Me giré muy sorprendido y vi a una alegre señora mayor con un vestido color lila que estaba sentada sola a una mesa —con una enorme fuente de ostras delante— y estrechaba la mano de todos los camareros. Luego miró hacia nuestra mesa y devolvió el saludo.
—¿Conoce a esa mujer? —pregunté a Aurélie Bredin.
—¡Sí, claro! —exclamó entusiasmada, e hizo una nueva seña con la mano—. Es la señora Dinsmore. Nos conocimos ayer en el cementerio, ¿no es
terriblemente
curioso?
Asentí y sonreí. Yo no lo encontraba tan terriblemente curioso. Eran las diez y media y tenía la desagradable (pero acertada) sensación de que se había acabado la bonita complicidad en nuestra mesa.
Pocos minutos después conocí a la señora Dinsmore, una americana de ochenta y cinco años que se acercó hasta nosotros en una nube de Opium. Era la viuda de un director de orquesta, la madre de un hijo que construía puentes en Sudamérica, la abuela de tres nietos de rizos dorados y la musa de numerosos artistas que tenían una cosa en común: todos habían celebrado delirantes fiestas con la señora Dinsmore en La Coupole. Y todos estaban ya bajo tierra.
Hay personas que se sientan a una mesa y enseguida acaparan la conversación. Poco a poco se van callando los demás, cualquier otro tema queda sofocado como un pequeño fuego y, a lo sumo cinco minutos más tarde, todos escuchan embelesados las historias y anécdotas de esas personalidades arrolladoras, que se acompañan de grandes gestos y que sin duda son muy entretenidas, pero también muy difíciles de parar.
Me temo que la señora Dinsmore
era
una de esas personas.
Desde que la mujer de ochenta y cinco años de rizos plateados y labios pintados de rojo se sentó entre nosotros exclamando «¡qué gran sorpresa, niñita, tenemos que tomar un Bollinger!», para mí dejó de existir la más mínima posibilidad de volver a atraer la atención de Aurélie Bredin.
Enseguida trajeron a nuestra mesa una cubitera plateada en la que nadaban los cubitos de hielo. Era evidente que la señora Dinsmore era la absoluta favorita de Alain, Pierre, Michel, Igor y cómo se llamaran los demás camareros. De pronto nuestra mesa era la que más centraba la atención de los empleados de La Coupole. Y se acabó la tranquilidad.
Tras dos copas de champán me rendí al carisma de la anciana señora, que no paraba de hablar, y observaba fascinado las plumas de su pequeño sombrero color lila, que se movían con cada uno de sus gestos. Aurélie Bredin, que estaba atenta a los labios de la señora Dinsmore y parecía divertirse de lo lindo, me lanzaba una mirada cada vez que los dos nos reíamos de las curiosas vivencias de la interesante dama. Cuanto más bebíamos, más nos divertíamos, y al cabo de un rato yo ya lo estaba pasando tan bien como ellas.
De vez en cuando la señora Dinsmore interrumpía su entretenido monólogo para señalar a algún otro comensal de la sala (para ser una mujer tan mayor tenía un aspecto estupendo) y para preguntarnos si habíamos celebrado alguna vez nuestro cumpleaños en La Coupole («¡Tienen que hacerlo alguna vez, es siempre muy divertido!»). Luego quiso saber la fecha de nuestros cumpleaños (de este modo me enteré de que faltaban unas dos semanas para el de Aurélie Bredin, que era el 16 de diciembre) y dio unas palmaditas de entusiasmo con sus pequeñas manos.
—2 de abril y 16 de diciembre —repitió—. Un aries y un sagitario. Dos signos de fuego, ¡encajan perfectamente!
Yo no sabía mucho de astrología, pero en este punto le di la razón con mucho gusto, naturalmente. La señora Dinsmore había nacido el último día del signo de escorpión, como nos hizo saber un instante después. Y las mujeres escorpión eran ingeniosas y peligrosas en la misma medida.
