Read La borra del café Online

Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama

La borra del café (6 page)

BOOK: La borra del café
5.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La algarabía barrial duró hasta la madrugada y en los bares de la calle Capurro y alrededores, hubo un consumo extraordinario de caña, vino tinto y hasta sidra, gracias a varias vueltas de las que se hizo cargo un platudo socio fundador del club victorioso.

Como broche de oro, a eso de la medianoche hizo su aparición el entrenador primerizo, ya bien borrachito, que en mitad de la calle abrió los brazos y gritó entre risas, hipos y estertores: «¡Fue varón, muchachos, fue varón!». Frente a esa lotería de felicidades, al platudo socio fundador no le quedó otra alternativa que pagar otra vuelta, esta vez de champán.

Considerada asimismo como mi personal despedida del Lito, aquella jornada no estuvo nada mal. Esta vez había ido a la cancha sin el viejo, que aún no estaba maduro para nuevas emociones, y volví tardísimo a casa. Ya hacía una semana que tenía llave propia, de modo que pude entrar discretamente y escabullirme en silencio hasta mi habitáculo. Por otra parte el champán (yo también había ligado dos copas) se me había subido al jopo y me hacía ver dos escalones por cada uno de la escalera, de manera que si no me derrumbé en la subida fue porque Dios y/o Lito son grandes.

Solamente Juliska detectó al día siguiente mi calaverada: «Llegar noche usted tardísima», me susurró mientras preparaba el desayuno. El viejo, que ya estaba con su mate, la oyó (mamá siempre decía que el viejo tenía «un oído de tísico») y dibujó una sonrisa condescendiente, a los costados de la bombilla. «Me imagino que habrá ganado el Lito. Qué escándalo.» Me dolía un poco la cabeza, pero le conté sumariamente las peripecias del partido (el gol del triunfo, el penal atajado) y de la celebración, exceptuando naturalmente mis libaciones. Creo que disfrutó con el relato. Aunque su adhesión intelectual era para Defensor, su corazón barrial todavía era del Lito.

El parque estaba desierto

Después salí a la calle. Todavía era temprano, y tras la farra de la víspera, todo el mundo dormía la mona en las casas. Además, era domingo. Yo quería despedirme del Parque. Soplaba un aire fresco, que terminó de despejarme. Cada vez que me acordaba del champán, me venía un amago de náusea, pero al cabo de tres o cuatro cuadras empecé a sentirme mejor.

También el Parque estaba desierto. Desde el «episodio» del Dandy y mi posterior pesquisa individual no había vuelto, pero yo tenía que despedirme. Y despedirme a solas, sin los otros. El Parque había sido, desde que nos habíamos instalado en Capurro, un lugar muy importante para mí. Cuántas corridas, cuántas batallas. Nuestros escondites tradicionales estaban ahora llenos de hojas secas, y allí donde quedaba algo de musgo se veían algunas gotitas que podían ser de rocío o de alguna llovizna tempranera. De pronto se introdujo por entre las hojas de los árboles un sol intermitente. Fue en ese momento, frente a esa belleza inesperada, que sentí un nudo en la garganta: y ya no eran efectos del champán.

Tuve conciencia de que algo terminaba, que con esa llave que el viejo me había confiado días atrás, también estaba clausurando mi infancia. Me senté sobre un leve montículo con pastito. Estaba húmedo y la sensación del frío me traspasó los pantalones, todavía cortos, pero no me levanté. Me puse insoportablemente cursi (ahora lo veo así, pero no aquel domingo) y sentí que esa humedad o las gotitas del musgo eran como las lágrimas del Parque, eran su estilo peculiar de despedirme. El Parque y mi infancia se fundieron en una imagen que también era gusto, olor, tacto, sonidos. Unos cuantos gorriones recorrían sus propias rutas, que no siempre coincidían con las que habían sido nuestras. Se detenían, me miraban, a veces llegaban hasta mis zapatillas verdes, pero no se intimidaban. También había abejas, pero éstas siempre me preocuparon, debido a que una vez sufrí sus picaduras y estuve tres días con la cara hecha un globo. La única defensa era quedarme inmóvil. Anduvieron por mi antebrazo, que se puso erizado, y tras una prolija inspección se alejaron en busca de terrenos más propicios. Sólo entonces me moví y los gorriones huyeron, espantados. Seguramente hasta ese momento habían creído que yo era un árbol, pero todos los días (aun en el mundo gorrional) se aprende algo nuevo.

