Read La borra del café Online

Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama

La borra del café (9 page)

BOOK: La borra del café
3.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Natalia tenía veinticinco años, y a mí, desde la óptica de mis dieciséis, me había parecido hasta ese momento una simpática veterana (todo es relativo), pero cuando se quedó desnuda, con sus finas piernas de bailarina, su poblado pubis pelirrojo y sus pechitos desafiantes, se convirtió de pronto en alguien sin edad: una nereida, una diosa de juventud, una sirena sin cola, qué sé yo. Es claro que todo ese catálogo lo pensé mucho después, ya que en ese instante crucial de mi vida no estaba para reminiscencias grecolatinas.

«¿Y qué? ¿Te vas a quedar así? ¿O quieres que te quite los pantalones? Son las tres y diez. ¿Vamos a aprovechar o no el tiempo que nos queda?» Cuando por fin quedé yo también en cueros (lo más trabajoso fue desabrocharme los zapatos y quitarme los calcetines), mi erección era tan notoria que si ella no se rió, creo que fue por temor a desalentarme o a que me volviera la timidez, pero me di cuenta de que sus ojos sí reían.

La verdad es que a esa altura nada me habría desalentado. Luego, ya en la cama, ella dio comienzo, tierna, morosamente, a la lección número uno. Tengo la impresión de que fui un alumno aprovechado y que ella quedó contenta con mi rápido aprendizaje. «Como bautizo, te aseguro que ha sido excelente, Claudito. Vas a hacer felices a tus mujeres, ya lo verás.»

Por ahora el feliz era yo; tanto, que diez minutos más tarde le pedí, bastante más seguro de mí mismo, que me impartiera la lección número dos. «¿Ahora mismo?» «Ahora mismo.» «No sabía que te habías apuntado a un curso intensivo. Está bien, pero será la última, eh. No te olvides que yo soy del Quique. El es mi hombre.» «¿Y esto que hicimos?» «Esto que hicimos fue ante todo un acto de solidaridad. En Chile somos muy solidarios. Y solidarias. Hace tiempo que sentía que necesitabas esto. Para tu formación ¿entiendes? Y hoy se dio la ocasión. Dios nos dejó solitos. A Dios también le gusta que pequemos, siempre que lo hagamos con alegría. Así nos puede perdonar alegremente. Además hay pecados horribles y pecados lindísimos. El nuestro fue lindísimo, ¿no te parece?» Le pregunté si era católica. «Por supuesto, pero católica por la libre, digamos
free lance
. Me entiendo directamente con Dios, sin necesidad de los curas intermediarios, que te cobran su comisión en limosnas y avemarías.»

El segundo pecado fue todavía más estupendo que el primero. Ya tenía más práctica. Después me quedé mirándola con ojos tiernos y ella se puso seria: «Ah no, Claudito, no te me enamores, eh. Me lo tienes que prometer. Seré tu amiga, eso sí». Pregunté, tratando de sostenerle la mirada: «¿A vos no te gustó?». «Claro que sí. Me gustó porque me gustás. De lo contrario, no lo habría hecho. Pero no lo olvides: yo quiero al Quique.» «¿Y te acostás con él?» «Pues claro que me acuesto. Cuando dos se quieren, y pueden, se acuestan. Y ahora vístete y vete a tu cuarto, que si llega a aparecer la Yugular (no lo creo, todavía es temprano) seguro que me denuncia como corruptora de menores.»

Cuando estuve en mi cama, después de tanta excitación, me vino un repentino aflojamiento, y al poco rato me dormí. Lo último que pensé fue: menos mal que, a diferencia de Norberto, no tengo a ningún cura confesor a quien contarle mi desliz. A propósito, el pobre padre Ricardo, ¿vivirá sin deslices?

Después de todo, pienso que Natalia le debe haber contado al Quique nuestra comunión. Más aún: hasta presumo que ella lo hizo todo con su visto bueno. Y lo pienso así, porque a partir de aquel día para mí memorable, el Quique me dedicaba a menudo unas sonrisas que eran un extraño cóctel de complicidad, sobrentendidos y paternalismo burlón, más un ingrediente adicional que más o menos significaba: «Ah, pero no te olvides, pibe, que yo soy el dueño de ese cuerpito». Infortunadamente, no lo olvidaba.

