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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (25 page)

BOOK: Juegos de ingenio
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Al mirarla más de cerca vio que le habían grabado algo en la piel de la espalda descubierta. Después de muerta, advirtió: no había sangre en torno a los bordes de los cortes. De hecho, apenas había sangre en ningún sitio; sólo una mancha oscura que se había formado bajo el pecho de la chica, un residuo de la muerte y, él lo sabía, simplemente el último insulto líquido. La habían matado en otro sitio y luego la habían llevado allí.

Se fijó en sus manos y vio que le faltaba el índice de la mano izquierda. No el derecho, como en el caso de las otras víctimas, sino el izquierdo. Esto ocasionó que enarcara una ceja involuntariamente. No pudo determinar de inmediato qué otros daños había sufrido el cuerpo. No alcanzaba a verle el rostro; estaba apoyado contra el suelo, bajo sus brazos extendidos.

«Una súplica», pensó.

—¿Causa de la muerte? —preguntó Martin en voz alta y autoritaria a un técnico de guantes blancos, señalando el torso—. ¿Cómo la han matado?

El técnico se inclinó y le mostró una pequeña zona rojiza en la base del cráneo de la joven, donde su cabellera larga y castaña estaba apelmazada por la sangre.

—El agujero de entrada —dijo el hombre—. Ahora veremos el de salida, por el otro lado. Parece ser grande. Lo bastante grande, al menos. Nueve milímetros, seguramente. Quizás una .357. Sabremos más cuando le demos la vuelta. Tal vez la bala siga allí.

Jeffrey contempló la figura tallada en su espalda y la reconoció. Retrocedió un paso. Las luces lo hacían sentirse acalorado, sofocado. Quería refugiarse en la oscuridad, donde estaría más fresco y podría respirar. Se alejó unos metros del cadáver, luego se volvió hacia todos los hombres allí agolpados. Se agachó para tocar la tierra arenosa y frotó unos granos entre sus dedos. Cuando alzó la vista, vio que Martin se dirigía hacia él.

—No es nuestro hombre, maldita sea —espetó el inspector—. Dios santo, qué desastre. Resultará ser un novio o quizás el vecino cuyos niños cuidaba la chica o algún pervertido del instituto que da clase de gimnasia o trabaja de conserje y consiguió burlar de alguna manera los controles de inmigración, maldita sea, pero no es nuestro hombre. ¡Mierda! ¡Esto no tendría que pasar! Aquí no. Alguien la ha cagado de verdad.

Jeffrey se reclinó contra una roca grande.

—¿Por qué cree que no ha sido nuestro hombre? —preguntó.

Martin clavó en él la mirada por un momento antes de contestar.

—Joder, profesor, usted lo ve tan claro como yo. Posición del cuerpo distinta. Causa de la muerte, un disparo: eso es distinto. Algo grabado en la espalda, eso es distinto. Y el puto dedo que falta es de la otra mano. En las otras tres, era el de la mano derecha. En ésta, es el de la izquierda.

—Pero la mataron en otro sitio y la trajeron aquí. ¿Qué hacían los topógrafos que la han encontrado?

Martin frunció el entrecejo por un instante.

—Mediciones preliminares para la construcción de una nueva ciudad —contestó—. Hoy es el primer día que vienen. Llevaban toda la mañana trabajando en ello y estaban a punto de dejarlo por hoy, pero han decidido hacer algunas mediciones más, y entonces la han encontrado. Guy la ha visto directamente a través del visor. ¿Y qué?

—Pues que en algún sitio habrá un calendario de trabajo, ¿no? ¿O algo que indicase a la gente que ellos vendrían tarde o temprano?

—Así es. Salió en los periódicos. Siempre ocurre, cuando se inicia la planificación de una nueva ciudad. También se anuncia en las vallas electrónicas.

—¿Sabe qué es eso que lleva grabado en la espalda? —preguntó Clayton.

—Ni idea. Algún tipo de figura geométrica.