Durante otra media hora el Parque y yo lloramos nuestros adioses: él, con su rocío que se iba evaporando, yo con unas pocas lágrimas que rápidamente se secaron. De pronto tuve conciencia de que me estaba sintiendo como un personaje de De Amicis y ahí acabó el sortilegio. Yo no era personaje de nadie. Caminé hasta la calle y ya era otro, es decir yo mismo.

Estaba cerca de casa cuando me encontré con Fernando. Le conté que el viejo quería mudarse y que pronto dejaríamos el barrio. Su respuesta me tomó de sorpresa: «También nosotros nos vamos. Es probable que volvamos a Melo». «¿Y los liceos?» «No sé. Nada está decidido. Puede ser que nos dejen con un tío de la vieja.» «¿Y Daniel qué dice?» «Daniel quiere quedarse y yo también, pero vos sabés cómo son estas cosas. Los que deciden son ellos.»

Ya junto a mi casa apareció Daniel, que precisamente había ido a buscarme. El, que siempre lucía tan seguro con su erudición detectivesca, ahora estaba gris y compungido. Para ellos también Capurro había sido un hogar ampliado. «¿Cómo haremos para comunicarnos, para encontrarnos?», preguntó Fernando. «Ya lo arreglaremos», dije. Pero nunca lo arreglamos. Y cuando dejamos Capurro y el Parque y la cancha de Lito y el «episodio» del Dandy, también dejamos allí nuestra amistad. Sólo varios años después me encontré con Daniel y todo fue distinto. Ambos medíamos como veinte centímetros más, él usaba anteojos y yo tenía bigotes; se había peleado con Fernando y hacía ya mucho tiempo que no se hablaban. Yo había dejado los estudios y él (que ya no leía novelas policíacas) seguía Notariado. Sus padres se habían divorciado. Fernando era árbitro de fútbol. Y, lo más curioso, ni ellos ni yo habíamos vuelto a Capurro, ni siquiera para un rescate de recuerdos. Como si hubiéramos congelado las nostalgias y no nos atreviéramos a cotejarlas con las nuevas realidades.

Pero todo eso fue después, mucho después. En aquella mañana de domingo los tres estábamos convencidos de que aquel mundo peculiar que habíamos creado y disfrutado, nos seguiría cobijando y relacionando. A Fernando y Daniel también les habían confiado, como a mí, las llaves de su casa, justamente las casas que íbamos a dejar, esas que pronto cerrarían sus puertas para abandonarnos a la buena (o a la mala) de Dios.

Hasta la vista

Despedirse de Mateo fue para Claudio casi más difícil que despedirse del Parque. El ciego le hablaba siempre como si él tuviera cinco años más; quizá porque sólo podía guiarse por su voz, por sus preguntas acuciosas, por su curiosidad movilizadora. El mero hecho de que el diálogo circulase por un nivel más elevado que el de sus conversaciones familiares o el de la convivencia barrial, hacía que Claudio tensara su atención y aun, en una inesperada consecuencia física, estirase el pescuezo, como si ese afán le ayudara a comprender más y captar mejor lo que el ciego le decía.

Era indudable que Mateo poseía una formación y una información culturales poco frecuentes en un muchacho de su edad. Sus padres disfrutaban de una posición económica relativamente buena (tenían productivos campos en Durazno, atendidos por dos sobrinos muy eficaces, que les aseguraban una renta estable) y estaban en condiciones de proporcionarle todos los elementos e instrumentos culturales que él les reclamaba. Leía en Braille a una velocidad increíble, tenía un excelente equipo discográfico y un aparato de radio con un notable alcance en onda corta. Hablaba inglés y francés y se entretenía en apuntalar esos conocimientos escuchando los boletines informativos de la BBC y la onda corta francesa.

