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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama

La borra del café (11 page)

BOOK: La borra del café
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A Mariana la conocí en un baile del Club Banco Comercial. Bailamos toda la noche. La primera afinidad fueron los tangos, algo infrecuente entre los jóvenes, pero como entre cada tango y el siguiente transcurría a veces un cuarto de hora, nos sentábamos, tomábamos unos tragos y nos contábamos las respectivas historias, que no eran, vale reconocerlo, demasiado apasionantes. En realidad, no sé qué tramos se dejó ella en el tintero, pero sí sé que yo omití mencionarle al Dandy, mi iniciación con Natalia y mis encuentros con Rita.

Otra zona de exploración mutua fue más importante. Es virtualmente imposible que, después de varios tangos, dos cuerpos no empiecen a conocerse. En esa sabiduría, en ese desarrollo del contacto se diferencia el tango de otros pasos de baile que mantienen a los bailarines alejados entre sí o sólo les permiten roces fugaces que no hacen historia. El abrazo del tango es sobre todo comunicación, y si hubiera que adjetivarla diría comunicación erótica, un prólogo del cuerpo-a-cuerpo que luego vendrá, o no, pero que en ese tramo figura en los bailarines como proyecto verosímil. Y cuanto mejor se lleve en el baile la pareja, cuanto mejor se amolde un cuerpo al otro, cuanto mejor se correspondan el hueso del uno con la tierna carne de la otra, más patente se hará la condición erótica de una danza que empezó siendo bailada por rameras y
cafishos
del novecientos y que sigue siendo bailada por el
cafisho
y la ramera que unos y otras llevamos dormidos en algún rincón de las respectivas almitas y que despiertan alborozados y vibrantes cuando empiezan a sonar los acordes de
El choclo o Rodríguez Peña
.

Así, los sucesivos tangos de aquella noche, que no fue mágica sino muy terrestre, permitieron que mi cuerpo y el de Mariana se conocieran y desearan, se complementaran y necesitaran. Cuando, tres días después, nos despojamos de todo ropaje y nos vimos tal cual éramos, el desnudo textual nos trajo pocas novedades. Desde el quinto tango nos sabíamos de memoria. Algún detalle nuevo (un lunar, siete pecas, el color de los vellos fundamentales) era poco menos que subsidiario y no modificaba la imagen primera, la esencial, la que la disponibilidad sensitiva de cada cuerpo había transmitido a los archivos de la imaginación. La memoria del cuerpo no cae nunca en minucias. Cada cuerpo recuerda del otro lo que le da placer, no aquello que lo disminuye. Es una memoria entrañable, más, mucho más generosa que el tacto ya desgastado de las manos, harto contaminadas de rutina cotidiana. El pecho que toca pechos, la cintura que siente cintura, el sexo que roza sexo, toda esa sabrosa red de contactos, aunque se verifique a través de sedas, casimires, algodones, hilos o telas más bastas, aprenden rápida y definitivamente la geografía del otro territorio, que llegará, o no, a ser amado, pero que por lo pronto es fervorosamente deseado. Después de todo, el germen del amor tendrá mejor pronóstico si se lo siembra en el surco del deseo. ¿Dónde habré leído esto? A lo mejor es mío. Lo anoto para el tema de un cuadro (sin relojes):
El surco del deseo
. Tal vez suene demasiado literario. Pero no. Debe mostrar a una pareja que baila tango. Sólo eso.
El surco del deseo
. Nada más. Que el público imagine.

Ya queda dicho: entre Mariana y yo la primera alianza fue la de los cuerpos. El suyo era sin duda una de las siete maravillas de mi mundo. El mío era por lo menos un manojo de sensaciones nuevas. Los recorrimos, disfrutándolos, confirmando palmo a palmo la información veraz que transmitiera el tango. Durante varios encuentros seguimos fascinados por esa comunión. No había pregunta de un cuerpo que no supiera o no pudiera responder el otro. ¡Hablábamos tan poco! Creo que teníamos miedo de que la palabra, al invadir nuestro espacio, nos trajera querellas, fracturas, desconfianzas. ¡Y el silencio era tan sabroso, era tan rico el tacto!

