Desde que dos semanas antes Aurélie Bredin cruzó el paso de cebra saludando con la mano y desapareció por la calle de enfrente, había esperado y a la vez temido ese momento. No sé cuántas veces había visto en mi mente cómo transcurriría la velada del 16 de diciembre.
Pensaba en esa noche cuando visitaba a
maman
en el hospital; pensaba en esa noche cuando estaba en las reuniones de la editorial y pintaba pequeños monigotes en mi cuaderno de notas; pensaba en esa noche cuando iba de un lado a otro de la ciudad en el metro, cuando rebuscaba entre los maravillosos libros de fotos de Assouline, mi librería favorita, cuando me reunía con mis amigos en La Palette. Y cuando por la noche me tumbaba en la cama, también pensaba en ella.
Estuviera donde estuviera, fuera donde fuera, la idea de esa noche me acompañaba, y yo me preparaba para ella como un actor se prepara para el estreno de su obra de teatro.
Más de una vez tuve el teléfono en la mano para llamar a Aurélie Bredin y oír su voz, e invitarla de paso a un café, pero siempre había colgado por miedo a que me diera calabazas. No había sabido nada de ella desde el día en que nos encontramos «por casualidad» delante de su casa y más tarde mi amigo Adam había llamado a su restaurante haciéndose pasar por Robert Miller para quedar con ella.
Cuando me puse en camino hacia Le Temps des Cerises con mi ramo de flores y una botella de
crément
, estaba más nervioso de lo que lo había estado nunca. Y allí estaba yo, delante de la ventana, intentando mostrar una expresión natural y no demasiado alegre. Mi idea de pasarme por el restaurante de forma espontánea después del trabajo para felicitar (brevemente) a Aurélie Bredin por su cumpleaños (del que me había acordado por casualidad) debía resultar lo más natural posible.
Así que di unos golpecitos bastante fuertes en el cristal sabiendo que encontraría a la bella cocinera sola en el restaurante, y mi corazón latió casi con la misma fuerza.
Vi su cara de sorpresa y pocos segundos después se abrió la puerta de Le Temps des Cerises y Aurélie Bredin me miró con gesto interrogante.
—Monsieur Chabanais, ¿qué hace
usted
aquí?
—Felicitarla por su cumpleaños —dije, y le di el ramo de flores—. Todo lo mejor para usted… y que todos sus deseos se hagan realidad.
—¡Oh, muchas gracias! Es realmente muy amable por su parte, monsieur Chabanais. —Cogió las flores con ambas manos y yo aproveché la ocasión para colarme en el restaurante por delante de ella.
—¿Puedo entrar un momento? —Con una sola mirada descubrí la mesa que estaba preparada en el hueco de la ventana y me senté en una de las sillas de madera de la entrada—. ¿Sabe qué? Al ver hoy el calendario pensé de pronto: 16 de diciembre… había algo, había algo… Y entonces me acordé. Y pensé que a lo mejor le gustaría que le trajera un ramo de flores. —Le dirigí una seductora sonrisa y puse la botella de
crément
en la mesa que había a mi lado—. Ya la amenacé con venir un día a su restaurante, ¿se acuerda? —Abrí los brazos—.
Et voilà
… ¡aquí estoy!
—Sí… está usted aquí. —Era evidente que no se alegraba tremendamente de mi súbita aparición. Miró con apuro las espléndidas rosas y las olió—. Es… es un ramo precioso, monsieur Chabanais… pero… en realidad el restaurante está hoy cerrado.
Me di un golpe con la mano en la frente.
—Vaya, lo había olvidado. Entonces es una suerte que la encuentre aquí. —Me eché hacia delante—. Pero ¿qué hace usted aquí? ¿El día de su cumpleaños? No estará trabajando en secreto, ¿no? —Me reí.
Se volvió y sacó un jarrón de cristal de debajo del mostrador.