«¿Así que nos abandonás?» El tono algo melancólico de Mateo no era fingido. Se había acostumbrado a las frecuentes pláticas con aquel chico despierto y por eso mismo vulnerable. Le habría gustado seguir transmitiéndole dudas y certezas, a fin de crearle defensas para los años próximos, cuyo desarrollo él no veía (mejor dicho, no imaginaba) con claridad.

«¿Y a dónde te llevan?» «A Punta Carretas. Junto a la Penitenciaría.» «No la mires demasiado, eh. Esos mundos cerrados y a la vez prohibidos, suelen tener un poder de atracción. Ahí en Punta Carretas tenés en cambio el faro. Mejor dedicate a él, así algún día me contás qué es lo que ilumina y cómo lo ilumina. Los ciegos, como no vemos los muros (apenas los tocamos), descubrimos, o tal vez inventamos, otra dimensión de la libertad, tenemos más tiempo que los videntes para pensar en ella. Nuestras nostalgias no son neutras. Por ejemplo ahora, frente a lo que me contás sobre tu nuevo barrio, no tengo ganas de imaginar los muros de la cárcel, pero sí me gustaría ver (ya no simplemente imaginar) la intermitente luz del faro.»

Mientras hablaba, Mateo movía las manos, a veces se oprimía los dedos. Claudio, sin la menor noción de lo inoportuno, le preguntó por qué movía tanto las manos. «María Eugenia suele preguntarme lo mismo y no sé contestarle con propiedad. A veces lo hago conscientemente y otras no. Acaso sea un modo extraño de ubicarme en el ambiente, de situarme en el aire. ¿Quedo muy ridículo cuando muevo las manos?» «No, no te lo dije por eso», aclaró con énfasis el chico, que se había puesto colorado como un tomate. «Simplemente, me llamó la atención, porque lo percibí como un lenguaje que no siempre entendía.» «¿Ves? Ahora el matiz de tu voz me indica que los cachetes se te han coloreado.» Claudio se puso más rojo aún. «No te avergüences de ninguna pregunta, si es sincera. Generalmente son las respuestas las más acreedoras de vergüenza, porque en ellas es más común que aparezca la doblez: que pienses algo pero digas lo contrario. Ese es otro de nuestros escasos privilegios: creo que los ciegos detectamos mejor la hipocresía. El hipócrita puede disimular su doblez con un gesto, una mirada, un guiño, y así rodearse de un aura falsa de sinceridad frente al interlocutor desvalido. Pero a nosotros sólo nos llega del hipócrita la voz, la voz sin maquillaje, tal como es, con su mentira a la intemperie.»

Claudio quedó en silencio, con la cabeza baja y los puños crispados. Después dijo: «¿Alguna vez notaste que yo te mentía o no te decía toda la verdad?». Mateo soltó la risa. «No te preocupes. Sos un chiquilín franco, limpio, de buena fe. Por eso me gusta hablar contigo.» Claudio levantó la cabeza y aflojó los puños, pero su amigo agregó: «Una sola vez me pareció, no que me mentías sino que no me decías toda la verdad. Fue aquella tarde que me contaste lo del Dandy, cuando lo encontraron en el Parque. ¿Estaba realmente dormido?».

A Claudio la voz se le puso ronca: «No. Estaba muerto. Si no te lo dije no fue porque desconfiara de vos, sino porque los cuatro habíamos jurado no hablarlo con nadie». «Está bien, pero entonces ¿por qué lo hablaste conmigo?» «Porque sabía que no lo ibas a comentar.» «Uy, qué complicado. Y sin embargo no me dijiste toda la verdad.» «No, y estuve mal.» «Tal vez lo mejor habría sido que no me contaras nada. Las verdades a medias son sobre todo mentiras a medias. Pero no te preocupes. Ya pasó. Y además no se lo dije a nadie.»

