Read La borra del café Online

Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama

La borra del café (4 page)

BOOK: La borra del café
11.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Otras veces le preguntaba sobre sus modos de comunicación con el mundo, ya no cuando dormía sino en plena vigilia. «No es tan distinto», respondía pacientemente Mateo, «también en esa situación mis cuatro sentidos válidos suplen y ayudan al otro, el que me falta. Es como si multiplicaran su eficacia.»

Normalmente, el ciego quería que Claudio le contara detalles de sus juegos, de su entorno familiar. Pero el muchacho no comprendía cómo a su amigo le podía interesar algo tan rutinario como la vida diaria de alguien que podía verlo todo y en consecuencia no necesitaba imaginarlo, cuando justamente ahí residía el encanto de la ceguera inteligente. Lo único que le parecía verdaderamente lamentable en la existencia de Mateo, era que no podía contemplar la belleza de su hermana.

Claudio soñaba casi todas las noches. Pero fue a partir de esa extraña conversación con Mateo, que empezó a soñar en blanco y negro. Y bien, se conformaba, no siempre el mejor cine está en tecnicolor.

Los de la Garza

La casa de Capurro tenía asimismo claves y misterios. Por ejemplo, yo advertía que a veces, por lo común a la hora de la siesta, cuando mi padre se acercaba a mi madre y empezaba a cercarla con caricias, besos y abrazos furtivos, en ciertas ocasiones mi madre sonreía, le devolvía algún beso y luego ambos se encerraban por un rato largo en el dormitorio. Pero otras veces, cuando mi padre empezaba con sus arrumacos, mi madre se ponía seria y simplemente le decía: «Hoy no puedo, viejo. Vinieron los de Galarza». Para mí esa respuesta era un enigma, porque yo había estado toda la mañana en casa y nadie había venido: ni los de Galarza ni los de ninguna otra familia. Además, yo no conocía a nadie que se llamara así. Sólo varios años después supe que Galarza era el nombre de un jefe
colorado
, durante los años de guerra civil, y según la leyenda, cuando sus hombres pasaban por algún poblado, los derramamientos de sangre eran inevitables. O sea que lo que mi madre le avisaba a mi padre (en clave, claro, debido a mi indiscreta presencia) era que estaba con la regla y en consecuencia no se hallaba en disponibilidad erótica.

El otro misterio era una suerte de puertatrampa, situada en una de las habitaciones interiores. Alguna vez le oí decir a mi madre que ese cuadrado de madera era la entrada al sótano. Yo tenía prohibido intentar abrirla; veda que se podían haber ahorrado, ya que los sótanos siempre me produjeron un miedo irracional y no sólo nunca me propuse abrirla sino que jamás, cuando entraba en ese cuarto, me arriesgué a pisar aquel terrible cuadrado de tablones.

Entre los recuerdos más lindos de Capurro están mis despertares, del que normalmente se encargaban los inquilinos de la higuera. Cuando mamá me gritaba desde la cocina para que me levantara y acudiera a desayunar, ya hacía un buen rato que los pájaros se habían encargado de despabilarme. Algunos habían perdido el miedo y hasta la prudencia y se introducían en la pieza y hasta se acercaban a mi cama, sabedores de que siempre les reservaba un desayuno de miguitas. Y había un visitante adicional, del que por supuesto nunca informé a mi madre: un ratón minúsculo, un minerito, que casi siempre, cuando yo abría los ojos, estaba junto a mi cama esperando los trocitos de queso, restos de la ración que me correspondía en la dieta especial para subsanar mi déficit de proteínas. Es obvio que el minerito y yo tuvimos en ese período un repunte proteínico nada despreciable.

