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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama

La borra del café (14 page)

BOOK: La borra del café
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Y así seguía, enredándose con sus propias metáforas contables, hasta que por último exclamaba: «¡Qué locura! No me tomes en serio. Mirá que el capital es otra cosa».

Juliska se pone triste

Nunca había visto llorar a Juliska. La yugo siempre tuvo una excepcional vitalidad, una gran energía disponible y una extraña disposición a disfrutar cuando trabajaba, característica ésta que causaba estupor y desconcierto entre los montevideanos (que por lo general no practican ese tipo de hedonismo) a medida que la fueron conociendo dentro y fuera de casa.

Pero esta vez la encontré llorando, en el patio, y estaba tan recluida en su tristeza que no se percató de que yo había entrado en la casa, normalmente sin gente a esa hora de la tarde. Le puse una mano en el hombro y la pobre dio tremendo respingo, sorprendida y sobre todo avergonzada de que alguien se asomara de modo inesperado a su intimidad.

«¿Qué ocurre, Juliska? ¿Te duele algo?» Juliska estalló en sollozos aún más desconsolados. De pronto se contuvo y me consagró una mirada que convocaba la compasión. «¿Me da permisa para darle una abraza?» «Pero, Juliska, por favor.» Y la abracé, un gesto que provocó un nuevo raudal de llanto.

Volví a preguntarle qué ocurría, si le dolía algo. «¡El almo me duele! ¡Eso es la que me duele!» En esta ocasión, extrañamente, su humor involuntario no me hizo gracia. Verdad que era imposible reírse de aquella congoja desenfrenada. «¿Tuviste alguna mala noticia de tu país?» Juliska negaba con la cabeza. «Toda es muy raro. Nunca tení antes esta tristeza.»

Le traje una silla, hice que se sentara, le alcancé un vaso de agua. Ya no sabía qué hacer. Me di cuenta de que tenía que solucionar con urgencia este problema, porque de lo contrario yo mismo iba a empezar a llorar y eso me iba a desprestigiar ante Juliska, uno de cuyos dogmas había sido siempre: «Las hombras no lagriman».

Por fortuna, su confidencia empezó antes que mi llanto. Reconocía que estaba desorientada. Que yo no fuera a pensar que se hallaba a disgusto entre nosotros. «Son como familio mío», repetía como un sonsonete. Pero de pronto (esa misma tarde, no sabía por qué) le había entrado una nostalgia terrible de su tierra. Quiso recordar el gusto de sus frutas silvestres, el olor del campo cuando anochecía, el rostro de su madre, el canto del ruiseñor, las ondas verdiazules del lago Skadar, el firmamento como un techo. Morriña clásica, diagnostiqué. «Aquí también hay cielo», sentí la necesidad de aclararle. «Ah sí», balbuceó, «pero demasiados estrellos. No parece techa. Parece teatra.»

Le pregunté si lo que quería era volver a su país. «¿Volver? De ninguna moda. Si volver, yo extrañar mucho Uruguay, todos ustedas tan buenísimas conmiga, extrañar playos, mi familio en Las Piedras.» «¿Y entonces?» «No preocuparse, sobre todo no decir nada a señor papá ni a señora Sonia ni a niña Elenita. Yo soy un poquito loca, ¿usted comprender? Mañana estar contentísima. Conocer mis ataques de tristeza. Nostalgia de Crna Gora, comonó, pero no por eso viajar a Crna Gora, para no sentir en Crna Gora nostalgia de Montevideo. ¿Usted comprender?»

Yo comprender, pero hasta por ahí nomás. De todos modos, percibí con asombro que su castellano estaba mejorando. Evidentemente, en su caso la tristeza estaba cumpliendo una función docente. De pronto se me encendió una lamparita. Le pregunté cuántos años tenía. Me tomó una mano y con su dedo índice dibujó en mi palma un 52. Sentí un gran alivio. Qué suerte. Ya no la perderíamos. Saboreé en mi fuero interno la revelación. Juliska no estaba loca sino menopáusica. Pero, naturalmente, es posible, digo yo, me imagino, que la menopausia del exilio sea más penosa que la de entrecasa.

