Probablemente se deba a la placa de metal decorada con un cucharón y dos rosas que todavía hoy cuelga en la cocina de Le Temps des Cerises.
Cuando aprendí a leer en el colegio y las distintas letras se unieron para formar un conjunto con sentido, me planté delante de ella con mi uniforme azul oscuro y descifré las palabras que había escritas: «Sólo un tipo de libros ha contribuido a aumentar la felicidad en nuestro mundo: los libros de cocina».
La frase es de Joseph Conrad, y debo reconocer que durante mucho tiempo pensé que ese hombre tenía que ser un famoso cocinero alemán. Por eso fue mayor mi sorpresa cuando más tarde encontré por casualidad su novela
El corazón de las tinieblas
, que compré con cariño pero que nunca leí.
En cualquier caso, el título sonaba tan melancólico como mi estado de ánimo aquel día. A lo mejor era el momento oportuno de coger el libro, pensé con amargura. Pero yo no leo cuando estoy triste; yo planto flores.
Eso fue al menos lo que pensé en ese momento, sin saber que esa misma noche hojearía con ansia las páginas de una novela que, por así decirlo, se cruzó en mi camino. ¿Casualidad? Todavía hoy pienso que no fue casualidad.
Saludé a Philippe, uno de los camareros del Procope, que me hacía señas muy amable a través del cristal, pasé sin inmutarme por delante del resplandeciente escaparate de la pequeña tienda de accesorios Harem y giré por el Boulevard Saint-Germain. Había empezado a llover, los coches pasaban a mi lado salpicando, y me envolví un poco más con la bufanda mientras avanzaba impertérrita por la calle.
¿Por qué las cosas horribles o deprimentes tienen que pasar siempre en noviembre? Noviembre era para mí el peor momento posible para estar triste. La selección de plantas que se pueden cultivar es muy limitada.
Le di una patada a una lata de refresco vacía, que rodó con gran estruendo por la acera y finalmente cayó a la calzada.
Un caillou bien rond qui coule, l'instant d'après, il est coulé…
Era como en esa canción increíblemente triste de Anne Sylvestre,
La chanson de toute seule
, la de las piedras que primero ruedan y un instante después se hunden en el Sena. Todos me habían abandonado. Papá estaba muerto, Claude había desaparecido y me encontraba más sola que nunca. Entonces sonó mi teléfono móvil.
—¿Sí? —dije, y estuve a punto de atragantarme. Noté cómo la adrenalina se disparaba por mi cuerpo ante la idea de que pudiera ser Claude.
—¿Qué pasa, tesoro? —Bernadette iba, como siempre, directa al grano.
Un taxista dio un frenazo a mi lado y empezó a tocar el claxon como un loco porque un ciclista no había respetado la preferencia de paso. Sonaba apocalíptico.
—Cielos, ¿qué es
eso
? —gritó Bernadette por el teléfono antes de que yo pudiera decir nada—. ¿Todo bien? ¿Dónde estás?
—En algún punto del Boulevard Saint-Germain —contesté con voz lastimera, y me paré un momento bajo el toldo de una tienda que tenía en el escaparate unos paraguas de colores con cabezas de pato en el mango.
La lluvia goteaba de mi pelo empapado y me ahogué en una gigantesca ola de autocompasión.
—¿En algún punto del Boulevard Saint-Germain? ¿Qué diablos haces en algún punto del Boulevard Saint-Germain? ¡Me has escrito que te había surgido algo!
—Claude se ha ido —dije, y solté un sollozo apagado por el teléfono.
—¿Qué quieres decir? ¿Se ha ido? —La voz de Bernadette adquirió, como siempre que se trataba de Claude, un cierto tono intolerante—. ¿Ese idiota ha desaparecido otra vez y no te llama?
Había cometido la tontería de contarle a Bernadette la tendencia de Claude al escapismo y a ella no le había parecido nada gracioso.
—Se ha ido para siempre —dije sollozando—. Me ha abandonado. ¡Soy tan desgraciada!
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Bernadette, y su voz fue como un abrazo—. ¡Ay Dios mío! Mi pobre, pobre Aurélie. ¿Qué ha pasado?
—Se… ha… de… otra… —seguí sollozando—. Ayer, cuando llegué a casa, habían desaparecido sus cosas y me había dejado una nota… una nota…
—¿Que no te lo ha dicho en persona? ¡Menudo gilipollas! —Bernadette me interrumpió y cogió aire, irritada—. Siempre te he dicho que Claude era un gilipollas. ¡Siempre, siempre! ¡Una nota! Es realmente lo último… No, ¡es lo último de lo último!
—Por favor, Bernadette…
—¿Qué? ¿Todavía defiendes a ese idiota?
Yo sacudí la cabeza en silencio.
—Ahora escúchame, querida —dijo Bernadette. Guiñé los ojos. Cuando Bernadette empezaba sus frases con «escúchame» era casi siempre el preludio de una declaración de principios que solían ser verdad, pero que yo no siempre podía soportar—. ¡Olvida a ese imbécil lo antes posible! Claro que ahora estás mal…
—Muy mal —sollocé.