Poco a poco me fui acostumbrando a la relación meramente amistosa con Natalia. Así y todo, frecuentemente soñaba con ella y, claro, las sábanas sufrían las consecuencias. La marcación de Juliska era implacable. «Usted dejar sábanos mucho sucio con porquerrío. Una conseja: mejor usted vaya de putos.» Ahí me apresuraba a rectificarla: «Vamos, Juliska, querrá decir de putas». «Usted saber.»

Juliska tenía su pizca de razón. Y sin embargo no me atraía ir de putas. El estreno con Natalia había sido tan glorioso que no quería borrarlo con cualquier remedo. Además, la cuota semanal que me pasaba el viejo no alcanzaba para excesos. Y por último: los menores de edad no eran bienvenidos en esos «antros».

Conviene recordar que la masturbación era considerada (por padres, médicos, sacerdotes, sociólogos, etcétera) como un vicio de espantosas consecuencias: provocaba tuberculosis, impotencia, hijos subnormales, y
ainda mais
. Pero ¿qué otro remedio? Los mismos padres, doctores, curas, psicólogos, que condenaban duramente aquella práctica, se habían masturbado concienzudamente en sus lejanas adolescencias, sin que por ello se hubieran vuelto tísicos o impotentes. Esa era también la tesis de Perico, mi cumplido asesor en psicoanálisis y simbología, quien sin embargo agregaba: «De todas maneras, yo prefiero los burdeles. Tienen una notoria ventaja sobre el placer solitario y es que uno puede conversar y hacer amistades. Conozco algunas putas que son como hermanas para mí, o por lo menos tías. Incluso las analizo, y ellas locas de la vida. No interpretes mal. Ya sé que son locas y
mujeres de la vida
, pero locas de la vida (una expresión que acaso tenga su origen en su oficio milenario) incluye un elemento de alegría, de disfrute. Una cosa he aprendido con ellas: como es fácil que su oficio corporal se les vuelva rutina, su goce mayor pasa a ser el del espíritu. Cuando se divierten con una buena broma, o festejan una ironía creativa o reciben una muestra de amistad desinteresada o las abarcás en un piropo original, en sus ojos se trasluce que ése es su goce preferido: el orgasmo espiritual. Y bien que lo agradecen. A veces después, cuando uno entra en materia, ni siquiera te cobran. Pero yo igual les pago, no faltaba más».

Espaldarazo

La primera huelga de mi vida me dejó cicatrices. En general, no me preocupaban mucho los conflictos de la Enseñanza. Pero la FEUU había decretado dos días de huelga, los de Secundaria adhirieron y yo ni siquiera había preguntado el motivo. Simplemente pensé que, ya que no iba al Liceo, podía aprovechar para devolverle a Perico un montón de libros que me había prestado en los últimos meses. Perico vivía a pocas cuadras del Miranda, así que coloqué varios Freud, Jung y Adler en el portafolio que llevaba diariamente al Liceo, puse otros más en una bolsa, tomé un ómnibus, luego otro, y me bajé a la altura del Legislativo.

Lentamente (los libros pesan) me dirigí hacia la calle Sierra. A lo lejos distinguí la figura inconfundible de Tomasito Robles, conocido como el Campeón (había ganado varias competencias atléticas para menores). Me hizo una seña y empezó a acercarse. El Campeón era buen atleta pero mal estudiante. Me llevaba dos años y sin embargo repetía cuarto y estaba en mi clase. Pasaba por comunista y era un eficaz organizador de paros, huelgas, protestas, manifiestos, etc.

Lo esperé, cargado con los libros, pero cuando estuvo por fin frente a mí, me gritó «¡Carnero! ¡Rompehuelgas!», y, sin decir agua va, me encajó tremendo piñazo en el pómulo derecho, que se me puso enseguida como un farol. Mientras me agachaba para dejar en el suelo mi carga libresca y tratar de defenderme, alcancé a gritarle: «Pero, Campeón, ¿qué te pasa? ¿Estás loco? ¡Yo no soy carnero!». «¿Ah, no? ¿Y a dónde vas con todo eso? ¿No vas a clase?» «No, Campeón, voy a devolverle unos libros a Perico, que me los prestó y vive aquí cerca.» Y le mostré mi carga para que viera que no eran libros de texto. Tomasito se puso rojo. «Perdoname, Flaco», dijo casi llorando. Y volvía a repetir: «Perdoname, Flaco. ¿Cómo pude hacerte eso con lo mucho que te quiero y con todo lo que me soplás en clase? Perdoname, Flaco. De veras perdoname». Lo perdoné, claro, a pesar de que el pómulo derecho seguía haciendo señales como el faro del Cerro.

