—Siento muchísimo lo de ayer por la tarde —dijo—. Yo… Dios mío… me quedé pasmado cuando la vi delante de mí como caída del cielo. Sólo podía mirarla, estaba tan guapa con su vestido rojo… como si fuera de otra galaxia.
Respiré profundamente y me mordí el labio.
—Ya pensaba que no se acordaba de mí —dije aliviada.
—¡No, no! —exclamó él—. ¡No debe pensar eso, por favor! Me acuerdo de todo… de su bonita carta, la foto… En un primer momento no pensé que pudiera ser
realmente
usted, Aurélie. Y estaba tan aturdido por toda esa gente, todos querían algo de mí, y mi editor y el agente no dejaban de mirar y escuchar lo que decíamos. Y de pronto no sabía muy bien lo que podía decir. —Suspiró—. Y ahora me da miedo de que me tome usted por un
idioto
…
—Por supuesto que no —repliqué con las orejas calientes—. Está todo bien.
—Dios mío, debí de volverme loco. Por favor, tiene que disculparme. No me
sienta
bien entre tanta gente, ¿sabe? —añadió, compungido—. No se enfade conmigo.
¡
Mon Dieu
, qué mono era!
—Claro que no estoy enfadada con usted, mister Miller —me apresuré a decir.
Oí un ruido a mi espalda y vi que Suzette seguía nuestra conversación con gran interés. Decidí ignorarla y me incliné sobre el libro de reservas.
Robert Miller soltó una exclamación de alivio.
—Es
tan
amable por su parte, Aurélie… ¿puedo llamarla Aurélie?
—Sí, naturalmente. —Asentí y habría podido seguir hablando por teléfono para siempre.
—Aurélie… ¿puedo esperar que almuerce conmigo? ¿O ya no quiere invitarme a su bonito y pequeño restaurante?
—¡Sí, claro que quiero! —exclamé, y pude ver las interrogaciones en los ojos de Suzette, que seguía detrás de mí—. Basta con que me diga cuándo puede usted.
Robert Miller guardó silencio un instante y oí un ruido de papeles.
—¿Qué tal el 16 de diciembre? Por la mañana tengo algo que hacer cerca de París, pero la tarde es toda suya.
Cerré los ojos y sonreí. El 16 de diciembre era mi cumpleaños. Y era lunes. Por lo que se veía, de momento todas las cosas importantes de mi vida pasaban los lunes.
Un lunes había encontrado el libro de Miller en la pequeña librería. Un lunes había visto en La Palette al infiel Claude con su novia embarazada. Un lunes había visto por primera vez a Robert Miller en una lectura de la que me enteré en el último momento. Un lunes que además era el día de mi cumpleaños iba a tener una pequeña cena privada con un escritor sumamente interesante. Si la cosa seguía así, seguro que me casaría un lunes y me moriría un lunes, y la señora Dinsmore echaría agua a las plantas de mi tumba con su regadera.
Sonreí.
—¿Hola? ¿Mademoiselle Aurélie? ¿Sigue usted ahí? —La voz de Miller sonaba intranquila—. Si el lunes no es un buen día para usted, podemos buscar otro. Pero tenemos que cenar juntos, insisto.
—
Cenaremos
juntos. —Solté una risa de felicidad—. El lunes 16 de diciembre a las ocho. Me alegro mucho de hablar con usted, monsieur Miller.
—No puede alegrarse tanto como yo —dijo él. Luego añadió vacilante—: ¿Puedo pedirle un pequeño favor más, mademoiselle Aurélie? No le diga nada de nuestra cita a monsieur Chabanais. Es muy agradable, pero a veces resulta demasiado… ¿Cómo se dice…? Trabajador. Si se entera de que estoy en París querrá verme y entonces no
teneremos
tiempo para nosotros…
—No se preocupe, mister Miller. Estaré más callada que un muerto.
Cuando colgué, Suzette me miró con los ojos muy abiertos.
—
Mon Dieu
, ¿quién
era
ese hombre? —preguntó—. ¿Te ha hecho una proposición?
Sonreí.
—Es el hombre que va a ser mi cliente en el restaurante el 16 de diciembre. ¡Mi único cliente!
Y con estas crípticas palabras dejé plantada a la atónita Suzette y abrí el restaurante.
El encuentro con Robert Miller sería mi pequeño secreto.
* * *
No sin motivo se llama a París la Ciudad de la Luz. Y yo creo que es precisamente en diciembre cuando más se merece ese nombre.
Por muy gris que sea noviembre con toda su lluvia y esos días en los que se tiene la sensación de que nunca se hace realmente de día, todos los años en diciembre París se convierte en un resplandeciente mar de luz. Da la impresión de que un hada ha volado por encima de las calles de la ciudad y ha cubierto las casas con polvo de estrellas. Y cuando se recorre por la tarde, la ciudad decorada de Navidad resplandece en la oscuridad como un cuento en blanco y plata.