Préterito imperfecto

Y la muerte está dentro de la vida.

F
ERNANDO
P
ESSOA

Podrá parecer increíble, pero la congoja casi profesional de Juliska me dejó averiado por unos cuantos días. Ella, en cambio se repuso en menos de veinticuatro horas. A la mañana siguiente a su desconsuelo, preparó el desayuno en la cocina mientras cantaba, no precisamente una tonada de su lejana tierra, como era lo previsible después de tanta nostalgia, sino un tango (por la melodía, adiviné que era
Viejo rincón
) que uno de sus parientes de Las Piedras le había traducido al servocroata. Me sobrevino un ataque de curiosidad: ¿cómo sonaría en aquella remota lengua el consabido «callejón de turbios caferatas / que fueron taitas del bandoneón»? Pero me contuve y me limité a elogiarle el café con leche y las tostadas.

Sin embargo, no me pude librar de una pesadumbre brumosa, encapotada. Habíamos pasado unos días muy fríos y lluviosos, con esas aborrecibles ventolinas que en invierno nos hacen olvidar qué acogedora y disfrutable ciudad puede ser Montevideo en cualquiera de las otras estaciones.

Por otra parte, Mariana se había ido con Ofelia a Maldonado. Ni siquiera tenía ganas de pintar. En la Agencia me limitaba a hacer lo indispensable, sin aportar nada original. Hasta mis viejos relojes eróticos me aburrían.

Cuando iba al hotel, como hacía tanto frío y generalmente llovía, no podía quedarme en el jardín, donde la vecindad de los árboles abuelos me tranquilizaba y a la vez me estimulaba. Una tarde me metí en una de las habitaciones sin huéspedes (¿quién iba a venir a Montevideo con este invierno de mierda?) de la segunda planta. Había una mecedora, la ubiqué frente a la ventana y allí me quedé como dos horas. Solo. En silencio.

Sin proponérmelo especialmente, y con un inesperado manejo de mi propio caos, empecé a desgranar mi pretérito imperfecto, o sea mi pasado no perfecto, rudimentario, timorato, inmaduro, deficitario, chapucero, distorsionado, vulnerable, quebradizo, negligente, etcétera. ¿Qué había hecho hasta ahora? El mundo se consumía y despedazaba en una guerra estúpida. Millones de muertos y yo ¿qué hacía? ¿Qué hacía en esta mecedora contemplando la desolación del invierno desde mi propia desolación?

Estaba algo así como cautivo de mi infancia en Capurro y sin embargo no había vuelto allí. Era un exiliado de Capurro. Ahora bien, aquel bolsón barrial, ¿estaba constituido primordialmente por el Parque, la cancha del Lito, la higuera en mi ventana, o era mucho más las gentes que allí había frecuentado, las que todavía recordaba y acaso más aún las que había olvidado? ¿Capurro era la resonante campana del tranvía 22 y los malabarismos del motorman, la expectativa del paso nivel cercano a Uruguayana, o eran mis conversaciones con Mateo y sobre todo los brazos acogedores de mi madre, que dos por tres me transmitían un soplo de ternura que ya no tengo? ¿Quién era o había sido o seguiría siendo la niña de la higuera, aquella Rita que se había deslizado en mi cuarto y en el café Sportman y en aquel zaguán sombrío de Dieciocho y que siempre me dejaba tembloroso y frustrado?