—Una estrella de cinco puntas.

—Sí, vale, eso ya lo he visto. ¿Y qué?

—Suele relacionarse con el demonio y con cultos satánicos.

—¿De veras? Tiene razón. ¿Cree que estarán celebrando algún aquelarre desenfrenado por aquí? ¿Desnudos y aullándole a la luna y follando entre ellos y hablando de degollar gallinas y gatos? ¿Algún tipo de chaladura del sur de California? Es todo lo que necesito saber.

—No, aunque es posible, incluso probable, que el asesino diera por sentado que usted lo interpretaría así. Hacer las averiguaciones correspondientes le llevaría tiempo y energía. Mucho tiempo y mucha energía.

—¿Adónde quiere llegar, profesor?

Jeffrey titubeó, mirando al cielo. Parpadeó ante aquella inmensidad entre azul y negra, tachonada de estrellas. «Debería aprender astronomía —pensó—. Me gustaría saber dónde están Orion y Casiopea y todo lo demás. Así, al contemplar la bóveda celeste tendría la sensación de que lo entiendo todo, de que existe el orden y la armonía en el firmamento.»

Bajó la vista y miró al inspector.

—Es nuestro hombre —aseguró Jeffrey—. Simplemente está siendo astuto.

—Explíqueme por qué.

—Las otras eran ángeles, con los ojos abiertos a Dios y los brazos abiertos para recibirlo. Ésta lleva la marca de Satán en la espalda y le reza a la tierra. Y le falta un dedo de la mano izquierda, la mano del diablo. La derecha es la mano del cielo, al menos según algunas tradiciones. Lo único que ha hecho es darles la vuelta a algunos elementos. Son los mismos, pero distintos. El cielo y el infierno. ¿No es ésa la dualidad entre la que nos debatimos siempre? ¿No es precisamente lo que usted intenta impedir justo aquí? Martin soltó un resoplido de disgusto.

—Todo eso me suena a palabrería religiosa —dijo—. Chorradas sociorreligiosas. Dígame: ¿por qué con una pistola y no con un cuchillo, como en los otros casos?

—Porque no es el asesinato lo que lo excita —respondió Jeffrey con frialdad—. Dudo que le importe el instrumento que utiliza para cargarse a las chicas. Es el acto en su totalidad: raptar a la niña y poseerla, física, emocional, psicológicamente, y luego dejarla en algún sitio donde la encuentren. ¿Qué emoción tiene pintar un cuadro si luego uno no se lo muestra a nadie? ¿Qué satisfacción proporciona escribir un libro que uno no dejará que nadie lea?

Se le ocurrió otra pregunta. «¿Cómo deja uno su impronta en la historia si muchos otros ya han dejado una igual a lo largo de tantos siglos?»

—¿Cómo lo sabe? —inquirió Martin, despacio—. ¿Cómo puede estar tan seguro?

«Lo sé porque lo sé», dijo Jeffrey para sí, pero no se atrevió a responder a la pregunta en voz alta.

Ya era pasada la medianoche cuando Martin dejó a Clayton delante del edificio de las oficinas del estado. Habían intercambiado frases del tipo «duerma un poco, nos pondremos con ello por la mañana», y luego el inspector se había alejado en el coche, dejando al profesor solo frente a la imponente estructura de hormigón. Los edificios de las multinacionales estaban cerrados de noche, y sólo alguna que otra luz iluminaba el nombre y el logotipo de la empresa. Los aparcamientos estaban vacíos; a lo lejos se divisaba el tenue resplandor del centro de Nueva Washington, pero incluso esta mínima señal de humanidad se veía neutralizada por el silencio que envolvía al profesor. Encorvó los hombros, en parte para protegerse del aire frío que lo había perseguido durante toda la noche, y en parte por la sensación de aislamiento que lo invadió.

Dio la espalda a la oscuridad y entró a paso rápido por las puertas de las oficinas del estado. En el centro del vestíbulo había un puesto de seguridad e información, con un solo agente uniformado tras un gran mostrador. Le iluminaba el rostro el brillo de una pantalla de televisión pequeña. Saludó a Clayton con un gesto de la mano.

