Juegos de ingenio (28 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

BOOK: Juegos de ingenio
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El día anterior el ruido de las obras había sonado ininterrumpidamente: los pitidos y bramidos de las excavadoras, el zumbido agudo de la maquinaria, el rugido sordo de los motores diesel de los camiones. Hoy, sin embargo, era domingo, y las bestias del progreso guardaban silencio. Y en el interior de la iglesia, le parecía encontrarse en las antípodas de las sierras, los clavos y los materiales de construcción. Todo era nuevo y reluciente aquella mañana soleada, y rayos de luz coloreada se filtraban por un gran vitral que representaba a Cristo en la cruz, si bien el artesano había concebido un Salvador menos transido por el dolor de su muerte prematura que pletórico de dicha ante el paraíso que lo esperaba. El resplandor que iluminaba el dibujo de la corona de espinas de Jesús proyectaba destellos multicolores e iridiscentes sobre las paredes de un blanco inmaculado de la iglesia.

Jeffrey paseó la vista por la concurrencia. La iglesia estaba completamente llena y, salvo por él, no había más que familias. En su mayoría eran blancos, pero el profesor vio entre ellos algunos rostros negros, hispanos y asiáticos. Calculó que gran parte de los adultos eran ligeramente mayores que él, y que la media de edad de los niños era la correspondiente a los tres primeros años de la escuela secundaria. Había personas con bebés en brazos, y algunos adolescentes mayores que parecían más interesados los unos en los otros que en los oficios. Todos llevaban ropa bien lavada y planchada, e iban pulcramente peinados. Jeffrey recorrió con la mirada las caras de los niños, intentando descubrir a alguno a quien le molestara tener que llevar sus galas dominicales, pero, pese a unos pocos posibles candidatos —un chico con la corbata torcida, otro con los faldones de la camisa fuera del pantalón y un tercero que no dejaba de moverse en su asiento pese a que su padre le había echado el brazo sobre los hombros—, no logró encontrar a uno que fuera evidentemente un rebelde en potencia. «No hay ningún Huckleberry Finn por aquí», pensó.

Jeffrey deslizó la mano sobre el pulido banco de caoba marrón rojizo y se percató también de que la sobrecubierta negra del himnario apenas estaba gastada. Se volvió de nuevo hacia la vidriera de colores y pensó: «Debe de haber una lista de prioridades y un calendario de trabajo en algún sitio para que un artesano dedicara tanto tiempo a idear y elaborar tan meticulosamente esa imagen. Así que recibió el encargo, con sus dimensiones y otras especificaciones, meses antes de que la primera excavadora se pusiera en marcha, antes de que se construyesen el ayuntamiento, el supermercado o el centro comercial.»

El coro se puso en pie. Sus miembros llevaban una túnica de color burdeos intenso ribeteada de dorado. Sus voces inundaron la iglesia, pero él no les prestó mucha atención. Estaba esperando que comenzara el sermón, y posó la vista en el pastor, que buscaba algo entre unas notas, sentado a un lado de la tribuna. Se puso de pie justo cuando las últimas notas del himno resonaban bajo las vigas antes de apagarse.

El pastor llevaba unas gafas colgadas al cuello de una cadena y de vez en cuando las levantaba para colocárselas sobre el tabique de la nariz. Curiosamente, gesticulaba sólo con la mano derecha, mientras que mantenía la izquierda rígida, a su costado. Era un hombre de baja estatura con una cabellera rala y más bien larga que parecía alborotada por la brisa, pese a que el aire en el interior de la iglesia estaba en calma. Su voz, sin embargo, era más imponente que su aspecto, y atronaba sobre las cabezas de los fieles.

—¿Cuál es el mensaje de Dios cuando dispone que se produzca un accidente que nos arrebata a un ser querido?

«Por favor, dígamelo», pensó Jeffrey cínicamente, pero escuchó con atención. Era por eso por lo que estaba en la iglesia.

Ese oficio en particular no estaba dedicado específicamente a la número cuatro. Se había celebrado un funeral íntimo y familiar en una iglesia católica a unos metros de allí, al otro lado del terreno aún polvoriento que, una vez regado y sembrado, se cubriría de verde a medida que avanzara la temporada de crecimiento. Le había insistido al agente Martin en la necesidad de grabar en vídeo a todos los que asistieran a los oficios celebrados por la chica asesinada, y de identificar todos los vehículos, incluidos los que pasaran junto a la iglesia aparentemente por otros motivos. Quería saber el nombre y los antecedentes de toda persona relacionada con el funeral de la joven, de todo aquel que mostrase interés en su muerte, por pequeño que fuera.

Esas listas se estaban preparando, y él planeaba cotejarlas con las de profesores, trabajadores, jardineros… cualquiera que pudiese haber tenido algún contacto con ella. Luego cotejaría de nuevo la lista, esta vez con la de todos los nombres recopilados durante la investigación del asesinato de la víctima número tres. Sabía que éste era un procedimiento bastante habitual para examinar los asesinatos en serie. Era un proceso frustrante que llevaba demasiado tiempo, pero ocasionalmente —al menos según la bibliografía sobre asesinos múltiples— la policía, en un golpe de suerte, identificaba un solo nombre que aparecía en todas las listas.