A toda costa quiso invitarme con un imperial y fuimos a una cervecería alemana que quedaba a espaldas del Palacio. Allí, como muestra de confianza, me contó su historia. El padre le pegaba a la madre diariamente. «¿Y ella qué hace?» «Llora, sólo eso.» «¿Y vos?» «Yo lo agarro al viejo de un brazo y trato de apartarlo, pero acaba golpeándome a mí también y tirándome al suelo.» «Pero, Tomasito, con ese lomo que Dios te ha dado… » «El viejo es mucho más grandote que yo. Y además no puedo ni quiero pegarle, sólo pretendo que no le dé la biaba a la vieja.» «¿Y por qué le pega?» «Dice que la vieja tuvo un amante (él dice «un querido») hace como veinte años y hasta sospecha (esto sólo lo suelta cuando viene borracho) que él no es mi padre. ¡Qué no va a ser! Si nos parecemos, no diré como dos gotas de agua, pero sí como dos gotas de grapa. Por eso me cuesta tanto estudiar. Te imaginarás que con ese ambiente no puedo concentrarme.»

Pagó las cervezas y me propuso (ya se había convencido de que yo no era un carnero) que nos acercáramos al Liceo. Antes pasamos por lo de Perico y le dejé los libros, ahora con un motivo adicional: no despertar más sospechas infundadas. Perico miró mi pómulo con estupor, pero no dijo nada.

Frente al Liceo había como doscientos estudiantes que gritaban consignas y arrojaban alguna que otra piedra (una de ellas rompió un vidrio y pensé qué corriente de aire iba a entrar por allí en invierno). El tránsito estaba cortado y podía escucharse un buen concierto para bocina y orquesta. Ahí fue cuando aparecieron los coraceros con sus caballos y la sana intención de disolvernos. Todos corrieron como gacelas de Walt Disney, pero yo debo haberlo hecho como tortuga de Samaniego, ya que en la huida me ligué un sablazo en la espalda, además de un rasgón en la camisa. A Perico y a Tomasito los perdí de vista, así que decidí emprender el regreso al hogar dulce hogar, y allí llegué con un lastimoso aspecto de veterano de la Guerra Grande.

Menos mal que en casa solo estaba Juliska, que abrió tremendos ojos al comprobar mi estado. «Pero usted mucho jodida. Deje ponerle una hiela.» Envolvió unos cubos de hielo en un pañuelo y me los aplicó en el pómulo palpitante. Luego me trajo una camisa limpia y me pasó una pomada para contusiones en el sitio donde había recibido aquel espaldarazo tan poco académico.

El viejo llegó tarde y yo ya estaba en la cama. Pero a la mañana siguiente, cuando desayunábamos, levantó por un instante la vista del diario y me preguntó: «¿Qué te pasó en la cara? ¿Te volvió a picar una abeja?». «Sí, debe haber sido una abeja.» «No sé. Por la hinchazón más bien parece que haya sido una avispa. O una de esas hormigas gigantes.» «Puede ser», dije con la convicción profesional de un entomólogo.

La niña de la higuera (2)

Cada uno tiene sus manías. La mía era dibujar esferas de reloj. A menudo, en la clase, mientras el profe de Filosofía se explayaba sobre la fenomenología del espíritu, de Hegel, y el tedio cundía en la clase de cuarto, otros diseñaban gallitos, patos, estrellas de cinco o seis puntas y sobre todo mujeres desnudas, pero yo dibujaba esferas de reloj, siempre con números romanos. A la hora de situar las agujas, mi hora preferida era las 3 y 10, hora clave en mi breve trayectoria. A las 3 y 10 habíamos descubierto el cadáver del Dandy; a las 3 y 10 había muerto mamá; a las 3 y 10 Rita había invadido mi altillo de Capurro; en otras 3 y 10 había sido mi estreno, con Natalia.

Nunca fui supersticioso, y sin embargo, todos los días, cuando llegaba esa hora, me ponía tenso, alerta, como si algo inesperado pudiera sobrevenir. Casi nunca pasaba nada, u ocurría algo intrascendente (sonaba una bocina lejana, alguien llamaba a la puerta de calle, empezaban a ladrar los perros del barrio) que para mí adquiría una forzada trascendencia. Si estaba durmiendo la siesta, a esa hora me despertaba sobresaltado, o, si seguía durmiendo, ingresaba de pronto en un ensueño singular o en una pesadilla atroz. En cambio, las 3 y 10 de la madrugada no tenían ninguna importancia: las decisivas eran las de la tarde.