—Trabajando hasta tarde, ¿no? —comentó, sin esperar en realidad una respuesta—. ¿Me echa una firma en el registro?

—¿Quién gana? —preguntó Jeffrey.

La hoja que le tendió el guardia estaba en blanco. No había habido otras visitas a altas horas de la noche. Su nombre sería el único que figurase en aquella página.

—Van empatados —respondió el hombre. No especificó qué equipos estaban jugando mientras recuperaba el sujetapapeles del registro de entradas y volvía a concentrarse en el partido.

Por un momento Jeffrey acarició la idea de darle conversación, pero al valorar su grado de agotamiento decidió que, por muy solo que se sintiera, era preferible dormir a conocer las opiniones del guardia de seguridad sobre la vida, el deporte y el deber, fueran las que fuesen. Caminó penosamente hasta el ascensor, subió hasta la planta en que se encontraba su despacho, y avanzó despacio por el pasillo mientras las pisadas de sus zapatillas resonaban en el corredor desierto.

Colocó la mano en el sistema de apertura electrónico, y el cerrojo de la puerta se descorrió con un chasquido seco. La empujó para abrirla, entró en el despacho y se encaminó hacia el dormitorio contiguo, intentando despejar su mente de lo que había visto y oído ese día, así como de sus hipótesis al respecto. Se dijo que había muchas cosas que debía poner por escrito, pues era importante tomar nota de sus observaciones e ideas, para que, cuando llegara el momento de presentar los argumentos de la acusación ante los tribunales, él tuviese la ventaja de contar con una exposición clara de todo lo que había asimilado. Como remate de los deberes que se había fijado para el día siguiente, Clayton cayó en la cuenta de que había obtenido información pertinente para su pizarra. Recordó las dos columnas que había trazado, y se volvió para echar una ojeada a la pizarra mientras se dirigía hacia la habitación.

Lo que vio lo hizo pararse en seco.

Se recostó contra la pared, respirando agitadamente.

Miró en torno a sí con rapidez, para comprobar si faltaba algo, y luego sus ojos se posaron de nuevo en la pizarra. «Debe de ser fruto de la casualidad —pensó—. Alguien del personal de limpieza, tal vez. Tiene que haber una explicación sencilla.»

Pero no se le ocurría ninguna excepto la más evidente.

Jeffrey dio un silbido lento y prolongado y se dijo: «No hay lugar seguro.»

Permaneció así, contemplando la pizarra durante varios minutos, sin despegar la vista de un espacio vacío. La categoría: «Si el asesino es alguien a quien no conocemos» había sido borrada.

Moviéndose despacio, como si estuviera a oscuras y temiera tropezar con algo, se acercó a la pizarra. Jugueteó con un trozo de tiza y dio media vuelta bruscamente, como si creyera que alguien lo observaba. A continuación, luchando contra la vorágine que se había desatado en su interior, volvió a escribir con todo cuidado las palabras borradas, sin dejar de repetir para sus adentros: «Procuremos que nadie aparte de ti y de mí sepa que has estado aquí.»

10
Las preocupaciones de Diana Clayton

Diana Clayton miró a su hija y pensó que, aunque había mucho que temer, en cierto modo era importante no mostrar abiertamente su miedo, por muy profundo que fuera. Se sentó imperturbable en un rincón del raído sofá de algodón blanco en su sala de estar pequeña y decididamente estrecha, bebiendo con parsimonia de una botella de cerveza fría de importación. Cuando la apartó de sus labios, se la apoyó en el muslo y se puso a deslizar los dedos arriba y abajo por el cuello de la botella, un movimiento que en la mujer más joven habría resultado auténticamente provocativo, pero que en ella sólo delataba los restos de su nerviosismo.

—No hay manera de saber realmente si hay una conexión —dijo de pronto—. Puede haber sido cualquiera.

