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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama

La borra del café (7 page)

BOOK: La borra del café
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A la vista de aquellos partidos, yo pensaba que a su vez los confesores tendrían que confesarse, ya que matizaban el juego con palabrotas nada evangélicas y hasta llegaban a propinarle algún moquete al blasfemo que se atrevía a contener los avances eclesiales con un
foul
demasiado brusco. Los curas ganaban siempre, como correspondía, pero los muchachos gozaban viéndolos tan eufóricos y arbitrarios. De vez en cuando, uno de los más osados le decía al cura-zaguero de turno: «Acuérdese, padre, de que hay que poner la otra mejilla», y el padre respondía, sudoroso: «La otra mejilla sí, cretino, pero no la otra pierna. Si me das otra patada, te expulso y te mando a rezar diez padrenuestros y veinte avemarías».

No obstante, lo que más me divertía era la versión del abuelo (sobrepuesta a la de la abuela) sobre la fuga de los anarquistas. «Tu abuela, que tiene buen oído y padece de insomnio, escuchaba por las noches unos ruidos extraños en el local vecino, y siempre me decía: Esos no son carboneros ni nada que se le parezca. Yo le replicaba: He sido testigo de que venden carbón. Y ella: Como si vendieran lechugas. Esos tipos tienen una maquinita y por las noches fabrican billetes. Ya lo vas a ver. Mantuvo su tesis empecinadamente. Cuando venía un camión por la calle del fondo y los de
El Buen Trato
cargaban bolsas y más bolsas, tu abuela decía: ¿No te parece una carbonería un poco extraña? En vez de traer carbón, se lo llevan. Esas bolsas deben estar llenas de billetes falsos, esos que fabrican por las noches con una maquinita que no me deja dormir. Yo le decía que no, que esas bolsas eran para el reparto del carbón a domicilio. Y ella: Es la primera carbonería que reparte los domingos. ¿Te fijaste que el camión viene sólo los domingos? Bueno, después todo se aclaró. Las bolsas no contenían billetes falsos sino tierra verdadera, la que extraían para hacer el túnel.»

El abuelo me había contado la historia una y otra vez, claro que siempre con algún cambio. Creo que al final se hacía un enredo con la realidad, la versión de la abuela y lo que su propia imaginación añadía. Lo cierto es que el día de la fuga él los había visto salir por el fondo de la carbonería y subirse a un auto que los aguardaba en la calle de atrás, o sea Joaquín Núñez, un poco más adelante de donde estacionaba el camión de los domingos. Le había sorprendido que aquellos hombres salieran corriendo y sin bolsas, pero los escapados tenían sus razones para tanta prisa.

La abuela no cejó en su teoría de los billetes falsos. «Serían presos» admitía, «no tengo por qué negarlo, pero habrán escapado con la plata que falsificaron en todos estos meses. Ya estarán seguramente en París, disfrutando de la vida en el Folies-Bergere, pagando todo con la plata que fabricaron aquí al lado.» Para la abuela, París y el Folies-Bergere eran el summum, el no va más, de manera que no podía imaginar un destino más glorioso para los ex presidiarios que frecuentar aquel paraíso terrenal. «Después de pasar tanto tiempo en chirona, me figuro cómo desearían esos pobres ver unas piernas de mujer. Y si eran de francesas, muchísimo mejor.» Y llenando de nostalgia sus ojos de miope: «Cuando yo era muy jovencita, mi tía Clorinda, que era un poco loca pero muy entusiasta, siempre dijo que yo tenía piernas de francesa. Y no sólo ella. El espejo también lo decía».