Los grandes árboles de los Champs-Élysées están adornados con miles de pequeñas luces; los niños, y también los adultos, contemplan asombrados los escaparates de las Galeries Lafayette, de Printemps o de los pequeños y encantadores almacenes Le Bon Marché, y admiran los brillantes adornos; por las callejuelas y los grandes bulevares se ve a gente con bolsas de papel adornadas con cintas y lazos y llenas de regalos de Navidad; ya no hay largas colas delante de los museos, los fines de semana previos a la Navidad incluso se puede pasar sin problema frente a la
Mona Lisa
y admirar su misteriosa sonrisa. Y por encima de todo resplandece la Torre Eiffel, el grandioso y afiligranado símbolo de la ciudad, punto de fuga de todos los amantes que visitan París por primera vez.
Había ido allí dos veces con la pequeña Marie, la hija de Bernadette, a patinar sobre hielo.
Patiner sur la Tour Eiffel
, anunciaba el cartel azul cielo que mostraba una Torre Eiffel pintada de blanco y delante una pareja de patinadores antiguos. Marie insistió en subir a pie por las escaleras de hierro hasta la primera planta. Hacía años que no iba a la Torre Eiffel, y cada poco me paraba para mirar hacia abajo entre las estructuras de hierro, que de cerca resultaban gigantescas. El aire frío y la subida me dejaron sin respiración, pero cuando llegamos arriba y dimos unas vueltas sobre el hielo, contemplamos, con las mejillas rojas y los ojos brillantes, la resplandeciente ciudad, y por un momento tuve la sensación de volver a ser una niña.
Hay algo en las Navidades que siempre nos hace volver a nosotros mismos, a nuestros recuerdos y deseos, a nuestro espíritu infantil, que sigue esperando impaciente y con los ojos muy abiertos ante las misteriosas puertas tras las cuales se esconde el milagro.
El crujido del papel, palabras susurradas, velas encendidas, ventanas adornadas, el olor a canela y clavo, deseos escritos en una hoja o lanzados al cielo que tal vez se cumplan… las Navidades despiertan, se quiera o no, ese deseo eterno de lo maravilloso. Y eso tan maravilloso no es algo que se pueda poseer o retener, no
pertenece
a uno, pero está siempre ahí como algo que se recibe como un regalo.
Apoyé la cabeza en la ventanilla del taxi, que en ese momento cruzaba el Sena, y observé el río, que brillaba con el sol. En el regazo, envuelto en papel de seda, llevaba el abrigo rojo. Bernadette, que me había invitado esa mañana a desayunar, me lo había regalado por mi cumpleaños.
Aquel 16 de diciembre había empezado de forma muy prometedora. En realidad, había comenzado la tarde anterior, cuando, después de que todos los clientes hubieran abandonado el restaurante, brindamos con champán por mi treinta y tres cumpleaños: Jacquie, Paul, Claude, Marie y Pierre, nuestro joven pinche de cocina, el más joven de todos con sus dieciséis años, Suzette, que se había pasado toda la tarde dándome a entender que había una sorpresa para mí, y Juliette Meunier, que desde la segunda semana de diciembre nos ayudaba casi todas las noches a servir las mesas.
Jacquie había preparado una deliciosa tarta de chocolate con frambuesas, de la que tomamos un trozo; y él fue quien me dio un enorme ramo de flores en nombre de todos. También había recibido algunos paquetes envueltos con papel de colores: una gruesa bufanda con unos guantes de punto a juego de parte de Suzette, un pequeño cuaderno de notas con dibujos orientales de parte de Paul, y de Jacquie, un saquito de terciopelo con conchas que contenía un billete de tren.
Había sido un momento bonito, casi familiar, estar todos juntos en el restaurante y brindar con champán por mi nuevo año de vida. Y cuando hacia las dos de la madrugada me tapé con la colcha en la cama, me dormí pensando que al día siguiente por la tarde iba a tener un excitante encuentro con un atractivo escritor al que no conocía pero creía conocer.
El taxista pasó por un bache y el papel que envolvía el abrigo crujió.
—¡Estás loca! —había exclamado yo mientras desenvolvía el enorme paquete que estaba sobre la mesa del desayuno—. ¡El abrigo rojo! Estás realmente loca, Bernadette, ¡es demasiado caro!
—Te va a traer suerte —había contestado Bernadette cuando me abrazó con lágrimas en los ojos—. Esta tarde… y siempre que te lo pongas.
Y así fue como me encontré aquella tarde del 16 de diciembre con un abrigo rojo carmesí delante de Le Temps des Cerises, que en realidad cerraba los lunes. Una aventurera envuelta en el perfume de Heliotrope y el color de la felicidad.
Media hora más tarde estaba en la cocina preparando la cena. Era mi cena de cumpleaños, pero también, y sobre todo, el menú con el que quería agradecer que un horrible y desgraciado día de noviembre hubiera acabado con una sonrisa… una sonrisa que abriría el camino hacia algo nuevo.
Y también era, naturalmente, mi primera cena con Robert Miller.
