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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama

La borra del café (12 page)

BOOK: La borra del café
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El patio trasero de la Iglesia estaba desierto. «Los curas ya no juegan al fútbol», nos informó Javier, «y, como era previsible, ha disminuido considerablemente la feligresía juvenil de los domingos. Mi teoría es que los curas se fueron poniendo viejos y al final de los partidos acababan asmáticos, rengos, taquicárdicos.»

Me preguntó por mi padre. «Decile a Sergio que venga a verme y que traiga a Sonia, así la conozco. Ahora no está Dolores, que la odiaba sin ningún motivo, así que tiene cancha libre. Dolores siempre buscaba (y lo peor: encontraba) un tema obsesivo: la carbonería, Sonia, y tantos otros. Y no piensen que fue cosa de estos últimos años. En otros tiempos tenía una fijación con el presidente Batlle. Cuando veía en los diarios una foto de don Pepe, la rompía en pedacitos. Fíjense, un político tan notable. Ella decía que era blanca, pero tampoco le gustaba Herrera. Sólo elogiaba a Saravia, que era su dios y su profeta. Ah, pero reconozco que de jóvenes lo pasábamos bien. Pero ¿quién no lo pasa bien cuando joven? Entonces uno no se da cuenta (sólo lo advierte muchos años después, cuando empiezan los achaques y las manías) pero la juventud es una maravilla. A ver si ustedes dos no esperan a ser viejos para darse cuenta ¿eh? La maravilla es lo que tienen ahora, no lo que recordarán más tarde, entre la neblina de la memoria llorosa. Ya ven, les mencioné hace unos minutos varias mujeres de mi vida, y sin embargo, si bien tengo presentes los nombres, no me acuerdo de los rostros.» Y agregó con un resto de picardía: «Lo que conservo son recuerdos parciales. Por ejemplo, los pechos de Eugenia, el sexo de Isabel». «¿Y de Rita?» preguntó Mariana. «¿De Rita? Sólo la estela que dejó en su fuga.

Pies en polvo rosa

En realidad, Claudio no se llamaba sólo así, sino Claudio Alberto Dionisio Fermín Nepomuceno Umberto (sin hache). El hábito de semejante ferrocarril de nombres venía de familia, probablemente de una tradición con arraigo en el centro de Italia, digamos Umbria o Toscana, ya que su padre se llamaba Sergio Virgilio Mauricio Rómulo Vittorio Umberto, y su abuelo, el del almacén de Buenos Aires, Vincenzo Carlo Mario Umberto Leonel Giovanni. Y así, no sucesiva sino retroactivamente. Como se observará, el nombre Umberto es el único que se repite, la identidad constante, algo así como la marca de fábrica.

Para Claudio aquella retahíla de nombres era una pesadilla y a menudo le había significado una incomodidad, especialmente cuando debía tramitar o conseguir un documento cualquiera. Recordaba con particular vergüenza una de esas humillantes gestiones. Meses antes de cumplir sus dieciocho años había concurrido a una oficina de la Corte Electoral a fin de iniciar el trámite correspondiente a su Credencial Cívica, para así estar en condiciones de votar por primera vez (a instancias de su padre lo haría por una lista batllista) en el siguiente noviembre. A cada postulante se le había asignado un número y a él le correspondió el 21. Cuando por fin le tocó el turno y se enfrentó a un veterano, de gesto cansado y guardapolvo gris, que debía llenar en cada caso más de veinte formularios con los datos correspondientes, él extrajo de su bolsillo el certificado de nacimiento, en el que muy apretadamente había entrado su sexteto de nombres. Aquel grisáceo especialista en rutinas leyó detenidamente la línea donde constaba Claudio Alberto Dionisio Fermín Nepomuceno Umberto Emilio. Preguntó en tono neutro si Umberto se escribía sin hache, y ante la respuesta afirmativa, y sin que ningún gesto extemporáneo hiciera patente su tormenta interior, dijo en voz alta: «Las personas que tienen asignados los números 22, 23 y 24, hoy no serán atendidas y deben presentarse el próximo lunes». Hubo algunos murmullos y hasta un amaguito de protesta, apagado el cual, el funcionario de guardapolvo gris comenzó a llenar el primero de los veintitrés formularios.