Safari al centro

Por su ubicación tan particular en el plano de la ciudad, Capurro, más que un barrio, es un bolsón barrial, con un extremo en el nacimiento de la calle que da nombre al barrio, o sea en la avenida Agraciada (donde está la mansión en que vivía el presidente, y luego dictador, Gabriel Terra, y donde doblaban las vías del tranvía 22) y otro en el Parque. Aunque era cierto que su influencia se extendía más allá, casi hasta el arroyo Miguelete, en realidad el barrio propiamente dicho llegaba hasta el destino final del tranvía. Eso era muy corriente en aquellos tiempos. A diferencia de los autobuses, los tranvías abreviaban o ampliaban los barrios. El autobús podía cambiar de ruta, ir hoy por aquí y mañana por allá. Pero el tranvía, con la fijeza de sus rieles y de su trole, tenía un destino y un recorrido estables, predeterminados. Además, para un niño siempre era admirable ver cómo el conductor aceleraba o frenaba aquella mole de fierros viejos, sobre todo cuando permitía que una de las manijas diera vueltas y vueltas, en sentido contrario, como si ella misma decidiera tales movimientos. Por otra parte, los asientos de esterilla eran bastante duros, pero transmitían una sensación de seguridad. Y una virtud adicional: los tranvías nunca volcaban, como sí lo hacían los autos, los taxis, los camiones, las jardineras, y también, aunque menos frecuentemente, los autobuses.

Sí, Capurro era un bolsón barrial, casi una republiquita. Por algo la tendencia de sus habitantes era quedarse allí, expatriarse lo menos posible de aquel entorno familiar donde cada esquina, cada almacén, cada bar, eran como habitaciones de la casa.

Debido tal vez a ese clima doméstico, que afectaba tanto a adultos como a niños, Claudio y su barrita de amigos vivían enclaustrados en el bolsón. Ah, pero a veces salían, y era como ir al extranjero. Claudio hacía ese viaje generalmente con su padre, y entonces se quedaban toda la tarde en el Centro.

Al viejo siempre le gustaron los cafés y allí se encontraba con amigos de antes y de mucho antes. Los de mucho antes eran por lo general más pobres que los de antes. Pero con unos y con otros el viejo se palmeaba o abrazaba y se hacían bromas y recorrían episodios que para Claudio eran historia nueva.

Sobre el suicidio de Brum, por ejemplo, que era un hecho reciente, se hablaba en voz baja, «porque nunca se sabe quiénes son los de aquella mesa», y casi nunca coincidían. Unos decían que había hecho mal; otros, que no tenía otra salida. «El pobre pensó que con ese gesto el pueblo se iba a levantar», decía Rosas, obrero de algún Frigorífico. «¿De qué pueblo me estás hablando?», replicaba un escéptico Menéndez, funcionario de Aduanas. «Este pueblo no se levanta con nada ni con nadie.» «Ajá», decía el otro, amoscado, «parecería que vos sí te levantaste.» «No jodas», replicaba Rosas, «yo tampoco me levanto con nada. Por eso te lo digo. Con fundamento.»

Otras veces el tema estrella era el fútbol. Alvarez, el mayor de todos, un veteranísimo, había presenciado nada menos que el gol que Piendibeni le hizo al «divino Zamora», y con eso se sentía realizado para el resto de sus días (que seguramente no iban a ser muchos), tal como si hubiera sido testigo directo de la toma de la Bastilla o de la caída del Palacio de Invierno.

Otros admiraban a Petrone. «Pero eso fue ayer», protestaba Alvarez, minimizando el recuerdo cercano. «En cambio el gol de Piendibeni a Zamora, eso es historia patria, che, sólo comparable a la victoria de Artigas en Las Piedras, otra derrota española ¿no?» El hincha de Petrone no se daba por vencido: «Ultimamente está muy duro para hacer moñas. Te juro que yo lo he visto tirar como veinte tiros al arco en un solo partido, de los que dieciocho iban a las nubes, pero, eso sí, los dos restantes, o sea los que habían embocado el arco, eran goles. Inatajables, porque todavía tira como un cañón. ¿O te olvidaste de que es el Artillero?» «Sí, mucho Artillero, pero Piendibeni…», insistía el fanático. «Y no te olvides de sus méritos extrafutbolísticos. En el 24, cuando se organizó un clásico Uruguay-Argentina en homenaje al príncipe heredero Umberto de Saboya que visitaba el Río de la Plata, Piendibeni se negó a jugar porque sus principios republicanos le impedían homenajear a una monarquía, aunque fuese italiana. ¿Qué te parece?» «¿Que qué me parece? Que mi abuelito fue un gran republicano y nunca pateó una globa, eso me parece. Alguien me dijo que Petrone tiene una mano bárbara para los
cannelloni alia Rossini
, pero yo no te lo voy a anotar como virtud deportiva. Hay que ser serio, che.» Etcétera, etcétera.