—No, claro que no. —Noté que su rostro adquiría un delicado tono rosa cuando fue a la cocina a llenar el jarrón de agua. Volvió y puso las rosas en el mostrador de madera, donde también estaban la caja y el teléfono.
—Bueno, pues… muchas gracias, monsieur Chabanais —dijo.
Me puse de pie.
—¿Significa eso que me echa sin darme al menos la oportunidad de brindar con usted por su cumpleaños? Eso me duele.
Sonrió.
—Me temo que no tengo tiempo. Ha llegado en un momento bastante inoportuno, monsieur Chabanais. Lo siento. —Interpretó un gesto de lástima y juntó las manos.
Hice como si descubriera en ese momento la mesa que estaba preparada junto a la ventana.
—¡Oh! —exclamé—.
Oh la là!
Está
esperando
a alguien. Parece que va a ser una velada muy romántica. —La miré. Sus ojos verdes oscuro brillaban—. Bueno, sea quien sea, puede sentirse afortunado. Hoy está usted especialmente guapa, Aurélie. —Pasé la mano por la botella, que todavía seguía en la mesa—. ¿Cuándo llegará su invitado?
—A las ocho —dijo ella, y se echó el pelo para atrás.
Miré el reloj. Las siete y cuarto. Dentro de pocos minutos llamaría Adam.
—Venga, mademoiselle Bredin, brindemos por usted aunque sea de pie —sugerí—. Son sólo las siete y cuarto. En diez minutos habré desaparecido. Abriré la botella.
Sonrió y supe que no iba a decir que no.
—Está bien —dijo suspirando—. Diez minutos.
Saqué un sacacorchos del bolsillo del pantalón.
—¿Ve? —dije—. Hasta me he traído herramientas. —Quité el corcho, que salió de la botella con un suave
plop
.
Serví el vino espumoso en dos copas que Aurélie había cogido de la vitrina.
—Entonces… ¡le deseo otra vez todo lo mejor! Es un honor para mí —dije, y chocamos nuestras copas. Me bebí el
crément
a grandes tragos e intenté mantenerme tranquilo, aunque el corazón me latía con tanta fuerza que temía que se pudiera oír. Comenzó la cuenta atrás. Enseguida sonaría el teléfono y entonces se vería si de verdad me tendría que ir. Miré mi copa, luego el bello rostro de Aurélie. Por decir algo, comenté—: No se la puede perder de vista ni dos semanas, ¿no? Se da uno la vuelta… y ya tiene usted un nuevo admirador.
Se sonrojó y sacudió la cabeza.
—¿Cómo? —dije—. ¿Es que le conozco?
—No.
Y entonces sonó el teléfono. Los dos miramos el mostrador, pero Aurélie Bredin no hizo ademán de ir hacia el aparato.
—Probablemente es alguien que quiere reservar —dijo—. Ni me molesto, está conectado el contestador automático.
Se oyó un clic, luego el mensaje del restaurante. Y entonces sonó la voz de Adam.
—Sí, buenas tardes, soy Adam Goldberg. Éste es un mensaje para Aurélie Bredin —dijo sin rodeos—. Soy el agente de Robert Miller y la llamo de su parte —prosiguió Adam, y vi cómo Aurélie Bredin palidecía—. Le habría gustado decírselo personalmente, pero Miller me ha pedido que anule la cita que tenía con usted esta noche. Debo decirle que lo siento. —Las palabras de Adam cayeron como una losa en la sala—. Él está… ¿cómo diría yo…?, muy confuso. Ayer por la tarde apareció su mujer de repente y… bueno… ella sigue con él y al parecer se va a quedar. Los dos tienen mucho que hablar, supongo. —Adam guardó silencio un instante—. Me resulta muy incómodo tener que molestarla con todos estos asuntos privados, pero para Robert Miller era muy importante que usted supiera que él… bueno… que tiene motivos de peso para anular la cita. Me encarga que le diga que lo siente mucho y que espera que le comprenda. —Adam se mantuvo unos segundos al teléfono, luego se despidió y colgó.