Una noche en que, después del amor, se quedaron Mariana y Claudio, todavía desnudos, en la cama de ella, empezaron, como lo hacían frecuentemente, a contarse cosas (siempre les quedaba alguna peripecia inédita), y él, como máxima prueba de confianza, le confesó su procesión de nombres. Mariana, que tenía la risa fácil, empezó con mohínes de asombro y concluyó en carcajadas de repetición. Por cierto que Claudio no se agravió ante esa singular acogida a su larguísima identidad; más bien se dedicó a un disfrute inesperado, que era ver y admirar cómo el lindo cuerpo desnudo de la muchacha se sacudía y contorsionaba a consecuencia de las risas en cadena. El nombre que más le divertía era Nepomuceno y, a partir de aquella jornada, cada vez que, por alguna razón, importante o nimia, discutían, ella de pronto decía «Nepomuceno» y el nombre clave les devolvía la alegría de estar juntos. «Y vos ¿cómo te llamás? ¿Mariana y qué más?» «Mariana y punto», dijo ella. Y así, cada vez que ella lo llamaba Nepomuceno, él replicaba «Mariana y punto».

Claudio seguía pintando. Mariana posó durante horas, pero en cada sesión se quitaba el reloj pulsera. Claudio percibía que aquel gesto era un rito-anti-Rita. Como habían convenido que Mariana sólo viera el retrato cuando él diera la última pincelada, Claudio estuvo tentado de incluir en el óleo el relojito que la propia modelo descartaba, pero tuvo miedo a las consecuencias y abandonó la idea. Cuando al fin Mariana fue autorizada a mirar el cuadro y se sintió muy orgullosa del resultado, dijo: «Qué suerte, Nepomuceno, que no colocaste un relojito. No lo habría soportado». Claudio no mencionó sus desechadas tentaciones. Sólo dijo: «Mariana y punto: creo que este humilde artista merece un premio».

Media hora más tarde, ya cobrado el premio en especie, preguntó: «¿Me dejarás que la próxima vez te pinte desnuda o preferís que elija otra modelo?». «¡Pero Claudio!», gritó ella, olvidada esta vez de Nepomuceno, y se cubrió con la sábana rosada. (Claudio odiaba ese color, pero reconocía que la cama y las sábanas eran de ella y no suyas.) El movimiento fue tan rápido, que los pies, muy blancos y delicados, quedaron allá abajo como un único saldo de desnudez que sobresalía de la sábana rosa. Sólo ahí él se dio cuenta cabal de lo hermosos que eran y fue precisamente en ese instante que nació el tema de su próximo cuadro:
Pies en polvo rosa
.

Voces lejanas

«Yo también dejé de estudiar», dijo Norberto. «Trabajo en el Ministerio de Hacienda y no me va mal. Hace un mes que me aumentaron el sueldo. Me casé hace ya un año con Maruja, a lo mejor te acordás de ella, también era de Capurro.» La recordaba muy vagamente, ya que era dos o tres años menor que nosotros y entre niños ésa era mucha diferencia.

Lo había encontrado a la salida de la Agencia, al mediodía de un lunes. Hacía como dos años que no nos veíamos, así que decidimos allí mismo almorzar juntos. Estábamos en plena Ciudad Vieja, así que fuimos a
La Bolsa
, que quedaba a pocos metros, es decir en Piedras, entre Zabala y Misiones. Más que un restorán, aquélla era la simpática cantina de unos gallegos (trabajaba allí toda la familia), buena gente, alegre y trabajadora. Yo iba a menudo a almorzar allí, a la salida de la Agencia, y algunos de ellos, como Manolo, que servía de mozo, e Inma, la cajera (sólo un tiempo después me enteré de que ese nombre casi impronunciable era un apócope de Inmaculada), me trataban con una confianza casi familiar. Tenían una manera de manejar el idioma que me encantaba. Por ejemplo, si llegados a los postres, dos comensales pedían cada uno «un flan doble», Manolo ordenaba a la cocina: «¡Dos flandobles!», y a mí me sonaba como dos mandobles. Una vez que pedí sopa y al primer intento comprobé que la cuchara tenía un importante agujero por el que la sopa volvía a su plato de origen, llamé a Manolo y le mostré el estropicio. El levantó la cuchara a la altura de sus ojos y al verificar la existencia del orificio por mí denunciado, exclamó con auténtica consternación: «¡Me cajo en Dios, qué buraco!»