Luego, ya sin los amigos, caminaban por Dieciocho, entraban en librerías, donde el viejo siempre compraba un par de libros. Tenía el vicio de leer. Además, cuando había que comprar calzoncillos o corbatas para él, o alguna tricota para Claudio, se metían en
London París
. Desde que se había casado, el viejo sólo compraba en esa tienda, «porque allí hay de todo». A Claudio lo deslumbraba la cantidad de gente que había en los comercios y en las calles. Por otra parte, los chiquilines que veía en el Centro le parecían más libres, más sueltos que los de Capurro. Es claro que siempre había alguno que se excedía en la soltura y se ligaba un tirón de pelo. Esa agresión Claudio la sentía como propia y hasta hacía una mueca de dolor, ya que él conocía esas torturitas. Mamá era experta en crueldades menores.

Además en la calle había perros, muchos perros, admirablemente educados, ya que esperaban la señal del «varita» para cruzar la calle en la esquina con esos otros peatones, los humanos. En lo único que se parecían a los canes de Capurro era en su tratamiento de los árboles. Como Claudio había aprendido en el Diccionario de la Academia que el perro es un «mamífero carnicero, doméstico, de tamaño, forma y pelaje muy diversos, según las razas, pero siempre con la cola más o menos enroscada a la izquierda y de menor longitud que las patas posteriores, una de las cuales abre el macho para orinar», se entretenía en diferenciar a los machos de las hembras mediante la comprobación de esa calistenia congénita. De más está decir que se consideraba un especialista en la materia. Los gatos, en cambio, lo desconcertaban, y como sobre ellos el Diccionario no decía ni pío (es decir, ni miau), había renunciado a distinguir los gatos de las gatas, ya que ni siquiera había conseguido diferenciar el maullido masculino del femenino.

Regresaban tarde, a tiempo todavía para la cena, y mamá pedía que le describieran pormenorizadamente el safari. «Que te lo cuente él», decía el viejo, agotado por la caminata, y entonces Claudio, fresco como una lechuga, lo contaba todo, con una minuciosidad, un regocijo y un énfasis, que parecían inspirados en Carlitos Solé, cuando transmitía los partidos del Estadio Centenario, cuyo campo de fútbol había dividido previamente en cuadros numerados, de modo que uno podía seguir el juego como si se tratara de una partida de Capablanca
versus
Alekhine.

Malas noticias

Una tarde en que habíamos quedado solos en la casa, el viejo me llamó desde la cocina. Sin estudio y sin juegos, me sentía un poco aburrido, pero cinco minutos después se me había acabado el aburrimiento. Como todas las tardes, el viejo estaba sentado y tomaba mate. «Sentate», me ordenó. Me acomodé en el banco que me tenía destinado y empecé a preguntarme cuál sería el motivo de aquel llamado tan ceremonioso. ¿Qué habría hecho yo para que el viejo estuviera tan serio?

«Claudio», empezó, y eso me preocupó más aún, ya que el viejo rara vez me llamaba por mi nombre. Normalmente sólo me decía
botija
. «Tengo una mala noticia.» Tragué saliva y mi rodilla derecha empezó a temblar. «Ya no sos un chiquilín y creo que hay que decirte las cosas, aun las más tristes.» Me resultó sorprendente que mi padre, nada menos que mi padre, me expulsara sin más trámite de la infancia. Cualquiera podía darse cuenta de que yo era un niño, sin que importara demasiado la fecha de nacimiento que figuraba en mi cédula de identidad.

