—¿Acaso tengo elección, señor Manson?
La silla de despacho sobre la que estaba sentado el calvo chirrió cuando la hizo girar por un momento.
—Es una pregunta interesante, profesor Clayton. Intrigante. Una pregunta con un gran peso filosófico. Y psicológico. ¿Tiene usted elección? Examinemos la cuestión: desde el punto de vista económico, por supuesto, la respuesta es no. Nuestra oferta es de lo más generosa. Aunque ese dinero no le hará fabulosamente rico, es mucho más del que, siendo razonables, puede aspirar a ganar dando clase en aulas atestadas, a alumnos de licenciatura aburridos hasta rayar en la psicosis. Ahora bien, ¿emocionalmente? Teniendo en cuenta lo que sabe (y lo que sospecha), lo que es posible… ah, no sé. ¿Puede usted elegir dejar eso atrás, sin respuestas? ¿No estaría condenándose a vivir atormentado por la curiosidad para el resto de sus días? Por otra parte, naturalmente, está el aspecto técnico de todo esto. Una vez que le hemos traído hasta aquí, ¿cree que estamos ansiosos por verle partir, sin prestarnos ayuda, tanto más cuanto que el agente Martin nos ha persuadido de que usted es la única persona en el país verdaderamente capaz de solucionar nuestro problema? ¿Espera que sencillamente nos encojamos de hombros y le dejemos marchar?
La última pregunta quedó flotando en el aire.
—Esto es un país libre —soltó Jeffrey.
—¿Lo es, ahora? —repuso Manson.
Se inclinó hacia delante de nuevo, con el mismo aire de depredador en que Jeffrey había reparado antes. Pensó que, si al calvo de pronto le diera por ponerse un hábito oscuro con capucha, tendría el estilo y el aspecto idóneos para desempeñar un cargo importante en la Inquisición española.
—¿Acaso alguien es realmente libre, profesor? ¿Lo somos nosotros ahora, en esta habitación, ahora que sabemos que esta fuerza del mal actúa en nuestra comunidad? ¿Nuestro conocimiento no nos hace prisioneros de ese mal?
Jeffrey no contestó.
—Plantea usted preguntas interesantes, profesor. Por supuesto, no esperaba menos de un hombre de su reputación académica. Pero, por desgracia, no es momento de discutir estos temas tan elevados. Quizás en circunstancias distintas, en un ambiente más cordial, podríamos intercambiar ideas al respecto. Pero, por ahora, nos ocupan asuntos más apremiantes. Así que se lo pregunto de nuevo: ¿cerramos el trato?
Jeffrey respiró hondo y asintió con la cabeza.
—Por favor, profesor —dijo Manson con severidad—. Responda en voz alta. Para que quede constancia.
—Sí.
—Imaginaba que ésa sería su respuesta —aseguró el calvo. Hizo un gesto en dirección a la puerta, para indicar que daba por finalizada la reunión.
A Diana Clayton ya no le gustaba salir de casa. Una vez por semana, porque no le quedaba otro remedio, se acercaba a la farmacia local para abastecerse de analgésicos, vitaminas y ocasionalmente algún fármaco experimental. Nada de eso parecía ayudar gran cosa a frenar el avance deprimente y continuo de su enfermedad. Mientras esperaba a que le entregaran las pastillas, entablaba charlas superficiales y falsamente animadas con el farmacéutico inmigrante de origen cubano, quien tenía aún un acento tan marcado que ella apenas entendía lo que decía, pero cuya compañía le era grata por su eterno optimismo y su empeño en que algún mejunje extraño u otro le salvaría la vida. Después cruzaba con cautela los cuatro carriles de la autopista 1, evitando cuidadosamente los vehículos, y luego caminaba una manzana por una calle lateral hasta llegar a la biblioteca pequeña y bien protegida del sol, hecha de bloques de hormigón, apartada de los chabacanos centros comerciales que había desperdigados a lo largo de la carretera de los Cayos.
Al bibliotecario auxiliar, un señor mayor que le debía de llevar unos diez años, le gustaba coquetear con ella. La esperaba encaramado en un asiento alto tras una de las ventanillas con barrotes, y pulsaba sin dudarlo el timbre que abría la puerta de seguridad doble. Aunque el bibliotecario estaba casado, se sentía solo y alegaba que su esposa estaba demasiado ocupada con sus dos pitbull y las vicisitudes de los protagonistas de los culebrones que seguía compulsivamente. Era un donjuán casi cómico, que seguía obstinadamente a Diana por entre las estanterías medio vacías, invitándola con susurros a cócteles, a cenar, al cine… a cualquier actividad que le diese la oportunidad de expresarle que ella era su único amor verdadero. A Diana sus atenciones le resultaban halagadoras y también agobiantes, casi en igual medida, de modo que lo rechazaba, aunque procurando no desanimarlo del todo. Se decía a sí misma que estaba decidida a morirse antes de tener que pedirle al bibliotecario que la dejara en paz de una vez por todas.
