por desgracia, no soy una de esas personas que se espabilan al momento, así que sentí un malestar indefinido antes de que esa idea concreta se instalara en mi cabeza. Estaba tumbada entre suaves almohadas que olían a lavanda y desde el exterior llegaban apagados los ruidos del patio. Un niño llorando, la voz tranquilizadora de su madre, pasos que se alejaban lentamente, la puerta de la calle que se cerraba con un chirrido. Parpadeé y me giré. Medio dormida, estiré el brazo y busqué algo que ya no estaba allí.
—¿Claude? —murmuré.
Y entonces me acordé. ¡Claude me había abandonado!
Lo que la noche anterior me había parecido extrañamente irreal y tras varias copas de vino tinto había sido tan irreal que incluso podía haberse tratado de un sueño, con el amanecer de aquel día gris de noviembre se convirtió en algo indiscutible. Me quedé inmóvil y escuchando, pero la casa se mantuvo en silencio. No llegaba ningún ruido desde la cocina. Nadie que sacara del armario los grandes tazones azules y maldijera en voz baja porque la leche se había salido al hervir. Ningún olor a café que ahuyentara el cansancio. Ningún zumbido apagado de la maquinilla de afeitar. Ninguna palabra.
Giré la cabeza y miré la puerta del balcón. Los ligeros visillos blancos no estaban echados y una fría mañana se apretaba contra los cristales. Me envolví mejor en la manta y recordé cómo el día anterior había entrado en la casa fría y vacía con mis
macarons
y sin tener ni idea de nada.
La luz de la cocina estaba encendida y durante unos segundos contemplé sin comprender la solitaria escena que se ofrecía a mi vista bajo la lámpara de metal negro.
Había una carta escrita a mano sobre la vieja mesa de la cocina y, encima de ella, el frasco de la mermelada de melocotón que Claude había untado por la mañana en su cruasán. Un cuenco con fruta. Una vela a la mitad. Dos servilletas de tela dobladas de forma descuidada y metidas en sus servilleteros de plata.
Claude no me había escrito nunca, ni siquiera una nota. Tenía una relación patológica con su teléfono móvil y, si cambiaba de planes, me llamaba o me dejaba un mensaje en el buzón de voz.
—¿Claude? —grité, y esperé algún tipo de respuesta, pero ya entonces sentí la mano fría del miedo. Dejé caer los brazos, los
macarons
se escurrieron y cayeron al suelo a cámara lenta. Me noté un poco mareada. Me senté en una de las cuatro sillas de madera y me acerqué la hoja con incredulidad, como si eso pudiera cambiar algo.
Leí una y otra vez las pocas palabras que Claude había plasmado en el papel con su letra grande y torcida, y al final creí oír su voz ronca, muy cerca de mi oído, como un susurro en la noche:
Aurélie:
He conocido a la mujer de mi vida. Siento que haya ocurrido justo ahora, pero podía suceder en cualquier momento.
Cuídate mucho,
Claude
Al principio me quedé sentada sin moverme. Sólo mi corazón latía como loco. Eso es lo que se siente cuando a uno se le abre el suelo bajo los pies. Por la mañana Claude se había despedido de mí en el descansillo con un beso que me pareció muy tierno. No sabía que era un beso a traición. ¡Una mentira! ¡Qué penoso largarse de esa manera!
En un ataque de rabia e impotencia, arrugué el papel y lo lancé a un rincón. Segundos más tarde, sollozando, lo cogí y lo estiré. Me bebí una copa de vino tinto y luego otra más. Saqué el teléfono del bolso y llamé a Claude una y otra vez. Le dejé en el contestador súplicas desesperadas e insultos salvajes. Di vueltas por la casa, tomé otro trago para armarme de valor y grité en el auricular que, por favor, me llamara inmediatamente. Creo que probé unas veinticinco veces antes de darme cuenta, con la clarividencia que proporciona el alcohol, de que mis intentos iban a resultar inútiles. Claude estaba ya a años luz de distancia y mis palabras no llegaban hasta él.
* * *
Me dolía la cabeza. Me levanté y vagué por la casa como una sonámbula con mi corto camisón. En realidad, era la chaqueta demasiado grande del pijama de rayas azules y blancas de Claude, que no sé cómo conseguí ponerme la noche anterior.
La puerta del cuarto de baño estaba abierta. Eché un vistazo para cerciorarme. La maquinilla de afeitar había desaparecido, lo mismo que el cepillo de dientes y el frasco de Aramis.