Pues allí fuimos con Norberto, que se asombró al comprobar con qué gestos amistosos me recibía Manolo y qué alegre saludo me dedicaba Inma desde la Caja. No había mucho para elegir, así que pedimos melón con jamón y milanesa con ensalada. Durante el jamón con melón, Norberto me habló de Maruja y de su loable propósito de tener hijos (por lo menos dos) en un plazo relativamente breve. «Si Dios quiere», agregó, cauteloso. «Así después nos quedamos tranquilos y los pibes crecen juntos. A mí nunca me gustó ser hijo único. Ni por las ventajas ni por las desventajas.» Al parecer, Maruja estaba de acuerdo: ella también era hija única y había sufrido esa condición. «Vos tuviste suerte. Tenés una hermana. Se llama Elenita ¿no?» Sí, Elenita. Le informé que ya estaba en el Liceo y hasta tenía novio. Me lo había dicho en secreto porque no se atrevía a confesárselo al viejo ni mucho menos a Sonia, con quien las relaciones habían mejorado pero de ningún modo eran las ideales. Además, había agregado, él es paraguayo y no sé cómo le caerá al viejo que yo esté liada con un extranjero. Yo la había animado: un paraguayo no es un extranjero, acordate que nada menos que Artigas eligió ese país para exiliarse. La referencia histórica le levantó el ánimo, a tal punto que dos días después se lo dijo al viejo. Y qué te dijo, le pregunté. ¿Que qué me dijo? Que si los uruguayos eran tan feos como para que yo hubiera tenido que elegir a un paraguas. Lo peor fue que lo llamara paraguas. Y ella le había respondido: Para que veas, papá, no fui yo quien lo elegí. Fue él quien me eligió. El viejo tuvo que reconocer que, después de todo, el paraguas tenía buen gusto.

Norberto se rió con el cuento, pero insistió: «¿Ves la ventaja de no ser hijo único? Tu hermana te toma de confidente y busca tu apoyo. Yo no tuve a nadie a quien apoyar ni mucho menos alguien que me apoyara».

Ya en plena milanesa con ensalada, me puso al tanto de su
hobby
actual: era radioaficionado. Un tío suyo lo era, y además tenía plata. Le había regalado un transmisor-receptor de considerable alcance, así que en los últimos tiempos se pasaba horas enteras con los auriculares puestos e intercambiando mensajes con tipos de Venezuela, Puerto Rico o Santa Cruz de Tenerife. El entusiasmo le había llevado a tomar clases de inglés, y aunque todavía no lo hablaba con soltura, le alcanzaba para comunicarse con Liverpool, Ottawa o Boston.

«Como te podrás imaginar, en onda corta, así como el castellano que se habla no es el de Cervantes, tampoco el inglés es el de Shakespeare. Con saber decir
Hullo, What’s the weather like, It looks like rain, What a pity
, es más que suficiente. Además vos sabés que (padre Ricardo aparte) yo siempre tuve inclinaciones religiosas, de modo que espero que algún día, mientras voy moviendo el dial, suene de pronto una voz grave y protectora, que diga (en castellano, claro, Dios habla en inglés sólo a los protestantes): Dios llamando a Norberto. Cambio. El problema es qué le contesto», concluyó Norberto, fingiéndose compungido, ya que era evidente que se estaba burlando de sí mismo y de su antigua religiosidad.

Tras pedir y consumir «dos flandobles», Norberto me comprometió a que fuese a su casa. «Por dos razones. La primera es que conozcas (o reconozcas) a Maruja. La segunda, que veas mi equipo de radio. Vení con Mariana, claro.»

A la semana siguiente fui con Mariana. Yo no habría reconocido a Maruja, pero en cambio la reconoció Mariana, ya que, para sorpresa de Norberto y mía, habían sido compañeras en no sé qué colegio de monjas. «Este Montevideo es una aldea», dijimos todos, tan concertadamente como si interpretáramos el cuarteto vocal de
Rigoletto
.