Susan estaba de pie. Se había dejado caer en un sillón, luego había cruzado la habitación para sentarse en una mecedora de respaldo rígido; después, al no sentirse cómoda allí, se había levantado de nuevo y caminado de un lado a otro de la habitación con un estilo que recordaba la dolorosa frustración de un pez grande que forcejea contra un sedal tirante.

—Claro —dijo en un tono sarcástico y empleando un lenguaje que sabía que, más que ofender a su madre, la inquietaría—. Puede haber sido cualquiera. Sólo un tipo cualquiera que casualmente nos siguió a ese pobre gilipollas y a mí a los aseos de mujeres, que casualmente llevaba encima un cuchillo de caza y que, al hacerse cargo de la situación de inmediato, decidió usarlo contra ese pobre imbécil, cosa que hizo con gran pericia y entusiasmo. Después, convencido de que me había rescatado de un destino peor que la muerte, salió a toda prisa porque sabía que no era momento para largas presentaciones y porque al fin y al cabo tampoco tiene mucho don de gentes normalmente. —Lanzó una mirada dura al otro extremo de la sala—. Venga ya, mamá. Tiene que haber sido él. —Exhaló despacio—. Sea quien sea. —La hija sostuvo en alto la página del bloc en que constaba el mensaje críptico del hombre—. «Siempre he estado contigo» —dijo con hosquedad—. Es una suerte que haya estado allí esta noche.

A Diana le pareció que las palabras de su hija reverberaban en el reducido espacio de la habitación.

—Ibas armada —señaló—. ¿Qué habría ocurrido?

—Ese pobre borracho cabrón iba a echar la puta puerta abajo de una patada, y yo iba a pegarle un tiro entre los ojos o entre las piernas, lo que fuera más apropiado según las circunstancias.

Susan masculló un par de palabrotas y se dirigió a la ventana para escrutar la oscuridad del exterior. Apenas veía nada, de modo que ahuecó las manos en torno a sus sienes para bloquear la luz de la sala y apretó la cara contra el cristal. La noche refulgía con el bochorno resultante de la tormenta que había estallado esa tarde y que no había dejado tras de sí más que algunas hojas de palmera caídas en la calzada, los baches y otras concavidades de la calle encharcados, y un calor residual que la tormenta parecía haber intensificado, reforzándolo o imprimiéndole más fuerza. Dejó que sus ojos escudriñasen la penumbra, no muy segura en ese momento de si prefería ver la desolación, que ponía de relieve su aislamiento, o la silueta de un hombre al moverse furtivamente entre las sombras, acechando justo al borde de su patio, que es lo que creía más probable.

No vio a nadie, lo que no la convenció de nada. Al cabo de un momento extendió el brazo y tiró de la persiana, que bajó con un breve repiqueteo.

—Lo que de verdad me molestaba —dijo pausadamente, volviéndose hacia su madre—, conforme más vueltas le daba, no era lo que había ocurrido sino la manera en que había ocurrido.

Diana asintió con la cabeza para animar a su hija a continuar, creyendo que eso era precisamente lo que la molestaba también.

—Prosigue —dijo la mujer mayor.

—Verás, actuó sin vacilar ni por un momento —dijo Susan—, o al menos, esa impresión me dio. Ahí está ese borracho, sabe Dios con qué intenciones en la cabeza, pero como mínimo la de violarme, insultándome y aporreando la puerta. Luego oigo que se abre la otra puerta, y al cabrón apenas le da tiempo de decir «¿Y tú quién coño eres?» y entonces, ¡zas!, ese cuchillo o navaja o lo que sea que tiene en la mano está listo para entrar en acción. Cuando él entró en los aseos, ya sabía lo que iba a hacer, y no perdió ni un segundo en calibrar la situación, ni en preocuparse, preguntarse qué estaba pasando, pensárselo dos veces o hacer algún amago o tal vez simplemente amenazar al tipo. Debió de dar un paso al frente y ¡pum!

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