Depositaba pocas esperanzas en que esto sucediera.

«Las conoces, ¿verdad? —se preguntó de pronto en referencia a su imagen mental del asesino—. ¿Conoces todas las técnicas de rigor? ¿Conoces todas las vías tradicionales de investigación?»

La voz del pastor lo arrancó de sus reflexiones.

—¿Acaso los accidentes no son la manera que tiene Dios de elegir entre nosotros, de imponer su voluntad sobre nuestra vida?

Jeffrey había apretado los puños con fuerza. «Necesito saber cuál es la conexión —pensó—. ¿Qué te atrae hacia esas jóvenes? ¿Qué es lo que intentas decir?»

No se le ocurrió respuesta alguna a esa pregunta.

Jeffrey irguió la cabeza y empezó a prestar más atención al oficio. No había acudido a la iglesia en busca de inspiración divina. Su curiosidad era de naturaleza distinta. El día anterior había reparado en el letrero que anunciaba el sermón del domingo, titulado «Cuando sobrevienen los accidentes de Dios». Le había parecido curioso que eligiesen esa palabra: accidente.

¿Qué tenía que ver con la depravación cuyos frutos finales había contemplado hacía unos días?

Eso es lo que estaba ansioso por averiguar.

¿Qué accidente?

Se había guardado esta pregunta, sin compartirla con el agente Martin, que ahora aguardaba impaciente frente a la iglesia.

Jeffrey continuó escuchando. El pastor continuaba perorando con voz de trueno, y el profesor esperaba oír una sola palabra: asesinato.

—Así que nos preguntamos: ¿cuál es el designio de Dios cuando se lleva de nuestro lado a alguien tan joven y prometedor? Pues podéis estar seguros de que hay un designio…

Jeffrey se frotó la nariz. «Un designio cojonudo», pensó.

—… Y a veces comprendemos que, al acoger a los mejores de nosotros en su seno, en realidad nos está pidiendo a los que nos quedamos que redoblemos nuestra fe, renovemos nuestro compromiso y consagremos nuestra vida a hacer el bien y a propagar el amor y la devoción. —El pastor hizo una pausa, dejando que sus palabras fluyeran sobre los rostros levantados hacia él—. Y si seguimos ese camino que Él nos señala con tanta claridad, podremos, pese a nuestras penas y aflicciones, acercarnos y acercar a todos los que permanecen en este mundo a Él. ¡Eso es lo que nos exige, y debemos estar a la altura de ese reto!

La mano izquierda que el pastor mantenía pegada al costado apuntó ahora al cielo con afán, como señalando al ser que estaba en lo alto, escuchando la conclusión a la que había llegado. El pastor vaciló por segunda vez, para dar a sus palabras un mayor peso, y luego finalizó:

—Oremos.

Jeffrey agachó la cabeza, pero no para rezar.

«A partir de lo que no he oído he descubierto algo importante», se dijo. Algo que le formaba en el estómago un pequeño nudo de angustia extrema que no tenía nada que ver con los asesinatos que estaba investigando y sí mucho que ver con el lugar donde los estaba investigando.

El agente Martin estaba sentado a su escritorio, jugando a la taba. La bola botaba con un golpe sordo, y de vez en cuando el corpulento inspector fallaba, soltaba una palabrota y volvía a empezar, haciendo sonar las piezas contra la superficie metálica de la mesa.

—Una… dos… tres —farfullaba para sí.

Jeffrey se volvió hacia él desde donde estaba escribiendo en la pizarra.

—Hay que decir «uno, dos, tres, al escondite inglés» —le informó—. Apréndase bien la terminología. Martin sonrió.

—Usted dedíquese a su juego —repuso—, que yo me dedicaré al mío. —Arrastró todas las piezas con un movimiento repentino del brazo para dejarlas caer sobre su mano derecha y dirigió su atención a lo que escribía Clayton.

Las dos categorías principales seguían en la parte superior de la pizarra. Jeffrey, no obstante, había añadido datos sueltos bajo el encabezamiento «Similitudes», detalles sobre la posición del cuerpo de cada víctima, el emplazamiento y los dedos índices cortados. La víctima número cuatro, por supuesto, presentaba varios problemas en este apartado. Jeffrey había notado cierto escepticismo por parte de Martin, cierta resistencia a considerar —como consideraba él— que las diferencias en la cuidadosa colocación del cadáver y el hecho de que le faltara el dedo índice izquierdo y no el derecho, como a las otras víctimas, apuntaban a un mismo asesino. El inspector había demostrado su faceta más tozuda al negar con la cabeza y decir: «Las semejanzas son semejanzas, y las diferencias son diferencias. Usted pretende que lo diferente sea semejante. La cosa no funciona así.»