Así hasta que las palabras, otras y lejanas palabras, irrumpieron. Una noche llegué a mi casa y Juliska me esperaba con un sobre color crema. «Llegara con mucha perfuma», observó la yugo con toda la sonrisa de su boca campesina. El sobre llevaba estampillas brasileñas y no había remitente. Esperé hasta llegar a mi cuarto y allí lo abrí. Contenía una postal de Bahía: «Te felicito por la exposición. Me gustó tu aporte a mis agujas de las 3 y 10. No te enjuiciaré por plagio. ¿Has pensado en otra variante de la misma hora? ¿Que ella sea el minutero y él el horario? Sería una buena innovación. Te regalo la idea. O mejor te la cambio por un retrato. Eso sí, píntame con un relojito pulsera que marque las 3 y 10. Ah, y gracias por el homenaje. Besos y besos de mi boca débil en tu boca fuerte, todos de tu Rita».

Mujer del acá

La nuca inmóvil de Mariana, a pocos centímetros de mis ojos de insomnio, tenía un aura de serenidad, aún desconocida en mi escasa experiencia de mujeres dormidas. Lo escribió Lichtenberg (mi lectura más reciente): «Toda nuestra historia no es más que la historia del hombre despierto; en la historia del hombre dormido aún no ha pensado nadie». Pensaré en la historia de la mujer dormida.

Habíamos hecho y deshecho el amor con una nueva, transformadora avidez, que no era sólo física; lo habíamos hecho con una dimensión del sentimiento que era distinta a la convocada por la conjura y la fascinación del tango. Era como si hubiéramos alcanzado otra región del goce, menos vibrante quizá pero más duradera. De pronto me sentí candorosamente hombre. No como antónimo de la mujer sino como sinónimo de ser humano.

Alargué mi brazo hasta su brazo y lo recorrí lentamente, de arriba a abajo, para no olvidarlo. Ella apenas se movió y ronroneó mi nombre, en realidad no dijo Claudio con todas sus letras sino tan sólo las vocales, como si las consonantes se le hubieran quedado enredadas en el sueño. Eso me dio cierta seguridad, ya que siempre existe la posibilidad de que una mujer dormida pronuncie otro nombre, aunque ese nombre pertenezca al pasado. Es claro que si todavía comparece en sus sueños, ello implica que puede regresar a su vigilia.

Afortunadamente, como Mariana dijo el mío, mi mano se sintió autorizada a moverse hasta su pecho izquierdo, mi escala predilecta. Allí se quedó, como en un hogar que por fin acogiese al hijo pródigo. Los labios de Mariana besaron el aire cálido. Todavía dormida, se abrazó a mí y me retuvo y cuando por fin decidió despertarse se halló con la noticia de que yo estaba en ella, dentro de ella.

En realidad, esta nueva época había empezado una semana después de haber recibido la postal bahiana de Rita. Durante varios días me sentí destemplado, no acudí a encontrarme con Mariana, ni siquiera le telefoneé. Previamente tenía que ver claro en mí mismo. ¿Así que Rita había estado en Montevideo, había concurrido a la exposición y sin embargo no me había buscado? Conocía mi dirección, mi teléfono, mi café de rutina, mi trabajo, pero no había hecho nada por verme. Su recuerdo me seguía conmoviendo, pero ¿podía esclavizarme, sabiendo que, tal como había sido antes, como era ahora y como seguramente sería después, Rita era sólo una presencia huidiza, una suerte de meta inalcanzable? Yo no quería anularme ni sumirme en la frustración. Quería realizarme, tanto en mi vida amorosa en particular como en la vida en general.