Y estalló la noticia: «Aunque no lo parezca, tu madre está muy enferma». Antes de captar la gravedad de la mala nueva, inevitablemente detecté otra novedad: comúnmente él decía
mamá
y no tu madre. De todos modos, mi rodilla derecha dejó de temblar. Ya no estaba para esas frivolidades. Durante un rato contuve el aliento. No como un ejercicio de la voluntad; sencillamente, no podía respirar. Sentía que mis pulmones reventaban de aire, pero no conseguía expelerlo. Al fin lo logré y pude preguntar: «¿Se va a morir?». Y el viejo, en tono bajo y con los ojos repentinamente llorosos: «Sí, se va a morir». Junté fuerzas para inquirir si ella lo sabía. «No, sólo sabe que está muy enferma. Cree que puede curarse. Eso es, por otra parte, lo que le decimos el médico y yo.»

Sentí frío, un frío estúpido y absurdo, pues estábamos en pleno otoño, que es entre nosotros la estación más plácida, pero al menos me sirvió para comprobar que mis primeras lágrimas calientes bajaban por las mejillas heladas. Algo tenía que hacer, de modo que abandoné mi banco y me acerqué al viejo. El dejó por fin el mate sobre la mesa y me abrazó larga, estrechamente. Otra primicia, ya que el viejo no era un sentimental y pocas veces me había abrazado.

Durante el abrazo yo sentía sus sollozos, pero recuerdo que no seguían el mismo ritmo que los míos. También recuerdo que el yesquero que él tenía en el bolsillo de la camisa me hacía daño en un hombro, pero por supuesto no dije nada. Cuando se apartó, vi que tenía en la mano un pañuelo blanquísimo, como recién comprado, y con él se secó los ojos, luego secó los míos, y hasta me lo puso en la nariz para que me sonara, igual que cuando yo tenía tres o cuatro años. «Una cosa te pido», dijo, «y es que ella no se dé cuenta de que vos sabés que está tan grave. Tratala como siempre, aunque te cueste.»

Dos horas más tarde, cuando mamá regresó con Elena, mi hermanita, el viejo y yo habíamos recuperado la serenidad, o más bien la máscara de la serenidad. Sin embargo, quizá porque ahora sabía la verdad, percibí por primera vez que mamá estaba pálida, demacrada, con los ojos cansados. Me acerqué y la besé. «¿Y eso?» preguntó, sorprendida. «Eso es porque te estuvimos extrañando.» Sonrió débilmente, sin creérselo. Pensé que no era un buen actor. Allá en el fondo del patio, vi que el viejo se replegaba en la sombra. En ese momento, no sé por qué, tomé conciencia de que hacía muchos meses que mamá no le mencionaba al viejo que habían venido los de Galarza. Deduje que estarían de viaje.

La niña de la higuera (1)

En cuanto pude subí a mi altillo. Necesitaba estar solo para reflexionar sobre la situación. Permanecí un buen rato, desconcertado, sentado en la cama y mirando (sin ver) la higuera. Huérfano, pensé, voy a ser un huérfano. Una sensación extraña, de pena y abandono (no es nada sencillo quedarse sin madre a los doce años), pero también de asunción de una condición nueva. Ninguno de mis amigos era huérfano. Yo iba a ser el primero. También mi hermana iba a ser huérfana, pero era muy pequeña y apenas lo advertiría. Estuve llorando un rato, pero no sabría decir si era por la anunciada desaparición de mamá o por mi inminente orfandad.

BOOK: La borra del café
11.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Charmingly Clever Cousin by Suzanne Williams
Catalyst (Book 1) by Marc Johnson
Taming the Boss by Camryn Eyde
KILLER DATE (SCANDALS) by Clark, Kathy
Laughter in the Dark by Vladimir Nabokov, John Banville
The Off Season by Colleen Thompson