Y escribió en su bloc: «Siempre he estado contigo.»
El repentino temblor de sus manos ocasionó que el lápiz se le cayera al suelo del coche. Susan aferró el volante para que dejaran de moverse. Respiró hondo, y durante ese segundo no fue capaz de determinar si lo que sentía era el miedo residual de lo sucedido hacía un rato aquella noche, o un nuevo terror que emanaba de las palabras que acababa de anotar en la página que tenía delante, o una combinación aún más siniestra de ambas cosas.
El agente Martin había conseguido un despacho pequeño, situado aparte del cuartel general del Servicio de Seguridad del Estado, una planta por encima de la guardería, en el edificio de las Oficinas del Estado. Era allí donde los dos hombres debían poner en marcha su investigación. El inspector había mandado instalar ordenadores, ficheros, una línea de teléfono segura y un sistema de acceso por identificación de la palma de la mano diseñado para que nadie pudiera entrar excepto ellos dos. En una pared, había colocado un mapa topográfico grande del estado número cincuenta y uno, y al lado, una pizarra. Había un escritorio sencillo, de acero, pintado de color naranja, para cada hombre; una mesa de reunión pequeña, de madera, una nevera, una cafetera y, en una habitación contigua, dos camas plegables, un aseo y una ducha. Era un espacio funcional, minimalista. A Jeffrey Clayton le gustó que no estuviese atestado de cosas. Y cuando se sentó frente a su pantalla de ordenador por la mañana, cayó en la cuenta de que los revoltosos sonidos de los niños al jugar penetraban la capa de aislamiento acústico bajo sus pies y llegaban hasta sus oídos. Le resultaba reconfortante.
Le parecía que tenía un problema doble.
La primera incógnita, por supuesto, era si el hombre que había dejado tres cadáveres con las extremidades extendidas a lo largo de veinticinco años en zonas desoladas era su padre. A Clayton lo invadió una especie de mareo, como el causado por la embriaguez, cuando se planteó esa pregunta mentalmente. El erudito pedante que llevaba dentro inquinó: «¿Qué sabes tú de esos crímenes?» Él respondió para sí: sólo que se encontraron tres cadáveres en una posición muy característica que, en un mundo regido por las probabilidades, demostraba casi sin lugar a dudas que el mismo hombre los había colocado así. Sabía también que su compañero en la investigación estaba obsesionado con el primer asesinato, que, por algún motivo que guardaba en secreto, le había dejado una huella profunda hacía veinticinco años.
Jeffrey exhaló un suspiro largo, soltando el aire como un globo dado de sí.
Se sentía acosado por las preguntas. Sabía poco de ese primer asesinato, de la relación del agente Martin con los hechos, de la posible implicación de su padre. Tenía miedo de buscar respuestas en cualquiera de esos ámbitos, pues el miedo a lo que podría descubrir prácticamente lo paralizaba. Jeffrey se sorprendió a sí mismo debatiendo interiormente, manteniendo conversaciones enteras entre facciones enfrentadas de su imaginación, intentando negociar con las pesadillas más atroces que llevaba dentro.
Centró sus pensamientos en la reunión que había mantenido con los tres funcionarios, Manson, Starkweather y Bundy. «Al menos me pagarán bien por desvelar mi pasado.»
La ironía de su situación resultaba casi cómica, y casi imposible también.
«Encuentra a un asesino. Encuentra a tu padre. Encuentra a un asesino. Exculpa a tu padre.»
De pronto le entraron ganas de vomitar.
«Menuda herencia me dejó», pensó.
—«Y ahora —dijo en voz alta—, mi última voluntad es legar a mi hijo, a quien hace muchos años que no veo, todos mis…»
Se interrumpió a media frase. ¿Qué? ¿Qué le había legado su padre?
Se quedó mirando los documentos que empezaban a amontonarse sobre su escritorio. Tres crímenes. Tres carpetas. Sólo ahora comenzaba a entender cuan profundo era realmente su dilema. La cuestión secundaria a la que se enfrentaba era igual de problemática: independientemente de quién fuera el autor de los asesinatos, ¿cómo iba a dar con él? El científico que llevaba dentro le exigía que estableciese un protocolo, una lista de tareas, una serie de prioridades.
«Eso puedo hacerlo —insistió—. Tiene que haber algún plan para descubrir al asesino. El secreto está en determinar qué puede funcionar.»
Entonces cayó en la cuenta: dos planes. Porque encontrar a su padre —su difunto padre, el padre que una parte de él creía desterrado de su vida hacía un cuarto de siglo y muerto de forma anónima y apartado de la familia— requeriría una investigación distinta que encontrar a un asesino desconocido y por el momento indefinido.
«Otra ironía —pensó—. Les facilitaría mucho las cosas al agente Martin y al Servicio de Seguridad del Estado que el responsable de esos crímenes fuera de verdad mi padre.» Tomó nota mentalmente de que los funcionarios aprovecharían la menor oportunidad para llevar la investigación por ese camino. Después de todo, era la razón aparente de que lo hubiesen llevado allí. Y la alternativa —que se tratara únicamente de un tipo nuevo, anónimo y terrorífico— representaría la peor de dos pesadillas posibles para ellos, pues alguien sin identificar resultaría mucho más difícil de detener.
