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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama

La borra del café (10 page)

BOOK: La borra del café
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«¿Ya asimilaste la muerte de tu madre?» «Y sí, ¿qué más remedio?» «La muerte no es tan grave, Claudio.» «¿Vos cómo te la imaginás?» «Yo la concibo como un sueño repetido, pero no un sueño circular, sino una repetición en espiral. Cada vez que volvés a pasar por un mismo episodio, lo ves a más distancia, y eso te hace comprenderlo mejor.» Esa interpretación me sobrepasaba, así que cambié de tema. «¿Y esta vez dónde estás viviendo?» «En pleno Centro: Mercedes y Ejido.» «¿Puedo verte allí?» Lo pensó un momento, con los labios apretados y la mirada distante. Luego dijo: «Vení mañana. Estaré sola. Aquí te anoto la dirección: Mercedes 1352». «¿Es un apartamento?» «No, es una casa. Muy linda, ya la verás.»

Vio mi reloj dibujado, al que todavía le faltaban las agujas. «¿Puedo terminarlo?» preguntó. Colocó un libro delante del papel, para que yo no viera lo que estaba haciendo. Después lo dio vuelta y me lo dio. «Vení a verme mañana, a la hora que aquí te dibujé. Pero ahora guardalo. Después lo mirás.»

Salimos del café, caminamos una cuadra pero no alcanzamos a cruzar Dieciocho. Con tantas emociones, no me había dado cuenta de que el cielo se había encapotado, de modo que me sorprendí cuando empezó a llover, y siguió cada vez con más fuerza. Corrimos unos metros, pero aquello era un diluvio. Ya no era posible regresar al café, así que nos metimos en una entrada de apartamentos, que estaba más oscura aún que la calle. Como el agua entraba también allí, nos metimos más adentro. No había nadie. Ella me tomó la mano, se la llevó a los labios mojados por la lluvia y me la besó varias veces. La oscuridad de adentro y la inclemencia de afuera nos protegían del mundo, de modo que la abracé, tan tiernamente como puede hacerlo alguien que ha cultivado una ausencia durante años.

Nos besamos y nos besamos, nos acariciamos y nos volvimos a acariciar. Me sentía en la gloria y era inevitable que pensara en la jornada siguiente, en la casa de la calle Mercedes. Ya no importaba si seguía lloviendo o si había escampado. Tuvimos otra vez noción de que el mundo existía cuando alguien, con voz seca y conteniendo su indignación, dijo en mi nuca: «Con su permiso, jóvenes», para que le permitiéramos llegar al ascensor. Balbuceamos perdón y sólo entonces vimos el sol de la calle. Rita miró su reloj pulsera y casi gritó: «Se me hizo tarde. Tengo que llegar». «¿A dónde?» pregunté, desconcertado y ansioso. «Tengo que llegar», repitió. «Mañana nos vemos. No te olvides. Chau.» Y me dio un último, fugacísimo beso, antes de salir corriendo por Dieciocho en dirección a la plaza.

Regresé a casa caminando. Quería repasar a solas, morosamente, todo el encuentro. De modo que Rita seguía existiendo. ¿Y si yo me fuera a Córdoba? ¿Por qué no? ¿O tendría novio, marido o algo así? ¿Cómo no se lo pregunté? Cuando llegué a la calle Ariosto, saludé sumariamente a Elenita y a Juliska y me metí en mi cuarto, que infortunadamente no tenía higuera, ni siquiera ventana.

Extraje cuidadosamente del portafolio el papel con la esfera del reloj. Las agujas dibujadas por Rita señalaban (¿qué otra cosa podía ser?) las tres y diez. Había sin embargo un detalle adicional: la aguja del minutero, que apuntaba al II romano, era la figura de un hombrecito desnudo, en tanto que la del horario, que apuntaba al III romano, era una mujercita, igualmente en cueros. El hombrecito-minutero estaba a punto de cubrir a la mujercita-horario. ¡Nuestra cita de mañana! exclamé, radiante, con euforia de minutero.