La Coupole se vaciaba poco a poco. Sólo en nuestra mesa seguíamos bebiendo y riendo, y la señora Dinsmore vivía, sin duda, uno de sus momentos estelares.
—Justo en esta mesa de aquí… ¿o fue en aquella de allí? Bueno, da igual, estuve sentada con Eugène celebrando mi cumpleaños —dijo la señora Dinsmore con nostalgia justo cuando uno de los camareros nos servía más champán.
—¿Eugène qué? —pregunté.
—Ionesco, naturalmente, ¿quién si no? —contestó ella, impaciente—. ¡Ay, a veces era increíblemente cómico… no sólo en sus obras de teatro! ¡Y ahora está en el Montparnasse, el pobre! Pero yo voy a verle de vez en cuando. —Sonrió con gesto soñador—. Todavía lo recuerdo perfectamente… Esa noche, no sé qué cumpleaños era, pasó dos veces… ¿pueden imaginarlo?
¡Dos veces…!
—Nos miró con sus pequeños ojillos azules, brillantes como dos botones—. Un camarero torpe derramó el vino tinto sobre la chaqueta gris claro de Eugène. ¿Y saben lo que él dijo? Pues dijo: «No importa. Pensándolo bien, nunca me gustó mucho el color de este traje». —La señora Dinsmore echó la cabeza hacia atrás y se rio en un tono muy agudo, y la pequeña pluma de su cabeza se movió como si fuera a echar a volar.
Tras esa pequeña incursión en la vida privada de Eugène Ionesco que seguro que no aparecía en ninguna de sus biografías, la señora Dinsmore dirigió de nuevo su atención hacia mí.
—Y usted, joven, ¿qué escribe? ¡Aurélie me ha dicho que es usted
escritor
! Una profesión admirable —añadió sin esperar a que yo respondiera—. Tengo que decir que un escritor siempre me ha parecido un
pelín
más interesante que un actor o un pintor. —Luego se inclinó hacia Aurélie, y sus labios rojos quedaron muy cerca de la bonita oreja de mademoiselle Bredin, la cual, como noté en ese momento, no estaba muy alejada de ella, y dijo—: Niñita, éste es el hombre perfecto.
Aurélie se echó a reír tapándose la boca con la mano y su repentino ataque de risa me sorprendió tanto como el hecho de que la buena señora me tomara por un escritor, pero… maldita sea, yo
era
escritor, aunque no un gran literato, pero ante todo era el hombre perfecto. Y me sumé a las risas de las dos damas.
La señora Dinsmore alzó su copa.
—¿Sabe una cosa? Me resulta usted muy simpático, joven —dijo muy alegre, y me dio unos golpecitos en la pierna con sus manos repletas de anillos con vistosas piedras—. Puede llamarme sencillamente Liz.
Y cuando media hora más tarde Liz, mademoiselle Bredin y yo éramos los últimos clientes en abandonar La Coupole entre los calurosos gestos de despedida de los camareros para compartir un taxi que —según estableció la señora Dinsmore («Es mi cumpleaños y yo pago el taxi, ¡faltaría más!»)— dejaría primero a mademoiselle Bredin, que, al igual que la señora Dinsmore, iba sentada a mi lado (me adjudicaron el sitio entre las dos damas) y de vez en cuando dejaba caer sobre mi hombro su cabeza con ese pelo que olía tan bien, luego a mí y por último a la protagonista del cumpleaños, que vivía en algún punto del Marais, tuve que admitir que esa velada había terminado de forma distinta a como había imaginado.
Aunque fue, sin duda, una de las noches más divertidas que he vivido nunca.
* * *
Una semana más tarde estaba sentado un domingo con Adam Goldberg en los asientos de cuero rojo del café Les Éditeurs y le hablaba de Aurélie Bredin y de todos los curiosos enredos que se habían adueñado de mi vida en las últimas semanas.
