La sonrisa de las mujeres (12 page)

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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántica

BOOK: La sonrisa de las mujeres
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Asentí con resignación y me dirigí a la cocina para ver qué quedaba en la nevera. El resultado no estuvo nada mal. Encontré una bolsa de judías verdes frescas que cocí en agua con sal y me freí un filete de ternera. Inglesa, naturalmente.

Cuando terminé de cenar me senté a la mesa redonda del cuarto de estar con una copa de Cotes du Rhone y una hoja de papel y anoté mis reflexiones estratégicas acerca del asunto Aurélie Bredin = A.B. Dos horas más tarde había escrito las siguientes anotaciones:

1. Robert Miller ignora la carta y
no
contesta. Probablemente A.B. se dirige a su persona de contacto en la editorial para ver qué pasa con el autor. André Chabanais = A.C. dice que el autor no quiere tener contacto con nadie. A.C. no da más información. A.B. no insiste y en algún momento pierde el interés por el asunto. Tampoco le interesa A.C. como posible mediador.

2. Robert Miller no contesta la carta, pero A.C. le ofrece su ayuda. Con ello se gana el afecto de A.B. Pero los pensamientos de A.B. se dirigen en la dirección equivocada, esto es, hacia el autor, no hacia el editor. ¿Puede él ayudarla realmente? No. Pues Robert Miller no existe. A.C. tiene que ganar tiempo para demostrar a A.B. que es un tipo encantador (y que el inglés es en realidad un estúpido, pero debe hacerlo como de pasada).

3. Robert Miller contesta con amabilidad, pero sin interés. La llama se mantiene encendida. El autor remite a A.B. a su magnífico editor (A.C.) y le indica que quizá viaje pronto a París, pero que no sabe si va a ser posible un encuentro, ya que tiene muchos compromisos.

4. A.C. organiza algo. Le pregunta a A.B. si quiere unirse a una cita que tiene con Miller (¿una cena?). Ella acepta y está agradecida. Naturalmente, no acude el autor, que supuestamente se disculpa en el último momento. A.B. se enfada con el autor, dice que no se puede confiar en él. A.B. y A.C. pasan una velada estupenda y A.B. se da cuenta de que le gusta más el simpático editor que el complicado autor.

Asentí satisfecho cuando leí otra vez el punto 4. No era una mala idea para empezar. Faltaba por ver si era genial. En cualquier caso, quedaban un par de preguntas sin contestar:

1 ¿Merecía la pena montar todo ese teatro por Aurélie Bredin?
¡Sí, por supuesto!

2 ¿Debía saber ella la verdad en algún momento?
¡No, nunca!

3 ¿Qué pasaría si Sam Goldberg viniera a París haciéndose pasar por Robert Miller para hacer una entrevista y una lectura de su libro y A.B. se enterara?

A esas horas de la noche ya no se me ocurría ninguna respuesta para esta última pregunta. Me puse de pie, vacié el cenicero (cinco colillas) y apagué la luz. Estaba terriblemente cansado y lo que más me preocupaba era qué iba a pasar si Robert Miller
no
venía a París.

El viernes por la mañana monsieur Monsignac me esperaba en mi despacho.

—¡Ah, mi querido André, ya está usted aquí,
bonjour, bonjour
! —exclamó al verme, balanceándose adelante y atrás con sus zapatos de ante marrón y con ganas de conversación—. Le he dejado sobre su mesa el manuscrito de una joven y bella autora. Es la hija del último galardonado con el Premio Goncourt, al que me une una gran amistad, y haciendo una excepción le pediría que lo mirara
lo antes posible
.

Me quité la bufanda y asentí. En todo el tiempo que llevaba en Éditions Opale no me había ocurrido nunca que monsieur Monsignac no quisiera algo lo antes posible. Lancé una mirada al manuscrito de la hija del galardonado con el Goncourt, que estaba guardado en una carpeta de plástico transparente y tenía el melancólico título de
Confessions d'une fille triste
(
Confesiones de una chica triste
). Eran como mucho quinientas páginas y, probablemente, bastaría con leer cinco de ellas para estar harto de la habitual introspección narcisista que en la actualidad se presenta tan a menudo como literatura trascendental.

—Sin problema, le diré algo antes del mediodía —dije, y colgué mi abrigo en el estrecho armario que había junto a la puerta.

Monsignac tamborileó con los dedos en su camisa de rayas azules y blancas. No es que fuera bajo, pero yo casi le sacaba dos cabezas y era bastante más ancho que yo. No obstante, sabía vestirse bien. Odiaba las corbatas, llevaba zapatos hechos a mano y bufandas de cachemir y, a pesar de su corpulencia, parecía sumamente ágil.

—Magnífico, André. ¿Sabe? Eso es lo que me gusta de usted. Es tan poco pretencioso… No es grandilocuente, no hace preguntas innecesarias,
hace
fáciles las cosas. —Me miró con sus brillantes ojos azules y me dio una palmada en el hombro—. Llegará lejos. —Luego me hizo un guiño—. En caso de que sea una basura, escriba un par de frases constructivas sobre el argumento, ya sabe, tiene un gran potencial y se espera con impaciencia lo que la autora pueda escribir, etcétera, etcétera, y rechácelo con delicadeza.