Sólo leía a los clásicos. Al menos dos por semana. Dickens, Hawthorne, Melville, Stendhal, Proust, Tolstói y Dostoievski. Devoraba las tragedias griegas y las obras de Shakespeare. Lo más moderno que llegaba a leer era, de vez en cuando, algún libro de Faulkner o Hemingway, este último por una especie de lealtad hacia los Cayos y porque a Diana le gustaba especialmente lo que escribía sobre la muerte. En sus textos ésta siempre parecía tener algo de romántico, de heroico, de sacrificio altruista, incluso en sus aspectos más sórdidos, y esto le infundía ánimos, aunque sabía que se trataba de ficción.
Una vez que elegía los libros que iba a llevarse, se despedía del bibliotecario, una separación que solía requerir cierta diligencia por su parte para rehusar sus últimas súplicas. A continuación, caminaba otra manzana por otra calle lateral bañada de sol hasta una vieja iglesia baptista, deteriorada por los elementos. Una palmera espigada y solitaria se alzaba en el patio delantero del edificio de madera pintada de blanco. Era demasiado alta para dar sombra, pero al pie tenía un banco astillado. Diana sabía que el coro estaría practicando, y que sus voces emanarían como un soplo de viento del interior penumbroso de la iglesia hacia el banco, donde ella acostumbraba a sentarse a descansar y escuchar.
Junto al banco, había un letrero que rezaba:
IGLESIA BAPTISTA DE NEW CALVARY OFICIOS: DOMINGO A LAS 10 DE LA MAÑANA Y AL MEDIODÍA CATEQUESIS: 9 DE LA MAÑANA EL SERMÓN DE ESTA SEMANA: CÓMO HACER DE JESÚS TU MEJOR Y MÁS ESPECIAL AMIGO, POR EL REVERENDO DANIEL JEFFERSON
En varias ocasiones durante los últimos meses, el pastor había salido a intentar convencer a Diana de que estaría más cómoda y considerablemente más fresca dentro de la iglesia, y de que a nadie le molestaría que ella escuchara los ensayos del coro en la mayor seguridad del interior. Ella había declinado su invitación. Lo que le gustaba era escuchar las voces elevarse en el calor, hacia el sol que brillaba sobre su cabeza. Disfrutaba del esfuerzo de intentar distinguir las palabras. No quería que le hablaran de Dios, como sabía que el pastor, de apariencia bondadosa, haría inevitablemente. Y, lo que es más importante, no quería ofenderlo al negarse a escuchar su mensaje, por muy sincera que fuese al expresarlo. Lo que deseaba era escuchar la música, porque había descubierto que, mientras se concentraba en el jubiloso sonido del coro, olvidaba el dolor que sentía en el cuerpo.
Eso, pensó, era por sí solo un pequeño milagro.
Puntualmente, a las tres de la tarde, concluía el ensayo del coro. Diana se levantaba del banco y echaba a andar despacio de regreso a casa. Sabía que la regularidad de sus salidas, la uniformidad del itinerario que seguía, el paso de hormiga al que avanzaba, todo ello la convertía en un objetivo evidente y moderadamente atractivo. Que ningún atracador ávido por arrebatarle sus escasos fondos o ningún yonqui desesperado por conseguir calmantes la hubiese descubierto ni asesinado aún la sorprendía un poco. Pensaba, con cierto asombro, que quizás ése fuera el segundo milagro que se producía durante sus excursiones semanales.
A veces se permitía el lujo de pensar que morir a manos de algún vagabundo de ojos vidriosos o de un adolescente drogadicto no sería tan terrible, y que lo verdaderamente terrorífico era seguir viva, pues su enfermedad la torturaba con un entusiasmo paciente que a ella le parecía diabólicamente cruel. Se preguntaba si experimentar unos momentos de espanto no sería preferible en cierto modo a los interminables horrores de su dolencia. La libertad casi estimulante que percibía en su actitud la impulsaba a seguir adelante, a continuar tomando la medicación y a luchar y batallar internamente contra la enfermedad durante cada instante de vigilia. Creía que esta combatividad derivaba del sentido del deber, de la obstinación y del deseo de no dejar solos a sus dos hijos, aunque ya eran adultos, en un mundo en el que nadie confiaba ya en nada.
Le habría gustado que al menos uno de ellos le hubiera dado un nieto.
Estaba convencida de que tener un nieto sería una auténtica gozada.
Sin embargo, era consciente de que eso no iba a pasar a corto plazo, así que, mientras tanto, se daba el capricho de fantasear sobre cómo serían sus futuros nietos. Inventaba nombres, imaginaba rostros y fabricaba recuerdos del porvenir con los que reemplazar los reales. Se representaba escenas de vacaciones, mañanas navideñas y obras escolares. Casi percibía la sensación de sujetar en brazos a un nieto y enjugarle las lágrimas causadas por un rasguño o desolladura, o la de la respiración constante y embriagadora del niño o niña mientras ella le leía en voz alta. Esto se le antojaba un mimo quizás excesivo por su parte, pero no perjudicial.
