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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama

La borra del café (15 page)

BOOK: La borra del café
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El otro encuentro fue con un militar uruguayo de baja graduación (debía ser un teniente) que venía a atender a un colega argentino de similar rango. Como el huésped había salido, decidió esperarlo y lo hice pasar a mi despacho. Le pregunté si conocía al argentino. «Sí, claro, nos hemos visto muchas veces. Me gusta hablar con él. Siempre aprendo algo. Los argentinos tienen más claro el panorama. Y cuando digo esto me refiero a todos, desde los generales hasta los cabos. Aquí no. A nuestros oficiales veteranos les inyectaron el virus de la burocracia, que puede llegar a generar un tumor acomodaticio y hasta un crecimiento descontrolado e irreversible de células democráticas. Este país se está descomponiendo y antes de que sea tarde habrá que recomponerlo a tiros. El marxismo es una infección ¿no lo sabía?»

Por un momento pensé que el teniente podía ser el buen enlace de una clientela que auguraba fructuosas posibilidades, pero así y todo le contesté que no, que no lo sabía.

No va más

Concurrió al Parque Hotel con una preocupación y una curiosidad sólo comparables a las que debe haber sentido David Livingstone cuando, invitado por el rey Makolo, llegó al Zambeze. Aquel conglomerado de tapetes verdes, ruedas de fortuna, cúmulos de fichas,
croupier
abaritonado, ídem mezzosoprano, señoras de pro, ex millonarios, hidalgos en harapos, futuros ministros, brujos en martingalas, suertudos exultantes, suicidas en potencia, todo eso constituía para Claudio, que nunca había hollado el parquet de un casino, una jungla sorprendente y reveladora.

Al entrar había adquirido una modesta colección de fichas, equivalente a la mitad de la inversión que se había fijado como tope. No obstante, no se apresuró a apostar. Merodeó por varias mesas de ruleta y se arrimó al
punto
y
banca
, pero enseguida advirtió que en ese sector se requería un olfato, una idoneidad y un virtuosismo, de los que él no disponía.

Decidió que la ruleta (con cuyas normas estaba bastante familiarizado, gracias a incontables películas sobre Las Vegas y Montecarlo) estaba más a su alcance, no sólo por sus reglas, fácilmente asimilables, sino también por su entramado de puro azar, al que todos los jugadores concurrían en igualdad de condiciones. En la ruleta no había trampas ni privilegios. Se convenció rápidamente de que era el más democrático de los juegos.

Se acercó a una mesa y por sobre el hombro de un jugador, empezó a tomar notas mentales de las distintas posibilidades y también a reconocer en sí mismo sus propias preferencias. Aquí y allá había algunos tipos que también tomaban notas, pero no mentales, sino en ajadas libretas donde dejaban constancia de los números que iban siendo cantados, a fin de poder luego calcular las frecuencias y desentrañar los ciclos que iba creando la imponderable rueda de fortuna. Claudio observó que los anotadores eran todos hombres. Las mujeres no tomaban notas; simplemente jugaban, y jugaban fuerte.

Entre los que apuntaban, situado en un punto equidistante de dos mesas, había un individuo, ya mayor, con un traje que probablemente en sus buenos tiempos había sido de etiqueta pero que ahora, a la altura de codos y rodillas, estaba brilloso y desgastado. Además, uno de los bolsillos del saco concluía en un desprolijo remiendo. Al tipo le brillaba la calva, bordeada por flecos canosos, y sus ojos miopes, a través de unas gafas que desde hacía tiempo reclamaban un ajuste óptico, ojeaban y hojeaban un cuadernillo de folios cuadriculados y tapas grises que habían sido blancas. No sólo llevaba la cuenta de esas dos mesas; también anotaba los resultados de varias más. Cuando, debido a su renquera, no llegaba a tiempo para comprobar el destino de la bola de marfil o para escuchar el pregón del
croupier
, obtenía ese dato preguntando a alguno de los jugadores, que en la mayoría de los casos lo trataban con indulgencia y familiaridad.

