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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama

La borra del café (2 page)

BOOK: La borra del café
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Aquel naufragio

Fue precisamente en la casa de la calle Capurro que empecé a sentirme integrante de una familia mayor. Dos primos, que me llevaban un par de años, vinieron de Cerro Largo a radicarse en Montevideo, y al principio vivían con el abuelo Javier, padre de mi madre. Más tarde, los padres vinieron también a la Capital y se instalaron todos en Capurro, a cinco cuadras de casa. Mi prima Rosalba, que me llevaba tres años, vivía en Canelones, pero venía a menudo a visitarnos con su madre, la tía Joaquina, que por cierto no gozaba de las simpatías de mi padre. «No soporto a tu hermana», le decía frecuentemente a mi madre. «Es bruta, brutísima, y además necia.» Ella sólo alegaba: «Pero es mi hermana», e increíblemente este argumento era el único que derrotaba a mi viejo. Por otra parte, el abuelo Vincenzo, padre de mi padre, venía a menudo de Buenos Aires, donde tenía un almacén, y siempre paraba en casa. A las abuelas las veía menos. A la madre de mi madre, porque siempre estaba enferma, y en consecuencia nunca salía a la calle ni había que importunarla con visitas; y a la madre de mi padre, porque vivía en Buenos Aires y cuando el abuelo Vincenzo viajaba a Montevideo, ella se quedaba atendiendo el almacén de Caballito.

El abuelo Vincenzo era tan divertido como el abuelo Javier, pero en otro estilo. Una vez me contó cómo se había salvado de un naufragio famoso. Le pregunté si se había librado porque sabía nadar. «No, cómo se te ocurre. Siempre he tenido más afinidad con las aves que con los peces. Pero la verdad es que tampoco sé volar.» Su carcajada florentina resonaba en el patio como un carillón. «¿Y entonces cómo te salvaste?» «Muy sencillo: perdí el barco en Génova. Llegué al puerto media hora después de su partida asquerosamente puntual. Traté de conseguir una lancha que me llevara hasta el vapor (aún estaba a la vista). Para mi suerte fracasé en el intento. Cuando diez días después me enteré de que el buque se había hundido en pleno Atlántico, no se me ocurrió nada menos egoísta que celebrarlo con una damajuana de Chianti. Ya sé que está mal, que debía haber pensado en los otros; hoy no lo habría hecho así, pero en aquella época era muy joven y aún no había aprendido a ser hipócrita.» Y aquí otra carcajada. Yo en cambio no me reía. Enseguida me di cuenta que el abuelo no había leído
Corazón
, el libro de Edmondo de Amicis que era mi Biblia, ya que, de haberlo leído, no habría tenido una actitud tan mezquina, y si de todos modos hubiera decidido empinarse la damajuana de vino, lo habría hecho con tristeza y hasta llorando un poco por los que se ahogaron. Pero no, al abuelo todavía le duraba el regocijo de haber escapado a la muerte casi por milagro, aunque ni siquiera eso lo había reconciliado con el cura de su parroquia, pues toda su vida fue un ateo militante y arremetió contra Dios como si éste fuera un mero organizador de descarrilamientos y naufragios.

Un parque para nosotros

La casa de la calle Capurro tenía un olor extraño. Según mi padre, olía a jazmines; según mi madre, a ratones. Es probable que ese conflicto haya desorganizado mi capacidad olfativa por varios lustros, durante los cuales no podía distinguir entre el perfume a violetas y el olor a azafrán, o entre la emanación de la cebolla y el vaho de las inhalaciones.

