Read La borra del café Online

Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama

La borra del café (5 page)

BOOK: La borra del café
8.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Entonces alguien dijo: «¿Qué te pasa? ¿Por qué llorás?», y me sentí espiado, agredido en mi intimidad. Desde la higuera me contemplaba una chiquilina desconocida. Le pregunté quién era y me dijo que era Rita, prima de Norberto. Tendría uno o dos años más que yo. Lentamente se fue moviendo por las ramas hasta que llegó a mi ventana y desembarcó en mi cuarto. Por entre mis lágrimas pude ver que era bastante linda, que tenía una mirada dulce y que su relojito pulsera marcaba las tres y diez.

Me puso una mano en el hombro y volvió a preguntar qué me pasaba. «Mi mamá se va a morir», dije, con más angustia de la que en realidad sentía. «Todos nos vamos a morir», sentenció Rita. «Pero ella se va a morir muy pronto.» Y agregué: «Es un secreto. Nadie lo sabe. No vayas a contárselo a Norberto, porque entonces se entera todo el barrio, empezando por el cura». «Podés estar tranquilo. No lo diré a nadie. Fijate que ni siquiera tengo confesor.» Este último detalle me infundió confianza.

Se sentó a mi lado, en la cama. «No tengas vergüenza de llorar. Hace bien. Elimina toxinas. Por eso las mujeres vivimos más que los hombres. Porque lloramos más.» Su sabiduría me dejó pasmado. Sin embargo saqué cuentas: el viejo no lloraba casi nunca y mamá sí, y sin embargo ella, a pesar de todas las toxinas que había eliminado, se iba a morir antes que él. De esta deducción no le dije nada a Rita, nada más que para no desanimarla.

Entonces me pasó su mano (suave, de dedos finos y un poco fríos) por la mejilla todavía húmeda, y luego esa misma mano presionó levemente hasta que mi cabeza quedó apoyada sobre su pecho. Me sentí confortado y confortable. Una extraña paz (no estática sino activa) comenzó a invadirme. Aquella mano tranquilizadora me acarició las sienes, los labios, el mentón. A esa altura yo ya estaba en la gloria y la pena casi se me había esfumado, pero comprendí vagamente que la congoja había sido después de todo una buena inversión, de modo que seguí transmitiendo pesadumbre.

Rita tuvo entonces un gesto que puso punto final, ahora sí, a mi infancia: me besó. En la mejilla, junto a la comisura de los labios, y se demoró un poquito en aquel contacto. Tengo la impresión de que ése fue mi primer borrador de felicidad. «Me gustás, Claudio», dijo. «Norberto habla muy bien de vos. Sos su mejor amigo.» «¿Vos también vas a ser mi amiga?» «Claro, ya lo soy. Lástima que me voy mañana.» O sea, el infierno tras el paraíso. «¿A dónde te vas?» «A Córdoba, en Argentina. Vivo allí.» «¿Y no vas a volver?» «No lo creo.» Entonces yo también la besé en la mejilla, cerca de los labios, y ella sonrió, buenísima. Creo que le gustó. Sentí una agitación nueva, una euforia casi heroica. No era todavía, por razones obvias, una excitación sexual, digamos que era una emoción pre erótica. De todos modos, mucho más intensa que la que en otros tiempos me provocara Antonia.

Rita se puso de pie, se acercó a la ventana, y moviéndose rápidamente entre las ramas de la higuera, regresó al patio de Norberto. Desde allí abajo me saludó con la mano. Yo sólo la miré, desolado.

Adiós y nunca

El que se va se lleva su memoria,

su modo de ser río, de ser aire,

de ser adiós y nunca.

R
OSARIO
C
ASTELLANOS

La etapa terminal de mamá duró seis meses, en realidad dos más de los pronosticados por el médico. Nunca supe cuál había sido el mal ni quise averiguarlo. Durante el velorio, oí que alguien hablaba de células tumorales, pero eso para mí no significaba nada. Lo cierto es que se fue apagando lentamente. Al principio se empeñaba en desempeñar algunas tareas de la casa, las más livianas, pero luego pasaba largas horas en la cama, sin leer ni escuchar la radio. Generalmente permanecía con los ojos cerrados, pero no dormía. Elenita se acercaba a la cama en puntas de pie, pero ella de todos modos advertía su presencia y le hacía preguntas, que mi hermana, impresionada por aquella quietud, respondía sólo con monosílabos. Luego le decía: «Ahora dejame, Elenita, que mamá está cansada».