Por fin Claudio se decidió a apostar. El último número cantado había sido el 5. Decidió confiarse al mero azar y descartar cualquier rumor sobre tendencias. Su primera jugada (la primera jugada de su vida) fue cautelosa para la segunda docena.
Negro el 15
. Lleno de optimismo trasladó las fichas a la última calle.
Colorado el 34
. Depositó varias fichas a caballo entre el 8 y el 11.
Negro el 8
. Tenía razón el tío. Cuando él le había informado sobre su plan, Edmundo le había animado: «Muy bien. Si vas a jugar sólo una vez, seguramente vas a ganar. El azar siempre deja ganar al debutante, así éste se engolosina y luego puede ser llevado mansamente a la bancarrota. Así que tené cuidado».

Recogió las fichas ganadas y las iba a colocar sobre el 11, arriesgando por primera vez a un pleno, cuando alguien dijo por sobre su hombro: «Hola, Claudio. Parece que te va bien». Mientras se dio vuelta para ver quién era el importuno, la voz del azar dijo
No va más
y un muchachón que estaba al otro lado de la mesa parodió:
Rien ne va plus
, haciéndose acreedor a una mirada fulminante del funcionario. Claudio advirtió entonces que se había quedado con las fichas en la mano.
Negro el 11
, pronunció la Voz.

Todavía puteaba en silencio, cuando por fin reconoció al otro. A primera vista no supo quién era, pero luego, un gesto de la boca y cierto brillo en los ojos, le revelaron que aquel gordo era su primo Fernando, a quien no veía desde los lejanos tiempos de Capurro. Estaba como hinchado, la nariz se le había puesto grande y oscura, las cejas eran unos pelitos sueltos y llevaba una barba de tres o cuatro días.

Claudio decidió abandonar la mesa (después de todo, iba ganando), convencido de que la aparición del primo le había interrumpido la buena racha. Sólo una hora de casino y ya tenía supersticiones. Estuvieron de acuerdo en tomar un trago, a fin de celebrar el encuentro. Y así, con los whiskies en ristre, se sintieron más cómodos, casi como en un café de Capurro y Dragones.

Después de las preguntas consabidas (¿cuánto hace que no nos vemos? ¿te acordás del Lito? ¿seguís en Montevideo o volviste a Melo? ¿te casaste? ¿y vos?), Claudio le preguntó si seguía trabajando como árbitro de fútbol. «¡Estás loco! ¿Quién te lo dijo? ¿Daniel? Aquél lo pregona para desprestigiarme. Sólo en dos ocasiones arbitré partidos y fue en la Liga Universitaria.» «Pero che, el de árbitro no es oficio deleznable.» «Ya sé, ya sé, pero Daniel lo dice para joderme. ¿Sabés que estamos peleados? Años que no nos hablamos. Parece mentira que dos hermanos ¿no?»

Le preguntó si sabía dónde estaba Daniel. «Creo que anda por Canadá. Se la pasa viajando. ¿No te mandó postales? Le manda postales a todo el mundo, menos a mí, por supuesto.» «Pero vos también viajaste.» «Sí viajé. Pero al final me aburría como una ostra. Como una ostra aburrida ¿entendés? Porque me imagino que habrá ostras divertidas como un chimpancé. Como un chimpancé gozador, claro. ¿Vos viste alguna vez en Villa Dolores cómo fornican los chimpancés? Gozan como turcos. O sea que me aburrí. Y eso que era la Europa de pre guerra, eh. Pero las gordas de Rubens y los flacos del Greco, las odaliscas y los obeliscos, la Torre Eiffel y la de Pisa, me tenían acalambrado. No sirvo para tanta cultura. Me produce gases. Yo soy de la generación del mate, la grapa y la milanesa.»