La enfermedad de la abuela era una extraña y penosa forma de reumatismo, que como es obvio no le afectaba la lengua, ya que hablaba y hablaba sin parar. El tema de la carbonería alimentó su verborragia por todo un lustro. Cuando el abuelo le traía la prensa diaria, con las noticias de la evasión y los posteriores enfrentamientos entre fugados y policía, ella se refugiaba en el sarcasmo: «Javier, vos siempre me has dicho que la prensa miente, calumnia, deforma los hechos. ¿Cómo entonces podés creer ahora esas paparruchas? Dicen todo eso porque les da vergüenza reconocer que los tipos están en París, gozando con el cancán y pagando con francos igualitos a los legales de Francia. Mirá, si no estuviera tan tullida, me habría ido con ellos. Esos sí que son gente de iniciativa, y no como vos, que siempre has sido un sedentario, fiel a tu destino de estaca». El abuelo callaba, sobrio, aunque yo me daba cuenta de lo que estaba pensando: después de todo, era lógico que su mujer, que sólo iba del sofá a la cama y viceversa, suspirara por un destino de nómada.

No obstante, y a su estilo, se querían, de eso estoy seguro. Y el abuelo habría dado diez años de vida para que ella se curara y pudiera salir y divertirse, si no en el Folies-Bergere, al menos en el corso de Dieciocho.

Gente que pasa

Desde Punta Carretas, al viejo le quedaba relativamente cerca su nuevo trabajo, pero a mí no me ocurría lo mismo con el Liceo Miranda. Tenía que tomar dos líneas de autobús, o un autobús y un tranvía, de modo que, salvo cuando llovía o estaba muy ventoso, prefería regresar a pie. Tomaba por Sierra, Jackson, Bulevar España, 21 de Setiembre, Ellauri hasta la Penitenciaría, que era (lagarto lagarto) mi destino final.

Hasta entonces había vivido más o menos confinado en Capurro, y quizá por eso disfrutaba bastante con la larga travesía, que no siempre seguía el mismo itinerario, ya que había días que incluía un trecho por Dieciocho. En tales ocasiones, me detenía un buen rato en alguna esquina, dedicado exclusivamente a observar el paso de la gente. Con sus urgencias o su sangre de horchata, constituía para mí una novedad, un descubrimiento. A medida que iban flanqueando mi concurrida soledad, tomaba notas mentales de sus peculiaridades y obsesiones. Las mujeres, seducidas por las vidrieras y sus modas al día, se detenían fascinadas, seguramente aprendiendo de memoria talles, colores, modelos, precios. Luego salían disparadas, porque siempre llegaban tarde a alguna parte. Los hombres, más definidos u obcecados, cuando iban a comprar algo, entraban directamente en la tienda o la papelería, perdiéndose así el disfrute de los escaparates, en cuya oferta no desperdiciaban tiempo.

También abundaban los estudiantes, de ambos sexos, especialmente cuando me acercaba a la Universidad. Por lo común circulaban en grupos, con los muchachos asediando a las chicas, y éstas, tomadas del brazo para sentirse fuertes, devolviendo los piropos colectivos y los guiños individuales con quites de ironía y cuchicheos apócrifos. Los transeúntes adultos a veces se miraban, molestos ante esa lección de provechosa frivolidad, cada uno solidario con el fastidio del otro y confiando en no encontrarse de pronto con un hijo o una hija propios entre aquella tropilla de inconfortables, tan ruidosos como jocundos.

Desde mi mirador en una esquina cualquiera (generalmente elegía la de Dieciocho y Gaboto) fui aprendiendo detalles y matices de la conducta humana, y tal visión panorámica llegó a convertirse, para mi inexperiente naturaleza, en un ejercicio apasionante. Por esa época leía bastantes libros, particularmente novelas. Ya hacía tiempo que había abandonado a De Amicis, Verne y Salgari, y ahora me dedicaba a establecer las diferencias más elementales entre los personajes de Victor Hugo, Dickens o Dostoievsky, y los grises montevideanos que tenía a la vista.