Al día siguiente, antes de las 3 y 10, estaba en Mercedes y Ejido. A medida que me acercaba, me había ido inundando un temor, que al final era casi pánico. Pronto mis recelos tuvieron confirmación: el número 1352 no existía.

Durante todo un mes, fui diariamente al Sportman, a la misma hora que el día del aguacero, pero Rita no reapareció. Seis meses después, compré una caja nueva de pasteles y pinté un cuadro: era una esfera de reloj con números romanos, con el hombrecito-minutero y la mujercita-horario que señalaban las 3 y 10.
Lo titulé La hora del amor
y lo subtitulé: «Homenaje a Rita». Obtuve el tercer premio en el Primer Salón de Pintura al Pastel, pero la homenajeada no respondió a mi llamada de amor indio.

En la agencia fui felicitado, y mi jefe, muy orgulloso «de tener entre el personal de la agencia a un artista laureado» [sic], me aumentó el sueldo y empezó a encomendarme tareas más creativas y de una mayor responsabilidad.

Bienvenida Sonia

Cuando mamá murió, el viejo tenía treinta y siete años; cuando volvió a casarse, cuarenta y tres. Siempre pensé que lo haría: el viejo es un hombre para estar casado. A los pocos meses de la muerte de mamá, cuando todavía estábamos en Capurro y él decidió cambiar no sólo de casa sino también de barrio, nos había anunciado que quería acabar de una vez por todas con aquel duelo; «quería vivir de nuevo».

Ignoro si él la eligió a Sonia o Sonia lo eligió a él. El viejo siempre tuvo un carácter muy peculiar y su gusto por las mujeres abarcaba una franja exigente y angosta. A mi futura madrastra la conoció en su zona de operaciones: el hotel de Pocitos. Por razones profesionales se habían visto con frecuencia en los dos últimos años. Sonia trabajaba en una agencia turística y venía a menudo al hotel a concertar con el viejo los detalles de las próximas excursiones de argentinos o brasileños, que permanecían unos días en Montevideo y luego seguían hacia Piriápolis o Punta del Este. Durante los días en que los turistas se alojaban en el hotel, Sonia venía diariamente con el fin de verificar si todo estaba en orden o si por el contrario había alguna queja. Asimismo les servía de guía en
sight seeing
, playas, casinos o, menos frecuentemente, en los escasos museos.

Era unos diez años menor que el viejo y se me ocurre que él la fue conquistando con su eficiencia y don de gentes, antes que con su presencia de galán maduro. Reconozco que Sonia tenía un extraño atractivo: rostro anguloso, con pómulos fuertes y una boca grande de sonrisa fácil, ojos muy negros, pescuezo delgado, piernas de buen implante, cabello con un mechón prematuramente canoso, y una simpatía, nada estridente ni invasora, que sólo empezaba a captarse a partir del cuarto o quinto encuentro.

La mañana en que el viejo, siempre inclinado a emitir sus grandes comunicados en la cocina, me informó que se casaba, advertí que en él se estaba operando un cambio. Ya no leía el diario durante el desayuno, se le veía más animado, averiguaba detalles sobre mi trabajo, le hacía bromas a Juliska.

Me preguntó qué me parecía. Yo la conocía a Sonia y nos caíamos bien. «Me alegro», dije. «Ojalá tengas suerte.» Se sintió obligado a darme explicaciones. «No será lo mismo que con tu madre. Nos casamos muy jóvenes y eso es irrepetible. Pero si me caso de nuevo es porque la primera vez no me fue mal, ¿no te parece?»

El aval de Elenita fue mucho más reticente. Recién llegada a la adolescencia, se sentía aún muy apegada al recuerdo de mamá, a la que cada día idealizaba más. Esa misma noche hablé largamente con ella, tratando de que comprendiera que el viejo «era aún un hombre joven». «¿Joven?» preguntó azorada. «¿Joven a los cuarenta y tres años?» Agregué que era bueno que una mujer como Sonia se incorporara a la familia. «Ya está Juliska», dijo, sabiendo perfectamente que el argumento no servía. Al menos me prometió que haría el esfuerzo de tratar bien a Sonia. «Acordate de que este cambio es muy importante para el viejo.» «Está bien», claudicó, «pero no voy a llamarla mamá.»