Asentí y esbocé una sonrisa. Y luego, cuando ya me tenía entre la espada y la pared, Monsignac se giró de nuevo y pronunció la frase que yo había estado esperando.

—¿Y bien? ¿Ya está arreglado lo de Robert Miller?

—Estoy en contacto con su agente, Adam Goldberg, y éste no pierde la esperanza —contesté. El viejo monsieur Orban (el que hacía poco se había caído de un árbol cuando recogía cerezas) me había dado una vez un consejo. «Si mientes, mantente lo más cerca posible de la verdad, chico», me había dicho una vez que hice novillos un precioso día de primavera y quise contarle a mi madre una mentira que ponía los pelos de punta, «será más fácil que te crean».

—Dice que conseguiremos a Miller —añadí con valentía y mi pulso se aceleró—. En el fondo se trata sólo de… eh… sintonización. Creo que el lunes sabré algo más.

—Bien… bien… bien… —Jean-Paul Monsignac salió por la puerta con gesto de satisfacción y yo rebusqué en mi cartera. Y después de haber recibido una pequeña dosis de nicotina (tres cigarrillos) me tranquilicé un poco. Abrí la ventana y dejé que entrara el aire limpio y frío.

El manuscrito de Françoise Sagan era muy pobre. Aparte del hecho de que una joven que no sabe muy bien lo que quiere (y cuyo padre es un conocido escritor) viaja a una isla del Caribe y allí nos hace participar en sus experiencias sexuales con un habitante negro de la isla (que se pasa todo el tiempo colocado), no había nada digno de mención. Cada dos párrafos describía la situación de la protagonista, que en realidad no interesaba a nadie, ni siquiera al amante caribeño. Al final, la joven se marcha, la vida se abre como un gran interrogante ante ella y no sabe por qué está tan triste.

Yo, por mi parte, tampoco lo sabía. Si yo de joven hubiera tenido la oportunidad de pasar ocho increíbles semanas en una isla de ensueño y dejarme distraer por una belleza caribeña en todas las posturas y en playas de arena blanca, no me habría sentido triste y melancólico, sino loco de alegría. A lo mejor carecía de la hondura necesaria.

Redacté una nota discreta e hice una copia para monsieur Monsignac. A mediodía entró madame Petit con el correo y me preguntó con desconfianza si había fumado.

La miré con gesto de ingenuidad y alcé las manos.

—Usted
ha
fumado, monsieur Chabanais —dijo ella, y examinó el pequeño cenicero que había sobre mi mesa detrás de la bandeja del correo—. Ha fumado hasta en
mi
despacho, lo he olido esta mañana al entrar. —Sacudió la cabeza con gesto de desaprobación—. No empiece otra vez con eso, monsieur Chabanais, es
muy
poco saludable, ya lo sabe.

Sí, sí, sí, ya lo sabía todo. Fumar era poco saludable. Comer era poco saludable. Beber era poco saludable. Todo con lo que se disfrutaba era poco saludable o engordaba. Estar excitado era poco saludable. Trabajar mucho era poco saludable. En el fondo, la vida en sí era una empresa peligrosa, y al final uno se caía de una escalera mientras recogía cerezas o le atropellaba un coche de camino a la panadería, como a la portera de la novela
La elegancia del erizo
.

Asentí sin decir nada. ¿Qué iba a decir? Tenía razón. Esperé a que madame Petit saliera del despacho para sacar otro cigarrillo del paquete, me recliné en mi asiento y unos segundos más tarde estaba observando cómo se desvanecían lentamente los pequeños aros de humo blanco que soltaba en el aire.

Desde que madame Petit me reprochara haber fumado en el despacho habían pasado otras cosas inquietantes que, lamentablemente, ponían en peligro mi modo de vida saludable. El momento más sano y menos excitante había sido probablemente la comida del domingo con
maman
en Neuilly, aunque no podría afirmar que unos platos llenos de chucrut, carne de cerdo y salchichas (la madre de mi madre procedía de Alsacia, de ahí que el chucrut sea para ella una necesidad) fueran lo mejor para el cuerpo. Tampoco el hecho de que la «sorpresa» que
maman
me había anunciado por teléfono resultara ser su hermana, siempre enferma, y su prima favorita, una mujer habladora y sorda (lo que la hacía hablar a gritos y no la convertía en
mi
prima favorita), a la que habían invitado, consiguió que la comida con vajilla alsaciana fuera un placer para mí. El chucrut me cayó como una piedra en el estómago, y las tres ancianas, que no paraban de dirigirse a un tipo como yo, de treinta y ocho años y un metro ochenta y cinco de estatura, como
mon petit boubou
o
mon petit chou
(mi pequeño repollo), casi acabaron con mis nervios. Por lo demás, todo transcurrió como siempre, aunque multiplicado por tres.