Durante cierto lapso tuve la obsesión de efectuar cotejos imaginarios entre los mendigos de la literatura y los de la vida real, pero los pordioseros no abundaban en Montevideo. Por fin descubrí uno, al que le faltaban las piernas, y una tarde me entretuve en calcular cuánto, aproximadamente, había recaudado en esas pocas horas. Lo multipliqué primero por dos, puesto que mendigaba en doble horario, y luego por treinta, para llegar al ingreso mensual, y llegué a la sorprendente conclusión de que ganaba mucho más que mi padre como administrador de un buen hotel. Esa misma noche se lo comenté al viejo y, para mi asombro, no se murió de envidia. Simplemente comentó: «La diferencia sustancial entre tu mendigo y yo no reside en lo que percibimos diaria o mensualmente sino más bien en que por lo menos yo tengo mis piernas: con várices y juanetes, pero las tengo. ¿Te parece poco?». No, no me parecía poco. Pero mi mendigo ni siquiera me servía para compararlo con los de Victor Hugo. Evidentemente, éramos un país tan joven, tan poco desarrollado, que ni siquiera teníamos Corte de los Milagros. Se presume que más adelante iremos desarrollándonos, para así generar nuestra mendicidad vernácula.

Alguna que otra tarde cambiaba mi itinerario y venía por Agraciada, Rondeau, hasta la plaza Cagancha, lugar éste que para mí era inseparable de una imagen única, que siempre estuvo colgada en mi memoria. Durante los juegos de Amsterdam, 1928, cuando Uruguay fue por segunda vez campeón olímpico de fútbol, todo el país estuvo pendiente de esos partidos. El día en que Uruguay enfrentó a Italia, el viejo me llevó a la plaza Cagancha. Allí, en los pizarrones del diario
Imparcial
iban apareciendo los más importantes pormenores del juego: «Avanza Uruguay», «Italia cede córner», «Gol italiano», «Gran reacción del equipo uruguayo», etcétera. Llovía a cántaros y centenares de paraguas formaban una suerte de techo sobre la plaza repleta. Yo era entonces un niño (cinco o seis años), pero no he olvidado mi sensación de insignificancia bajo aquel extraño cobertizo así como mi constante vigilancia para que las goteras de los paraguas no cayeran sobre mis zapatos, precaución totalmente inútil ya que de todas maneras estaban empapados. Al final ganó Uruguay 3 a 2. Yo en cambio gané un resfrío que cuarenta y ocho horas más tarde se transformó en gripe.

Pero eso fue en 1928. Ahora, la calle tenía atractivos menos folclóricos. Por ejemplo, las mujeres. Particularmente cuando llegaba la primavera. Con los primeros calores empezaban a perder trapos como si fueran escamas: primero los abrigos e impermeables, luego los sacos y pulóveres, después cambiaban las mangas largas por las cortas, y por último se quedaban sin mangas y sin medias (¡qué festival de piernas!) y hasta había quienes lucían una zona de sus lindas espalditas.

La repentina aparición de la piel (fresca, nuevecita, muy clara al comienzo, más oscura a medida que avanzaba la temporada de playas) me conmovía profundamente. Lo peculiar era que, más que las estudiantes, casi adolescentes, me atraían las pulcras empleaditas de uniforme que al mediodía dejaban por una hora sus puestos en los comercios de la Avenida para acomodarse en un café o en algún banco de la plaza de los Treinta y Tres, donde, mientras conversaban, consumían la merienda que habían traído de sus casas. En sus gestos y cuchicheos se diferenciaban de los modales estudiantiles, entre otras razones porque sus grupitos no eran mixtos (en las tiendas empleaban más mujeres que hombres).

Nunca me atreví a abordarlas o a preguntarles algo (hay que considerar que me llevaban por lo menos diez años y que yo no me distinguía por mi coraje) pero disfrutaba contemplándolas. Creo que además las admiraba porque trabajaban y cobraban un sueldo, dos detalles que aún faltaban en mi ficha personal. Por otra parte, mi interés no se dirigía a ninguna en particular, sino que más bien me atraían como colectivo.

