El agente Martin retrocedió un paso. Diana estaba de pie junto al ordenador y, haciendo un floreo, sacó un catálogo de una tienda de comestibles. La pantalla parpadeó y en ella apareció el mensaje: ¡BIENVENIDO A A&P!, y después con un carrito de supermercado digital empezó a avanzar por el Pasillo Uno / Frutas y verduras frescas. Susan, suspicaz, no quitaba ojo a Martin, que pensó: «No te fíes de ésa.»
—Estaremos bien —aseguró Susan.
Al salir, Martin oyó a su espalda un sonido al que no estaba acostumbrado: el de un cerrojo al correrse.
Susan recorrió la casa adosada mientras su madre utilizaba el ordenador para hacer un pedido de provisiones y concertar la entrega con el servicio local de reparto. La joven se alegró al oírla pedir algunos artículos que normalmente habrían considerado lujos: queso Brie, cerveza importada, un Chardonnay caro, un chuletón. Susan inspeccionó la pequeña casa como un general inspeccionaría un posible campo de batalla. Le parecía importante tomar buena nota de dónde lucharía, si se viera obligada a ello. Debía localizar el punto más estratégico, el sitio desde donde pudiera tender una emboscada.
Diana, mientras tanto, se percató de lo que hacía su hija y decidió prepararse también. Tras completar el pedido de comestibles con el ordenador, solicitó al servicio de entrega una descripción de la persona que les llevaría la compra. Pidió también que le describieran el vehículo de reparto. Sin embargo, en cuanto desconectó la línea, se apoderó de ella la fatiga residual del vuelo y de la tensión generada por la situación que las había llevado hasta allí. De modo que, en lugar de prepararse, se sentó pesadamente y contempló a su hija, que exploraba despacio la casa.
Susan advirtió que los cerrojos de las ventanas de la planta baja eran anticuados y probablemente poco eficaces. La puerta de la calle tenía una sola cerradura y ninguna cadena que la reforzara. No había sistema de alarma. La puerta posterior era corredera como las que suelen dar a los patios y no tenía más que un pestillo que en realidad no estaba diseñado para proteger contra nada. Encontró una escoba en un armario trastero, apoyó el mango contra una pared y, con una patada rápida, lo partió, separándolo de la cabeza. Colocó el palo entre el marco de la corredera y la puerta, dejándola tosca pero firmemente asegurada. Cualquiera que quisiera entrar por ahí se vería obligado a romper el vidrio.
La planta superior, pensó Susan, debía de resultar más inaccesible para los intrusos. No había visto una forma fácil de llegar hasta las ventanas de arriba sin una escalera. En la parte trasera de la casa adosada había un pequeño enrejado con flores que llegaba hasta el balcón del dormitorio principal, pero dudaba que soportara el peso de un adulto, y los tallos de las rosas que trepaban por la estructura de madera tenían espinas muy puntiagudas. Las casas contiguas la inquietaban un poco; creía que era posible que alguien se acercase por el tejado, pero comprendió que no podía tomarse ninguna precaución contra eso. Por suerte, la pendiente era pronunciada, por lo que supuso que alguien que intentase allanar la casa intentaría entrar primero por los accesos más evidentes de la planta baja.
Susan abrió la cremallera de su pequeña bolsa de lona y extrajo tres armas diferentes. Había dos pistolas: una Colt .357 Magnum cargada con balas cilíndricas de punta plana, que ella consideraba un instrumento sumamente eficaz a distancias cortas, y una semiautomática ligera Ruger .380, con nueve balas en el cargador y una en la recámara. Llevaba también una metralleta Uzi totalmente automática que había obtenido de manera ilegal en los Cayos de manos de un narcotraficante retirado a quien le gustaba intercambiar con ella trucos de pesca y que nunca se desanimaba cuando ella rechazaba sus habituales invitaciones a salir con él. Este pretendiente le había dado la Uzi tal y como, en una época anterior, habría podido obsequiarla con flores o una caja de bombones. Ella colocó la correa de la metralleta en torno a una percha y la colgó en el ropero del dormitorio del primer piso, tras taparla con una sudadera.
En el pasillo de la planta superior había un armario para la ropa blanca; ella puso la automática, amartillada y lista para disparar, entre dos toallas, en el estante de en medio. Escondió la Magnum en la cocina, tras una fila de libros de recetas. Le enseñó a su madre dónde estaba cada arma.
—¿Te has fijado —preguntó Diana en voz baja y juguetona— que no hay guardias armados por aquí? En Florida parece que estén por todas partes. Aquí no.
No obtuvo respuesta.