De algo estaba seguro: no quería saber más de Rita, pero la incógnita era si Rita no querría saber más de mí. Ojalá, pensé, mientras me balanceaba en la mecedora y en la incertidumbre. Mi amor por Mariana estaba intacto, más aún, se había consolidado, en mí y en ella. Pero lo sentía amenazado. Tampoco era ése un descubrimiento original. ¿Qué o quién no estaba amenazado en este ámbito y en este tiempo? Ni siquiera era cuestión de ámbito o de tiempo. Siempre se vive y se vivió bajo amenaza. La muerte está dentro de la vida, anunció alguien. Nunca pude entender cómo Norberto podía repetir como un loro (ahora ya no, por suerte) las gastadas lecciones del padre Ricardo, cuando éste lo llenaba de pavor hablándole del infierno. (Por si las moscas, nunca le hablaba del paraíso aquel cretino.) He llegado a pensar que, después de todo, la conciencia es simultáneamente nuestro cielo y nuestro infierno. El famoso Juicio Final lo llevamos aquí, en el pecho. Todas las noches, sin ser conscientes de ello, enfrentamos un Juicio Final. Y es de acuerdo a su dictamen que podemos dormir tranquilos o revolcarnos en pesadillas. Ni Salomón ni psicoanalista. Somos juez y parte, fiscal y defensor, qué más remedio. Si nosotros mismos no sabemos condenarnos o absolvernos ¿quién será capaz de hacerlo? ¿Quién tiene tantos y tan recónditos elementos de juicio sobre nosotros mismos como nosotros mismos? ¿Acaso no sabemos, desde el inicio y sin la menor vacilación, cuándo somos culpables y cuándo inocentes?

Pensé en el viejo, en el abuelo Javier, en Sonia, en Elenita, en José, en el tío Edmundo, y por supuesto en Mariana. Pero de Mariana tenía un conocimiento, una erudición casi milimétrica. En cambio, me faltaba saber tanto de todos los demás. Y el tiempo iba pasando y yo lo perdía, lo perdíamos todos. ¿Cómo querernos más? ¿Cómo saltar las vallas de la indiferencia? No quiero esperar a los velorios para valorar a mi gente cercana. Es cierto: la muerte está dentro de la vida. Pero la podemos mandar de vacaciones ¿no? Trabaja tanto, que bien se las merece. Y no la echemos de menos, de todos modos volverá, y cuando vuelva nos tocará en el hombro.

La antigua más nueva

Los cuerpos, felices y agradecidos, yacían inmóviles tras la unión repetida y profunda. La respiración acompasada transmitía una doble sensación de plenitud. Solamente las manos se buscaron. Ya no iban en busca de las zonas erógenas, que tanto placer habían brindado. Era el instante del sosiego, de la serenidad.

Dijo Mariana: «Debo ser antigua». La mano de Claudio se movió, interrogante. «Sí, debo ser antigua porque en el sexo no quiero experimentos, vanguardismos, postura insólitas, extravagancias, aberraciones. Para mí no hay nada más lindo que tenerte adentro y que allí trabajes, osciles, te derrames. Debo ser antigua ¿no te parece?»

Claudio siguió mirando una mancha de humedad que siempre lo fascinaba, pero afirmó: «Me gustan las antiguas». «¿En plural?», preguntó ella. «No, en singular. Me gusta Mariana, la antigua más nueva que conozco.» «Y Rita ¿es antigua?» «No sé a ciencia cierta qué es Rita, pero estoy seguro de que no es antigua.» «Y vos ¿qué sos?» «Yo soy un cachivache.»

Desde la calle subió la sirena de una ambulancia. Quedaron en silencio hasta que el alarido se apagó en la lejanía. «¿Sabés qué me preguntó Sonia, hace ya un tiempo? Que si nos llevábamos tan bien como parecía ¿por qué no nos casábamos?» «Un poco meterete la señora ¿no?» «Eso me pareció, aunque no se lo dije, claro. Se dio cuenta de que la pregunta me había caído mal y se apuró a retroceder, pero me dejó pensando.» «¿Pensando? No me digas que querés casarte.» «Sólo dije que me dejó pensando.» «Ah.» «¿A vos qué te parece?» «No me parece nada. Nunca se me había ocurrido. Decime un poco ¿no estamos bien así?» «Estamos.» «¿Y entonces?» «La verdad es que desde que la preguntita de Sonia me movió la calavera, empecé a imaginar cómo sería nuestra vida cotidiana si tuviéramos un apartamento que fuera todo el tiempo para nosotros y no sólo los fines de semana, cuando Ofelia se va a Maldonado.» «Si tenemos con qué pagarlo, podemos tener el apartamento sin la obligación de pasar por el Juzgado.»