Miré a Aurélie Bredin, que estaba casi paralizada y agarraba su copa de champán con tanta fuerza que temí que le estallara en la mano.
Me miró fijamente, la miré fijamente, y durante un rato ninguno de los dos dijo una sola palabra.
Luego ella abrió la boca como si quisiera decir algo, pero no dijo nada. Vació su copa de un trago y la apretó contra su pecho. Miró al suelo.
—Bueno… —dijo, y su voz tembló de forma sospechosa.
Dejé mi copa y en ese momento me sentí como un canalla. Pero luego pensé: «
Le roi est mort, vive le roi!
», y decidí actuar.
—¿Había quedado con Robert Miller? —pregunté desconcertado—. ¿Solos en su restaurante? ¿El día de su cumpleaños? —Guardé silencio un instante—. ¿No es demasiado? Quiero decir, usted en realidad no lo
conoce
.
Me miró sin decir nada, y vi que los ojos se le inundaban de lágrimas. Luego se volvió a toda prisa y se quedó mirando por la ventana.
—Dios mío, Aurélie, yo… no sé qué debo decir. Es sencillamente… horrible, muy horrible. —Fui hacia ella. Lloraba casi en silencio. Puse con cautela mis manos sobre sus hombros temblorosos—. Lo siento. Dios mío, lo siento
tanto
, Aurélie —dije, y noté con sorpresa que era verdad. Su pelo olía ligeramente a vainilla y me habría gustado apartárselo y besarle la nuca. En lugar de eso le pasé la mano por los hombros con gesto tranquilizador—. Por favor, Aurélie, no llore —dije en voz baja—. Sí, ya sé… ya sé… duele que a una la dejen plantada… está bien… está bien…
—Miller me llamó. Quería verme a toda costa y dijo cosas tan bonitas por teléfono… —Sollozó—. Y yo… lo he preparado todo, he renunciado a hacer otras cosas… Después de la carta pensé que yo era algo especial para él… hacía tantas insinuaciones, ¿entiende? —De pronto, se volvió hacia mí y me miró con los ojos llenos de lágrimas—. Y ahora de repente vuelve su
mujer
y yo me siento… yo me siento… yo me siento
¡fatal!
Se tapó la cara con las manos y se echó en mis brazos.
Pasó un rato antes de que Aurélie se tranquilizara de nuevo. Yo estaba encantado de quedarme con ella para consolarla, le fui dando un pañuelo tras otro, confiando en que nunca se enterara de por qué estaba yo allí justo en el momento en que había sonado el contestador automático de Le Temps des Cerises lanzando a Robert Miller a una lejanía inalcanzable.
En algún momento —ya estábamos sentados uno frente al otro— me miró y dijo:
—¿Tiene usted un cigarrillo? Creo que necesito uno.
—Sí, claro. —Saqué un paquete de Gauloises. Cogió un cigarrillo y me miró pensativa.
—El último Gauloise me lo fumé con la señora Dinsmore… ¡en el
cementerio
! —Sonrió y se dijo a sí misma—: ¿Sabré alguna vez lo que pasa con esa novela?
Le acerqué una cerilla encendida.
—Es posible —respondí con vaguedad, y miré su boca, que durante unos segundos estuvo muy cerca de mi cara—. Pero no será esta noche.
Ella se echó hacia atrás y soltó el humo en el aire.
—No —dijo—. Y también me puedo ir olvidando de la cena con el autor.
Asentí con gesto comprensivo y pensé que se daban las condiciones ideales para una cena con el autor… aunque no se llamara Robert Miller.
—¿Sabe una cosa, mademoiselle Bredin? Ahora olvídese de ese Miller, es evidente que no sabe muy bien lo que quiere. Mírelo así: lo realmente importante es el libro. Esa novela le ha ayudado a olvidar sus penas. Es como si hubiera caído del cielo para salvarla. ¡A mí eso me parece grandioso!