En conexión con esa casa tengo además dos recuerdos fundamentales: uno, el Parque Capurro, y otro, la cancha de fútbol del Club Lito, que quedaba a tres cuadras. En aquella época, el Parque Capurro era como una escenografía montada para una película de bandidos, con rocas artificiales, semicavernas, caminitos tortuosos y con yuyos, una maravilla en fin. No me dejaban ir solo, pero sí con mis primos o con el hijo de un vecino, que era de mi edad. El Parque estaba casi siempre desierto, de modo que se convertía en nuestro campo de operaciones. A veces, cuando recorríamos aquellos laberintos, nos encontrábamos con algún
bichicome
borracho, o simplemente dormido, pero eran inofensivos y estaban acostumbrados a nuestras correrías. Ellos y nosotros coexistíamos en ese paisaje casi lunar, y su presencia agregaba un cierto sabor de riesgo (aunque sabíamos que no arriesgábamos nada) a nuestros juegos, que por lo general consistían en encarnizadas luchas cuerpo a cuerpo, entre dos bandos, o más bien bandas: una integrada por mi primo Daniel y el vecino, y otra, por mi primo Fernando y yo. A veces también participaban otros botijas del barrio, pero de todos modos nosotros llevábamos la voz cantante. (No hay que olvidar que si bien Daniel se ilustraba en Conan Doyle, Fernando, Norberto y yo habíamos perfeccionado nuestra piratería en la escuela de Sandokán.) En mi condición de convaleciente, tenía prohibidos semejantes excesos, gracias a los cuales sudaba demasiado, de modo que antes de regresar a casa había que tomar ciertas medidas precautorias. Como antes de la contienda dejábamos nuestras camisas sobre las rocas, cuando la lucha llegaba a su fin, nos lavábamos en una fuente con agua sospechosamente verdosa, nos secábamos al sol, y luego nos volvíamos a poner las camisas, que no mostraban ninguna señal de las refriegas. Cuando volvíamos a casa, muy peinados y rozagantes, mi madre me preguntaba: «No habrás corrido, ¿verdad?». Para corroborar mi respuesta negativa, alguno de mis primos ratificaba: «No, tía, mientras nosotros jugábamos, Claudio estuvo sentado en un banco, tomando el solcito».

El dirigible dandy

Así como el Parque Capurro tenía para nosotros un atractivo singular, la playa contigua, en cambio, era más bien asquerosa. La escasa arena, siempre sucia, llena de desperdicios y envases desechables, era mancillada aún más, ola tras ola, por otras basuras y despojos, provenientes tal vez de las diversas embarcaciones ancladas en la bahía.

Sólo en una ocasión la Playa Capurro, por lo general tan despreciada, se llenó de gente y bicicletas. Fue cuando vino el dirigible. El
Graf Zeppelin
. Aquella suerte de butifarra plateada, inmóvil en el espacio, a todo el mundo adulto le resultó admirable, casi mágica; para nosotros, en cambio, era algo normal. Más aún: el estupor de los mayores nos parecía bobalicón. Verlos a todos con la boca abierta, mirando hacia arriba, nos provocaba una risa tan contagiosa, que de a poco se fue transformando en una carcajada generacional. Los padres, tíos, abuelos, se sintieron tan agraviados por nuestras risas, que los sopapos y pellizcos empezaron a llover sobre nuestras frágiles anatomías. Una injusticia histórica que nunca olvidaremos.

No obstante, el
Graf Zeppelin
fue causa indirecta de un cambio importante en nuestras vidas. Nuestro interés por aquel globo achatado e insípido duró exactamente diez minutos. Cuando empezaron nuestros primeros bostezos, nos fuimos replegando, sin saber aún hacia dónde encaminar nuestras expectativas. Los mayores seguían boquiabiertos, hipnotizados por aquel mamarracho hermético, instalado en el espacio abierto. De pronto nos dimos cuenta de que en esa jornada
no existíamos
, estábamos al margen del mundo, por lo menos del mundo autorizado a asombrarse. De modo que cuando mi primo Daniel dijo: «¡Somos libres!», todos fuimos conscientes de que se había convertido no sólo en nuestro portavoz sino también en nuestro líder.