Ahora venía de la calle un griterío de mujeres. «Son las viejas de enfrente. Siempre se trenzan al caer la tarde. Son mi ángelus particular.» Los dos rieron y hubo un aflojamiento. «¿Y si lo dejáramos al azar?», preguntó Claudio. «¿Tirarlo a cara o cruz?» «No tan simple. Algo más entretenido. Mudarnos, comprar algunos muebles, todo eso requiere dinero ¿no? Yo digo ir una vez, sólo una vez y con poca plata, al Casino. Si perdemos ese poco, seguimos como ahora. Si ganamos lo suficiente, casorio y mudanza.» «Está bien. Pero vas solo, eh. El juego y yo no nos llevamos bien. Ya te lo dije. Debo ser antigua.»

Primer subsuelo
(Fragmento de los Borradores del viejo)

¿Por qué escribir estos Borradores? Cuando los años se suman, uno empieza a tener noción de que el tiempo se escapa, y tal vez por eso alimente el autoengaño de que escribir sobre lo cotidiano puede ser una forma, todo lo primitiva que se quiera, de frenar ese descalabro. No se lo frena, por supuesto. Nada ni nadie es capaz de sujetar al tiempo.

No obstante, hay tantos hechos e imágenes que desfilan ante nosotros (paisajes, noticias, júbilos, rostros, lecturas, sorpresas, desgracias, riesgos, fastos, muchedumbres) y en algún sentido nos cambian la vida, así sea en milésimas del rumbo prefijado. Días o meses o años después, es probable que lamentemos no haber tomado nota de esos lances y vicisitudes.

La verdad es que nunca he creído en los diarios íntimos. Creo que en muy contadas ocasiones uno llega a tocar apenas la propia hondura en santiamenes que pueden ser maravillosos o escalofriantes. Pero ello tal vez ocurra tres o cuatro veces a lo largo de una existencia. De modo que no es cuestión de simular que uno alcanza diariamente esa profundidad, cuando en el mejor de los casos, apenas llega al primer subsuelo.

Después de todo, no es poca cosa tratar de ser honesto en la transmisión de lo que se ve, se toca, se gusta, se huele, se oye. Quisiera que estos
Borradores
fueran algo así como un cuaderno de bitácora, pero de los sentidos, y destinado a incluir asimismo las eventuales reflexiones que provoquen tales apreciaciones y tanteos en el vestíbulo de la intimidad.

Hoy, en el hotel, mantuve dos conversaciones algo inquietantes. La primera fue con un norteamericano, oriundo de Iowa. Pensé que sería subgerente o tercer vicepresidente de alguna empresa de mediana envergadura. Si fuera de alto rango, no vendría a este hotel. De todos modos, me preguntó si podía conseguirle
call girls
, y le dije que no, que ese servicio sólo se prestaba en hoteles de cuatro o cinco estrellas. Dijo qué lástima, ya que este país realmente le agradaba. Le pregunté por qué y me dijo que porque no tenía negros, y en consecuencia había la seguridad de que cualquier cali girl sería garantizadamente blanca. Le aclaré que en el país había más o menos un dos por ciento de negros. Festejó ruidosamente ese porcentaje porque «un dos por ciento no es nada, se les puede aplastar en cualquier momento». Le pregunté a qué se dedicaba. Para mi sorpresa, no era subgerente ni tercer vicepresidente, sino profesor de Filología Hispánica y acababa de publicar un libro sobre
El tema del ruiseñor en el romancero español
. Me aclaró que le entusiasmaba la literatura clásica española (la verdad es que habla muy bien el castellano) y en particular España, entre otras cosas porque tampoco tenía negros. En uso de su año sabático, recorre varias capitales latinoamericanas, en busca de elementos para su
work in progress
, que versará sobre variaciones de la terminología erótica y pornográfica desde el Río Grande hasta la Patagonia. Cuando me preguntó dónde podría encontrar las más nítidas variantes uruguayas sobre el tema de marras, le recomendé el Cerro y Punta del Este, dato que anotó cuidadosamente en una enorme agenda.

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