Él sabía, por supuesto, que para atrapar a cualquiera de los dos tendría que familiarizarse con ciertos datos, los detalles de los asesinatos, a fin de llegar a entender al asesino. Si lograse llegar a esa comprensión, podría cotejar ese conocimiento con las pruebas recogidas y ver adónde lo conducía todo ello.
El proceso lo fascinaba tanto como lo horrorizaba. Se comparaba a sí mismo con los científicos enloquecidos pero entregados que se inoculaban cuidadosamente alguna enfermedad tropical virulenta para estudiar a fondo sus efectos y llegar a comprender del todo la naturaleza de ese mal.
«Deberás infectarte de esos asesinatos y luego comprenderlos.»
Con el entusiasmo de un estudiante que se prepara para un examen final tras un curso en el que su asistencia a clase fue cuando menos irregular, Jeffrey se puso a leer de principio a fin los expedientes de los casos, dejando para el final la entrevista entre el agente Martin y su padre.
Cuando llegó a esas últimas páginas, sintió un vacío interior. Oía la voz de su padre —locuaz, sarcástica, sin asomo de miedo, siempre con un toque de rabia—, que resonaba en su mente, inmune al paso de las décadas. Hizo una pausa por un momento para examinar su propia memoria. «¿Qué recuerdo de esa voz? Recuerdo que siempre humeaba con una especie de ira contenida. ¿Gritaba? No. Una rabia exteriorizada habría sido muy preferible. Sus silencios resultaban mucho peores.»
Las palabras del hombre se destacaban sobre el papel.
«¿Qué le hace pensar que puedo ayudarle, inspector? ¿Qué le hace pensar que yo participo en este juego?»
«¿Acaso no es el asesinato un medio de encontrar la verdad, sobre uno mismo, sobre la sociedad? ¿La verdad sobre la vida?»
«¿No es usted también un filósofo, inspector? Yo creía que todos los policías eran filósofos del mal. Tienen que serlo. Forma una parte esencial de su territorio.»
Y, finalmente: «Me sorprende, inspector. Me sorprende que no tenga usted nociones elementales de historia. Mi campo, la historia. La historia europea moderna, para ser exactos. El legado de hombres blancos y brillantes. Grandes hombres. Visionarios. ¿Y qué nos enseña la historia de esos hombres, inspector? Nos enseña que el impulso de destruir es tan creativo como el deseo de construir. Cualquier historiador competente le diría que, en definitiva, seguramente se han construido más cosas a partir de las cenizas y los escombros que sobre los cimientos de la paz y la opulencia.»
Las réplicas del agente Martin —y sus preguntas— habían sido neutras, breves. Sólo buscaba respuestas, sin entrar en el debate. A Clayton le pareció una buena técnica. De libro, como Martin le había dicho antes. Una técnica que habría debido dar resultado. Que probablemente había dado resultado en noventa y nueve de cada cien casos.
Pero esta vez no.
Cuanto más interrogaba a su padre, más indirectas y abstrusas eran sus respuestas. Cuantas más preguntas le hacía, más distante y elusivo se volvía. No mordió uno solo de los anzuelos que el inspector le lanzó a lo largo de la entrevista, ni hizo declaraciones comprometedoras.
A menos, pensó Jeffrey, que uno considerase que todo lo que decía era comprometedor.
Se meció en su asiento, repentinamente nervioso. Notaba las gotas de sudor que le corrían por debajo de los brazos. De pronto, extendió el brazo y agarró un bolígrafo que tenía sobre el escritorio.
Lo tiró al suelo, levantó el pie y lo aplastó de un fuerte pisotón. La furia se había apoderado de él. «Está ahí —pensó—. Lo que decía era sencillo: "Sí, soy quien usted cree… pero no puede demostrarlo."»
Jeffrey dejó caer la entrevista sobre la mesa, incapaz de seguir leyendo. «Te conozco», pensó.
Pero, casi en el acto, lo puso en duda para sus adentros: «¿De verdad lo conozco?»
Se produjo una ligera corriente cuando la puerta de la oficina se abrió a su espalda. Dio media vuelta en su silla y vio al agente Martin entrar a toda prisa y dar un portazo. La cerradura electrónica emitió un sólido chasquido.
—¿Ha hecho progresos, profe? —preguntó—. ¿Se está ganando ya su sueldo? ¿Va camino de amasar su primer millón?
Clayton se encogió de hombros, intentando disimular la oleada de emociones que acababa de invadirlo.
—¿Dónde ha estado?
El inspector se desplomó en una silla, y su tono cambió.
