—Sí, monsieur Chabanais, me lo creo —respondió muy seria, y dejó un rato su mano sobre mi corazón palpitante. Luego se puso de pie y se echó el pelo para atrás—. Y ahora,
mon cher ami
, saquemos el
gâteaux au chocolat
. Es mi especialidad. Y Jacquie siempre dice que un
gâteaux au chocolat
es dulce como el amor. —Se marchó a la cocina sin dejar de reír.
—Me lo creo a pies juntillas. —Fui tras ella a la cocina con la pesada fuente del ragú. Estaba algo embriagado por el vino, por la compañía de Aurélie, por esa velada tan maravillosa que no quería que acabara jamás.
Aurélie dejó los platos en la encimera y abrió el gigantesco refrigerador de acero inoxidable para sacar el
parfait
de naranja sanguina, del que me dijo que era sencillamente genial para acompañar el pequeño pastel de chocolate caliente («
C'est tout à fait genial!
», dijo), una irresistible mezcla de dulce chocolate y el delicado sabor amargo de la naranja sanguina. Escuché atento sus explicaciones, extasiado por el sonido de su voz. Seguramente tenía razón en todo lo que decía, pero creo que en ese momento
todo
me parecía irresistible.
En el restaurante sonaba
La fée clochette
, una canción que me gustaba mucho, y la tarareé mientras el cantante se explayaba diciendo cuántos whiskys se iba a beber y cuántos cigarrillos se iba a fumar para llevarse a la cama a esa maravillosa chica que todavía buscaba.
Je ferai cent mille guinguettes, je boirai cent mille whiskies.
Je fumerai cent mille cigarettes pour la ramener dans mon lit.
Mais j'ai bien peur que cette chérie n'existe juste que dans ma tête.
Mon paradis, ma fabulette, mon Saint-Esprit.
Ma fée clochette!
¡Yo había encontrado mi
fée clochette
! Estaba a un palmo de distancia de mí y hablaba con pasión del pequeño pastel de chocolate.
Aurélie cerró la puerta del refrigerador y se volvió hacia mí. Estaba tan cerca de ella que nos chocamos.
—¡Huy! —exclamó. Y luego me miró directamente a los ojos—. ¿Puedo preguntarle una cosa, monsieur Chabanais? —inquirió con tono conspirador.
—Puede preguntarme lo que usted quiera —susurré.
—Cuando por la noche bajo por las escaleras nunca me vuelvo porque tengo miedo de que haya algo detrás de mí. —Sus ojos estaban muy abiertos y me tiré de cabeza a ese suave mar verde—. ¿No le parece extraño?
—No —musité, e incliné mi cabeza hacia ella—. No me parece extraño. Todo el mundo sabe que nunca hay que volverse en una escalera a oscuras.
Y entonces la besé.
Fue un beso muy largo. En algún momento en que nuestros labios se separaron por un breve instante, Aurélie dijo en voz baja:
—Me temo que el
parfait
de naranja se está derritiendo.
La besé en el hombro, en el cuello, le mordisqueé la oreja con suavidad, y antes de volver de nuevo a su boca susurré:
—Me temo que vamos a tener que vivir con eso.
Y luego ninguno de los dos dijo nada más en mucho,
mucho
tiempo.
Mi cumpleaños acabó con una
nuit blanche
, una noche en blanco, una noche que no quería terminar.
Hacía mucho que había pasado la medianoche cuando André me ayudó a ponerme el abrigo rojo y, abrazados y sonámbulos, encontramos nuestro camino por las calles en silencio. Cada dos metros nos parábamos para besarnos y tardamos una eternidad en llegar al portal de mi casa. Pero el tiempo no importaba en esa noche que no conocía ni el día ni las horas.
Cuando me incliné para abrir la puerta, André me besó en la nuca. Cuando le guiaba de la mano por el pasillo, me rodeó desde atrás con su brazo y me tocó el pecho. Cuando estábamos en el dormitorio, André me apartó los tirantes del vestido y cogió mi cabeza entre sus manos con un gesto increíblemente tierno.
—Aurélie —dijo, y me besó tan fuerte que incluso me mareé—. Mi bella, bella hada madrina.
No hubo un solo momento en toda la noche en que nos soltáramos el uno al otro. Todo eran caricias, todo quería ser descubierto. ¿Hubo alguna parte de nuestros cuerpos que fuera olvidada, que no fuera cubierta de ternura, que no fuera conquistada con emoción? Creo que no.
Nuestra ropa cayó casi sin hacer ruido sobre el suelo de parqué y cuando nos hundimos en mi cama y nos perdimos en ella durante horas, lo último que se me habría ocurrido pensar era que André Chabanais era un auténtico farsante.
Cuando me desperté él estaba echado a mi lado, con la cabeza apoyada en la mano, y me sonrió.
—Estás tan guapa cuando duermes… —dijo.