Por diversos senderos empezamos a retroceder hacia el Parque, sin apuro y sin llamar la atención, no fuera que alguno de aquellos mayores, tan turulatos, saliera de pronto de su embeleso y diera la voz de alerta. No fue necesario que conviniéramos cuál iba a ser nuestro punto de encuentro. Sabíamos que nos íbamos a reunir en un pequeño claro entre las rocas, donde confluían tres o cuatro caminitos y siempre había sido la zona neutral de nuestros juegos, contiendas y desafíos. Allí nos encontramos, pues, y esta vez fue además paraninfo de deliberaciones.

Aquella circunstancial indiferencia de los adultos, unida a la no buscada y sorpresiva pero evidente libertad de que gozábamos desde la última media hora, nos obligaba a un decisivo reajuste. No teníamos ganas de jugar ni de entablar sudorosas trifulcas de engaña pichanga. Era como si alguien, al despojarnos repentinamente de nuestra escafandra de inocencia, nos hubiera dejado desnudos frente a un nuevo y desconocido compromiso.

Por cierto que el destino, o como se llame, nos reservaba para esa misma jornada una puesta a punto de la responsabilidad recién estrenada. Empezamos a caminar en silencio por uno de los senderos que llevaban a las cuevas. Ibamos tan absortos que casi tropezamos con un cuerpo tendido. La mueca instalada en el rostro y cierta rigidez de los miembros, eran signos demasiado evidentes. No era preciso llamar a un forense para comprender que se trataba de un muerto.

«Fíjense, es Dandy», dijo mi primo Fernando. Ese era el nombre que se daba a sí mismo un conocido
bichicome
, decano del Parque, que generalmente hacía de las cuevas su dormitorio estable. Y el mote no era tan absurdo como podía parecer, ya que, pese a sus zapatos astrosos, a su pantalón harapiento, a su camisa mugrienta y a su gabardina en jirones, nunca lo habíamos visto sin corbata (incluso tenía dos: una a rayas negras y rojas, y otra azul con herraduras marrones). «Tenés razón, es Dandy», dijo Daniel. Mi vecino Norberto se acercó al cuerpo del bichicome, pero Daniel lo detuvo. «No lo toques», dijo, «¿no ves que si encuentran nuestras huellas digitales van a pensar que fuimos nosotros?» Norberto retrocedió obediente, no sólo como reconocimiento de que Daniel era ahora el líder, sino también de su cultura detectivesca, obtenida, según nos constaba a todos, en su frecuentación de Sherlock Holmes. Eso también revelaba una apreciable distancia entre Daniel y los demás. Mientras nosotros estábamos aún en Edmondo de Amicis o Salgari, él frecuentaba rigurosamente a Conan Doyle. «Recuerden la hora en que lo descubrimos» dijo Daniel. «Las tres y diez.»

Luego tomó un diario que alguien había dejado sobre unas piedras, lo arrimó al cuerpo del Dandy y presionó una y otra vez con su zapato. La última vez lo hizo con más fuerza y entonces apareció una mancha de sangre, reseca y bastante extendida. Con el mismo mecanismo, desplazó luego hacia arriba la mugrienta camisa, dejando al descubierto una herida considerable, producida al parecer por algún instrumento cortante. A la vista de ese desastre, sentí que los ojos se me nublaban y que estaba a punto de desmayarme, pero haciendo (literalmente) de tripas corazón, me repuse a medias y alcancé a decir una frase tan memorable como ésta: «¿Y la gabardina?». Daniel me consagró una de esas miradas tiernamente menospreciativas que Holmes solía dedicar al doctor Watson, y sólo dijo: «¿La gabardina? Seguramente se la ha llevado el asesino». Eso ya fue demasiado. Ante el simple sonido de la palabra
asesino
sentí que me desmayaba, y esta vez fue de veras. Luego, cuando fui recuperando el conocimiento, sentí que Fernando me estaba pasando un pañuelo húmedo por el rostro, y pensé en qué lo habría humedecido. Pero en ese instante me encontré con la mirada entre admonitoria y burlona de Daniel, quien además me decía: «Ah flojón». Entonces sentí que la sangre me subía al rostro en oleadas, y ahí sí me repuse del todo.