—Investigando la desaparición de nuestra segunda adolescente. Aquella de quien le hablé en Massachusetts. Diecisiete años, bonita como una animadora: rubia, de ojos azules, una piel tan tersa que debía de parecer recién salida de la cuna, y desaparecida el martes de hace dos semanas. Los agentes que llevan el caso no han conseguido nada que se asemeje remotamente a la prueba de un crimen. No hay testigos presenciales, ni señales de lucha, ni marcas de neumáticos reveladoras, huellas dactilares sospechosas ni chaquetas manchadas de sangre. No se ha encontrado una bolsa de libros tirada junto a la carretera, ni una nota de rescate de algún secuestrador. Iba camino de casa, y al momento siguiente se esfumó. La familia todavía espera una llamada lacrimógena de una hija descarriada, pero creo que usted y yo sabemos que eso no sucederá. Varios boy scouts y voluntarios rastrearon el bosque adyacente durante un par de días, pero no encontraron nada. ¿Quiere oír algo patético? Después de que se diera por concluida la búsqueda a pie, la familia contrató un servicio de helicóptero privado con un detector de infrarrojos para peinar de manera sistemática la zona en la que desapareció. Se supone que la cámara capta cualquier fuente de calor. Tecnología militar aplicada. El caso es que debía detectar la presencia de animales silvestres, cuerpos en descomposición, lo que sea. De momento, han encontrado algún que otro ciervo y un par de perros salvajes mientras vuelan por allí cobrando más de cinco mil por día. Un buen trabajo, para quien puede conseguirlo. Patético.
Jeffrey tomó algunas notas.
—Quizá debería entrevistarme con la familia. ¿En qué circunstancias desapareció la chica?
—Iba caminando de regreso a casa, del colegio. La escuela está en una zona poco urbanizada del estado, una de esas áreas de expansión de las que le hablaba, en las que apenas se ha empezado a edificar. Una bonita campiña. En dos años será el típico barrio residencial de las afueras, con un campo de béisbol para chavales, un centro social y un par de pizzerías. Pero todo eso está todavía en proyecto. Hay un montón de planos de diseñadores en diferentes fases de desarrollo. Ahora mismo está todo bastante verde. No hay mucho tráfico en las carreteras cercanas, sobre todo después de que enviaran a los trabajadores de la construcción locales a sus barracones. Ella se había quedado trabajando hasta tarde en la decoración para un baile del instituto y había declinado la oferta de sus amigos de llevarla en coche. Dijo que necesitaba algo de aire fresco y estirar las piernas. Aire fresco. Eso la mató. —Martin soltó estas palabras removiéndose en su asiento con frustración—. Por supuesto, nadie está seguro de eso todavía. El hecho de que ese maldito helicóptero no haya dado con el cadáver anima a todo el mundo a pensar que está viva, pero en otro sitio. La familia está sentada en la cocina intentando determinar si llevaba alguna vida secreta adolescente, con la esperanza de que se haya fugado con un novio, tal vez a Las Vegas o a Los Ángeles, y de que lo peor que pueda pasarle sea que acabe con un tatuaje morado de un dragón, o quizá de una rosa, grabado a fuego en la piel del muslo. Han puesto la habitación de la niña patas arriba, intentando encontrar un diario oculto en el que figure una expresión manida de amor eterno hacia algún chico que ellos no conocen. Quieren creer que se ha escapado. Rezan por que se haya escapado. Insisten en que se ha escapado. De momento, no ha habido suerte.
—¿Se había escapado alguna vez?
—No.
—Pero, aun así, es posible, ¿no?
El inspector se encogió de hombros.
—Sí. Y tal vez algún día los cerdos vuelen. Pero lo dudo. Y usted también.
—No se lo niego. Pero ¿cómo sabemos que la raptó nuestro… —titubeó— sospechoso? Hay equipos de construcción por la zona, ¿no? ¿Los ha interrogado alguien?
—No somos idiotas. Sí. Y se han comprobado los antecedentes. Una de las pequeñas medidas de seguridad adicionales que tenemos aquí es que a todos los trabajadores que vienen de fuera se les exige una fianza. Además, los de seguridad los vigilan constantemente mientras están allí. Todos los que vienen a trabajar a este estado tienen que llevar una de esas prácticas pulseras electrónicas, para que sepamos dónde están en todo momento. Por supuesto, les pagamos a los obreros de la construcción cerca del doble de lo que suelen cobrar en los otros cincuenta estados, y eso les compensa por las molestias. Aun así, pese a las precauciones de todo tipo, fue el primer sitio que investigamos. Hasta ahora, los resultados han sido negativos, negativos, negativos. —El agente Martin hizo una pausa y luego prosiguió con su estilo sarcástico y desenfadado—: Así pues, ¿qué tenemos? Una adolescente que desaparece un buen día sin dejar rastro y de forma inexplicable. ¡Abracadabra! ¡Señoras y señores, tachan! El asombroso número de la desaparición. No nos engañemos, profesor. Está muerta. Tuvo una muerte dura, tras unos momentos de terror insoportables para cualquiera. Y, ahora mismo, está en algún lugar lejano, con los brazos extendidos como si la hubieran crucificado, el maldito dedo cercenado y un mechón de pelo cortado de su cabellera y de la entrepierna. Y ahora mismo, como no se me ocurre otra gran idea, albergo la creencia de que su padre… ah, perdón: su difunto padre, el tipo que seguramente usted sigue dando por muerto… es la persona que buscamos.