Me preguntaron si no estaba más delgado («¡no!»), si no me iba a casar pronto («¡en cuanto aparezca la persona adecuada!»), si
maman
podía confiar en tener pronto un nieto al que poder alimentar con chucrut («¡seguro, qué ilusión!»), si me iba todo bien en el trabajo («¡claro, todo va genial!»). Entremedias, no paraban de pedirme que comiera un poco más o que les contara «qué novedades había».

—¿Qué hay de nuevo, André? ¡Cuenta, cuenta!

Tres pares de ojos me miraban expectantes y yo era algo así como un programa de la radio. Esa pregunta resultaba siempre fastidiosa. Las verdaderas novedades de mi vida no las podía contar (¿o alguien de aquella mesa habría entendido que estaba muy nervioso porque había adoptado una segunda identidad como escritor inglés y el asunto estaba a punto de destaparse?), así que las entretuve con la última rotura de una cañería en mi viejo edificio, y no estuvo mal, porque la capacidad de concentración del trío de damas no aguantó mucho (a lo mejor es que lo que yo les contaba no era suficientemente interesante). En cualquier caso, la prima dura de oído me interrumpió enseguida con un fuerte «¿
quién
se ha muerto?» (repitió esa misma frase unas cinco veces a lo largo de la comida, sospecho que cada vez que ya no podía seguir el hilo de la conversación), y nos centramos en temas más importantes (las citas médicas, las flebitis, las reformas de la casa, los jardineros que no trabajan bien o las asistentas descuidadas, los conciertos de Navidad, los entierros, los concursos de la televisión y la vida de vecinos desconocidos para mí o personas de un pasado lejano), antes de que por fin se sirvieran el queso y la fruta.

Llegado ese punto, la capacidad de mi estómago y yo estábamos tan agotados que me disculpé un momento y salí al jardín a fumar (tres cigarrillos).

A pesar de que me tomé tres comprimidos masticables contra la acidez, pasé la noche del domingo al lunes dando vueltas en la cama (el queso de cabra y el camembert me habían acabado de rematar) y tuve horribles pesadillas en las que el hermano de Adam, el atractivo autor de
bestsellers
, estaba en su moderna consulta de odontólogo, tumbado en una camilla con una mademoiselle Bredin a medio vestir, abrazándola y gimiendo con pasión, mientras yo permanecía sentado en el sillón de dentista sin poder moverme (y también gimiendo) porque una ayudante me estaba sacando las muelas.

Cuando me desperté bañado en sudor estaba tan alterado que me habría gustado ponerme a fumar en ese momento.

Pero todo aquello fue un verdadero placer comparado con lo que me esperaba el lunes.

* * *

Adam llamó bien temprano a la editorial con la noticia de que, aunque al principio su hermano se había enfadado un poco, al final había captado la gracia de todo el asunto Miller y estaba dispuesto a colaborar por esta vez («
He took it like a man
», fue el ocurrente comentario de Adam).

En cualquier caso, las nociones de francés de Sam tenían sus límites naturales, era todo lo contrario a un hombre de letras y sus conocimientos sobre coches antiguos eran escasos.

—Bueno, me temo que antes tenemos que instruirle bien —dijo Adam—. Para la lectura en público puedes prepararle unos párrafos y así él sólo tendrá que ensayar. —En cuanto a lo de afeitarse la barba… Bueno, eso iba a requerir un cierto trabajo de convicción por parte de Adam.

Nervioso, me tiré del cuello alto del jersey, que de pronto parecía querer ahogarme. Naturalmente, sería mejor que
Robert Miller
tuviera el aspecto de Robert Miller (el de la foto) y el
dentista
tuviera el aspecto del dentista, le hice saber. Todo aquello se estaba complicando demasiado.

—Sí, claro —dijo Adam—, hago lo que puedo. —Y luego añadió algo que me hizo necesitar enseguida los cigarrillos—. Por lo demás, Sam podría ir el lunes que viene no, el siguiente… Bueno, quiero decir que
sólo
puede ir ese día.

Fumé lo más deprisa que pude.

—¿Estás loco? —grité—. ¿Y cómo vamos a arreglarlo?

La puerta del despacho se abrió sin hacer ruido, mademoiselle Mirabeau se asomó con mirada interrogante y una carpeta de plástico transparente en la mano y se quedó esperando.


¡Ahora no!
—grité muy nervioso, moviendo la mano en el aire—. ¡Por Dios, no me mire con cara de tonta!; ¿No
ve
que estoy hablando por teléfono? —gruñí.

Me miró horrorizada. Luego su labio inferior empezó a temblar y la puerta se cerró tan en silencio como se había abierto.


Ahora
tampoco va a ir —dijo Adam con tono tranquilizador, y volví a prestar atención al teléfono—. El lunes sería perfecto. Yo llegaría con Sam el domingo y así podríamos hablar con calma.

—Perfecto, perfecto —resoplé—. ¡Sólo faltan dos semanas! Algo así hay que prepararlo bien. ¿Cómo vamos a conseguirlo?

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