Había estado pensando mucho acerca de con qué placeres culinarios quería impresionar al escritor inglés, y al final había llegado al
menu d'amour
que mi padre me había legado.
Ese menú no era, sin duda, lo más refinado que la cocina francesa podía ofrecer, pero tenía dos ventajas innegables: era sencillo y lo podía preparar perfectamente de modo que durante la cena pudiera centrar toda mi atención en el hombre cuya llegada esperaba —tengo que admitirlo— con impaciencia.
Me puse el delantal blanco y vacié las bolsas que a mediodía había llenado en el mercado: canónigos frescos, dos tallos de apio, naranjas, nueces de macadamia, champiñones pequeños y blancos, un manojo de zanahorias, aguacates, cebollas rojas, berenjenas brillantes casi negras y dos granadas bien rojas, carne de cordero y beicon. Patatas, nata, tomates, especias y
baguettes
había siempre de sobra en la cocina, y el ligeramente amargo
parfait
de naranjas sanguinas con canela que, junto al
gâteaux au chocolat
, coronaba el
menu d'amour
, lo había preparado ya la tarde anterior.
De entrante pondría canónigos con champiñones frescos, aguacates, nueces de macadamia y pequeñas tiritas de beicon frito. Y por encima —y eso era lo especial— la deliciosa vinagreta de patata de papá.
Pero primero tenía que ocuparme del ragú de cordero, pues cuanto más tiempo permaneciera en el horno a baja temperatura, más tierna estaría la carne.
Lavé la rosada carne de cordero y la sequé con cuidado con un paño antes de trocearla, dorarla en aceite de oliva y apartarla. Luego escaldé los tomates en agua hirviendo, les quité la piel y retiré las pepitas.
Los tomates los añadiría a la olla al final, junto con el vino blanco, para que su fuerte aroma no dominara demasiado sobre el resto de verduras. Cogí una copa y me serví un poco del
pinot blanc
que iba a usar para el guiso.
Canturreando en voz baja partí las granadas y saqué los granos con un tenedor. Rodaron hacia mí como brillantes perlas rojas de agua dulce. Estaba acostumbrada a trabajar deprisa, y cuando un día me tomaba mi tiempo para preparar la comida, cocinar se convertía en una ocasión casi poética en la que me podía perder. Mi excitación inicial se fue apagando poco a poco con cada movimiento, y si al principio imaginaba cómo transcurriría la velada con Robert Miller y pensaba qué le quería preguntar, al cabo de un rato ya tenía las mejillas enrojecidas y el ánimo bastante más calmado.
El delicioso aroma del ragú de cordero inundó la cocina. Olía a tomillo y ajo. Las pequeñas hojas de los canónigos aguardaban lavadas y limpias en un gran colador de acero inoxidable, los champiñones estaban cortados en láminas finísimas, los aguacates troceados. Probé la vinagreta de patata y puse en la plancha metálica los pequeños
gâteaux au chocolat
, para que se terminaran de hacer. Luego me quité el delantal y lo colgué en un gancho. Eran poco más de la seis y media y ya estaba todo preparado. La botella de champán llevaba ya horas en el frigorífico. Sólo tenía que esperar.
Me dirigí a la sala del restaurante: había preparado una mesa en el hueco que había junto a la ventana. La parte inferior del cristal estaba cubierta por una cortina calada de algodón blanco para preservarnos a mi invitado y a mí de las miradas curiosas del exterior. En la mesa había un candelera de plata con una vela, y en el aparato de música esperaba un CD con
chansons
francesas.
Cogí la botella de
pinot blanc
y me serví un poco más de vino. Luego me acerqué con mi copa a la mesa y contemplé la noche.
La calle estaba oscura y solitaria. Las pocas tiendas que había en ella habían cerrado ya. Observé mi reflejo en el cristal. Vi a una joven llena de expectación, con un vestido de seda verde sin mangas, que levantaba lentamente la mano para soltar la cinta que recogía su pelo. Sonreí, y la joven del cristal sonrió también. Es posible que hubiera sido algo infantil volver a ponerme ese vestido de seda, pero había tenido la sensación de que era el único vestido que quería llevar esa noche.
Alcé mi copa y brindé con la mujer de cabello brillante de la ventana.
—Muchas felicidades por tu cumpleaños, Aurélie —dije en voz baja—. ¡Por que este día sea muy especial! —Y de pronto me sorprendí a mí misma al preguntarme hasta dónde iba a llegar esa velada.
Media hora más tarde, justo cuando estaba con dos grandes manoplas delante del horno y empujaba otra vez la parrilla caliente con la fuente del ragú de cordero dentro del horno, oí que alguien golpeaba con fuerza la ventana del restaurante. Sorprendida, me quité las manoplas y salí de la cocina. ¿Es que Robert Miller llegaba una hora antes de lo previsto a nuestra cita?
En ese momento vi el enorme ramo de rosas color champán que asomaba por la ventana. Luego me fijé en el hombre que me saludaba feliz detrás de las rosas. Pero ese hombre no era Robert Miller.