Mi infancia y mi adolescencia todavía hacían destellos, pero yo era ahora un adulto, alguien que, ya que no confiaba en el Más Allá, debía insertarse en el Más Acá, gozar y sufrir en él, pagando el destino al contado y no como cuotas de un seguro de sobrevida. Cada vez el presente me conquistaba más. El pasado era una colección de presentes sellados; el futuro, una serie de presentes a emitir. La historia toda era un larguísimo, interminable presente. También lo era mi propia historia. El resto era sin duda incertidumbre, vacío. ¿Dónde estaba mamá? ¿Dónde estaba el Dandy? ¿Dónde mi abuela Dolores, muerta hacía sólo dos meses, todavía preguntando, obsesionada, si los anarquistas de la carbonería habían regresado clandestinamente de París para fabricar más francos franceses porque la primera edición la habían consumido íntegramente en el Folies-Bergere? Seguramente todos ellos se habían esfumado, instalado para siempre en la Nada. La Nada eso era la muerte y no aquel sueño, repetido y en espiral, que proponía Rita. El Más Acá, en cambio, era Mariana, y entre una Rita que oscilaba entre fugas y apariciones, y una Mariana que permanecía junto a mí y me hacía feliz, me decidí naturalmente por Mariana, aun a sabiendas de que Rita seguiría acechándome y vigilándome en cualquier recoveco de mis días y noches por venir.

Fue a partir de esa elección que cambió mi relación con Mariana. Coincidentemente, mi ausencia de varios días la había hecho concentrarse en sí misma y medirse y medirme. Y había decidido jugarse por lo nuestro. Dos ex novios habían quedado en la cuneta. Me lo dijo sin llorar, con sus oscuros ojos bien abiertos. De modo que cuando volví a ella, y le narré asimismo cuánto había pesado Rita en mis vacilaciones (hasta entonces nunca se la había mencionado) y le dije que me quedaba definitivamente con ella, el hecho de que eligiéramos, ella a mí, yo a ella, cada uno a solas y en libertad, significó un pacto espontáneo, sin papeles ni testigos, y cuando por fin nos abrazamos, por primera vez más acá y más allá del tango que nos había juntado, sabíamos que esto iba a ser perdurable, es decir todo lo perdurable que admite lo transitorio.

¿Para qué hablar?
(Fragmento de los Borradores del viejo)

¿Por qué seré tan callado? Cuanto más hablan los que me rodean, menos ganas tengo de decir algo. Tal vez sea éste el sentido de estos Borradores, que he retomado después de seis años. Decir algo. No sé con quién hablar de Aurora. A veces pienso que Claudio comprendería, pero el muchacho está en otra cosa. Sonia está bien. Se las ingenia para acompañarme y no quiero herirla. Es cierto que no hablo mucho con ella. Mi cuerpo sí habla con el suyo y quizá es suficiente. ¿Lo será? Confieso que me mantiene vivo, me destedia el tedio. Ni siquiera le he dicho que su vientre es una delicia. Se lo diré. Me lo prometo. Tampoco ella es muy locuaz. Después de todo, ¿para qué hablar cuando hacemos el amor? Con Aurora la fiesta era distinta. En primer término, era fiesta. Ella no sólo gozaba, también se divertía. Nuestro acto era alegre. No está mal reír en pleno orgasmo. Echo de menos la fiesta. Ahí reside el secreto. Aurora no era callada, y yo tampoco lo era en tiempos de Aurora. Me provocaba con preguntas. Me hacía pensar. Sonia, en cambio, cuando habla, ya brinda las respuestas. Respuestas a preguntas que yo no he formulado. Aurora era insegura. Sonia es segurísima. Yo estoy seguro de mi inseguridad. Qué lío. Hoy estuve haciendo cálculos sexuales. La verdad es que he pasado por pocas mujeres. ¿Por fidelidad? ¿Por pereza? No sé. Sólo conté ocho. A mis casi cincuenta, no es una marca como para el Guinness. De las otras, es decir de las ilegales, cinco fueron tan sólo breves escalas. No me dejaron rastros. La que sí me dejó algo fue aquella Rosario. Tal vez no supe retenerla. De otras recuerdo sus pechos, su sexo, sus piernas. De Rosario, sus ojos. Más que sus ojos, su mirada. Miraba como queriendo decir algo y no diciéndolo. Nunca la vi llorar. A veces le decía cosas duras, poco menos que agraviantes, para ver si lloraba. Pero ella sólo me miraba, profundamente pero sin lágrimas. ¿He sido alguna vez feliz? Antes de Aurora, perdí a Rosario. La pobre Aurora se apagó sola. Y ahora está Sonia, que sabe acompañarme. La duda es si somos una pareja. Creo que sí, pero no debería dudar. Me parece.

