Esto era mentira, pero también era verdad. En realidad, a París vendría un dentista que iba a contestar un par de preguntas y firmar un par de libros como si fuera Miller.
Para él fue un golpe muy duro que su mujer lo abandonara, y desde entonces le cuesta tomar decisiones. En cualquier caso, si viniera a París para una lectura en público sería para mí un placer reservarle a usted una, o mejor dicho, dos invitaciones.
Hice una pausa y repasé la carta. Todo sonaba muy creíble, me pareció. Y, ante todo, el conjunto no era nada
grosero
. Y entonces lancé mi primer anzuelo:
Querida mademoiselle Bredin, espero haber respondido a sus preguntas con este email. Me gustaría poder ayudarla más, pero entenderá que no puedo ponerme por encima de los deseos (y derechos) de nuestro autor. En cualquier caso (y si me promete que no divulgará el secreto), a lo mejor se puede organizar un encuentro informal.
Casualmente, me reuniré con Robert Miller el próximo viernes para hablar con él de su nuevo libro. Ha sido una idea imprevista, ese día él tiene cosas que hacer en París y, aunque no dispone de mucho tiempo, nos vamos a ver para cenar. Si le apetece y tiene tiempo de organizarse, tal vez podría dejarse caer por allí, como por casualidad, y brindar con nosotros, de este modo tendría al menos la oportunidad de saludar personalmente a su autor favorito.
Es lo único que puedo hacer por usted de momento, y lo hago sobre todo para que no vuelva a escribirme emails con un tono tan ofendido.
Bien, ¿qué le parece?
Era lo mejor y
más inmoral
que podía hacer por ella de momento y estaba bastante seguro de que Aurélie Bredin iba a morder el anzuelo. Era inmoral sobre todo porque al final la persona que le interesaba no iba a acudir a la cena. Pero eso no podía saberlo mademoiselle Bredin.
Envié el mensaje con «muy cordiales saludos» y me dirigí con paso firme a mi mesa para coger una hoja de papel y un bolígrafo.
Seguro que ella
venía
, sobre todo cuando leyera la carta de Robert Miller que me disponía a escribir. Me senté a la mesa, me serví una copa de vino y di un buen trago.
«
Dear Miss Bredin
», escribí con letra pomposa.
Y luego estuve un rato sin escribir nada. Estaba delante de un papel en blanco y ni siquiera sabía cómo empezar. Mi facilidad de palabra había desaparecido. Tamborileé con los dedos en la mesa y traté de pensar en Inglaterra.
¿Cómo escribiría un tipo que se llamaba Miller y que vivía solo y abandonado en un
cottage
? ¿Y cómo debía reaccionar a las preguntas de mademoiselle Bredin? ¿Era una casualidad que la protagonista de su novela fuera igual que la autora de la carta? ¿Era un misterio? ¿Ni siquiera él mismo se lo podía explicar? ¿Era una larga historia que algún día él le contaría a ella con calma?
Saqué la foto de Aurélie Bredin de la cartera, dejé que ella me sonriera y me perdí en agradables fantasías.
Pasado un cuarto de hora me puse de pie. Aquello no tenía ningún sentido.
—Mister Miller, no es usted nada disciplinado —dije con tono de reproche.
Era poco después de las diez, el paquete de tabaco estaba vacío y necesitaba comer algo cuanto antes. Me puse el abrigo e hice un gesto de despedida hacia la mesa.
—Enseguida vuelvo, entretanto puede ir usted pensando algo —dije—. Ya se le ocurrirá algo… ¡es usted escritor!
Seguía lloviendo cuando empujé la puerta de cristal empapada de La Palette, que a esa hora estaba bastante lleno. Me rodeó un animado barullo de voces y vi que en la parte posterior del bistró, en penumbra, estaban todas las mesas ocupadas.
La Palette, con sus sencillas mesas de madera y las paredes atestadas de cuadros, era muy frecuentado por artistas, galeristas y estudiantes, pero también por la gente del mundo editorial. Iban allí a comer o simplemente a tomar un café o una copa de vino. El viejo local estaba a sólo dos pasos de mi casa. Yo iba allí con frecuencia y casi siempre me encontraba a algún conocido.
—
Salut, André! Ça va?
—Nicolas, uno de los camareros, me saludó con la mano—. Un tiempo de perros, ¿no?
Me sacudí un par de gotas y asentí.
—Pues sí.
Me abrí paso entre la gente, me acerqué a la barra y pedí un
croque-monsieur
y una copa de vino tinto.
Curiosamente, el alegre bullicio que reinaba a mi alrededor me sentó bien. Me bebí el vino, di un mordisco al pan caliente, pedí otra copa de vino y eché un vistazo al local. Después de un día tan ajetreado, noté cómo la tensión iba disminuyendo y me sentía más relajado. A veces bastaba con alejarse un par de pasos de un problema para verlo todo mejor. Escribir una carta como Robert Miller era un juego de niños. Al fin y al cabo, se trataba tan sólo de insistir en la idea fija de Aurélie Bredin hasta conseguir interponerme entre el autor y ella.