Las dos mujeres fueron a la sala de estar y se repantigaron una frente a la otra, ahora que el agotamiento debido al viaje y a los nervios empezaba a hacer mella también en Susan. Diana Clayton, por supuesto, notaba el dolor de su enfermedad que la corroía por dentro. Llevaba un tiempo adormecido, como a la expectativa de en qué modo le afectarían estos extraños acontecimientos. Y ahora, tras comprobar que este cambio de aires no suponía una amenaza para él, de pronto se había decidido a recordarle su presencia. Una punzada le recorrió el vientre, y se le escapó un gemido.
Su hija alzó la vista.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, no pasa nada —mintió Diana.
—Deberías descansar. Tomarte una pastilla. ¿Seguro que estás bien?
—Sí, pero me tomaré un par de pastillas. Susan se dejó resbalar de su silla y quedó sentada junto a las rodillas de su madre, acariciándole la mano a la mujer mayor.
—Te duele, ¿verdad? ¿Qué puedo hacer?
—Hacemos lo que podemos.
—¿Crees que tal vez no deberíamos haber venido?
Diana se rio.
—¿Dónde podríamos estar, si no? ¿Esperándolo en casa, ahora que nos ha encontrado? Éste es justo el sitio donde quiero estar. Me duela o no me duela. Pase lo que pase. Además, Jeffrey dijo que nos necesitaba. Todos nos necesitamos entre nosotros. Y tenemos que llevar este asunto a su conclusión, sea la que sea. —Sacudió la cabeza—. ¿Sabes, cielo? En cierto modo llevo veinticinco años esperando este momento. No quisiera traicionarme a mí misma ahora.
Susan titubeó.
—Nunca nos contaste nada de nuestro padre. Ni siquiera recuerdo que habláramos de él una sola vez.
—Pues claro que hablábamos de él —repuso su madre con una sonrisa—. Miles de veces. Cada vez que hablábamos de nosotros mismos. Cada vez que teníais un problema, una aflicción o incluso sólo una pregunta, hablábamos de vuestro padre. Es sólo que no erais conscientes de ello.
Tras una vacilación, Susan preguntó:
—¿Por qué? Es decir, ¿qué te impulsó a abandonarlo entonces?
Su madre se encogió de hombros.
—Ojalá pudiera decírtelo. Ojalá hubiese habido un momento concreto. Pero no lo hubo. Fue por el tono de su voz, la manera en que hablaba. El modo en que me miraba por la mañana. El modo en que desaparecía, y luego yo lo encontraba en el baño, lavándose las manos obsesivamente. O en la cocina, hirviendo un cuchillo de caza en una cacerola. ¿Era la expresión de sus ojos, la dureza de sus palabras? Una vez encontré un material pornográfico horrible, violento, y él me gritó que nunca, jamás, fisgara en sus cosas. ¿Fue por su olor? ¿El mal puede olerse? ¿Sabes que el hombre que identificó al nazi Eichmann era ciego… pero se acordaba de la colonia del arquitecto de la muerte? En cierto modo, a mí me pasaba lo mismo. No era nada, y sin embargo era todo. Huir fue la cosa más difícil que he hecho jamás, y a la vez la más sencilla.
—¿Por qué no te lo impidió?
—Creo que él dudaba que yo fuera capaz de conseguirlo. Creo que no se imaginaba realmente que yo fuera a marcharme, llevándome a tu hermano y a ti conmigo. Creo que estaba convencido de que daríamos media vuelta al llegar a la esquina, o tal vez al llegar al límite de la ciudad, desde luego antes de llegar al banco para sacar dinero. Nunca imaginó que yo seguiría conduciendo sin mirar atrás en ningún momento. Era demasiado arrogante para pensar que yo haría eso.
—Pero lo hiciste.
—Lo hice. Había mucho en juego.
—¿Ah, sí?
—Tú y tu hermano.
Diana sonrió con ironía, como si ésta fuera la aclaración más obvia del mundo, y luego se llevó la mano al bolsillo y sacó un frasco pequeño de pastillas. Lo agitó para que le cayesen dos en la palma de la mano, se las metió en la boca y se las tragó con esfuerzo, sin agua.
—Creo que voy a echarme un rato —anunció. Haciendo un esfuerzo consciente por caminar sin trastabillar o cojear a causa de la enfermedad, atravesó la sala y subió por las escaleras.
Susan permaneció en su silla. Esperó a oír el sonido de la puerta del baño y después la de la habitación al cerrarse. Luego echó la cabeza atrás, cerró los ojos e intentó visualizar al hombre que las acechaba.