—Vale,
muy
mal. Pero ese tipo era un impresentable y, en el fondo, tú lo sabes también. Ahora intenta tranquilizarte. Todo saldrá bien. Te prometo que pronto vas a conocer a un hombre encantador, a un hombre
realmente
encantador que sepa valorar a una mujer tan maravillosa como tú.
—¡Ay, Bernadette! —sollocé de nuevo. Para ella era muy fácil decirlo. Estaba casada con un hombre realmente encantador que aguantaba su obsesión por la verdad con una paciencia increíble.
—Escúchame —dijo de nuevo—. Vas a coger ahora mismo un taxi, te vas a ir a casa, y en cuanto yo termine con esto voy a verte. ¡No es tan grave! Te lo pido por favor. No hay motivos para hacer un drama.
Tragué saliva. Naturalmente, era muy amable por su parte que quisiera venir a verme para consolarme. Pero tenía la desagradable sensación de que la idea de consuelo que ella tenía era muy diferente a la mía. No sabía si tenía ganas de pasarme toda la tarde oyendo que Claude era el tipo más idiota de todos los tiempos. Al fin y al cabo, había estado con él hasta el día anterior y quería recibir un poco de compasión.
Y entonces Bernadette por fin lo soltó.
—Te voy a decir una cosa, Aurélie —dijo con su tono de maestra que no admitía discusión alguna—. Me alegro, sí, incluso me alegro mucho de que Claude te haya abandonado. ¡Una verdadera suerte, si me lo preguntas! Tú no habrías dado el paso. Sé que ahora no te gusta oír esto, pero a pesar de todo te lo voy a decir: ¡que ese imbécil haya desaparecido de tu vida es para mí un motivo de celebración!
—Pues me alegro por ti —respondí con más dureza de lo que quería, y noté que el reconocimiento subliminal de que mi amiga no andaba del todo desencaminada no me ponía terriblemente furiosa—. ¿Sabes una cosa, Bernadette? Celébralo tú sola y, en el caso de que tu euforia te lo permita, déjame estar triste al menos un par de días, ¿vale? ¡Déjame en paz!
Colgué, respiré profundamente y apagué el móvil.
Estupendo, ahora encima había discutido con Bernadette. La lluvia caía por el toldo hasta el asfalto. Me refugié en un rincón tiritando y pensé si no sería mejor que me fuera a casa. Pero me daba miedo la idea de volver a una casa vacía. Ni siquiera tenía un gato que me estuviera esperando y que se acurrucara contra mí mientras hundía mis dedos en su pelo.
—Mira, Claude, ¿no son encantadores? —había exclamado yo cuando madame Clément, la vecina, nos enseñó las crías de gato que se movían con torpeza dentro de una cesta.
Pero Claude tenía alergia a los gatos y tampoco le gustaba ningún otro animal.
—No me gustan los animales. Sólo los peces —dijo cuando hacía sólo unas semanas que nos conocíamos. En realidad, tenía que haberlo sabido entonces. La posibilidad de ser feliz con una persona a la que sólo le gustaban los peces era para mí, Aurélie Bredin, muy escasa.
Abrí con decisión la puerta de la pequeña tienda de paraguas y me compré uno de color azul cielo con lunares blancos y un mango en tono caramelo con forma de cabeza de pato.
Fue el paseo más largo de mi vida. Al cabo de un rato desaparecieron las tiendas de moda y los restaurantes que había a izquierda y derecha del bulevar y se convirtieron en tiendas de muebles y de instalaciones de cuartos de baño, y luego desaparecieron también éstas, y yo seguí mi solitario camino bajo la lluvia frente a las fachadas de piedra de las enormes casas color arena, que no ofrecían mucha distracción a la vista y proporcionaban una estoica tranquilidad a mis confusos pensamientos y sentimientos.
Al final del bulevar, que desemboca en el Quai d'Orsay, torcí a la derecha y crucé el Sena en dirección a la Place de la Concorde. El Obelisco se alzaba como un dedo índice en el centro de la plaza y me pareció que todo su esplendor egipcio no tenía nada que ver con los miles de pequeños coches que lo rodeaban apresuradamente.
Cuando se es desgraciado, o no se ve nada y el mundo carece de importancia, o se ven las cosas demasiado bien y
todo
adquiere de pronto un significado. Incluso algo tan banal como un semáforo que cambia de rojo a verde puede decidir si se va a la derecha o a la izquierda.
Y así paseaba yo pocos minutos más tarde por las Tullerías, una pequeña figura solitaria bajo un paraguas de lunares que se desplazaba despacio y con ligeros movimientos arriba y abajo por el parque vacío, abandonaba éste en dirección al Louvre, avanzaba a lo largo de la orilla derecha del Sena al atardecer, dejando atrás la Île de la Cité, Nôtre-Dame, las luces de la ciudad que se iban encendiendo poco a poco, hasta que por fin se detuvo en el pequeño Pont Louis-Philippe, que lleva a la Île Saint-Louis.