Mientras ellas repasaban sus recuerdos monjiles, Norberto me llevó a su sancta sanctorum. El aparataje era impresionante. Se puso los auriculares y me colocó otros a mí. Empezó a recorrer el espinel hertziano. Línea a línea del dial iban apareciendo voces extrañas e idiomas imposibles, pero asimismo un tucumano que clamaba por una limeña, y un carioca que anunciaba tener una mala noticia para un bogotano. Se llamaban con letras y números en clave, por ejemplo CX1BT (y enseguida aclaraban: CX1-batería-tierra). Aquello era agobiante. Las voces del universo estaban allí. No me extrañaba que Norberto acariciara la esperanza de escuchar la voz del Señor, ya que aquel aparato parecía tener un alcance ilimitado. Había voces que llegaban, qué duda cabía, de las galaxias, donde quizá Dios fuera a descansar todos los domingos (costumbre adquirida desde la Creación) así como nosotros vamos a Portezuelo o a La Paloma.

Norberto se levantó y me hizo señas de que iba a buscar a las mujeres para que ellas también disfrutaran de aquel vocerío, que a menudo se mezclaba con extraños pitidos a lo manisero, o también con estentóreos tableteos, que tanto podían ser truenos como ametralladoras o simples carcajadas de Mandinga.

Me quedé escuchando, a esa altura fascinado por la banda sonora del universo. Una voz atiplada, pero castiza, de Bogotá, había establecido contacto intermitente, entre «cambio» y «cambio», con otra, de acento inocultablemente caribeño, quizá de Maracaibo, y entre una y otra fueron repasando y comentando los resultados de
baseball
de la última jornada. Como aquello me aburría soberanamente, moví el dial. Entonces sonó en mis auriculares: «Rita llamando a Claudio. Cambio». No podía creerlo. Pero pasaron dos minutos y volvió a sonar: «Rita llamando a Claudio. Cambio».

Sentí que Norberto me quitaba los auriculares. Había entrado con Maruja y Mariana y no me había dado cuenta. Norberto me preguntó qué me pasaba. «Estás pálido», dijo Mariana. «No sé, no sé, tal vez me haya mareado con tantas voces.» «Tengo la impresión de que te desmayaste», dijo Maruja. «Puede ser», admití, «pero mareado o desmayado o dormido, seguí escuchando voces y voces, mensajes y mensajes.» «No creo que te hayas desmayado», dijo Maruja. «Tenías los ojos bien abiertos.» Mariana rió: «Como si hubieras visto un fantasma».

No siempre es así

Por fin conocí al Paraguas. Es de una tal timidez, que yo, a su lado, me sentía Ricardo Corazón de León. Tiene, sin embargo, una mirada franca y una risa espontánea y contagiosa. Como todos los paraguayos que conozco, es de tez aindiada y, además del castellano, habla (y sobre todo canta) en guaraní. Hay que insistirle mucho para que cante, y nunca lo hace si hay más de tres o cuatro personas dispuestas a escucharlo. Su voz es agradable y además el guaraní parece una lengua creada especialmente para ser cantada. Como era natural, Elenita lo miraba embelesada.

A veces van ambos al hotel, creo que para que el viejo se vaya habituando a la presencia del muchacho. El viejo nunca fue puritano, pero no se atreve a hacerle ciertas recomendaciones a su hija. Demasiado sabe que entre Elenita y Sonia no hay suficiente confianza, así que decidió pedirme que le transmita a Elenita algunas normas elementales en el rubro sexualidad. En realidad, le aterra la mera posibilidad de que el Paraguas la deje preñada. De manera que no tuve más remedio que tratar con ella el espinoso tema. Menuda sorpresa. El Paraguas será tímido pero nada estúpido. Sabe tomar sus precauciones. «Tate tranqui, Claudio», me dijo Elenita antes aun de que yo entrara en materia. «Y decile a papá que no se preocupe. Todavía no le vamos a dar nietos.» Aquel diálogo me provocó una reflexión profunda: ¡Cómo cambian los tiempos! Dije aquel tópico junto a los pinos, pero en voz baja y algo avergonzado. Me sentí tan ridículo como la tía Joaquina.

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