Le miré e intenté conservar todos los detalles de esa mañana en que nos habíamos despertado juntos por primera vez. Su amplia sonrisa, los ojos marrones de pestañas negras, el pelo oscuro ligeramente rizado y totalmente despeinado, la barba que todavía dejaba ver gran parte de su cara y que había resultado más suave de lo que yo pensaba, la cicatriz blanca sobre la ceja derecha que de pequeño le había dejado una alambrada… y tras las puertas del balcón con las cortinas a medio echar, una mañana callada en el patio, las ramas del gran castaño, un trozo de cielo. Sonreí y cerré un momento los ojos.
—Estaba pensando que me gustaría retener esta mañana —dije, y con un par de besos sujeté sus dedos con los labios. Luego me dejé caer en la almohada con un suspiro—. Soy tan feliz… —dije—. Completamente feliz.
—Qué bonito —dijo, y me cogió en sus brazos—. Yo también lo soy, Aurélie. Mi Aurélie. —Me besó y estuvimos un rato tumbados, acariciándonos—. Hoy no me voy a levantar —murmuró André, y me pasó la mano por la espalda—. Nos quedaremos en la cama, ¿vale?
Sonreí.
—¿No tienes que ir a la editorial?
—¿Qué editorial? —murmuró, y su mano se deslizó entre mis piernas.
Solté una risita.
—Deberías avisar de que te vas a quedar en la cama todo el día. —Mi mirada se posó en el pequeño reloj de la mesilla—. Son casi las once.
Soltó un suspiro y retiró la mano con gesto de lástima.
—Es usted una pequeña aguafiestas, mademoiselle Bredin, siempre lo he pensado —dijo, y me agarró la punta de la nariz—. Está bien, llamaré a madame Petit y le diré que se me ha hecho tarde. O no, mejor aún, le diré que, por desgracia, hoy no puedo ir a trabajar. Y así podremos pasar un día estupendo, ¿qué te parece?
—Creo que es una idea genial. Tú arreglas tus asuntos y yo mientras tanto preparo un café.
—Lo haremos así. Aunque no me gusta apartarme de tu lado… —murmuró.
—No es por mucho tiempo —repliqué, y me envolví en una bata corta azul oscuro para ir a la cocina.
—¡Pero luego te la quitas enseguida! —gritó André, y yo me reí.
—¡Nunca tienes suficiente!
—No. ¡Nunca tengo suficiente de ti!
Ni yo de ti, pensé.
¡En ese momento me sentía tan segura, ay, tan segura!
Preparé dos tazas grandes de café
crème
mientras André hablaba por teléfono y desaparecía luego en el baño. Las llevé al dormitorio con cuidado. Aparté el libro de Robert Miller, que seguía encima de la mesilla, y dejé las tazas.
¿Era posible que el
menu d'amour
hubiera hecho efecto? En vez de cenar con un escritor inglés lo había hecho con un editor francés, y de pronto los dos nos veíamos con otros ojos, casi como Tristan e Isolda, que por equivocación bebieron juntos la poción amorosa y luego ya no pudieron vivir separados. Yo recordaba aún lo mucho que de niña me impresionó la ópera que papá me llevó a ver. Y el asunto de la poción mágica me había resultado especialmente excitante.
Sonriendo, recogí la ropa que estaba tirada por toda la habitación y la dejé en la silla que había junto a la cama. Al coger la chaqueta de André algo se cayó al suelo. Era su cartera. Se había abierto y se habían salido unos papeles. Unas monedas rodaron por el parqué.
Me agaché para recoger las monedas y oí cómo André cantaba alegremente en el baño. Sonriendo, metí las monedas en su sitio y ya iba a colocar también los papeles que asomaban por la cartera cuando vi la foto. Primero pensé que era una foto de André y la saqué con curiosidad. Y entonces se me paró el corazón durante un horrible momento.
Yo conocía esa foto. Era una mujer con un vestido verde que sonreía a la cámara. Era yo.
Aturdida, me quedé mirando la foto durante unos segundos y luego las ideas fluyeron en cascada y cientos de pequeñas instantáneas se unieron en un todo.
Era la foto que había adjuntado a mi carta a Robert Miller. Estaba en la cartera de André. André, el que había intentado deshacerse de mí en los pasillos de la editorial. André, el que había echado la carta de respuesta de Robert Miller en mi buzón porque éste al parecer había perdido mis señas. André, el que había estado conmigo en La Coupole riendo y gastando bromas y sabía perfectamente que Robert Miller no iba a aparecer. André, el que no me había dicho una sola palabra de la lectura en público la única ocasión en que Miller había estado realmente en París y que no pudo alejar a tiempo al atónito escritor de mí. André, el que había aparecido con un ramo de flores en Le Temps des Cerises justo en el momento en que Robert Miller encargaba a su agente que anulara la cita.
¡¿Miller?! ¡Ja!
¡Quién sabe quién era el hombre que me había llamado por encargo de monsieur Chabanais! ¿Y la carta de Robert Miller? ¿Cómo pudo contestarme el autor si nunca había recibido mi carta?
Y de pronto me acordé de una cosa. Algo que había captado después de la lectura, pero que no había sabido interpretar.
Dejé caer la foto y me abalancé hacia la mesilla. Allí estaba
La sonrisa de las mujeres
, y en el libro seguía guardada la carta de Miller. Saqué con dedos temblorosos las hojas escritas a mano.