Terminé el Liceo sin mayores contratiempos. Con resultados nada brillantes en asignaturas de ciencias (salvo Matemáticas, que me sedujo desde el comienzo) y más que buenos en Literatura, Historia, Dibujo. Mi proyecto era dedicarme a la pintura, en vez de inscribirme en Preparatorios. «Está bien», dijo el viejo, «pero entonces tendrás que trabajar. No creo que como futuro pintor te ganes el puchero.» Habló con varios amigos y poco después ingresé, como simple pinche, en Dominó S.A., conocida agencia de publicidad. Dos meses después empecé a colaborar en la reproducción casi mecánica de diseños ajenos y, de vez en cuando, en diseños propios, por cierto sencillitos y nada pretenciosos.

Es decir que a los diecisiete años tenía para mis gastos: libros, cine, algún baile, y sobre todo papel de dibujo, crayolas, acuarelas, pinceles, para mis bocetos privados, entre los cuales abundaban, como era previsible, los relojes.

Una tarde tomaba un cortado en el Sportman y saqué del portafolio un bloc y varios lápices. Mientras pensaba en un croquis que me habían encargado en la agencia para el lunes, mi lápiz empezó, casi independientemente de mi voluntad, a dibujar una esfera de reloj. Ya había esbozado los doce números romanos, cuando alguien, a mi lado, dijo «Claudio».

Antes aún de mirar al dueño (o más bien dueña) de la voz, supe que era Rita. Me tomó la cara con las dos manos y me besó en la mejilla, junto a la comisura de los labios. Un beso que llegaba desde el pasado. No podía creerlo. Los ojos verdes se le habían oscurecido, el pelo castaño le colgaba hasta los hombros, en los brazos desnudos había una región de pecas que me parecieron un detalle poco menos que maravilloso. Seguía delgada, pero su atractivo (ahora, toda una mujer) se había consolidado, sin perder un aura de fragilidad que la conectaba con la Rita que, años atrás (¿cuántos eran?) se había deslizado desde la higuera de Norberto a mi altillo de Capurro.

Al principio nos atropellamos haciéndonos preguntas. Sí, seguía viviendo en Córdoba. Trabajaba como azafata en una compañía aérea, de modo que viajaba constantemente, dentro de Argentina y también en vuelos especiales al exterior. Sus padres residían en Santa Fe, y ella vivía con una hermana mayor, casada, arquitecta, con la que se llevaba bien. Eso fue algo de lo poco que le extraje, ya que su bombardeo de interrogantes casi no me permitía formular las mías, pero al fin se dio, y me dio, un respiro, y pude hacer la pregunta del millón: «¿Lo has visto a Norberto?». «¿A Norberto?» «Sí, tu primo de Capurro.» Por un instante vaciló y luego estalló en una carcajada. «Norberto no es mi primo. Simplemente aquel día usé su nombre como introducción, para inspirarte confianza.» No quedé convencido. «¿Y cómo entraste en el altillo a través de la higuera de Norberto?» Suspiró y quedó más linda. «La historia es a la vez simple y compleja. Estaba parando por unos días en casa de amigos de mi hermana, vecinos a su vez de Norberto, y ellos hablaron con preocupación de la enfermedad y la inminente muerte de tu madre y asimismo de vos y de tu hermanita, y me entraron unas tremendas ganas, no de consolarte sino de acompañarte, de tocarte, de transmitirte cariño, que es lo que en esos momentos se necesita. No sé si te acordás que el patio de Norberto terminaba en un corredorcito que lindaba con la casa de mis amigos. Pues bien, ese corredorcito tenía unos ladrillos salientes por los que resultaba bastante fácil subir o bajar. Por esa ruta llegué a la higuera y por la misma ruta me fui.» «¿Y si algún familiar de Norberto te sorprendía?» «Bah, travesuras de niña. Eso suele aceptarse, aunque a veces te ligues un moquete. Probablemente ahora no podría esgrimir una excusa semejante. Pero lo cierto es que nadie me vio. Sólo vos.» En el fondo yo quería convencerme, así que respiré aliviado, como si hubiera contenido el aliento durante todos esos años.

BOOK: La borra del café
3.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dying Assassin by Joyee Flynn
Escorting Jessica by Pulkinen, Carrie
Never Look Back by Lesley Pearse
The Cypher by Julian Rosado-Machain
Danger in Paradise by Katie Reus
Lady Sherry and the Highwayman by Maggie MacKeever
The Sifting by Azure Boone