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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama

La borra del café (13 page)

BOOK: La borra del café
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A partir de aquella prueba fehaciente de madurez precoz, resolví no referirme más al Paraguas (ni siquiera mentalmente) con ese mote, sino con su nombre, que para mi vergüenza era breve y único: José. A la vista de José y Elena, que se paseaban por el jardín del hotel, muy abrazaditos, me pregunté dónde llevarían a cabo sus pecados. El tímido vivía en una pensión de la Unión, con otros compatriotas, y allí no permitían visitas clandestinas, y menos de menores. Bah, ya se arreglarán.

De paso comprobé que en los árboles habían grabado más iniciales, sólo que ahora los presuntos amadores prescindían del consabido corazón. Entre las nuevas duplas, había una que, por razones obvias, me llamó la atención: C y R. Con un gesto brusco decidí espantar aquella eventualidad como si se tratara de una nube de mosquitos. Además, pensé, si lo hubiera grabado Rita, jamás habría puesto C y R, sino R y C, de eso estoy seguro.

Hacía tiempo que no estaba solo entre esos pinos tan acogedores. La soledad me duró poco. Apareció Sonia y se sentó en uno de los venerables bancos de plaza que el viejo había adquirido en un remate y que sin duda armonizaban con el contorno. «Decime un poco», empezó Sonia, «hace tiempo que quiero preguntarte algo. Si Mariana y vos se llevan tan bien como parece, ¿por qué no se casan?» No sé bien por qué la pregunta me indignó y estuve a punto de decirle que no se metiera en mi vida, que no era mi madre, etcétera. Ella se dio cuenta de que mi procesión iba por dentro, y balbuceó: «Perdoname». De modo que silencié mi sarta de reproches. Y no me arrepentí, porque Sonia no es mala gente y además le ha hecho bien al viejo.

Es cierto que sus maneras de amor (descarto la posibilidad de que éste no exista) son para mí un enigma. Nunca los he visto acariciarse, ni mucho menos besarse en público, ni siquiera cuando estamos en familia, pero no creo que esa discreción sea un colmo de pudor sino más bien un estilo. Por otra parte, su relación es jovial y yo diría (aunque jamás osaría comentario con nadie en estos términos) que se llevan administrativamente bien. Otra vez me siento ridículo como la tía Joaquina.

«Hasta ahora no hemos barajado esa posibilidad», le respondí finalmente a Sonia. «Después de todo, ¿no te parece que el matrimonio es apenas un trámite y que significa muy poco para una pareja que hace vida en común?» Sonia levantó la cabeza. No sé si miraba a lo lejos o dentro de sí misma. Luego dijo: «No siempre es

Otra vez Mateo

Desde que estuviera con Norberto y Maruja, y repasaran juntos sus recuerdos de Capurro, a Claudio le había aparecido en sueños varias veces el barrio de su infancia, y en particular un personaje: el ciego Mateo. Se despertaba con un sentimiento de culpa. Sabía que un tiempo después de que él fuera a darle su «adiós por ahora», Mateo se había ido de Capurro. Más aún: se había casado. Varias veces había tratado de averiguar sus señas actuales, y había fracasado, pero ahora se recriminaba no haber insistido. No podía ser que alguien, sin salir de Montevideo, se esfumara sin dejar rastro.

Le telefoneó a Norberto, y éste, a pesar de no haber tenido relación con los Recarte, le consiguió el número de María Eugenia. Así que la llamó, y ella pareció muy contenta ante la evidencia de que Claudio no los hubiera olvidado, y por supuesto le dio la dirección y el teléfono de su hermano. «Mejor no le telefonees. Andá simplemente a verlo, así le das esa buena sorpresa. ¿Por qué no vas el domingo a la tarde?»

Fue el domingo a la tarde. Sin ser lujosa, era una linda casa de dos plantas, en Punta Gorda, frente a la costa. Le abrió la puerta una mujer joven, agraciada y simpática. «¿Usted es Claudio, verdad? Yo soy Luisa, la mujer de Mateo. Mi cuñada me avisó que usted vendría. Pero Mateo no sabe nada. Venga conmigo.»