En el cuarto de estar faltaba la manta de cachemir color burdeos que le había regalado a Claude en su cumpleaños y en la silla no colgaba, como era habitual, su jersey oscuro lanzado descuidadamente. El impermeable había desaparecido del armario que estaba a la izquierda de la puerta. Abrí el ropero que había en el pasillo. Un par de perchas vacías chocaron entre sí con un suave tintineo. Cogí aire con fuerza. Todo vacío. ¡Hasta en los calcetines del cajón de abajo había pensado Claude! Tenía que haber planeado su huida a conciencia y me pregunté cómo era posible que yo no me hubiera dado cuenta de nada. ¡De nada! De lo que tenía previsto. De que se había enamorado. De que cuando me besaba a mí estaba besando a otra mujer.
Mi cara pálida y llorosa se reflejó en el espejo de marco dorado que había sobre la cómoda de la entrada como si fuera una luna blanquecina rodeada de rizos rubios temblorosos. Mi pelo largo y peinado con raya en medio estaba revuelto como después de una noche de amor salvaje, sólo que no había habido abrazos apasionados ni juramentos susurrados al oído.
—Tienes el pelo de una princesa de cuento —me había dicho Claude—. Eres mi Titania.
Me reí con amargura, me acerqué al espejo y me examiné con la mirada inclemente de los desesperados. En mi estado y con esas oscuras sombras debajo de los ojos parecía la loca de Chaillot. Encima de mí, en la esquina derecha del espejo, estaba la foto en la que salíamos Claude y yo juntos y que tanto me gustaba. Fue una tibia tarde de verano durante un paseo por el Pont des Arts. Nos la hizo un corpulento africano que había desplegado sus bolsos sobre el puente para venderlos. Todavía recuerdo que tenía unas manos increíblemente grandes —entre sus dedos mi pequeña cámara parecía de juguete— y que tardó un buen rato en apretar el disparador.
En la foto estamos los dos riendo, con las cabezas muy juntas, ante un cielo azul que envuelve con delicadeza la silueta de París.
¿Mienten las fotos o dicen la verdad? El dolor le hace a uno filósofo.
Cogí la foto, la dejé sobre la madera oscura y me apoyé con las dos manos en la cómoda.
—
Que ça dure!
—nos había gritado el hombre negro de África, riendo, con su voz profunda y alargando la erre. «
Que ça dure!
». ¡Que dure!
Noté cómo los ojos se me volvían a llenar de lágrimas. Me resbalaron por las mejillas y cayeron como gruesas gotas de lluvia sobre Claude y sobre mí, sobre nuestra sonrisa y todas esas tonterías de París para enamorados, hasta que todo se hizo irreconocible.
Abrí el cajón y guardé la foto entre guantes y bufandas.
—¡Así! —dije. Y después otra vez—: ¡Así!
Luego cerré el cajón de golpe y pensé en lo fácil que resultaba desaparecer de la vida de otra persona. A Claude le habían bastado un par de horas. Y, al parecer, la chaqueta a rayas de un pijama olvidada sin querer debajo de mi almohada era lo único que me quedaba de él.
La felicidad y la desdicha están a veces muy cerca. Expresado de otra forma se podría decir que la felicidad da a veces curiosos rodeos.
Si Claude no me hubiera abandonado, ese frío y gris lunes de noviembre probablemente me habría reunido con Bernadette. No habría vagado por París sintiéndome la persona más sola del mundo, no me habría quedado tanto tiempo en el Pont Louis-Philippe al atardecer mirando el agua y sucumbiendo a la autocompasión, no habría huido de ese joven policía preocupado por mí, no me habría refugiado en la pequeña librería de la Île Saint-Louis y no habría encontrado nunca ese libro que transformaría mi vida en una aventura maravillosa. Pero vayamos por orden.
Fue muy poco considerado por parte de Claude abandonarme un domingo. Los lunes está cerrado Le Temps des Cerises. Es mi día libre y siempre hago algo agradable. Voy a una exposición. Paso horas en Le Bon Marché, mis almacenes favoritos. O quedo con Bernadette.
Bernadette es mi mejor amiga. Nos conocimos hace ocho años en el tren, cuando su hija pequeña, Marie, se abalanzó sobre mí y con gran energía derramó su chocolate sobre mi vestido de punto color crema. La mancha nunca salió del todo, pero al final de ese entretenido viaje de Aviñón a París y tras el intento común y no muy exitoso de limpiar el vestido con agua y pañuelos de papel en el bamboleante lavabo del tren, ya casi éramos amigas.
Bernadette es todo lo que yo no soy. Es difícil de impresionar, inquebrantable en su buen humor, muy hábil. Se toma las cosas con notable serenidad e intenta sacar lo mejor de ellas. Siempre endereza con un par de frases las cosas que yo considero complicadas y las hace fáciles.