El lado de la pizarra con la anotación «Si el asesino es alguien a quien no conocemos» tenía considerablemente menos información. Clayton no le había contado al inspector que la habían borrado y él la había vuelto a escribir; que alguien había violado la seguridad de la oficina.

Clayton no había tomado ninguna medida para ocultar los documentos sobre los asesinatos —informes de la escena del crimen, resultados de autopsias, declaraciones de testigos y cosas por el estilo— que atestaban los ficheros del despacho. La mayor parte de ellos existían también como archivos informáticos, y Jeffrey suponía que cualquiera con la capacidad para abrir la cerradura electrónica de la oficina también podría acceder a cualquier texto guardado en el ordenador.

En cambio, había pasado por una papelería local y había comprado una libreta pequeña encuadernada en cuero. En una era de blocs electrónicos inteligentes y comunicaciones a alta velocidad, la libreta casi parecía una antigüedad, pero tenía la cualidad excepcional de ser lo bastante modesta para caber en el bolsillo de su chaqueta, de modo que podía llevarla consigo en todo momento. Por lo tanto, era privada y no dependía de un circuito eléctrico o una clave informática para ser segura. Estaba llenándose rápidamente de las inquietudes y observaciones de Jeffrey, que parecían poner de relieve una duda que aún no había conseguido formular pero que empezaba a tomar cuerpo en su interior.

En una de las primeras páginas, había escrito: «¿Quién ha borrado la pizarra?» y debajo había anotado cuatro posibilidades:

  1. Un empleado de limpieza, por error.
  2. Alguien de la esfera política, p. ej. Manson, Starkweather o Bundy.
  3. Mi padre, el asesino.
  4. El asesino, que no es mi padre pero quiere hacerme creer que lo es.

De hecho, ya había descartado la primera posibilidad tras encontrar el horario de limpieza del edificio y entrevistarse brevemente con el personal de turno. Le habían revelado dos datos interesantes: que el agente Martin les había dado instrucciones de que toda limpieza en la oficina se llevase a cabo exclusivamente bajo su supervisión directa, y que el Servicio de Seguridad podía invalidar prácticamente cualquier sistema de cierre controlado por ordenador en cualquier parte del estado.

También había descartado a los políticos, al menos en teoría. Aunque el mensaje implícito en la borradura era justamente el que ellos querían que aceptara, era demasiado pronto en la investigación para ejercer ese tipo de presión sobre él. Sabía que la presión no tardaría en llegar. Siempre llegaba; a los políticos casi lo único que les importaba era que todo sucediese en el tiempo previsto. Y dudaba que esa presión fuera tan sutil como el sencillo acto de borrar algo que él había escrito en la pizarra.

Lo que, claro está, dejaba dos posibilidades. Las mismas que lo asediaban desde el principio.

Como siempre, lo rondaban innumerables preguntas, muchas de las cuales había garabateado en su libreta a altas horas de la noche. Si el asesino, fuera quien fuese, se había molestado en hacer algo como borrar unas palabras de una pizarra, ¿qué significaba?

Había respondido a esta pregunta en su libreta con una sola palabra, escrita con un lápiz negro y subrayada tres veces: «Mucho.»

—Bueno, ¿y ahora qué, profesor? ¿Más entrevistas? ¿Quiere ir a hablar con el forense para contar con información de primera mano de cómo murió la última? ¿Qué tiene usted en mente?

Martin sonreía, pero con una expresión que Clayton había aprendido a relacionar con la ira. Asintió con la cabeza.

—No es mala idea. Vaya a ver al forense y dígale que necesitaremos su informe definitivo esta tarde. Despliegue todas sus dotes de persuasión. El hombre parece un poco reticente.

—No está acostumbrado a estas tareas. Los forenses del estado suelen dedicarse más bien a asegurarse de que todos los colegiales estén vacunados y de que el Departamento de Inmigración no deje entrar enfermedades infecciosas alegremente procedentes del resto del país o del extranjero. Las autopsias de víctimas de asesinato no forman parte de su rutina. Al menos habitualmente.

—Pues vaya a encender una fogata.

—¿Y usted a qué se dedicará, profesor, mientras yo estoy fuera incordiando con mi insistencia característica?

—Me quedaré aquí enumerando a grandes rasgos todos los aspectos forenses de cada asesinato, para que podamos centrarnos en las semejanzas.

—Eso suena fascinante —comentó el inspector mientras se levantaba de su silla—. Y también muy importante.

—Nunca se sabe —respondió Jeffrey—. En esta clase de investigaciones, el éxito surge a menudo a partir de algún elemento descubierto en el transcurso de horas de trabajo pesado y mecánico.

Martin sacudió la cabeza.

—No —replicó—, no lo creo. Eso es lo que ocurre en muchas investigaciones de asesinatos, por supuesto. Es lo que te enseñan en las academias. Pero aquí no, profesor. Aquí hará falta algo más. —El inspector se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo—. Por eso está usted aquí. Para averiguar qué es ese «algo más». Procure no olvidarlo. Y trabaje en ello, profesor.

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