El la siguió como si fuera a introducirlo en el pasado. Estaba lleno de expectativas pero también con un poco de inquietud. Pensó que ahora ya no era un niño y que Mateo debía tener unos treinta y tres años. ¿Cómo sería esta nueva relación, de adulto a adulto?

Luisa abrió una puerta y entraron en un ambiente luminoso, con un amplio ventanal que daba al mar. De espaldas al paisaje estaba Mateo, en una mecedora, escuchando la radio. A Claudio le pareció que no había cambiado mucho, aunque a primera vista podía detectar algunos cabellos de menos y algunos kilos, no muchos, de más.

«Apagá la radio», dijo Luisa, «que te traigo una visita importante. A ver si adivinás quién es.»

Mateo rió con ganas. «Vení, Claudio, quiero darte un abrazo». Luisa y Claudio se miraron, desconcertados. Entonces él se acercó a Claudio y lo abrazó con fuerza y con afecto.

«Por favor, no atribuyan este inesperado reconocimiento a mi famosa intuición de ciego, eh. Resulta que mi hermana, famoso estómago resfriado del ancestral Capurro, no pudo contenerse y me llamó hace una media hora. De todas maneras, se lo agradezco, así pude preparar el ánimo para recibir a tan excelso personaje.» «Ah, traidora», dijo Luisa. «No se puede con mi cuñadita.»

Evidentemente Mateo estaba contento. Cuando Claudio empezó a hablar, lo interrumpió: «¡Qué increíble tu voz de ahora! Es como si la melodía que antes escuchaba en un violín, ahora la escuchara en un violoncelo. Ah, pero todo tiene sus limitaciones. Todavía no puedo imaginarte con un cuerpo y una presencia de hombre».

Luisa asistía divertida al reencuentro. Salió un momento y volvió con varias copas, bebidas y una cubetera de hielo.

«¿Qué me contás de mi nuevo estado? ¿Te fijaste en esos dientes de conejo, tan simpáticos, que tiene mi mujer? Por eso yo le digo que, además de vidente, es
bi-dente
. ¿Y vos? ¿Seguiste estudiando? ¿Tenés novia? ¿Cómo está tu padre? Alguien me dijo que dirige un hotel y que se volvió a casar. ¿Y tu hermanita?»

Acribillado por las preguntas, Claudio fue desmenuzando las respuestas, que por supuesto provocaban nuevas preguntas. Su amigo estaba radiante, pero Claudio no cayó en la arrogancia de atribuirlo tan sólo a su visita. Sencillamente, Mateo era feliz.

Así y todo, le era difícil reconocerlo en esa euforia. Algún reducto de su memoria echaba de menos la antigua serenidad, el inteligente sosiego del otro Mateo Recarte, el de Capurro.

Cuando Luisa los dejó solos, el ciego quedó unos instantes en silencio y luego dijo: «Presumo que te debe extrañar verme tan locuaz y casi alborozado. Yo mismo a veces no me reconozco. ¿Sabés lo que pasa? A partir de mi encuentro con Luisa, todo ha cambiado. Desde mi condición de ciego un poco estúpido, nunca me atreví a imaginar una vida como la que ahora llevo. ¿Quién osaría cargar con un ciego como marido? ¿Otra ciega? Quizá, pero nunca la encontré. Una vez se me acercó una, de nombre Rita, pero luego resultó que no era ciega, y no me gustó el engaño. Con Luisa nos enamoramos a través de la filosofía, las matemáticas, la literatura, la cultura en general. Vos dirás que todo ese cargamento no alcanza para quererse. Y tendrás razón. Pero sin ese cargamento no nos habríamos conocido y reconocido, no nos habríamos metido de cabeza en el amor. Mis viejos y mi hermana me dicen que Luisa es linda y no preciso que me lo confirmen. Lo sé. Una trayectoria singular ¿no te parece? De la abstracción de las matemáticas al amor concreto de los cuerpos. Te aseguro que la amo con mis cuatro sentidos y no me hace falta el quinto. En todo caso, nuestro quinto sentido es el buen humor. ¿Qué más queremos? Después de todo, mis manos no son ciegas. La conocen bien».