Fernando se quedó unos instantes con la mirada perdida. Luego bajó la voz y dijo: «¿Vos sabés por qué nos peleamos con Daniel? Nosotros andábamos siempre juntos. Hicimos juntos cientos de barrabasadas. Pero como decía mi viejo profesor de francés: cherchélafam. Había una piba, media busconcita ella, que cuando estábamos juntos pasaba moviendo el culo (que, dicho sea de paso, era una gloria) y, claro, nos enamoramos a dúo. Graso error, como decía el Conserva. Por separado, cada uno creía que era el preferido. Daniel y yo empezamos a odiarnos. Y cada vez que ella pasaba, creando como siempre problemas de nalgotráfico, nos odiábamos más. Hasta que una tardecita de febrero, justo cuando cunde ese calorcito que a todos solivianta, la mina pasó, meneando como de costumbre el culopoema, pero esa vez dándole el brazo a un pendejo, cuyo mayor atractivo era la posesión de un
Renault
de bolsillo, donde los dichosos deben haber pasado las de Caín (por más que el fratricida nunca haya tenido automóvil) para echarse el polvo de rigor. Recuerdo que, a la vista de aquel doble preadulterio, Daniel y yo nos miramos, estupefactos. Pero la revelación había llegado tarde: ya no podíamos dejar de odiarnos. Y así hasta hoy». Como en ese instante Fernando tuvo que callarse para tomar aliento, Claudio aprovechó para preguntarle en qué trabajaba. «Hago periodismo. Y me gusta ¿sabés? Me dedico a información general, pero los que me entusiasman son los hechos de sangre. El dire sabe mi preferencia, y siempre que hay alguno, allí me envía, y yo se lo agradezco. Tendrías que ver mis estupendas descripciones del occiso, aunque yo prefiero las de la occisa, particularmente cuando la encuentran en bolas. Te podrás imaginar que no lo escribo así, sino que lo expreso muy correctamente: «La infortunada joven se hallaba totalmente desarropada». El dire dice que mi estilo es el que mejor se adapta a la sangre y al crimen, y yo creo modestamente que tiene razón.» La jerga de Fernando pensó Claudio parecía una caricatura del léxico que empleaba Daniel, allá en Capurro, cuando se nutría de Sir Arthur Conan Doyle.

De pronto Fernando miró su reloj y dijo que se le había hecho tarde, que debía irse. «¿Te vas sin jugar?», preguntó Claudio. «No, ya jugué. Ultimamente no tengo mucha suerte. Hoy dejé aquí medio sueldo.» «¿Tenés comisión sobre los hechos de sangre?» «Por desgracia, no. Estoy a sueldo, así que me pagan lo mismo por describir un doble crimen pasional que por cubrir un seminario sobre la triquinosis. Y me voy corriendo, porque hoy tengo la reconstrucción del crimen de la peluquera. Aquí te dejo mi tarjeta, para que algún día me llames y me cuentes en qué andás, porque hoy me hiciste hablar como un loro y vos en cambio estuviste más callado que la hache.»

Libre ya de Fernando, Claudio se acercó a la barra, le preguntó al barman si tenía café a la turca y el otro dijo que sí. Cuando se lo trajeron lo sorbió lentamente. Nunca lo había probado, pero recordó que su jefe en la Agencia solía tomar uno a media mañana. En verdad le repugnó, pero apuró heroicamente aquella porquería, nada más que para no hacer un papelón ante el barman, que había quedado muy impresionado cuando él había pedido un producto tan elitista. Cuando el barman vio que había concluido, se acercó sonriendo y le preguntó si sabía leer la borra. «El café a la turca es el mejor para leer el poso, aunque los griegos sostienen que el suyo es el más apropiado por ser más grueso y sus granos más grandes.» «Léalo, si quiere», dijo Claudio. El hombre dio vuelta el pocillo y pareció fascinado por lo que veía. «Hay un árbol», dijo, «y también una mujer.» «Gracias», dijo Claudio, desganado, pero le dejó una buena propina.

