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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántica

La sonrisa de las mujeres (16 page)

BOOK: La sonrisa de las mujeres
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—Bueno, eso podrá preguntárselo usted misma —repliqué para no tener que seguir discutiendo acerca de las preferencias culinarias de mi autor. Pinté con el bolígrafo un dibujo compuesto de pequeños triángulos en mi agenda—. ¿Habrá recibido ya monsieur Miller su carta?

—Supongo que sí. Aunque todavía no he recibido ninguna respuesta, si es eso lo que desea saber. —Sonaba un poco irritada.

—Ya le escribirá —me apresuré a decir—. A más tardar después de haberla conocido personalmente el viernes por la noche.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que es usted una joven muy atractiva a cuyos encantos no puede resistirse ningún hombre… Ni siquiera un escritor inglés apartado del mundo.

Ella se rio.

—Es usted muy malo, monsieur Chabanais, ¿lo sabe?

—Sí, lo sé. Peor de lo que usted piensa.

9

Post Nubila Phoebus
. Susurré en voz baja la inscripción grabada en la piedra blanca y pasé mis dedos por las letras con suavidad. «Tras las nubes, el sol».

Había sido el lema de mi padre, un hombre de formación humanista —algo que tal vez no parecía necesario en su profesión—, un hombre que, a diferencia de su hija, había leído mucho. Después de la lluvia sale el sol. ¡Qué sabio era!

Había ido al cementerio Père-Lachaise. Sobre mi cabeza avanzaban a toda velocidad nubes blancas por el cielo, y el sol, cuando salía, calentaba un poco. Desde el Día de Todos los Santos no había vuelto a visitar la tumba de papá, pero ese día había sentido una gran necesidad de ir hasta allí.

Retrocedí un paso y deposité el colorido ramo de margaritas y crisantemos en la losa de piedra de la tumba cubierta de hiedra.

—¡No puedes ni imaginar todo lo que ha pasado, papá! —dije—. Te sorprenderías.

La semana había empezado de un modo muy desafortunado, y ahora estaba allí, en el cementerio, y me sentía extrañamente feliz y excitada. Y, sobre todo, expectante ante lo que ocurriría al día siguiente por la noche.

El sol que el martes, después del tiempo nublado y lluvioso de los últimos días, iluminó con fuerza mi habitación había sido como un presagio. De pronto, todo parecía ir bien.

Una vez que el martes por la mañana dejé la compra en el restaurante, diseñé con Jacquie tres posibles menús prenavideños y pensé más de una vez en el abrigo rojo y en su dueña. Por la tarde me fui a casa y decidí llenar ese día no demasiado brillante de mi vida con alguna actividad tampoco demasiado brillante antes de volver por la noche al restaurante.

Así que me senté delante del ordenador y me dispuse a guardar en formato electrónico un montón de facturas que habían vencido hacía tiempo.

Pero antes eché un breve vistazo a mis emails y me encontré uno muy amable, sí, se podría decir que encantador, de monsieur Chabanais. En él no sólo respondía a todas mis preguntas, sino que además, para mi sorpresa, me hacía una propuesta que enseguida me entusiasmó.

Me ofrecía la posibilidad de conocer, si bien brevemente, a Robert Miller, ya que monsieur Chabanais se iba a reunir con él y me invitaba a unirme a ellos como de casualidad.

Acepté el ofrecimiento, naturalmente, y a diferencia de mi primera conversación telefónica con el editor, esta vez el diálogo fue muy ameno, casi un coqueteo, y, de algún modo, ayudó a mejorar mi estado de ánimo.

Cuando se lo conté a Bernadette, se burló de mí y dijo que ese editor le gustaba cada vez más y que si al final se demostraba que el autor inglés no era tan maravilloso como su novela, siempre me quedaría esa opción.

—Eres imposible, Bernadette. Siempre quieres liarme con todos los hombres. En cualquier caso, prefiero al escritor… es más guapo y, además, es él quien ha escrito el libro, ¿o es que lo has olvidado?

—¿Acaso este hombre es más feo que un pecado? —preguntó Bernadette.

—¿Qué sé yo? —repliqué—. No, probablemente no, tampoco me he fijado tanto en él. André Chabanais no me interesa en absoluto. Además, tiene barba.

—¿Y qué hay de malo en ello?

—¡Déjalo ya, Bernadette! Ya sabes que no me gustan los hombres con barba. Es que ni siquiera los miro.

—¡Grave error! —discrepó Bernadette.

—Además, no estoy buscando un hombre. No busco ningún hombre, ¿me oyes? Sólo quiero tener la oportunidad de hablar con ese escritor… por los motivos que ya conoces. Y porque le estoy muy agradecida.

—¡Oh, providencia divina, avatares del destino, veamos…! —Bernadette parecía el coro de una tragedia griega.

—Exacto —dije yo—. Ya lo verás.

Esa misma tarde le había dicho a Jacquie que el viernes no podría ir al restaurante. Había llamado a Juliette Meunier, una jefa de camareros muy buena y profesional que antes trabajaba en el restaurante del Lutetia y que ya me había sustituido en un par de ocasiones. Ahora estudiaba arquitectura de interiores y ya sólo trabajaba por horas en la hostelería. Afortunadamente, no tenía nada previsto y aceptó enseguida.