No siempre era una ventaja trabajar en un sector que vivía exclusivamente de palabras, historias e ideas, y había habido momentos de mi vida en los que me habría gustado tener algo más palpable, más real, más monumental, algo que se creara con las manos, como hacer una estantería de madera o un puente, algo que fuera más materia y menos espíritu.
Cada vez que veía la Torre Eiffel alzarse tan audaz e imperturbable en el cielo de París pensaba con orgullo en mi bisabuelo, un ingeniero que ideó muchos inventos y participó en la construcción de ese impresionante monumento de hierro y acero.
¡Qué magnífica sensación debía de ser poder crear algo así!, me había dicho yo con frecuencia. Aunque en ese momento no me habría querido cambiar por mi bisabuelo. Yo no podía construir ninguna Torre Eiffel (ni siquiera una estantería de madera, la verdad), pero sabía manejar las palabras. Podía escribir cartas e inventar la historia adecuada. Algo que sedujera a una mujer romántica que no creía en las casualidades.
Pedí otra copa de vino tinto y me imaginé la velada con Aurélie Bredin, a la que pronto le seguiría, de eso estaba seguro, una cena mucho más íntima en Le Temps des Cerises. Sólo tenía que mover los hilos con habilidad. Y un día, cuando Robert Miller llevara ya mucho tiempo olvidado y tuviéramos muchos maravillosos años de convivencia a nuestras espaldas, tal vez incluso le contara toda la verdad. Y nos reiríamos los dos juntos.
Ése era el plan. Pero, naturalmente, nada salió según lo previsto.
No sé por qué, pero de algún modo las personas no pueden evitarlo. Hacen planes y planes. Y luego se sorprenden si esos planes no funcionan.
Y así estaba yo, sentado en la barra y recreándome en mis visiones de futuro, cuando alguien me dio un golpecito en el hombro. Una cara sonriente apareció ante mí y enseguida regresé al presente.
Delante de mí estaba Silvestro, mi viejo profesor, con el que había dado algunas clases el año anterior para refrescar mi italiano ya oxidado.
—¡
Ciao
, André, me alegro de verte! —dijo—. ¿Quieres sentarte con nosotros? —Señaló una mesa a su espalda en la que había dos hombres y tres mujeres. Una de ellas, una atractiva pelirroja con pecas y una bonita boca, nos miró sonriendo. Silvestro siempre andaba rodeado de chicas especialmente guapas.
—Ésa es Giulia —dijo Silvestro, guiñándome un ojo—. Una nueva alumna. Preciosa, y todavía hay posibilidades… —Hizo un gesto a la pelirroja—. Bueno, ¿qué? ¿Vienes?
—Es muy tentador —dije, sonriendo—, pero no, gracias. Tengo cosas que hacer.
—¡Ay, ahora olvídate del trabajo! Trabajas demasiado. —Silvestro gesticuló.
—No, no. Esta vez es un asunto privado —dije yo con ademán pensativo.
—Aaaah, quieres decir que… tienes un plan, ¿no? —Silvestro me miró con picardía y esbozó una sonrisa.
—Sí, se podría decir que sí. —Le devolví la sonrisa y pensé en el papel en blanco que había dejado en casa y que de pronto empezaba a llenarse de palabras y frases. Me entró mucha prisa.
—
Pazzo
, ¿por qué no me lo has dicho? ¡Bueno, entonces no quiero ser un estorbo! —Silvestro me dio un par de palmadas en el hombro antes de volver a su mesa.
—¡Chicos, tiene planes! —oí que decía, y los demás hicieron gestos y se rieron.
Cuando me dirigí hacia la puerta abriéndome paso entre los clientes que charlaban y bebían en la barra, creí ver durante unas décimas de segundo una figura esbelta de pelo largo, rubio y oscuro que estaba sentada al fondo y gesticulaba ostensiblemente.
Sacudí la cabeza. ¡Qué locura! Aurélie Bredin estaba en ese momento en su pequeño restaurante de la Rue Princesse. Y yo estaba un poco bebido.
Entonces se abrió la puerta, entró un chorro de aire frío y con él un hombre desgarbado con el pelo rizado y rubio y una chica morena con un abrigo rojo carmín que se pegaba mucho a él.
Parecían muy felices y me aparté para dejarles pasar. Luego salí a la calle con las manos en los bolsillos.
En París hacía frío y llovía, pero el tiempo no importa cuando se está enamorado.
—En el fondo, todo esto te parece una locura, ¿verdad? ¡Admítelo sin reparos!
Llevaba ya un buen rato sentada con Bernadette en La Palette, que esa tarde estaba lleno hasta los topes. Habíamos conseguido una mesa al fondo, junto a la pared, y nuestra discusión ya no se centraba en
Vicky Cristina Barcelona
, la película que acabábamos de ver, sino en lo realistas o poco realistas que eran las expectativas de una tal Aurélie Bredin.
Bernadette suspiró.
—Yo creo que, a la larga, tal vez sería mejor centrar las energías en proyectos más realistas; de lo contrario, luego volverás a sentirte decepcionada.
—¡Aja! —admití—. Pero si esa tal Cristina se lía con un español completamente desconocido que le dice que le gustaría irse a la cama no sólo con ella, sino también con su amiga, ¿eso a ti te parece
realista
?