El color azul oscuro del cielo cubría París como un trozo de terciopelo. Era poco antes de las seis, la lluvia iba cesando lentamente, y me apoyé algo cansada en el pretil del viejo puente y me quedé mirando el Sena con aire pensativo. Las farolas se reflejaban temblando y brillando en el agua oscura… algo mágico y delicado como todo lo bello.
Había llegado hasta aquel tranquilo lugar después de ocho horas, miles de pasos y otros miles de ideas. Había necesitado todo ese tiempo para comprender que la profunda tristeza que pesaba como plomo en mi corazón no se debía sólo al hecho de que Claude me hubiera abandonado.
Yo tenía treinta y dos años y no era la primera vez que me sucedía algo parecido. Me había marchado, había sido abandonada, había conocido a hombres bastante más agradables que Claude,
el friqui
.
Creo que era esa sensación de que todo se acababa, de que todo cambiaba, de que las personas que me habían cogido de la mano ya no estaban, de que el suelo desaparecía bajo mis pies, de que entre el universo infinito y yo no había otra cosa que un paraguas azul cielo con pequeños lunares blancos.
Pero eso no mejoraba las cosas. Estaba allí sola, en un puente, los coches pasaban a mi lado, el pelo se me enredaba en la cara y agarraba el paraguas con la cabeza de pato como si también fuera a salir volando.
—¡Ayuda! —susurré, y me tambaleé un poco junto al muro de piedra.
—¿Mademoiselle? ¡Oh,
mon Dieu
, mademoiselle, no! ¡Espere,
arrêtez
! —Oí unos pasos apresurados a mi espalda y me asusté.
El paraguas se me escurrió de las manos, dio una voltereta en el aire, chocó contra el pretil y cayó interpretando un breve baile antes de aterrizar en el agua con un chapoteo casi imperceptible.
Me volví desconcertada y vi los ojos oscuros de un joven policía que me miraba con preocupación.
—¿Todo bien? —me preguntó, asustado. Era evidente que me había tomado por una suicida.
Asentí.
—Sí, claro. Todo bien. —Le lancé una sonrisa forzada y levantó las cejas como si no me creyera.
—No me creo una sola palabra, mademoiselle —dijo—. Llevo un rato observándola y no me parece una mujer a la que todo le va bien.
Sorprendida, guardé silencio y me quedé mirando el paraguas de lunares, que se alejaba despacio por el Sena. El policía siguió mi mirada.
—Siempre es lo mismo —dijo luego—. Ya me conozco esto de los puentes. Hace poco sacamos algo más abajo a una chica del agua helada. Justo a tiempo.
Cuando alguien empieza a rondar por un puente, seguro que está enamorado o a punto de saltar al agua. —Sacudió la cabeza—. Nunca he entendido por qué los enamorados y los suicidas tienen siempre esa afinidad con los puentes. —Terminó su discurso y me miró con desconfianza—. Parece un poco confusa, mademoiselle. ¿No querrá hacer ninguna tontería, no? Una mujer tan guapa como usted. En el puente.
—¡Huy no! —le aseguré—. Además, también las personas normales pueden estar en los puentes simplemente porque les gusta mirar el río.
—Pero usted tiene unos ojos muy tristes. —No se rendía—. Y parecía que quería dejarse caer.
—¡Qué tontería! —repliqué—. Sólo estaba un poco mareada —me apresuré a añadir, y me llevé la mano a la tripa sin querer.
—
Oh, pardon! Excusez-moi
. Mademoiselle… Madame… —Extendió las manos con un gesto de apuro—. No podía imaginar…
vous-êtes… enceinte?
Entonces debería tener más cuidado, si me permite decírselo. ¿Puedo acompañarla a su casa?
Sacudí la cabeza y estuve a punto de echarme a reír. No, no estaba embarazada precisamente.
Él inclinó la cabeza y sonrió con elegancia.
—¿Está segura, madame? La policía francesa está para protegerla. No se me vaya a caer… —Me miró la tripa plana—. ¿De cuántos meses está?
—Escuche, monsieur —respondí con voz firme—. No estoy embarazada y es bastante probable que tampoco lo esté en un futuro próximo. Simplemente me sentía un poco mareada, eso es todo.
Lo que no era extraño, pensé, pues a excepción de un café no había tomado nada en todo el día.
—¡Oh, madame… quiero decir, mademoiselle! —Visiblemente apurado, retrocedió un paso—. Discúlpeme, no quería ser indiscreto.
—Está bien —sollocé, esperando que se marchara.
Pero el hombre del uniforme azul oscuro no se movió. Era el típico policía de París, como los que estaba harta de ver en la Île de la Cité, donde se halla la comisaría central de Policía: alto, delgado, con buena pinta, siempre dispuesto a ligar. Era evidente que éste se había propuesto, además, convertirse en mi ángel de la guarda.
—Bueno, pues… —Me apoyé de espaldas en el pretil e intenté despedirme con una sonrisa. Un hombre mayor con gabardina pasó a nuestro lado y nos lanzó una mirada de curiosidad.
El policía se llevó dos dedos a la gorra.
—Bueno, si no puedo hacer nada más por usted…
—No, de verdad que no.
—Entonces, cuídese.