«Qué hermosa casa tenés», dijo Claudio. «Sí, me gusta estar frente al mar. No veo tu faro, pero oigo las olas. A veces me quedo largos ratos junto al ventanal. Es una maravilla escuchar las olas. Parecen todas iguales y sin embargo cada una trae un sonido distinto y seguramente también un mensaje distinto. ¡Pensar que hablo tres lenguas y sin embargo no entiendo a las olas! ¡Cuánto nos falta para alfabetizarnos! Me conformo diciéndome que después de todo no es tan importante. El sonido del mar es una música, y ¿a quién se le ocurre entender el idioma musical de Brahms, de Bach o de Schoenberg? Ellos no compusieron para que los entendiéramos sino para que los disfrutáramos. Las olas son mi
Verklarte Nacht

Claudio estuvo allí dos horas. Luisa lo invitó a cenar, pero él había quedado en encontrarse en un cine, con Mariana. «La tenés que traer», dijo Luisa, que de pronto había decidido tutearlo. Se despidió de Mateo, con otro abrazo, y Luisa lo acompañó hasta la puerta. El la miró con admiración. «No sabés cómo me alegro de que Mateo esté tan bien y tan contento.» «Sí», corroboró ella, sonriendo. «Estamos muy bien y muy contentos.» Claudio atrapó aquel plural, antes de que se desvaneciera en el aire salitroso.

Un milagro

Aquel día que estuvimos en su casa, y cuando ya nos íbamos, Norberto me llamó aparte y me entregó una hoja doblada. «Para que lo leas después. Es un cuentito. No sé si tiene algún valor. Tal vez sea fruto de mis desgastes y desajustes religiosos.» No lo leí esa noche en mi casa sino mucho después en la de Mariana. Se titula «Un milagro»:

Un santo milagroso. Eso era. Las beatas del pueblo juraban que lo habían visto sudar, sangrar y llorar. Desde la capital una agencia turística organizaba excursiones para mostrar al Santo. Para unos se trataba de san Miguel; para otros, de santo Domingo o de san Bartolomé y no faltó quien afirmara que se trataba de un san Sebastián; algo extraño, ya que le faltaban las flechas. Y como la propia Iglesia no se ponía de acuerdo, la feligresía optó por llamarle el Santo y nada más. De todas maneras, el párroco estaba encantado con el aluvión limosnero.

Marcela no vino en excursión. Ella y sus padres vivían desde siempre en el pueblo, o sea que conocía al Santo desde niña. Su imagen había estado presente desde sus primeros sueños infantiles. Ahora tenía diecisiete años y era la más linda en varias leguas a la redonda.

También el Santo era apuesto y cuando Marcela iba a la capilla y se arrodillaba frente al altarcito lateral en que el Santo moraba, su devoción tenía sutiles trazos de amor humano. Una mañana de lunes, cuando el templo estaba desierto, la muchacha se acercó al Santo, lo miró largamente y esta vez su suspiro fue profundo. Luego se arrimó y comenzó a besar minuciosamente aquellos dolidos pies de yeso. Luego acompañó sus besos con caricias en las piernas descascaradas.

De pronto sintió que algo humedecía su brazo. Al comienzo no quiso creerlo, pero era así. Un milagro inédito, después de todo. Porque aquello no era llanto ni sangre ni sudor. Era otra cosa.

«¿Qué te parece?» le pregunté a Mariana. «No sé. Me ha dejado algo confusa. Tengo la impresión de que transcurre en una línea fronteriza. Pero es una frontera que no aparece muy frecuentemente en la literatura: la que separa la religión del erotismo.»

Con un levantamiento de cejas, inquirió mi propia opinión. «A mí me gustó, tal vez porque ocurre justamente en esa frontera. El Santo se humaniza. En esa última línea, deja de ser de yeso para ser de carne.» «¿Y qué le vas a decir a Norberto?» «Pues eso.»