Nuestras opiniones sobre la protagonista de la película eran bastante diferentes.
—Yo no he dicho eso. Sólo he dicho que me parece
comprensible
. Al fin y al cabo, el tipo es sincero. Eso me gusta. —Me sirvió un poco de vino—. ¡Dios mío, Aurélie! Es sólo una película. ¿Por qué te pones así? A ti te parece poco creíble lo que pasa, a mí me parece creíble. A ti te ha caído mejor Vicky, a mí Cristina. ¿Tenemos que discutir por eso?
—No. Lo que pasa es que me molesta que midas las cosas con un doble rasero. Sí, puede que sea poco probable que ese hombre me conteste, pero
no
es poco realista —dije yo.
—¡Ay, Aurélie! No se trata de eso. Hoy te he ayudado a buscar información sobre ese autor en internet. Todo esto me parece muy divertido y emocionante. Pero no me gustaría que volvieras a sufrir una desilusión. —Me cogió de la mano y suspiró—. Parece que se te dan bien las historias desesperadas, ¿sabes? Primero estuviste con ese extraño diseñador gráfico que cada dos semanas desaparecía y estaba un poco loco. Y ahora sólo hablas de ese misterioso autor que, aparte de lo que tú interpretas en su novela, parece ser un tanto difícil.
—Eso es lo que dice ese raro cancerbero. ¿Sabes tú si es verdad? —Me quedé callada y, ofendida, hice unos dibujos con el tenedor en la servilleta.
—No, no lo sé. Escucha, yo sólo quiero que seas feliz. Y a veces tengo la sensación de que te entusiasmas con cosas que no pueden salir bien.
—Pero un pediatra… eso sí sale bien, ¿no? —repliqué—. Es algo muy realista.
Búscate mejor un pediatra agradable en vez de encapricharte siempre de cosas tan poco realistas, me había dicho Bernadette cuando, al salir del cine, me pregunté en voz alta cuánto tardaría en llegar una carta desde Inglaterra a Francia.
—Vale, no debí decir eso del pediatra —dijo ella ahora—. Aunque ese Olivier es realmente agradable.
—Sí, un tipo aburrido muy agradable. —En verano, cuando yo todavía estaba con Claude, Bernadette me había presentado en su fiesta de cumpleaños al doctor Olivier Christophle, y desde entonces no había perdido la esperanza de que alguna vez formáramos pareja.
—Sí, sí, tienes razón —dijo Bernadette, moviendo la mano en el aire—. No es lo bastante excitante. —Una ligera sonrisa jugueteó en sus labios—. Está bien. De momento esperaremos impacientes a ver cuánto tiempo necesita el servicio de correos para traer una carta desde Inglaterra a París. Y me gustaría que siguieras manteniéndome al tanto de este asunto, ¿de acuerdo? Y si alguna vez llega el momento de salir con un pediatra aburrido muy agradable, puedes decírmelo tranquilamente.
Arrugué la servilleta y la lancé sobre mi plato, en el que todavía se veían restos de una tortilla de jamón.
—
D'accord!
Lo haremos así —dije, y busqué el monedero en el bolso—. Te invito.
Noté un leve soplo de aire en la espalda y encogí los hombros tiritando.
—¿Por qué la gente tiene que dejar la puerta tanto tiempo abierta? —dije, y acerqué la bandejita con la cuenta.
Bernadette me miró estupefacta, luego guiñó los ojos.
—¿Qué pasa? ¿Es que he dicho ya algo malo? —pregunté.
—No, no. —Bajó rápidamente la mirada y en ese momento me di cuenta de que no me había mirado a mí—. Vamos a tomar un café —dijo. Alcé las cejas con gesto de sorpresa.
—¿Desde cuándo tomas café a estas horas? Siempre dices que luego no puedes dormir.
—Pues ahora me apetece tomar un café. —Me miró como si quisiera hipnotizarme y sonrió—. Mira, mira —dijo, y sacó del bolso una cartera de piel—. ¿Has visto estas fotos de Marie? Es en casa de mis padres, en Orange, en el jardín.
—No… Bernadette… ¿qué… qué significa esto? —Noté que sus ojos observaban intranquilos a través de mí—. ¿Qué estás mirando?
Bernadette veía todo el bistró mientras que yo estaba frente a una pared forrada de tablas de madera de la que colgaba un cuadro.
—Nada. Estoy buscando al camarero. —Parecía inquieta e hice ademán de volverme—. ¡No te vuelvas! —siseó Bernadette, agarrándome del brazo, pero ya era demasiado tarde.
En el centro de La Palette, justo en el paso hacia la parte posterior del bistró, donde estábamos sentadas nosotras, estaba Claude esperando para ocupar una mesa junto a la ventana en la que el camarero en ese momento estaba cobrando. Con un brazo envolvía cariñosamente a una joven que, con su pelo negro y sus mejillas rosadas, parecía una princesa mongola. Llevaba un entallado abrigo rojo adornado con un diminuto volante en los puños y en el bajo. Y era evidente que estaba embarazada.