—¡Por Dios, Aurélie! —dice entonces, y me mira divertida con sus ojos azul oscuro—. ¡Qué
ocurrencias
tienes siempre! Es todo tan
sencillo
…
Bernadette vive en la Île Saint-Louis y es profesora en la École Primaire, pero también podría ser asesora de personas con ideas complejas.
Cuando miro su rostro claro y hermoso pienso a menudo que es una de las pocas mujeres a las que les sienta realmente bien llevar el pelo recogido en un sencillo moño. Y cuando lleva su melena rubia suelta por encima del hombro, los hombres se vuelven a mirarla.
Tiene una risa sonora y contagiosa. Y siempre dice lo que piensa.
Ése era el motivo por el que yo no quería verla aquella mañana de lunes. Bernadette nunca había aguantado a Claude.
—Es un
friqui
—dijo ante una copa de vino después de que se lo presentara—. Conozco a esos tipos. Egocéntricos, no miran a los ojos.
—A
mí
sí me mira a los ojos —respondí con una sonrisa.
—Nunca serás feliz con alguien así —insistió ella.
A mí entonces eso me pareció un poco precipitado, pero mientras ahora echaba el café instantáneo en una taza de cristal y vertía el agua hirviendo encima, tuve que reconocer que Bernadette había tenido razón.
Le mandé un mensaje y con unas pocas palabras cancelé nuestra cita para comer. Luego me bebí el café, me puse abrigo, bufanda y guantes y salí a la fría mañana parisina.
A veces se sale para ir a algún sitio. Y a veces se sale sólo para andar y andar y seguir andando, hasta que la niebla se disipa, la desesperación disminuye o se acaba de meditar una idea.
Aquella mañana yo no tenía ninguna meta, mi mente estaba extrañamente vacía y notaba tal presión en el corazón que podía sentir su peso. Sin querer, apretaba mi mano contra el abrigo. Todavía no había mucha gente por la calle y los tacones de mis botas resonaban perdidos en el viejo adoquinado cuando me dirigí hacia el arco de piedra que conecta la Rue de L’Ancienne Comedie con el Boulevard Saint-Germain. ¡Estaba tan contenta cuando, cuatro años antes, encontré mi casa en esa calle! Me gusta este pequeño barrio lleno de vida que se extiende junto al gran bulevar hasta la orilla del Sena, con sus calles estrechas, sus puestos de verduras, ostras y flores, sus cafés y sus tiendas. Vivo en un tercer piso, en una vieja casa con gastadas escaleras de piedra y sin ascensor, y cuando miro por la ventana puedo ver el famoso Procope, el restaurante que lleva allí siglos y que se supone que fue el primer café de París. En él se reunían literatos y filósofos. Voltaire, Rousseau, Balzac, Victor Hugo y Anatole France. Grandes nombres cuya compañía espiritual provoca un agradable escalofrío a la mayoría de los clientes que se sientan en sus bancos de cuero rojo y comen bajo enormes lámparas de cristal.
—¡Tienes una suerte…! —había dicho Bernadette cuando le enseñé mi nuevo hogar y lo celebramos por la noche en el Procope con un
coq au vin
realmente delicioso—. Si piensas en todos los que se han sentado aquí… ¡y tú vives sólo a un par de pasos! ¡Genial!
Miró a su alrededor entusiasmada mientras yo pinchaba con el tenedor una tajada de pollo bañado en vino, la observaba ensimismada y pensaba por un momento si yo no sería quizás una frívola aficionada a la cultura.
Tengo que reconocer con total sinceridad que la idea de que en el Procope se pudiera tomar el primer helado de París me impresionaba más que los hombres barbudos que plasmaban sus sagaces ideas en papel, pero eso tal vez no lo hubiera entendido mi amiga.
La casa de Bernadette está llena de libros. Ocupan estanterías de metros de altura que cubren la pared hasta por encima de las puertas, están sobre la mesa del comedor, el escritorio, la mesa del cuarto de estar y las mesillas, e incluso en el cuarto de baño encontré, para mi sorpresa, un par de libros en una pequeña mesa junto al inodoro.
—No puedo imaginar una vida sin libros —dijo una vez Bernadette, y yo asentí un poco avergonzada.
En principio, yo también leo. Pero, por lo general, siempre se interpone algo. Y si puedo elegir, al final prefiero dar un largo paseo o preparar una tarta de melocotón, y el maravilloso olor de esa mezcla de harina, mantequilla, vainilla, huevos, fruta y nata que inunda la casa es lo que aviva mi imaginación y me hace soñar.