Sonrió con timidez.
—Sí, es posible que tenga usted razón. —Entonces se echó hacia delante y me miró durante un rato en silencio—. Me alegro mucho de que esté usted aquí, monsieur Chabanais.
Le cogí la mano.
—Mi querida Aurélie: no puede usted ni imaginar lo contento que
yo
estoy de estar ahora aquí —dije con voz ronca. Luego me puse de pie—. Y ahora vamos a celebrar su cumpleaños. No puede ser que se quede aquí sentada y tan triste. No mientras yo pueda evitarlo. —Serví el resto del
crément
y Aurélie vació su copa de un trago y la dejó sobre la mesa—. Muy bien hecho —dije, y le di la mano para que se levantara—. ¿Puedo acompañarla hasta nuestra mesa, mademoiselle Bredin? Si me dice dónde guarda sus deliciosos manjares, traeré la comida y la bebida.
Naturalmente, Aurélie no permitió que nadie metiera la mano en su comida, pero sí pude ir con ella a la cocina y me encargó que abriera el vino y pusiera la ensalada en una fuente de loza mientras ella freía las tiritas de beicon en una pequeña sartén. Yo nunca había estado en la cocina de un restaurante y contemplé con asombro el fogón de ocho fuegos y la gran cantidad de ollas, sartenes y cazos que colgaban al alcance de la mano.
El primer vino tinto nos lo bebimos en la cocina, la segunda copa ya en la mesa.
—¡Está delicioso! —exclamaba yo una y otra vez hundiendo el tenedor en las delicadas hojas que brillaban bajo los trocitos de beicon.
Y cuando Aurélie salió de la cocina con una fuente de aromático ragú de cordero para ponerla en nuestra mesa, fui hasta el pequeño aparato que había debajo del mostrador de madera y puse música.
Georges Brassens cantó con voz insinuante
Je m'suis fait tout petit
, y pensé que todo hombre encuentra alguna vez en su vida una mujer por la que no le importa dejarse domar.
El cordero se deshacía en la boca y yo dije: «¡Pura poesía!», y Aurélie me contó que la receta, y en realidad todo el menú de esa noche, era de su padre, que había muerto en octubre, demasiado pronto.
—Cocinó por primera vez cuando conoció a mi… cuando… —tartamudeó y se sonrojó de pronto, no sé por qué—. Bueno, en cualquier caso, hace muchos, muchos años —dijo terminando la frase, y cogió su copa de vino.
Mientras nos tomábamos el ragú de cordero me habló de Claude, que la había engañado de forma tan increíble, y me contó la historia del abrigo rojo que le había regalado por su cumpleaños su mejor amiga, Bernadette, «la mujer rubia que estaba conmigo en la lectura, ¿se acuerda, monsieur Chabanais?».
Miré sus ojos verdes, no me acordaba de nada, pero asentí vehementemente.
—Debe de ser precioso tener una buena amiga así. ¡Tomemos una copa de vino a la salud de Bernadette!
Así que bebimos una copa a la salud de Bernadette y luego, a petición mía, brindamos por los bellos ojos de Aurélie.
Soltó una risita.
—No sea tonto, monsieur Chabanais.
—No, no lo soy —repliqué—. Nunca había visto unos ojos tan bonitos, ¿sabe? Pues no sólo son verdes, son como… dos valiosos ópalos, y ahora, a la luz de las velas, puedo ver en sus ojos el suave brillo de un ancho mar.
—¡Dios mío! —exclamó ella impresionada—. Es lo más bonito que he oído decir de mis ojos. —Y luego me habló de Jacquie, el jefe de cocina de gran corazón que echaba de menos el extenso mar de Normandía.
—Yo también tengo un corazón de oro —dije, y cogí su mano y la puse sobre mi pecho—. ¿Lo nota?
Ella sonrió.