Por supuesto nos juramentamos para mantener en total secreto nuestro «macabro hallazgo» (así al menos lo calificó Daniel, quien, como criminólogo en cierne, era apasionado lector de la crónica roja en la prensa diaria). Aprovechando que los mayores seguían arrobados en la contemplación del dirigible, volvimos por atajos separados a la playa y allí nos quedamos, simulando una fascinación que estábamos lejos de sentir, pero creando de ese modo una coartada colectiva que nos desvinculaba de aquel cadáver que quedaba atrás, allá en nuestro ex punto de encuentro. Y digo ex, debido a que, por razones obvias, nunca más volvimos a citarnos allí.

A medida que fue cayendo la tarde, la multitud de curiosos se fue dispersando. Sólo entonces los adultos recordaron que existíamos. Recuerdo que mi madre, todavía emocionada, me puso un brazo sobre los hombros y me comentó: «¡Qué hermosura! ¿Te gustó?». Yo me mostré entusiasmado por la butifarra aérea y así emprendimos el regreso a casa, pausada y normalmente, como si nada hubiera pasado, como si de ahora en adelante no existiera un cadáver en nuestras vidas.

Curiosamente, la prensa ignoró totalmente el asesinato del Dandy. Todos los días revisábamos los diarios y escuchábamos los noticieros de radio, esperando siempre el titular temido:
Asesinato en el Parque Capurro
. Y los subtítulos de rigor:
Se sospecha de varios menores. Aprovechando la conmoción despertada por el Graf Zeppelin, un bichicome, apodado El Dandy, es ultimado al atardecer
. Diez días después del descubrimiento, nos reunimos los cuatro en el patio trasero de mi casa y resolvimos que esa incertidumbre debía concluir. Teníamos que volver al Parque para saber qué había pasado con el cuerpo del Dandy. Estuvimos de acuerdo en que era imprudente una excursión colectiva. Sólo uno de nosotros debía dirigirse al «claro del bosque» a fin de realizar una inspección ocular. Era lógico que lo tiráramos a la suerte. «Dios decidirá», dijo mi vecino Norberto, que iba diariamente al catecismo y era el favorito del padre Ricardo. Su meta prioritaria en la vida era llegar a ser monaguillo de ese cura. Nosotros teníamos por entonces otros ideales. Como era previsible, Daniel quería llegar a ser detective; Fernando, mecánico (cuando era más chico, decía «macaneador», pero era una errata); yo, golero de la selección, algo así como un sobrino putativo de Mazzali. Bueno, efectivamente Dios decidió. Me eligió a mí. Ese mismo día resolví ser ateo. Y hasta hoy me mantengo. Fue un trauma muy duro. No sé qué habría pasado si el sorteo hubiera señalado a Norberto o a Fernando o a Daniel. Tal vez ello habría confirmado mi fe en el Señor y hoy sería párroco, o al menos obispo. Pero no fue así y tuve que hacerme cargo de mi ateísmo y de la inspección ocular.

Al día siguiente partí hacia el peligro. Los otros tres quedaron en la esquina de Capurro y Húsares, a la espera de mis noticias. Me dirigí hacia «el lugar del hecho» (así lo denominaba Daniel) con todo el coraje de que disponía, que por cierto no era demasiado. Si no caminaba rápido, no era por mala voluntad, sino porque las piernas me temblaban, totalmente al margen de mi voluntad de cruzado. El temblor sólo se interrumpía cuando subía o bajaba escalones, pero no bien volvía a caminar aquella trepidación recomenzaba. Recuerdo que era una fresca mañana de otoño, pero yo sudaba como en enero.

Por fin llegué al «claro del bosque». Al principio no lo podía creer, pero el Dandy no estaba. Extrañamente, su ausencia me calmó. El temblor cesó como por encanto. Y hasta tuve ánimo para recorrer los caminitos que llegaban al claro y, más aún, en un alarde de arrojo inconcebible, me asomé a la cueva que el Dandy había usado durante años como refugio. Tampoco allí había rastros del
bichicome
. Apenas una botella (vacía) de alcohol de quemar.

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