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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama

La borra del café (8 page)

BOOK: La borra del café
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Las iniciales

En el jardín del hotel encontré una tarde, grabadas con un cuchillo o un cortaplumas en el tronco de un pino, las letras A y A, metidas en un corazón torpemente diseñado, y me puse a imaginar acerca de aquellas iniciales y la remota pareja que nombraban. El trazo parecía antiguo, como si incontables lluvias lo hubieran lavado y vuelto a lavar.

Antes de ser hotel, aquel viejo edificio había sido una muy confortable residencia de gente acomodada. Quizá las iniciales provenían de esa época. Se me ocurrió que la primera A correspondía a un Arsenio y la segunda a una Azucena. Elegí que fuera un amor clandestino, o por lo menos censurado, digamos entre primos hermanos, o tal vez Arsenio podría haber sido el hijo menor de la familia y Azucena una sirvientita adolescente y tierna, que finalmente habría quedado embarazada y en consecuencia fue despedida, pese a la desesperación de Arsenio, quien seguramente aún no habría profundizado en la existencia de las clases sociales. También podía ser que Arsenio fuera el chófer y Azucena la niña de la casa, claro que en esa situación no habría quedado encinta, ya que el chófer sí sabría de clases sociales (y métodos anticonceptivos) y sería consciente de a qué penalidades se exponía por presunta violación de una menor de pro.

Cabía asimismo la posibilidad de que la inicial repetida significara un colmo de soledades, una suerte de espejo empañado, o sea Arsenio más Arsenio, o Azucena más Azucena, es decir el trazado de alguien que reclamaba compañía pero sólo hallaba la de sí mismo, o de sí misma, de ahí que inventara un idilio como un borrador de sentimiento, con un placer tan hedonista y no obstante tan angustioso como suelen ser los placeres solitarios. «A» era además el arranque del alfabeto, el origen, la identidad primera. La duplicación venía a constituir una insistencia, una obsesión, o acaso la nostalgia de un origen contiguo, de una identidad paralela en quien confiar, hasta el punto de meterla en el mismo corazón, elíptica manera de designar un solo mundo, ¿tal vez un solo amor?

Como puede verse, estaba indigestado de lecturas románticas y también de simbología. Lo primero, como fruto de mi cóctel de novelas, y lo segundo, como resultado de mis conversaciones con un compañero de clase, un tal Perico, absolutamente invadido por el psicoanálisis (su tío era todo un tríptico: médico, psiquiatra y psicoanalista) y que no se conformaba con los símbolos más o menos popularizados por Freud y seguidores, sino que constantemente incorporaba otros de su propia cosecha. Confieso que su insistencia me aburría un poco, pero es probable que me dejara algún sedimento, y yo no hallaba nada mejor que aplicarlo a las desprevenidas iniciales del pino viejo.

Perico tenía asimismo otras aptitudes. Verbigracia, sabía leer las líneas de la mano y reconocer agüeros y presagios en la borra del café. Una tarde nos habíamos encontrado en el Tupí frente al Solís, y como vio que yo estaba terminando mi café, me pidió el pocillo y, cumpliendo con el precepto, lo dio vuelta. Examinó atentamente la borra. «No tomes muy en serio mi cafetomancia», dijo, sonriendo. «Ni yo mismo la tomo en serio. Simplemente me atraen los enigmas, las adivinaciones.» Siguió un rato más contemplando aquello, que para mí no significaba nada. «¿Sabes qué veo? Una mujer y un árbol.» Asumí mansamente el augurio, ya que a mi vez interpreté que, en todo caso, se trataría de Rita y de la higuera.

Mi segundo graf

La Segunda Guerra Mundial llevaba pocos meses de andadura cuando tuvo lugar, en aguas del Atlántico, un duro combate entre tres barcos británicos (el
Ajax
, el
Acchiles
, el
Exeter
) y el acorazado alemán Graf Spee, que vino a dar con sus hierros maltrechos al puerto de Montevideo.