Y el nieto ficticio que ella no tenía le ayudaba a aliviar las preocupaciones por los hijos que sí tenía.
A menudo, el extraño alejamiento y la soledad que ambos habían abrazado le parecían a Diana tan dolorosos como su enfermedad. Pero ¿qué pastilla podían tomarse para reducir la distancia que habían puesto el uno respecto al otro?
En esa tarde concreta, mientras recorría los últimos cinco metros de su camino de entrada, pensando con inquietud en sus hijos, con las notas de
Onward Christian Soldiers
resonándole aún en los oídos, y los ejemplares de
Por quién doblan las campanas
y
Grandes esperanzas
bajo el brazo, advirtió que un nubarrón enorme y furioso estaba formándose al oeste. Unas nubes grandes y de color gris oscuro se habían aglomerado en una masa de energía intensa que se cernía siniestra en el cielo como una amenaza lejana. Ella se preguntó si el cúmulo se dirigiría hacia los Cayos, trayendo consigo relámpagos y cortinas de lluvia peligrosos y cegadores, y esperó que su hija llegara a casa sana y salva antes de que estallara la tormenta.
Susan Clayton salió de la oficina aquella tarde en una falange compuesta por otros empleados de la revista, bajo la mirada atenta y la protección de las armas automáticas de los guardias de seguridad. La escoltaron hasta su coche sin que se produjeran incidentes.
Por lo general, el trayecto desde el centro de Miami hasta los Cayos Altos le llevaba poco más de una hora, aunque circulara por los carriles de velocidad libre. El problema, por supuesto, era que casi todo el mundo quería utilizar esos carriles, lo que requería cierta sangre fría a ciento sesenta kilómetros por hora y a una distancia de un solo coche entre los vehículos. A su juicio, la hora punta se parecía más a una carrera de
stock-cars
que a un desplazamiento vespertino benigno; sólo faltaban unas gradas repletas de paletos deseosos de presenciar una colisión. En las autovías que partían del centro, no se habrían llevado muchas desilusiones.
Susan disfrutaba con ello, por la descarga de adrenalina que le provocaba, pero sobre todo porque ejercía un efecto purificador sobre su imaginación; sencillamente no había tiempo para concentrarse en otra cosa que no fuera la calzada y los coches que tenía delante y detrás. Le despejaba la cabeza de ensoñaciones diurnas, de preocupaciones relacionadas con el trabajo y de temores sobre la enfermedad de su madre. En las ocasiones en que no era capaz de abismarse exclusivamente en la conducción había desarrollado la disciplina mental necesaria para dejar el carril de alta velocidad e incorporarse al tráfico lento, donde el riesgo no era tan elevado y le permitía dejar vagar la mente.
Hoy era uno de esos días, lo que le resultaba frustrante.
Lanzó una mirada cargada de envidia a su izquierda, donde vehículos borrosos relucían bajo la luz residual de la zona comercial del centro. Pero, casi en ese momento, mientras la invadían los celos por la libertad ilimitada con que circulaban a su izquierda, cayó en la cuenta de que no dejaba de dar vueltas a las palabras del mensaje del corresponsal anónimo que aún no había descifrado. Previo Virginia cereal-r.
Estaba convencida de que el estilo del acertijo era el mismo que el del anterior, y más o menos el mismo que el de la respuesta que ella había ideado: un simple juego verbal en que cada palabra guardaba una relación lógica con alguna otra que constituiría la solución al enigma y desvelaría la respuesta del remitente.
El truco residía en desentrañar cada una; en preguntarse si eran independientes o estaban relacionadas entre sí; si había alguna cita oculta o alguna vuelta de tuerca añadida que oscurecería aún más el mensaje que el hombre intentaba transmitirle. Lo dudaba. Su corresponsal quería que ella llegase a entender lo que le había escrito. Sólo pretendía que fuera un acertijo ingenioso, razonablemente difícil y lo bastante críptico para incitarla a elaborar otra respuesta.
«Es manipulador», pensó.
Un hombre que quería tener el control.
¿Qué más? ¿Un hombre con una intención oculta?
Sin lugar a dudas.
¿Y qué intención era ésa?
No lo sabía con certeza, pero estaba segura de que sólo había dos motivaciones posibles: sexual o sentimental.
Un coche que iba delante dio un frenazo brusco y ella pisó el pedal con fuerza. Al instante notó que el pánico le subía por la garganta mientras el mecanismo de freno vibraba, y sin articular la palabra «choque», notó la picazón del calor que se apoderaba de ella. Oyó los neumáticos en derredor chirriar de dolor, y temía oír el ruido del metal al aplastarse contra el metal. Sin embargo, eso no ocurrió; se produjo un silencio momentáneo, y acto seguido el tráfico comenzó a avanzar de nuevo, cada vez más deprisa. Un helicóptero de policía pasó rugiendo por encima de sus cabezas; ella alcanzó a ver al artillero de la parte central, inclinado sobre el cañón de su arma, observando el flujo de vehículos. Susan imaginó que tendría una expresión de aburrimiento, tras el plexiglás ahumado de la visera de su casco.