La luz eléctrica hizo en ese instante su ritual guiñada de las ocho. «¿Son las ocho, verdad?», dijo Mateo, y Claudio optó por no asombrarse. Simplemente dijo: «Sí, y por eso tengo que irme. En realidad no vine exactamente a despedirme. Es sólo un adiós por ahora. Más de una vez vendré a verte».

«Hasta la vista, entonces», dijo Mateo, como burlándose de sí mismo.

Incompatibilidades

En realidad, un nuevo cambio que tuvo el viejo en su trabajo (lo nombraron administrador de un buen hotel de Pocitos) había decidido nuestro próximo destino. Nos mudamos a Punta Carretas, calle Ariosto, al costado de la cárcel. Precisamente esa vecindad poco esplendorosa abarataba el alquiler. Por otra parte era una casa amplia, de modo que el viejo, a fin de equilibrar el presupuesto, decidió subarrendar una de las habitaciones que daban a la calle y que se prestaba para esos fines, ya que tenía balcón y un bañito particular.

Después de haber comparecido varios postulantes, con los que el viejo no llegó a un acuerdo, la subinquilina resultó una estudiante avanzada de Arquitectura. Se llamaba Natalia, era chilena y tenía un novio («o algo así», definió la lengua viperina de Juliska), compañero de Facultad, que venía a estudiar con ella casi todos los días.

Desde el pique, Juliska y Natalia no se llevaron bien, y como la yugoeslava dejó bien claro que no se ocuparía del aseo de la habitación y el bañito de la chilena ni tampoco le cocinaría, cuando Natalia venía a la cocina (a la que tenía pleno derecho), a prepararse algún plato, Juliska se retiraba a su pieza de servicio y allí se confinaba hasta que la otra le dejaba el campo libre. Ante ese conflicto, el viejo se mantenía ajeno y neutral, pero Juliska trataba de involucrarme y diariamente me venía con chismes sobre Natalia. «No es decenta. No es decenta. Ese novio no es novio sino macha. Verá usted ella sale embarazado.» La forma de hablar de Juliska, con esa confusión sistemática de géneros, que para el viejo, para mi hermana y para mí constituía algo así como un dialecto incorporado al habla familiar, a Natalia la hacía doblarse de risa y pocas veces podía ocultarlo. Después, cuando llegaba el novio, Enrique, o Quique como ella lo llamaba, Natalia imitaba a la yugo y las carcajadas del otro llegaban hasta la cárcel. Y aunque Juliska no atribuía esos festejos a la parodia de su habla (en el fondo consideraba que su castellano era de Academia), tampoco la hacían feliz esas risotadas, que según ella eran «bastardos y soezos».

El buen trato

Del otro lado de la cárcel, exactamente sobre la calle Solano García, vivían mi abuelo Javier y mi abuela Dolores, la enferma permanente. Su vivienda, bastante modesta, quedaba entre los fondos de la iglesia (Nuestra Señora del Sagrado Corazón) y el local que había ocupado la ya célebre carbonería
El Buen Trato
, donde se fraguó y llevó a cabo la fuga de Rosigna, Moretti y otros presos, gracias al túnel que se cavó desde la carbonería.

Me divertía visitar a los abuelos. En los fondos de la iglesia había un amplio patio cerrado. Un muro de ladrillos lo separaba de la calle, y un alto tejido de alambre, de la casa de los abuelos. Allí los curas se recogían las sotanas, y los domingos, después de la misa de once, jugaban al fútbol con la muchachada del barrio, que concurría a la iglesia a confesarse y comulgar, no tanto para consustanciarse con el cuerpo de Cristo como para jugar al fútbol con sus confesores y guías espirituales, que además (detalle no despreciable) eran los dueños de la pelota.

BOOK: La borra del café
5.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Monsters by Liz Kay
The Arrangement by Riley Sharpe
The Magic Queen by Jovee Winters
Selby Surfs by Duncan Ball
The Blackmail Baby by Natalie Rivers
Why Evolution Is True by Jerry A. Coyne
Raven on the Wing by Kay Hooper