El inopinado arribo de aquel temible Taschenkreuzer sacudió las rutinas de la ciudad. Era nuestro primer contacto directo con la guerra. Esa tarde, muchos comercios decidieron cerrar temprano sus oficinas, no sólo para que el personal pudiera ir a curiosear al puerto, sino también porque patrones y gerentes no querían perderse aquella visita fuera de serie. Además, muchos se proponían fotografiar al invulnerable-vulnerado. «En la literatura que vendrá», opinó en clase nuestro profesor del ramo, «no faltará ocasión de usarlo como eficaz señuelo erótico.» «¿Erótico?», preguntamos como una masa coral bien afinada. «Naturalmente. ¡Cuánto os falta aprender, hijos míos! ¿Nadie se ha fijado, desde el célebre velero bergantín hasta este polvorín náutico, en la simbología fálica de los
diez cañones por banda?
»

Ahí capitulamos y nos fuimos todos a ver la novedad. En el puerto había una multitud. Estuvimos un buen rato viendo cómo una poderosa lancha a motor transportaba oficiales y marineros desde el buque a tierra firme, y viceversa. Curiosamente, la viceversa era siempre más liviana. Después, tal vez debido a las presiones y los vaivenes de la gente, nos fuimos disgregando. Pasé más de dos horas en la contemplación de aquel trasiego. Lamenté no tener unos prismáticos para examinar qué cara y qué expresión tenían esos muchachos que virtualmente empezaban la vida con una derrota. Desde lejos me parecía que algunos mostraban señales de alivio, pero no podría asegurarlo.

Con tanto movimiento, con tantas idas y venidas, el acorazado descorazonado, humillado e inmóvil, pero todavía imponente, era una presencia dramática, un aviso mortuorio de la guerra lejana que de pronto se instalaba aquí, a nuestro lado. «¿Y si les da por bombardear la ciudad?», preguntó un optimista. «¿Y para qué cree usted que tenemos la fortaleza del Cerro?», retrucó un gracioso que no tuvo el menor eco.

Pero no nos bombardearon. La gente, en vista de que aquello se había vuelto un poco monótono, empezó a dispersarse. En este ámbito, todo se convierte rápidamente en costumbre. Hasta los acorazados alemanes. Un gordo de boina, que pude identificar como periodista, se acercó, lápiz y libreta en mano, a un larguirucho con aura profesoral. «Doctor, ¿puedo hacerle una preguntita? ¿Cómo definiría usted poéticamente a ese acorazado de bolsillo?» El interpelado no se inmutó: «Yo diría que es el único Moby Dick que pueden llegar a crear los alemanes». El periodista quedó desconcertado, pero no se atrevió a preguntar quién era ese Moby Dick.

Mientras caminaba por Rincón hacia la plaza Matriz, pensé que éste era mi segundo Graf. Mediaban ocho años entre el Zeppelin y el Spee, entre el Graf del aire y el Graf del agua. Sólo me faltaba conocer un Graf del fuego.

No sospechaba que, casi de inmediato, el Graf del agua se convertiría en Graf del fuego. Justamente cuando cruzaba la plaza, sonó el estruendo. Toda la Ciudad Vieja pareció estremecerse y hasta me pareció que la mole del hotel Nogaró se encogía de miedo. El capitán alemán había decidido el sacrificio del barco, como un anticipo de su propia inmolación, días más tarde, en un hotel de Buenos Aires, tras envolverse, no precisamente en la enseña nazi sino en la antigua bandera imperial.

Poco después, los marinos alemanes enterraron a sus muertos, infausto saldo de la batalla contra los ingleses. Previamente, y en medio del desconcierto del público, llevaron a cabo su desfile por las calles de Montevideo, mientras cantaban
Ich hatte einen Kameraden
, la tradicional canción alemana por el compañero caído. (Para sorpresa de tirios y troyanos, a la ceremonia en el cementerio del Norte asistió, en atuendo de gala, nada menos que el ministro británico, Eugen Millington Drake.)