La nueva situación produjo cambios en la distribución doméstica de espacios. Como Natalia y Quique se habían recibido y habían empezado a trabajar profesionalmente, alquilaron un apartamento y Natalia nos dejó. Juliska lo festejó como si se tratara de la retirada final de las tropas turcas, cuando Nicolás I las despojó de buena parte del
sanyaq
de Novi Pazar. (Con las vibrantes lecciones que me daba Juliska mientras guisaba, llegué a saber más de Montenegro que de Paysandú.)

El último día que Natalia pasó en casa, fui a una florería y le traje un ramo de rosas rojas, en reminiscencia de glorias pasadas. Ella se conmovió con el gesto y, también en reminiscencia de las mismas glorias, me besó en la boca.

El viejo compró un nuevo juego de dormitorio y se instaló con Sonia en la habitación del frente; yo pasé a la que había ocupado el viejo; Elenita, a la mía. Sólo Juliska permaneció firme en su reducto del fondo. Había aceptado a la nueva dueña de casa con paciencia montenegrina. En realidad ignoro si los montenegrinos son pacientes, pero ella (que me había enseñado que Montenegro en servocroata se llama Crna Gora) había nacido en las llanuras de Zeta y una vez me había mostrado una foto en sepia donde una Juliska niña aparecía sonriente a orillas del lago Skadar. Su visto bueno se concretaba a veces en un comentario alusivo, digamos: «Señor papá hacer bien nueva matrimonia. Hombra necesite mujero».

Al casamiento (ceremonia sólo civil y privadísima, pero con un cóctel en una confitería del Cordón) sólo concurrieron el tío Edmundo, los abuelos de Buenos Aires, dos o tres antiguos amigos del viejo (entre ellos, el devoto de Piendibeni), los padres de Sonia que bajaron desde Tacuarembó, mi ex vecino Norberto (el viejo había incluido en la lista a Daniel y Fernando, pero no los invité porque estaban enemistados y no quise ponerlos en una situación embarazosa), Natalia y Quique. También asistió Juliska, que estaba muy folclórica con un atuendo de su tierra y que fue la estrella de la noche gracias a su castellano básico. Al abuelo Javier fue el viejo personalmente a darle la noticia y a invitarlo, pero él se disculpó («tengo que cuidar a Dolores, que, desde que cerró la carbonería, está muy alicaída»). No obstante, la abuela, cuando se enteró, se animó bastante y dos días después llegó a decirme: «Que no me oiga Javier, pero tu padre siempre fue un putañero y es evidente que no le importa manchar la memoria de nuestra hija. Te aconsejo que a esa pelandusca (se llama Sonia ¿no?) no le dirijas la palabra. Es lo menos que podés hacer en homenaje a tu santa madre». El abuelo Javier, en cambio (claro que a espaldas de su mujer) aprobaba con entusiasmo la decisión del viejo. Aunque con la gramática bien puesta, vino a decirme lo mismo que Juliska: «El hombre necesita a la mujer». La abuela llevó su empecinado desacuerdo a simular una grave crisis de salud, con la vana esperanza de que la odiada boda se pospusiera, pero el abuelo, que la conocía de memoria, ni siquiera nos avisó ni llamó al médico. Le dio una aspirina, y ella, resignada por fin a lo inevitable, se mejoró en veinticuatro horas.

El ingreso de Sonia en la casa de la calle Ariosto modificó sustancialmente el ritmo y el estilo de vida. Como era buena cocinera, le enseñó nuevos y exquisitos platos (españoles, franceses, italianos) a Juliska, y, en una hábil táctica para ganarse su apoyo incondicional, aprendió puntualmente los platos de la yugo. De manera que pasamos a disfrutar de una cocina verdaderamente internacional. Como consecuencia directa de esa mejora, aumenté en sólo tres meses nada menos que cinco kilos, que por cierto no me vinieron mal, ya que estaba demasiado flaco.