—Atentamente, Robert Miller —leí susurrando las últimas palabras de la carta y abrí de golpe el libro para ver la dedicatoria—. Para Aurélie Bredin con afectuosos saludos de Robert Miller. —Robert Miller había firmado dos veces. Pero el autógrafo de la dedicatoria era completamente distinto a la firma de la carta. Di la vuelta al sobre, en el que seguía pegado el pequeño post-it amarillo de André Chabanais, y solté un gemido. ¡Era André el que había escrito la carta de Robert Miller y me había estado engañando todo el tiempo!
Me senté en la cama. Estaba anonadada. Pensé en cómo me había mirado André con sus ojos marrones la noche anterior, en el restaurante, y en cómo había dicho: «Lo siento
tanto
, Aurélie», y me invadió una rabia helada. Ese hombre se había aprovechado de mi buena fe, se había burlado de mí, había jugado conmigo para llevarme a la cama, y yo había caído en la trampa.
Miré por la ventana, el sol seguía iluminando el patio, pero la bonita imagen de una mañana feliz se había desvanecido.
André Chabanais me había engañado, igual que me había engañado Claude, pero yo no iba a dejar que me engañaran de nuevo, ¡nunca más! Apreté los puños y respiré con fuerza un par de veces.
—Bien, cariñito, tenemos todo el día para nosotros.
André había entrado en la habitación envuelto en una toalla gris oscuro y el agua goteaba de su pelo castaño.
Miré al suelo.
—¿Aurélie? —Se acercó un poco más, se situó delante de mí y puso las manos sobre mis hombros—. ¡Dios mío, qué pálida estás! ¿Te encuentras bien?
Aparté sus manos de mis hombros y me puse de pie muy despacio.
—No —respondí, y noté que me temblaba la voz—. No me encuentro bien. No me encuentro nada bien.
Me miró desconcertado.
—¿Qué te pasa? Aurélie… Cariño… ¿puedo hacer algo por ti? —Me retiró un mechón de la cara.
Le aparté la mano.
—Sí —le dije en tono amenazante—. No me vuelvas a tocar, ¿me oyes?
Nunca
más. —Se apartó asustado.
—Pero, Aurélie, ¿qué es lo que pasa? —exclamó.
Noté que me invadía la rabia.
—¿Que qué es lo que pasa? ¿Quieres saber qué es lo que pasa?
Fui al sitio donde había dejado caer la foto y la cogí con un solo movimiento. Se la mostré.
—¡
Esto
es lo que pasa! —grité, y me abalancé sobre la mesilla—. ¡Y
esto
es lo que pasa! —Cogí la carta y la arrojé a sus pies.
Vi su cara enrojecer.
—Aurélie… por favor… Aurélie —tartamudeó.
—¡¿Qué?! —grité—. ¿Vas a soltarme ahora
otra
mentira? ¿O ya has tenido suficiente? —Cogí el libro de Robert Miller, me habría gustado pegarle con él—. Lo único cierto en toda esta historia es este libro. Y tú, André, editor de Éditions Opale, eres lo último para mí. Eres peor que Claude. Al menos él tenía un motivo para engañarme, pero tú… tú… ¡tú te has reído de mí!
—No, Aurélie, no es
eso
… por favor… —gritó él, desesperado.
—Sí. Es así. Abriste mi carta en vez de enviarla. Me hiciste llegar una carta falsa y luego seguro que te morías de risa cuando en La Coupole yo no quería hablarte de ella. ¡Todo muy bien tramado, enhorabuena! —Di un paso hacia él y le miré con desprecio—. En mi vida he conocido a nadie que disfrute tanto con la desgracia ajena. —Él se estremeció—. Pero todavía tienes que explicarme una cosa, me interesa mucho cómo lo has tramado todo. ¿Quién llamó anoche al restaurante? ¿Quién?
—Era de verdad Adam Goldberg. Es amigo mío —dijo muy compungido.
—Ah, ¿es amigo tuyo? ¡Genial! ¿Cuántos amigos de ésos tienes, eh? ¿Cuántos se están riendo ahora de esta chica tonta e ingenua, eh? ¿Quieres decírmelo? —Yo estaba cada vez más furiosa.
André levantó la mano con un gesto de negación, pero la bajó enseguida cuando se le escurrió la toalla.
—Nadie se está riendo de ti, Aurélie. Por favor, no pienses mal de mí… Sí, sé que te
he
mentido, te he mentido
mucho
… pero no había otra solución,
tienes
que creerme. Estaba… estaba en un apuro terrible. ¡Por favor! Te lo puedo explicar…
Le interrumpí.
—¿Sabes una cosa, André Chabanais? No quiero tus explicaciones. Tú no querías que viera a Robert Miller. Desde el principio siempre has intervenido y has puesto dificultades, pero luego… luego se te ocurrió algo mejor, ¿verdad? —Sacudí la cabeza—. ¿Cómo se puede idear algo tan perverso?
—Aurélie, me he enamorado de ti… ésa es la verdad.
—No —repliqué—. No se trata así a una mujer a la que se ama. —Cogí sus cosas de la silla y se las tiré a la cara—. Toma —dije—. Vístete y vete.