Desde una esquina los vi pasar. A mi lado, un hombre joven, con acento extranjero, dijo: «Parece mentira. Tienen caras de ángeles, pero yo los conozco». Me dijo que era judío, que sus padres habían sido exterminados en un campo de concentración, antes aun de que estallara la guerra. El se había salvado gracias a un cura, amigo de su padre.

«Detrás de esos ojos azules y esas mejillas candorosas, son capaces de albergar un odio que no puede medirse.» Le dije que no todos serían iguales, que no podía ser que esos casi niños fueran asesinos en potencia. «Nadie es asesino en potencia, lo sé. Pero un loco, un alucinado, puede contagiarles su alucinación y su demencia. El más peligroso de sus atributos es cierta recóndita vocación de raza reina. Los mejores la descubren en sí mismos (porque todos la tienen) y la desmantelan, la liquidan, la extirpan como si fuera un tumor. Pero los otros, que en el fondo son los más ineptos, los más estúpidos, los más necios, la alimentan con delectación, porque sólo así se sienten seguros.»

Los muchachos terminaron su desfile. El hombre que tan duramente los juzgaba, se despidió con un gesto y cruzó la avenida. Yo me metí en un café. Demasiados acontecimientos para una sola tarde. Después de todo, mi segundo Graf era más sórdido que el primero. De aquel otro, lejano, sólo quedaba el cadáver del Dandy. De éste de ahora, una vislumbre colectiva y macabra.

En esas tensas horas circuló un rumor: los alemanes habían metido armas en los féretros. Años después me enteré de que esa misma noche varios muchachos uruguayos habían penetrado en el cementerio y literalmente violado las tumbas recién cerradas, a fin de verificar si los ataúdes contenían efectivamente armas. Pero sólo hallaron cadáveres flamantes.

Pobre pecador

De mi grupito de amigos de Capurro, el único al que seguía viendo esporádicamente era Norberto. En uno de esos encuentros le pregunté por mi querida higuera y si él seguía utilizándola para pasar a la que había sido mi habitación. «Estás loco», dijo. «Ahora las inquilinas son unas viejas insoportables, tres hermanas solteronas y/o viudas, da lo mismo, que han llenado tu ex altillo de trastos desvencijados y malolientes, paquetes de viejos periódicos, y además cerraron la ventana con dos candados, como si temieran que yo les fuera a robar semejantes porquerías. La pobre higuera está desconsolada y una de sus ramas se arrima cuando puede a la que era tu ventana, como buscándote.» Le agradecí a Norberto esa licencia poética: en el fondo no dejaba de gustarme que la higuera me echara de menos.

Según Norberto, el barrio había cambiado mucho. El Parque padecía un ominoso abandono municipal y en las cercanías de la zona se habían instalado varias fábricas y plantas industriales, con las que el paisaje humano se había modificado y el barrio había perdido su intimidad colectiva. La cancha del Lito tenía el césped sin cortar, aquello era un yuyal, pero eso sí, habían abierto dos o tres nuevos bares para atender la demanda de los parroquianos recién incorporados.

Norberto me confió asimismo una crisis muy personal. Se había alejado del padre Ricardo, sencillamente porque éste «le había hecho una salvajada». Resulta que un sábado de noche Norberto había concurrido, con varios de sus nuevos amigos, a un prostíbulo del Pantanoso y la experiencia le había dejado un mal sabor. Una semana después, al confesarse con el padre Ricardo, le confió su pecado. (Como bien dice mi abuela Dolores, cada cardumen tiene su pescador.) El cura, además de asignarle como penitencia una tonelada de padrenuestros y avemarías (el pobre confeso estuvo como dos horas reza que te reza), fue y se lo contó al padre de Norberto, quien tomó dos medidas radicales e inmediatas: le retiró la llave y le propinó dos soberanas bofetadas que le desacomodaron la mandíbula durante varias horas. Le explicó, además, que la primera bofetada era por lo del prostíbulo («todavía es muy temprano para eso»), pero la segunda era por haber sido tan estúpido como para contárselo nada menos que al padre Ricardo, que «como es público y notorio, es un chismoso sexual de primer orden».