Ciertos días yo me llevaba a casa algún trabajo de la Agencia, en vez de hacerlo en las oficinas, y Sonia llegaba a veces más temprano que de costumbre. En esas ocasiones venía a conversar conmigo. Su encuesta era recurrente: «Contame cómo era tu mamá. Para comprender y ayudar a Sergio, necesito saber cómo era tu madre». Entonces le contaba anécdotas, le describía rasgos y hábitos de mamá, y ella todo lo absorbía. Como una esponja. Yo podía haber falseado datos o impresiones, inventado episodios, pero, aunque tuve la tentación, hacerlo me pareció una canallada, de modo que me atuve a hechos y características reales. Extrañamente, con sus interrogatorios Sonia me obligó, sin que ésa fuera su intención, a reconstruir para mí mismo la imagen de mamá, y creo que la comprendí mejor, la quise retroactivamente más.

Las tres y diez

Mientras tanto, yo seguía pintando. Además de mis tradicionales relojes, había empezado a hacer retratos, por cierto nada realistas, de Natalia (antes de que nos dejara), de Juliska, de Elenita, de Sonia. Aún no me había atrevido con mamá (nunca quise basarme en fotografías) ni con Rita, aunque en este último caso no tenía demasiado claras mis razones. Me gustaba especialmente el retrato de Juliska, a pesar de que la modelo ocasional había dictaminado: «No ser ése. Yo más lindo».

Por fin conseguí que una galería del Centro aceptara exhibir mis óleos y pasteles, dentro de un ciclo denominado «Jóvenes plásticos de Uruguay». La muestra se tituló Relojes y mujeres y el cuadro central era una nueva versión, esta vez al óleo, de La hora del amor. Homenaje a Rita. Con el pastel original, que había estado colgado en mi antiguo cuarto, ocurrió un accidente. Se aflojó el clavo, y el cuadro, al caer, golpeó fuertemente contra el piso. No le había puesto fijador para que no perdiera colorido, de modo que la figura del reloj se convirtió en un polvillo policromo, amontonado en la parte inferior, entre el vidrio y el marco. Sólo quedaron incólumes la manecilla horaria y el número IX.

En la versión al óleo introduje modificaciones. Ahora el hombrecito-minutero ostentaba un sexo visible y bien dispuesto mientras que la mujercita-horario lucía una pechitos evidentes, inspirados tal vez en los inolvidables de Natalia. Con tales incorporaciones, el reloj había mejorado su atractivo erótico, pero sólo eso. Así y todo le coloqué una tarjetita que decía
Adquirido
. No quería ceder a un comprador anónimo aquella invocación más o menos desesperada.

Hubo críticas favorables, que destacaron «la juventud y la originalidad del pintor», aunque un señor escéptico escribió que, a esta altura de su vida y de la historia del arte, ese «erotismo de los relojes» le inspiraba más lástima que admiración. Es probable que no todos leyeran su simpática diatriba, ya que, al cabo de las dos semanas de la muestra, había vendido dos mujeres y cuatro relojes, sin contar con que cada una de las mujeres llevaba su relojito a cuestas. Lo cierto es que mis relojes, grandes o pequeños, señalaban las más diversas horas, pero el público se interesó particularmente por el que marcaba las 3 y 1O.

El surco del deseo

Ya había cumplido mis veintiún años cuando empecé una relación estable con una muchacha estupenda. No sabría decir si éramos novios «o algo así», como calificaba Juliska a las que, según ella, eran uniones irregulares. Casi nunca nos veíamos en casa, porque Mariana, que estudiaba Veterinaria, compartía un apartamento en la Aguada con Ofelia, una compañera de estudios, y ésta se iba todos los fines de semana a Maldonado, donde vivía su familia, de manera que el apartamento quedaba a nuestra entera disposición.

BOOK: La borra del café
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