Naturalmente, Jacquie no se mostró muy entusiasmado.

—¿Es necesario? ¿Un viernes? Y justo ahora que Paul está enfermo —gruñó mientras manejaba ollas y sartenes y preparaba la comida de nuestro pequeño equipo.

Siempre cenábamos todos juntos una hora antes de que el restaurante abriera: Jacquie, nuestro jefe de cocina y el mayor de todos, Paul, el joven segundo jefe de cocina, Claude y Suzette, los dos pinches de cocina, y yo. Esas comidas, en las que no se trataban sólo temas relacionados con el restaurante, tenían algo muy familiar. Hablábamos, discutíamos, reíamos… y luego cada uno se dedicaba a su tarea con más ganas.

—Lo siento, Jacquie, pero aunque te parezca sorprendente, tengo una cita muy importante —dije, y el cocinero me dirigió una penetrante mirada.

—Pues parece haber surgido de forma sorprendente, esa cita, digo. Hoy a mediodía, cuando hemos hablado de los menús navideños, no sabías nada.

—Ya he llamado por teléfono a Juliette —me apresuré a decir para que no siguiera indagando—. Vendrá encantada, y deberíamos plantearnos si cogemos a alguien más para la cocina en diciembre. Si Paul sigue enfermo, yo puedo ayudarte en la cocina, y le preguntaremos a Juliette si puede sustituirme los fines de semana en el restaurante.


Ah, non
, no me gusta trabajar con mujeres en la cocina —dijo Jacquie—. Las mujeres no tienen suficiente ingenio en la cocina.

—No seas descarado —dije—. Yo tengo suficiente ingenio en la cocina. Eres un viejo chovinista, Jacquie.

Jacquie sonrió.

—Siempre lo he sido, siempre lo he sido.

Picó a un ritmo sorprendente dos grandes cebollas sobre la tabla de madera y con el cuchillo empujó los trozos en una gran sartén.

—Además, tú no eres demasiado buena con las salsas. —Esperó a que los trozos de cebolla se hubieran dorado en la mantequilla, lo regó todo con vino blanco y bajó un poco el gas.

—¿Qué estás diciendo, Jacquie? —grité, enfadada—. Tú mismo me has enseñado a hacer salsas, y mi
filet
con salsa de pimienta es absolutamente delicioso, eso has dicho tú siempre.

Sonrió con satisfacción.

—Sí, tu salsa de pimienta es maravillosa, pero sólo porque tu padre te enseñó su receta secreta. —Lanzó un puñado de patatas en la freidora y mis protestas quedaron ahogadas por el chisporroteo del aceite caliente.

Cuando Jacquie trabajaba en los fogones se convertía en un malabarista. Le gustaba mantener varias pelotas en el aire a la vez, y uno se quedaba boquiabierto viéndole.

—En cambio, preparas muy bien los postres, eso tengo que reconocerlo —prosiguió Jacquie sin inmutarse, y revolvió la sartén—. Bueno, esperemos que Paul se haya recuperado para el sábado. —Me lanzó una mirada por encima de la freidora y guiñó un ojo—. Una cita importante, ¿no? ¿Cómo se llama el afortunado?

El afortunado se llamaba Robert Miller, aunque él no sabía nada de lo que le esperaba. No sabía que el viernes iba a tener una cita a ciegas en La Coupole. Y yo no sabía si le iba a sentar bien que una intrusa se colara en su conversación con André Chabanais.

Pero entonces llegó el jueves y, con él, una carta que me hizo tener la certeza de que yo había hecho todo correctamente y de que a veces es bueno dejarse guiar por los sentimientos por muy absurdo que les parezca a otras personas.

Saqué la carta del buzón, en el que ya sólo aparecía mi nombre. En el sobre había un pequeño papel pegado en el que se podía leer:

Querida mademoiselle Bredin: ayer por la tarde llegó esta carta a la editorial. ¡Enhorabuena! Robert Miller perdió sus señas y por eso nos la ha enviado a nosotros. He pensado que lo mejor era que yo se la entregara a usted directamente. Nos vemos mañana por la noche.
Bonne lecture!
André Chabanais.

Sonreí. Era típico de ese tal Chabanais felicitarme como si yo hubiera ganado una competición y desearme que disfrutara con la lectura de la carta. Probablemente, estaría sorprendido de que el autor me hubiera contestado.

Ni por un momento se me ocurrió pensar por qué conocía André Chabanais mi dirección privada.

No pude esperar. Me senté en la fría escalera de piedra con el abrigo puesto y abrí el sobre. Luego leí las frases que habían sido plasmadas sobre el papel con bolígrafo azul y letra inclinada.

Dear
Miss Aurélie Bredin:

Me ha hecho muy feliz recibir su amable carta. Por desgracia, también le ha gustado mucho a mi pequeño perrito Rocky, especialmente el sobre. Cuando me di cuenta, ya era demasiado tarde, y Rocky, ese pequeño monstruo glotón, se lo había tragado con las señas.