Para Norberto, mucho más grave que la golpiza paterna, había sido la dolorosa revelación de que, al menos para el padre Ricardo, el secreto de confesión era papel mojado. Tomó entonces una decisión. El domingo siguiente fue a la iglesia, se metió a prepo en el confesionario, y una vez que estuvo seguro de que tras la rejilla se hallaba su enemigo, le desarrajó todo un florilegio de reproches, palabrotas incluidas, durante varios y trascendentales minutos, que fueron para el apabullado sacerdote un anticipo de las chamusquinas del cercano infierno. La catilinaria concluyó con una estentórea exhortación: «Y ahora, cura batidor y mala leche, vaya y cuéntele a mi viejo que lo he mandado a la mierda». Pero el padre Ricardo se quedó contrito y en el molde.

Hoy estreno hoy

Los domingos Juliska tenía libre y normalmente iba a Las Piedras a ver a sus familiares. Nunca los conocimos y, vistas las dificultades lingüísticas de la yugo, tampoco supimos a ciencia cierta si eran primos o primas, sobrinos o sobrinas. Por otra parte, los domingos el viejo se llevaba con él a Elenita, que en el hotel se había hecho amiga de una chica de su edad (la hija del maitre) con la que se adoraban. En cuanto a Natalia y el Quique, si el tiempo les era propicio, se iban el día entero a alguna playa. De modo que en los domingos estivales la casa quedaba exclusivamente para mi uso personal, algo que no encerraba ningún especial significado, salvo que constituía para mí otra variante de la libertad, por cierto muy distinta a la callejera.

Ese domingo había ido a la feria de Tristán Narvaja. Nunca compraba nada (la verdad es que no tenía con qué) pero me gustaba meterme entre la gente, escuchar las agrias o pintorescas discusiones, hojear libros de segunda (o décima) mano.

Al mediodía regresé a casa, dispuesto a almorzar a solas. Juliska, cuando se ausentaba, nos dejaba algún sabroso plato en la heladera. Fui directamente a la cocina, pero allí me esperaba una sorpresa. Natalia, de pie junto a una hornalla encendida de la cocina a gas, movía lentamente, en una olla y de modo circular, una larga cuchara de madera. Llevaba puesto un camisón corto, de una gasa transparente, o sea que se le veía, o se le adivinaba, todo. Además estaba descalza, lo que acentuaba la impresión de desnudez.

«Perdón» dije, sobresaltado, «pensé que no había nadie en casa.» «No te preocupes», dijo ella, divertida con mi asombro, «yo también pensé que estaba sola.» Entonces hizo un simple gesto, pero intuí que era el comienzo de algo: apagó el fuego. Yo seguía inmóvil en el umbral de la cocina. Vino hacia mí y tuve la impresión de que acudía en mi ayuda. «Estamos solos, Claudito, ¿te das cuenta?» Claro que me daba cuenta. «Es el día libre de la Yugular (así llamaban ella y el Quique a la yugoeslava), tu padre y Elenita regresarán a la noche. Quique tuvo que ir a Paysandú por no sé qué lío familiar.» Yo asentía, desbordado por tanta buena noticia.

Me tomó del brazo y me llevó hasta su cuarto. Cerró las cortinas. Me miró gravemente. «Claudito, ¿nunca has estado con una mujer, verdad?» (Me fijé, como un estúpido, en que decía mujier, porque era chilena.) «¿Estado?», balbuceé. «No te hagas el zonzo, bien sabes lo que quiero decir.» «No, nunca he estado.» «¿Quieres que te enseñe?» Mi timidez tenía un límite, así que dije: «Quiero». Me desabrochó los dos primeros botones de la camisa y metió su mano por debajo de la misma, me acarició un hombro y la nuca, atrajo mi cabeza y me dio un beso rápido en los labios. Luego se apartó y se quitó el camisón transparente.

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