En realidad, estábamos esperando a Sam, que había viajado hasta París con Adam, pero el dentista había ido al Champ de Mars a comprar miniaturas luminosas de la Torre Eiffel para sus hijos.
—
Oh, boy
—dijo Adam cuando le conté mi velada en La Coupole y las falsas llamadas de Silvestro—. Estás jugando con fuego, espero que lo sepas. ¿No podrías mentir un poco menos?
—¡Mira quién habla! —repliqué—. ¡Permíteme recordarte que todo este asunto del seudónimo y la foto del escritor fue idea tuya! —Yo no estaba acostumbrado a ver intranquilo a mi amigo, siempre tan imperturbable—. Eh, Adam, ¿qué pasa? —pregunté—. Siempre me estás diciendo que soy un gallina y ahora me echas un sermón.
Adam levantó la mano con gesto tranquilizador.
—Está bien, está bien… Pero antes era algo profesional. Ahora todo el asunto está tomando un cariz personal. Eso no me gusta. —Tamborileó con los dedos en el asiento de cuero—. Me parece peligroso, amigo, en serio. Me refiero a que es una
mujer
, André. Tiene
sentimientos
. ¿Qué crees que pasará si se entera de que le estás tomando el pelo, de que la estás engañando? Luego esa chica cogerá un cabreo monumental, irá a la editorial y llorará ante monsieur Monsignac y todo eso… Y entonces tú podrás ir recogiendo tus cosas.
Sacudí la cabeza.
—Mi plan es absolutamente perfecto —dije—. Aurélie jamás sabrá la verdad, a menos que tú le digas algo.
Desde mi velada en La Coupole había tenido tiempo suficiente para pensar cómo iba a seguir actuando. Y había decidido hacer llegar pronto a mademoiselle Bredin otra carta de Robert Miller en la que el escritor le propusiera fijar una fecha para la cena en Le Temps des Cerises. Yo sabía perfectamente cuándo iba a ser esa cita: el día del cumpleaños de Aurélie Bredin.
Pero esta vez la carta tenía que llegar directamente desde Inglaterra. Y por eso le había pedido a Adam que se la llevara y la echara en un buzón de Londres. Por qué Robert Miller no volvería a aparecer era algo que aún no había pensado. Sólo sabía que esa noche yo tendría que estar allí por algún motivo que todavía tenía que inventar. Y, en cualquier caso, lo que tenía claro era que la nueva anulación de la cita, que sería repentina, no podría llegar esta vez a través de mí.
Eso habría resultado demasiado chocante.
Ahora que estaba con el agente inglés de Robert Miller sentado en el café-restaurante donde lectores y editores se reunían para hablar de literatura más o menos elevada ante estanterías de libros que cubrían las paredes, se me pasó por la cabeza una idea que cada vez me iba gustando más. Pero había que pulirla un poco para que Adam Goldberg participara en ella. Así que me quedé callado y escuché los argumentos de mi amigo.
—¿Y si la chica se entera de la lectura en público y decide asistir? No podemos meter a mi hermano en tu lío amoroso, eso sería demasiado complicado. Para Sam ya ha sido un problema ocultarle a su mujer el verdadero motivo de su viaje a París. —Me miró—. Y antes de que lo preguntes: no, no se ha quitado la barba. A mi cuñada le gusta mucho la barba. Podría pensar que Sam tiene una amante, y mi hermano no quiere arriesgarse.
Asentí.
—Está bien, no importa. En realidad, no pasa nada si un autor se deja crecer la barba, ¿no? Pero no debe irse de la lengua. No tiene mujer. Vive solo con su pequeño perro
Rocky
, ¿recuerdas?, en su estúpido
cottage
.
(Adam se había mostrado muy orgulloso de su invención de
Rocky
cuando escribimos la breve biografía del autor. «Un perrito así es todo un éxito», había dicho. «¡Las mujeres caen como moscas!»).