¿Por qué me habré mudado tantas veces? Pasé por más casas que por mujeres. Estos
Borradores
los escribo y los guardo aquí, en el hotel. No son para nadie, ni siquiera para mí. No me son indispensables. Podría vivir sin escribirlos. En realidad, esto no es escribir. Apenas es decir algo sobre el papel.

El hotel. Es el mejor trabajo que he tenido. Sólo por el privilegio de ver los pinos desde mi despacho, sólo por eso valdría la pena. Además me llevo bien con la gente: empleados, turistas. Por lo general, me he llevado mejor con mis lejanos que con mis cercanos. Con todo, mi más cercano sigue siendo Claudio. No sé si vale como pintor. La verdad es que lo que hace no me gusta demasiado. Se ha puesto un poco pesado con eso de los relojes eróticos. Prefiero que sea buena gente (lo es) antes que buen pintor.

El pino mayor mueve su copa. Qué elegancia. Me acompaña bien, como Sonia. Un gallo canta lejanísimo, y luego otro, más cercano. A menudo me vienen ganas de responderles. Pero sólo sé emitir cacareos humanos, no tangos de gallo.

Las constancias del viudo

Como antes, como cuando vivía la abuela Dolores, seguí consagrando las mañanas de los domingos (salvo cuando voy a la feria) al abuelo Javier. Pero esta vez fui con Mariana. Tenía el pálpito de que iban a sintonizar. Y sintonizaron. A Javier se le iluminaron los ojos, casi siempre abatidos, entornados. Le tocó la mejilla con una sola mano, como si quisiera confirmar con el tacto lo que mal distinguían sus ojos miopes. «Qué linda», dijo, exultante. «Y qué estupendo ser jóvenes para quererse. Ya me olvidé de cómo era ser joven, pero no de cómo quise y de cómo me quisieron.» «¿Dolores?», pregunté, imprudente. «Dolores y Eugenia, Pastora, Isabel, etcétera.» «Caramba abuelo, todo un harén», comentó Mariana. «No te asombres, muchacha linda, ni te sorprendas si un día este nieto mío quiere a una o a otra. Es bueno tener un corazón grande, donde quepan muchos amores.» «¿Y yo, abuelo, tengo permiso para agrandar mi corazón?» «Ah no, chiquilina, ahí no hago concesiones. Soy insobornablemente machista.»

Se quedó un rato pensativo. «Ah, me olvidaba, también quise a una Rita.» «¿Y qué pasó?», pregunté, sorprendido y casi retroactivamente celoso. «Pasó sencillamente que se esfumó. Era linda y seductora. La verdad es que ésa no se me entregó. Sólo desapareció. Y no creo que la tratara mal. Por lo general, ninguna tuvo quejas de mí. Un día, o más bien una noche, la magia terminaba, pero quedábamos amigos. Hasta hubo una, Pastora, que acabó siendo amiga de Dolores.» «Parece que las Ritas son escurridizas», insistió Mariana, sin mirarme.

Como era de esperar, el abuelo no desperdició la ocasión de contarle a Mariana todos y cada uno de los pormenores de la célebre fuga y de la teoría de la abuela Dolores. En su nueva versión, corregida y aumentada, Javier narraba que los fugitivos, antes de subir al auto, habían cantado la
Internacional
. «¿Pero cómo?» pregunté, «¿no eran anarquistas?» «Tenés razón. Entonces habrán cantado el himno. O algún bolero. Pero cantaron.» Mariana se divertía de lo lindo, y como afortunadamente el abuelo no era nada necio, él también se burlaba de su propio embuste.

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