Dueño otra vez de su tiempo, Claudio se arrimó a la misma mesa en que había estado jugando. Como en la vez anterior, empezó apostando a segunda docena, pero salió la tercera. Puso fichas a caballo entre el 28 y el 31, y salió el 27. Iba a comprar más fichas (la otra mitad autorizada por su propio plan), cuando el veterano que había visto antes, el del traje de etiqueta ruinoso, se le acercó, le tocó el brazo y le preguntó: «¿Quiere un consejo de experto?». Claudio vaciló, no quería involucrarse en proyectos ajenos y además temía que aquel tipo le pidiera dinero o algo así. «No le pido nada. Es un consejo gratis.» El siguió sin responder. «Juegue al 3 y al 10.»

Aquellos números le golpearon en el pecho. Fue como si todos sus relojes eróticos sonaran a la vez. Alcanzó a balbucear que a él le gustaban las parejas negras. «Haga lo que quiera, Claudio. Usted es dueño de su suerte. Además, yo tengo que irme. Pero acuérdese de estos números: 3 y 10. Algún día me lo va a agradecer.» «Pero usted cómo sabe mi nombre, cómo se llama.» «Digamos que soy un parroquiano del Sportman, pero eso no es lo fundamental.» No le tendió la mano. Sólo le dedicó una inclinación de cabeza y se alejó renqueando.

Claudio quedó tan confuso que tuvo que sentarse en una de las butacas laterales. De pronto se encontró diciendo en voz alta: «¿Y por qué no?». Fue a la Caja, compró más fichas con el resto del dinero y se situó en la mesa de siempre. Puso varias fichas en el 3 y otras tantas en el 10.
Colorado el 3
. Toda la ganancia fue al 10.
Negro el 10
. Dejó todo en ese número y el 10 repitió. Entonces pasó toda la ganancia al 3.
Rojo el 3
. Recogió todas sus fichas y se alejó de la mesa, pero no tanto como para no escuchar los anuncios del croupier. Fueron saliendo el 4, el 0, el 36, el 18, el 27, el 9, el 31. Nada del 3 ni del 10.

Se arrimó nuevamente a la mesa de sus hazañas. Apostó fuerte al 10.
Negro el 10
. Hubo murmullos entre los jugadores. Dejó la apuesta más la ganancia. Repitió el 10. Algunos dejaron de apostar, nada más que para seguir su serie de aciertos. Cuando no jugaba, la Voz cantaba otros números. Cuando jugaba al 3 o al 10, seguía ganando.

Se dio cuenta de que su objetivo estaba más que cumplido. Sólo como un gesto final, casi una despedida, sabiendo que su ciclo había concluido, apostó al 3 y al 10 simultáneamente. La Voz cantó el 17. Dejó una buena propina, cambió una tonelada de fichas en la Caja, repartió en todos los bolsillos los billetes y billetes cobrados, salió sin prisa, subió al primer taxi (hoy podía permitirse ese lujo) y le dio al chófer la dirección de Mariana.

Toda esa guita

Cuando llegó Claudio, Mariana estaba radiante porque ella y Ofelia habían salvado un examen que era una pesadilla. Las dos muchachas se abrazaban y abrazaban a Claudio. Ofelia trajo de la cocina una botella de clarete y una bandeja con sandwiches. «Te estábamos esperando», dijo Mariana. «Y menos mal que llegaste ahora, porque Ofelia se va dentro de un rato a Maldonado para darle la buena noticia a los viejos.» Y agregó enseguida: «Y al novio. ¿Sabías que tiene novio?». Más abrazos y enhorabuenas. «Contá, contá», dijo Claudio. El cuento de Ofelia fue muy breve: «Es medio pajuerano, pero novio al fin». «No lo desacredites», dijo Mariana. Y le aclaró a Claudio: «Hijo de estancieros ¿qué te parece?». «Sí, pero disidente», aclaró Ofelia. «¿Cómo es eso?», preguntó Claudio, muerto de risa. «Hasta ahora no sabía que existieran estancieros disidentes. Me imagino que habrán fundado un sindicato.» «Pues ya lo ves. Se pasa defendiendo los intereses de los peones, que están muy asustados ante las imprevisibles derivaciones de esa reivindicación.»

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