Tengo que pedirle disculpas por mi perro, es todavía un cachorro, de modo que le envío la carta a mi leal editor, André Chabanais, quien se la entregará a usted, eso espero. Me gustaría decirle, querida mademoiselle Bredin, que he recibido muchas cartas de admiradoras, pero ninguna tan bonita y conmovedora como la suya.

Me alegro mucho de que mi pequeña novela sobre París le haya servido de ayuda en un momento en el que se sentía usted tan desgraciada. Al menos ha servido para algo, y eso es más de lo que se puede decir de la mayoría de los libros. (¡Espero que consiguiera escapar de la policía definitivamente!). Creo que puedo entenderla perfectamente. Yo también me sentí fracasado durante un tiempo y sé cómo se encuentra.

No soy un tipo al que le guste mostrarse en público, prefiero pasar desapercibido, y me temo que resulto algo aburrido, pues me gusta mucho estar en mi cottage, pasear por el campo y reparar coches antiguos, pero si a usted todo esto no le asusta, cuando vaya a París aceptaré encantado la deliciosa invitación en su pequeño restaurante.

Mi próxima visita a París será muy breve y está repleta de citas, pero me gustaría volver con más tiempo, de forma que podamos hablar con tranquilidad. Sí, conozco su restaurante, me enamoré de él a primera vista, sobre todo de los manteles de cuadros rojos.

Muchísimas gracias por la preciosa foto que me envía. ¿Puedo decirle, sin dañar su intimidad, que es usted muy sexy?

Y tiene razón: la similitud entre Sophie y usted es sorprendente. ¡Creo que le debo una explicación de mi pequeño secreto! Sólo le diré que jamás me habría atrevido a pensar que recibiría una carta de la protagonista del libro. ¡Es como un sueño que se hace realidad!

Espero que ya se sienta usted mejor y se haya librado de sus penas. ¡Me gustaría conocerla pronto en persona!

Discúlpeme, por desgracia, mi francés es un tanto pobre. Pero confío en que a pesar de todo se haya alegrado de que haya respondido a su carta.

Estoy impaciente por sentarme en su precioso restaurante y hablar por fin con usted sobre TODO. Mis mejores deseos y
à tout bientôt!

Atentamente,

Robert Miller

—¿Tiene usted una regadera, mademoiselle? —oí graznar a mi espalda.

Di un respingo y me volví.

Ante mí estaba una mujer anciana y bajita, con un abrigo de astracán negro y un gorro a juego. Llevaba los labios pintados de rojo y me observaba con curiosidad.

—¡Una
regadera
! —insistió impaciente.

Sacudí la cabeza.

—No, lo siento, madame.

—¡Qué mal, qué mal! —Movió la cabeza y apretó los labios rojos con rabia.

Me pregunté para qué querría esa mujer mayor una regadera. Al fin y al cabo, en los días anteriores había llovido tanto que seguro que la tierra estaba suficientemente húmeda.

—Me han robado la regadera —me explicó la mujer—. Sé muy bien que la escondí detrás de la lápida —añadió, señalando una tumba cercana sobre la cual un viejo árbol dejaba caer sus ramas nudosas—, y ahora ha desaparecido. Hoy en día te roban en todas partes… ¡hasta en el cementerio! ¿Adónde vamos a llegar?

Rebuscó en su enorme bolso negro y al final sacó un paquete de Gauloises. Me sorprendió. Encendió un cigarrillo, dio una profunda calada y soltó el humo hacia el cielo azul.

Luego me tendió la cajetilla.

—Tome, ¿quiere uno?

Sacudí la cabeza. Yo fumaba a veces en los cafés, pero nunca en los cementerios.

—Coja uno, niñita. —Me puso la cajetilla delante de las narices—. La vida son dos días. —Reprimió una risa. Yo me puse una mano delante de la boca y sonreí asombrada.

—Bueno, está bien, gracias —dije. Me dio fuego.

—No, por favor —dijo—. Bah, olvidémonos de la estúpida regadera. Tenía un agujero. ¿No es maravilloso que salga el sol… después de tanta lluvia?

Asentí. Sí, era maravilloso. El sol lucía en el cielo y la vida estaba otra vez llena de sorpresas.

Y así fue como me vi una tarde de jueves junto a una extravagante vieja dama que parecía recién salida de una película de Fellini, aprovechaba el sol en el Père-Lachaise y echaba bocanadas de humo mientras fumaba. A nuestro alrededor reinaba un apacible silencio y tuve la sensación de que éramos las únicas personas en aquel gigantesco cementerio.

A lo lejos se alzaba la musa Euterpe, símbolo de la alegría, que velaba desde hacía tiempo la tumba de Frederic Chopin. Al pie del monumento de piedra había muchos tiestos con flores y ramos de rosas sujetos a la valla de hierro. Dejé vagar la mirada. Algunas tumbas seguían adornadas desde el Día de Todos los Santos, por encima de otras había pasado el tiempo, la naturaleza había recuperado su terreno y las malas hierbas y las plantas silvestres cubrían los bordes de piedra. En éstas se había olvidado a los muertos. No eran pocas.

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