Tengo la impresión de que esos regresos callejeros desde el Liceo hasta mi casa significaban para mí algo así como el descubrimiento de la libertad. Poco descubrimiento y magra libertad. Pero algo es algo. Podía demorar dos horas, o cuatro, en mi safari cotidiano. Nadie me pedía cuentas por las eventuales tardanzas, ni siquiera Juliska. De todos modos el viejo volvía mucho más tarde y yo lo esperaba para cenar. Juliska solía cocinarnos platos de su tierra y le habíamos tomado el gusto a aquella cocina exótica. Casi por compromiso, el viejo me preguntaba por mis estudios, y yo le respondía, también por compromiso, con datos sumarísimos y evitando aquellas referencias que podían provocarle no exactamente preocupación sino más bien la obligación de preocuparse.

Ni Natalia, ni mucho menos Quique, comían nunca con nosotros. Recuerdo una rara excepción: un fin de año en que no estaba Juliska (había ido a recibir el 1939 con sus únicos parientes, que vivían en Las Piedras), Natalia hizo unos ñoquis exquisitos, Quique trajo el postre y el vino, el viejo puso el champán de rigor y los cinco lo pasamos francamente bien. Sólo al final el viejo propuso un brindis por el recuerdo de mamá, y con ese motivo Elenita lloró un poco antes de irse a la cama, dispuesta a enfrentar su primer sueño del nuevo año.

Alguna que otra tarde me dejaba caer por el hotel que administraba el viejo. Quedaba a dos cuadras de la Rambla y tenía un jardín con árboles bastante añosos. Allí el viejo se convertía en otro: locuaz, eficiente, moderadamente autoritario. Sabía manejar a los huéspedes, por lo común porteños. Era obvio que el personal lo respetaba y hasta se diría que lo estimaba. A mí, como hijo del jefe, también me llegaba parte de ese beneficio, y los camareros, las mucamas y la telefonista me trataban con la simpatía y la condescendencia a que se hacían acreedores mis recién cumplidos quince años.

Algún fin de semana me quedaba allí, leyendo entre los árboles, en particular junto a una araucaria que era mi favorita. El aire salitroso que subía de la costa, mezclado con la fragancia de los pinos viejos, me proporcionaban una extraña sensación de bienestar. Aprovechaba para respirar a pleno pulmón. En ciertas ocasiones dejaba el libro a un lado y me quedaba inmóvil, tan sólo escuchando a los pájaros y las bocinas que dialogaban allá en la Rambla.

Yo hacía buenas migas con el más joven de los camareros, un tal Rosendo, que se especializaba en dedicar inocentes diabluras a más de un cliente. Había, por ejemplo, un militar argentino, septuagenario y en retiro, sordo como una tapia. Se levantaba muy temprano y bajaba a desayunar al comedor. Rosendo concurría a atenderlo con una franca sonrisa y sistemáticamente el general preguntaba cómo estaba el tiempo. «Milanesas con papas fritas», respondía el guasón, y el otro, muy conforme, anunciaba: «Entonces voy a buscar una bufanda». Y si el sordo pedía: «Por favor, muchacho, dígale a la mucama que esta noche me ponga una almohada adicional», Rosendo preguntaba con toda seriedad: «¿Cómo la quiere, mi general? ¿De remolachas o de espárragos?». «La que sea más suave», decía el otro, agradecido, y le alcanzaba una buena propina, que Rosendo pescaba al vuelo, sin el menor remordimiento. Por supuesto, mi viejo jamás se enteraba de semejantes improvisaciones. Varias veces fui testigo de esos diálogos estrafalarios y puedo asegurar que el desempeño actoral de Rosendo era de una pulcritud verdaderamente profesional. De ahí que no me sorprendiera cuando, un año más tarde, lo vi integrando un elenco de teatro aficionado.

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