El capital es otra cosa

Por entonces empecé a frecuentar al tío Edmundo, hermano del viejo. Siempre me había caído bien, pero en verdad nos conocíamos poco. Sólo venía a vernos en los velorios (cuando murió mamá) o en las bodas (la del viejo con Sonia). Sin embargo, se llevaba bien con su hermano y a menudo se telefoneaban. Pero a Edmundo le costaba hacer visitas. Su mujer, la tía Adela, que había sido muy cariñosa conmigo allá en mi infancia, cuando vivíamos en Constitución y Goes, había muerto a consecuencia de un error médico, o tal vez de mala información: una enfermera algo inexperta le dio una inyección de no-sé-qué y resultó que ella era alérgica al no-sé-qué. Para el tío eso fue un sacudón inesperado. Ambos eran bastante jóvenes, aunque a mí me parecían dos veteranos. De modo que Edmundo se sintió como un corredor de fondo que se quedara exhausto a mitad de carrera.

Le costó años sobreponerse a esa ausencia y quizá por eso se metió de lleno en la vida sindical (era bancario), leyó como un obseso, se formó toda una cultura política, se rehizo en fin. Cuando estuve vacilando entre seguir estudiando o no, él, como buen autodidacto, me decía que no sólo en la Universidad puede uno «desasnarse», también es posible alfabetizarse por impulso propio, por vocación, y «entonces verás que la cultura que vas adquiriendo, te sirva o no para ganar dinero, ya no es una tortura sino un disfrute».

Al fin había decidido no matricularme y me dediqué de lleno a la pintura. Asimismo (al principio por imitar a Edmundo y luego por iniciativa propia) empecé a leer con delectación pero con más rigor que antes. El me guiaba en el rubro política, pero empecé además a leer novelas, poesía, cuentos, y sentía que eso me servía también como pintor. La militancia de Edmundo era sólo sindical, pero sabía de todo. Sin un orden estricto, en su mejor estilo coloquial, me fue arrimando conocimientos.

Una vez le pregunté cómo, con esas inquietudes, no militaba en un partido, y me respondió que muchas veces había pensado hacerlo, pero se sentía más a gusto en el trabajo sindical. Era un hombre de clase media, con todos los prejuicios y condicionamientos que ello implica, pero su actividad en el sindicato bancario, donde llegó a asumir responsabilidades específicas, le ponía frecuentemente en contacto con obreros, y él entendía que eso lo enriquecía, no sólo política o socialmente, sino sobre todo como ser humano. «Son unos tipos formidables», me decía, «quizá más elementales, más primitivos que muchos de nosotros, pero en aquellos problemas ante los cuales normalmente tenemos dudas, ellos en cambio lo tienen muy claro y por lo general no se equivocan.»

Ahí soltaba la risa, que siempre era franca, para agregar: «Mirá que frente a la clase trabajadora no tengo complejo de inferioridad, más bien creo que, si por un lado aprendemos de ellos, igualmente ellos aprenden un poco de nosotros, aunque menos. El trabajo físico te va dando una sabiduría esencial, que probablemente viene de tocar la realidad con las manos, en tanto que el manejo de cifras y planillas te va encerrando en una cueva de abstracciones. Hasta la riqueza, esa que aparece en las grandes cuentas particulares, sobre todo en las de moneda extranjera, es abstracta. Un saldo de nueve o diez cifras ocupa una sola línea, igual que el saldo (éste de tres o cuatro cifras) en la cuenta del pequeño ahorrista. En un Banco la riqueza no son hectáreas y hectáreas de campo, miles de cabezas de ganado, grandes mansiones en Punta del Este, oscuras barracas de la calle Paraguay. En un Banco la riqueza son números, y los números suelen ser flacos, a veces esqueléticos como el uno o el siete, e incluso la gordura del seis o del ocho (papada y panza) tienen distinto significado si están a la izquierda o a la derecha de la coma decisiva».

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