También yo me acercaba y ella me miraba muy triste, pero rara vez lloraba. Me decía cosas más o menos intrascendentes, como por ejemplo: «Tenés que ayudar a tu padre. A él le cuesta mucho ocuparse de la casa. Ayudalo hasta que yo me cure ¿eh?». O también: «No descuides el estudio. Eso es lo más importante». Era su forma de hacernos creer que no sabía que el final estaba cerca. Durante esos últimos seis meses jugamos todos una partida de engaño contra engaño. La hipocresía piadosa.

A menudo venían a acompañar a mamá la prima Rosalba y la tía Joaquina, pero la cansaban con su cháchara y sus chismes, tanto que el viejo habló con ellas y con el resto de la parentela para pedirles que no se quedaran mucho tiempo, ya que después de cada visita mamá quedaba exhausta y el médico había indicado que la dejaran tranquila. La tía Joaquina lo tomó como una agresión del viejo (nunca se habían llevado bien) y tanto ella como mi prima Rosalba dejaron de venir.

También llegaba a veces el abuelo Javier (el viejo no se atrevía a limitarle las visitas a su hija) y con la sana intención de animarla le contaba chistes (tenía una colección interminable) pero sólo conseguía que la enferma se sonriera con desgano, como una última muestra de amor filial. Mamá murió un domingo, a las tres y diez de la tarde. Ya hacía como una semana que no hablaba, y cuando abría los ojos, uno no sabía si miraba algo o a alguien, o simplemente nos informaba que aún existía. Antes de morir, no pronunció ninguna de esas frases dignas de ser recordadas por los deudos ni dio ningún consejo final y perentorio. Simplemente dejó de respirar.

Era el segundo cadáver de mi historia. El primero había sido el Dandy. Curiosamente, cuando Norberto, Daniel y Fernando se aparecieron por el velorio, surgió el nombre del Dandy, al que hacía un buen tiempo que (así fuera a modo de exorcismo) no mencionábamos. Lo cierto era que el rostro de mamá en el féretro era muy distinto al del Dandy allá en el Parque. Mamá tenía una expresión tranquila, como de descanso final y bienvenido, en tanto que el Dandy había terminado con una mueca de angustia. El viejo le pidió a su hermano, el tío Edmundo, que se ocupara de funeraria, velatorio y sepelio, y él se encerró en la cocina a tomar mate. No quiso ver a nadie.

Elenita andaba por la casa como una almita en pena, así que me la llevé al altillo y le estuve hablando de temas serios, aunque no siempre relacionados con la muerte. A sus ocho años, estaba totalmente desconcertada ante esa imagen de mamá inmóvil, sorda y muda. «Elenita», le dije mientras la acariciaba, «eso es la muerte: la quietud total, la sordera total, la mudez total. Y no pensar. Ni soñar.» «¿Y sentir dolor?», preguntó en medio de un puchero que me conmovió. «No, tampoco sentir dolor.» En un primer momento, aquello pareció conformarla, pero de pronto vio la higuera. «Ves, Claudio, la higuera no se mueve, no oye, no habla, no piensa, no sueña, no siente dolor, pero está viva ¿no? A lo mejor mamita está como la higuera.» Siempre he sido un mal perdedor, así que le dije: «No, Elenita, la higuera no es una persona. Sigue otras leyes». Eso de las leyes, como no pudo entenderlo, la impresionó bastante, así que por suerte se calló.

Juliska habla castellano

Aunque jamás habría osado curiosear en ninguna de sus páginas, yo sabía que el viejo escribía casi diariamente en unos cuadernos, en cuyas tapas había siempre una etiqueta:
Borradores
. ¿Qué anotaría allí? Nunca lo supe, pero a partir de la enfermedad de mamá, el viejo suspendió esa tarea y guardó aquellos cuadernos bajo llave.

Sólo al día siguiente del entierro, papá dejó su fortaleza de la cocina y se reintegró a la vida familiar. Ya hacía unos seis meses que se había incorporado a la misma una yugoeslava cuarentona, llamada Juliska (se pronuncia Yuliska), que se encargaba, con un denuedo digno de mejor causa, de todos los quehaceres domésticos. A Elenita y a mí nos trataba con bastante severidad y un rudimentario castellano, cuya confusión de géneros derivaba en un involuntario efecto humorístico. Sus caballitos de batalla eran frases como ésta: «Qué diría madre suya si lo viera con el camiso sucio». Pero madre mía ya no estaba.