—Todo eso se lo puedes decir a él personalmente —dijo Adam mirando el reloj—. ¿Dónde se habrá metido?
Los dos miramos automáticamente hacia la puerta, pero Sam Goldberg se tomó su tiempo. Adam dio otro trago a su whisky escocés y se reclinó en el asiento de cuero.
—¡Vaya mierda que aquí no se pueda fumar en ningún sitio! —dijo—. No me esperaba que vosotros los franceses os resignarais así.
Liberté toujours
, ¿no?
—Sí, mala suerte —contesté—. ¿Conoce tu hermano el argumento de la novela?
Adam asintió.
—Bueno —dijo, volviendo a sus temores—, ¿qué vas a hacer si mademoiselle Bredin se entera de la lectura?
Me reí con arrogancia.
—Adam —dije—. Ella es
cocinera
. Una vez leyó un libro, y casualmente ése era
mi
libro. No es una persona que asista habitualmente a lecturas de libros,
tu vois?
Además, todo ese lío tendrá lugar en una pequeña librería de la Île Saint-Louis. Ella no frecuenta esa zona. Y aunque lea la entrevista en
Le Figaro
… eso sale como pronto un día después, y para entonces… ¡abracadabra! Todo habrá pasado.
Por primera vez en mi carrera como editor estaba contento de que en este caso el marketing hubiera funcionado de forma «subóptima», como había dicho Michelle Auteuil:
—Pero las librerías mejor situadas ya no están libres, y aunque Robert Miller no es un desconocido, tampoco atrae tanto al público como para que los libreros se peleen por él, al menos no todavía. —Me había mirado a través de sus gafas negras—. En tales circunstancias podemos estar más que satisfechos con la Librairie Capricorne. El propietario es un señor mayor encantador que encarga la novela por lotes y tiene una clientela fija. Seguro que la librería se llenará.
A mí también me pareció que podíamos estar satisfechos.
Adam no estaba muy convencido.
—¡Abracadabra! —repitió, y la palabra sonó muy cómica en su acento inglés—. Lo que tú digas, Andy. A pesar de todo, me pregunto si no sería mejor dejar a un lado toda esa historia de mademoiselle Bredin. Por lo que me has contado, me parece algo excéntrica. Bastante
strange
, la chica. ¿Es que no puedes dejar ese asunto?
—
Non
—contesté.
—
Okay
—dijo Adam.
Luego guardamos silencio durante un rato.
—Entiéndelo, Adam —dije yo finalmente—. No es una chica cualquiera. ¡Es
la
chica!
The one and only
. Y no es un poco
strange
… Sólo tiene mucha fantasía y cree en fuerzas superiores, en el destino. Ya sabes, el hado. —Eché tres cucharadas de azúcar en mi café expreso, lo removí y bebí un sorbo del líquido caliente y dulce.
—El hado —repitió Adam, y soltó un suspiro.
—Sí, ¿qué hay de raro en ello? En cualquier caso, enseguida voy a hacer que Robert Miller se muera. En cuanto pase la cena en Le Temps des Cerises, el bueno y viejo Miller desaparecerá de la escena.
—¿Quiere decir eso que no vas a seguir escribiendo? —Adam, alarmado, se incorporó.
—Sí —dije—, así es. Esta doble vida me resulta muy estresante. A fin de cuentas, yo no soy James Bond.
—¿Estás loco? —dijo Adam muy alterado—. ¿Ahora que la novela va tan bien quieres tirar la toalla? ¿Cuántos ejemplares habéis vendido hasta ahora? ¿Cincuenta mil? Piensa un poco. Sabes escribir bien y serías un estúpido si no siguieras haciéndolo. Tienes potencial. Y en otros países también están despertando. En mi mesa están las primeras ofertas de Alemania, Holanda y España. Créeme, queda mucha tela que cortar. Y la segunda novela la colocaremos un poco más arriba. ¡Vamos a convertirla en un
bestseller
!