Juliska formaba parte de una migración de mujeres eslavas, que, huyendo de la miseria y otras bagatelas, llegaban en los años treinta en barco a Montevideo. Una vez en tierra, se sentaban en la acera para allí ser elegidas por señoras montevideanas que las contrataban para el servicio doméstico. Durante el viaje aprendían rudimentos de castellano, más bien palabras sueltas, que usaban después de un modo caótico, pero sin la menor timidez. En vista de la enfermedad de mamá, una vecina se había ofrecido para ir al puerto y allí había elegido a Juliska, que resultó, después de todo, una buena elección. Tenía un aspecto de campesina, sana y fuerte, y se peinaba con unos rodetes que luego sujetaba (nunca supe cómo) sobre la nuca.

En sus últimas semanas a mamá le habían molestado los ruidos, de modo que el estado normal de la casa era el silencio. Este siguió vigente durante largas semanas tras la muerte de mamá. Todos hablábamos lentamente y en voz baja. Era un silencio compacto, inexpugnable. Una suerte de luto oral, que llegó a resultarme asfixiante. A veces Elenita subía a mi cuarto en las alturas, cerrábamos la puerta que comunicaba con el resto de la casa y entonces, con una sensación de alivio, hablábamos como antes.

Lo curioso era que nadie había impuesto aquel silencio (salvo mamá, en sus últimos tiempos) y sin embargo todos lo acatábamos. Eso fue así hasta una tarde (nublada, fría) en que llegó el viejo de su trabajo, nos reunió a todos en la cocina (que era algo así como su despacho) y nos comunicó: «Basta de susurros. Desde hoy, en esta casa, todos hablaremos como personas normales». Juliska fue la primera en acatar gozosamente la orden: «¡Qué buen noticio!», dijo a los gritos. «Ya estaba aburrido de tanta silencia.» En ese instante, las nubes se movieron allá arriba y el sol invadió el patio.

Durante los seis meses de luto oral yo había salvado mi examen de ingreso a Secundaria (como era de esperar, las felicitaciones no fueron para mí sino para el señor Fosco) y ya concurría regularmente al Liceo Miranda, de la calle Sierra. Era algo mayor (un año, o algo menos) que casi todos mis compañeros de clase, debido a que, en mi larga convalecencia, había perdido todo un período de clases. No obstante, la diferencia no se notaba, ya que en ese tiempo era bastante menudo.

Así y todo integré, confieso que con pobres resultados, el equipo de basquetbol, pero en cambio participé con éxito en la jornada inaugural de la Plaza de Deportes, la que quedaba frente a la Iglesia de la Aguada. Corrí en 400 metros llanos y le gané por varios metros al
Conejo Alonso
, que era el atleta número uno del Liceo y el favorito de las chiquilinas. Al final de la carrera, ellas no se acercaron para felicitarme sino que lo rodearon a él para consolarlo. Fue mi primer diploma de injusticia social. De cualquier manera, el
Conejo
no me perdonó esa afrenta, así que el año siguiente, en aras de la paz universal, dejé que me ganara (sólo por media cabeza, eh) en los 800 llanos. Desde entonces fuimos buenos amigos y en varias ocasiones permití que me copiara en las pruebas escritas, particularmente en las de Matemáticas.

Cuando me encontraba con Norberto (que iba a la Sagrada Familia), con Daniel (inscripto en el Elbio Fernández) o con Fernando (alumno del Liceo Francés), no hablábamos de estudios sino de fútbol. A veces íbamos todos al Estadio y el tema nos duraba para toda la semana. Pero una vez que Norberto trepó por la higuera y se introdujo en mi habitación, consideré que era el momento de preguntarle por su prima. «¿Qué prima?» «Rita.» «Yo no tengo ninguna prima» «¿Cómo? ¿No tenés una prima Rita que vive en Córdoba?» «Te digo que no. ¿De dónde sacaste ese disparate? ¡No tengo primas! Ni siquiera primos, así que no me inventes uno, mañana o pasado.»

Ya no recuerdo qué agregué para justificar mi interés, pero el tema quedó ahí, sin otra explicación, con la higuera como testigo implicado. ¿Quién podía saber mejor que yo que Rita era una chiquilina de carne y hueso? Yo no había soñado su presencia en mi altillo. Además me había besado y los fantasmas no besan. ¿O sí?

Fiesta en el barrio

Lo que me temía: el viejo empezó a hablar de una nueva mudanza. Es cierto que la casa de Capurro, sin mamá, no era la misma. Pero, así y todo, era
mi
casa. ¿Dónde encontrar otra habitación con una higuera que llegara a mi ventana? Capurro era
mi
barrio. Allí estaban mis amigos, el Parque, la cancha de Lito. Sólo Juliska me apoyaba: «¿Para qué mudanzo? Esta barria es bien linda. ¿Dónde van y consiguen un caso como esto? Grande, barato, cinco piezos». Pero el viejo quería irse. Decía que cada rincón de la casa le recordaba a mamá y él quería terminar de una vez por todas con aquel duelo enfermizo. Me impresionó que dijera enfermizo. Quería vivir de nuevo, agregó. «Además, no sólo quiero cambiar de casa sino también de barrio.» Yo le preguntaba, sin mayor esperanza, ya que estaba verdaderamente tozudo: «¿Y no vas a extrañar la cocina y el mate?». «El mate lo llevo conmigo y cocina hay en todas partes.» Sólo cuando me convencí de que la cosa iba en serio, di comienzo a mis adioses. Al barrio, a la calle, a los amigos. Para empezar, el sábado fui a la cancha de Lito. Jugaba el equipo local contra Fénix, su vecino. Todo un clásico. La misma gente que jugaba noche a noche al truco en los bares, compartiendo cervezas o grapas con limón, y festejando los aciertos y las metidas de pata con grandes risotadas, allí en la cancha se odiaban con unción y perseverancia y hasta podían llegar a las trompadas. Como suele suceder en estos casos, nunca faltaba un apartador que por lo general recibía alguna piña perdida y a pesar de ello les recordaba cuanto tenían en común. A regañadientes los rivales se daban la mano y la paz reinaba por lo menos hasta el segundo tiempo.

Esa tarde el Lito batió ajustadamente al Fénix, mediante dos jugadas excepcionales. Primero fue el «gol antológico» (así lo definió el cronista deportivo de
El Diario
, único órgano de prensa que se ocupaba con cierto detalle de las divisiones inferiores) conseguido por el Nato, que eludió a siete u ocho adversarios y, enfrentado al golero, emitió un zurdazo descomunal que dio en el palo, haciéndolo temblar, y luego, con el arquero ya totalmente descolocado, introdujo con suavidad («con vaselina» dijo el cronista de marras) la globa junto al poste izquierdo. Sólo un minuto después llegó un contraataque del Fénix, y el Lobizón derribó, hachazo mediante, al centreforward de ellos, en medio del área penal y en las mismas narices del árbitro, quien no tuvo más remedio que pitar con solvencia y señalar de inmediato el punto fatídico. El artillero del Fénix, un infalible en la ejecución de la pena máxima, mandó el balón en forma impecable hacia un ángulo del arco, pero el golerito litense, una reciente promoción de la cantera, voló hacia aquel proyectil envenenado y lo bajó hasta su garganta, en medio de ese griterío tan peculiar que suele estallar a continuación del pánico. Como faltaban apenas siete minutos para el final, la hinchada del Lito invadió la cancha y hubo que esperar un cuarto de hora para que se pudiera jugar ese brevísimo resto. Menos mal que los hombres del Lito llevaron a cabo una impresionante retención de pelota, ya que el golerito recién estrenado, como consecuencia de la incontenible efusión de los hinchas, había quedado rengo y medio tuerto, condiciones que no suelen ser las ideales para un guardameta. En cualquier partido normal, el entrenador lo habría reemplazado por el suplente, pero ese domingo el Lito no tenía entrenador (su mujer estaba de parto primerizo) ni golero suplente (en realidad, el atajapenales era el suplente, ya que el titular había caído con rubeola, dolencia que entonces estaba de moda). De modo que el único recurso era lograr que los codiciosos delanteros del Fénix no llegaran hasta el arco del Lito. Y no llegaron.

BOOK: La borra del café
8.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Confidence Tricks by Hamilton Waymire
It Had to Be You by David Nobbs
The Destroyer Book 3 by Michael-Scott Earle
Deadfolk by Charlie Williams
Fool's Errand by Maureen Fergus
Harvest A Novel by Jim Crace
The Academy: Book 2 by Leito, Chad