¿De cabello cano, en vez de castaño? Recordaba una sonrisa, una mueca cínica y burlona que la asustaba. «¿Qué nos hizo? Algo. Pero ¿qué?» Maldijo la imprecisión de su memoria porque sabía que algo había sucedido pero había quedado sepultado por años de negación. Se imaginó a sí misma años atrás, una niña poco femenina con cola de caballo, uñas sucias y téjanos, corriendo por una casa grande. Recordaba que había un estudio. Allí es donde estaría él. En la mente de Susan, ella era pequeña, apenas con edad suficiente para ir a la escuela, y se encontraba ante la puerta del estudio. En esta ensoñación, intentó obligar a su imagen a abrir la puerta y mirar al hombre que estaba dentro, pero no logró reunir valor suficiente para ello. Abrió los ojos de repente, jadeando, como si hubiera estado aguantando la respiración bajo el agua. Tragó aire a grandes bocanadas y sintió que el corazón le latía a toda velocidad. No se movió hasta que hubo recuperado su ritmo normal.
Susan llevaba así sentada unos minutos cuando sonó el teléfono. Se levantó rápidamente, atravesó la sala de una zancada y descolgó el auricular.
—¿Susan? —Era la voz de su hermano.
—¡Jeffrey! ¿Dónde estás?
—He estado en Nueva Jersey. Estoy a punto de emprender el viaje de regreso. Sólo me queda una persona con quien entrevistarme, y está en Tejas. Pero eso dependerá de si quiere verme, y no estoy muy seguro de que quiera. ¿Estáis bien mamá y tú? ¿Qué tal el vuelo?
Susan activó la conexión con el ordenador y el rostro de Jeffrey apareció en la pantalla. Su aire entusiasmado la sorprendió.
—El vuelo ha ido bien —respondió ella—. Me interesa más lo que has averiguado.
—Lo que he averiguado es que me temo que será imposible localizar a nuestro padre por medios convencionales. Os lo explicaré con más detalle cuando os vea. Pero nos quedan los medios no convencionales, es decir, lo que supongo que las autoridades de allí ya habían deducido cuando acudieron a mí. Quizá no lo sabían a ciencia cierta, pero a efectos prácticos es lo mismo. —Hizo una pausa y luego preguntó—: Bueno, ¿cómo pinta el futuro, en tu opinión?
Susan se encogió de hombros.
—Llevará un tiempo acostumbrarse. En este estado todo es tan relamido y correcto que me hace preguntarme qué pasaría si uno eructara en un sitio público. Seguramente le pondrían una multa. O lo detendrían. Casi me pone los pelos de punta. ¿A la gente le gusta?
—Vaya si le gusta. Te sorprendería todo aquello a lo que la gente está dispuesta a renunciar por algo más que la ilusión de la seguridad. También te sorprendería la rapidez con que uno puede acostumbrarse a ello. ¿Martin se ha mostrado servicial?
—¿El increíble Hulk? ¿Dónde encontraste a ese tipo?
—En realidad, él me encontró a mí.
—Bueno, pues nos ha dado una vuelta por ahí y luego nos ha metido en esta casa para que te esperásemos aquí. ¿Cómo se hizo esas cicatrices que tiene en el cuello?
—No lo sé.
—Seguro que eso tiene historia.
—No sé si tengo muchas ganas de pedirle que nos la cuente. Susan se rio. Jeffrey pensó que era la primera vez en años que oía a su hermana reírse.
—Sí que parece un tipo superduro.
—Es peligroso, Susie. No te fíes de él. Seguramente es la segunda persona más peligrosa con la que tendremos que lidiar. No, pensándolo bien, la tercera. A la segunda la voy a ir a ver antes de reunirme con vosotras.
—¿Quién es?
—Alguien que quizá me eche una mano, o quizá no. No lo sé.
—Jeffrey… —Susan titubeó—. Necesito saber algo. ¿Qué has averiguado sobre… —se interrumpió antes de continuar— sobre nuestro padre? Eso no suena bien. ¿Sobre papá? ¿Sobre nuestro papaíto querido? Dios santo, Jeffrey, ¿cómo debemos considerarlo?
—No lo consideres una persona a la que te unen lazos de sangre. Considéralo simplemente un ser a quien estamos excepcionalmente capacitados para enfrentarnos. Susan tosió.
—No es mala idea. Pero ¿qué has descubierto?
—Que es culto, taimado, inmensamente rico y del todo despiadado. La mayoría de los asesinos no encajan en ninguna de esas categorías excepto la última. Unos pocos encajan en dos de ellas, lo que dificulta en gran medida su captura. Nunca he oído hablar de un homicida que tenga tres de esas características, y mucho menos las cuatro.
Esta aseveración dejó a Susan helada. Notó que se le secaba la garganta y pensó que debía hacer alguna pregunta inteligente o un comentario profundo, pero se había quedado sin palabras. Se sintió aliviada cuando Jeffrey preguntó:
—¿Cómo está mamá?
Susan miró sobre su hombro las escaleras que conducían a la habitación donde se encontraba su madre reposando y, con un poco de suerte, durmiendo.
—Lo lleva bastante bien por el momento. Sufre dolores, pero se la ve menos impedida, lo que me parece una contradicción extraña. Creo que, curiosamente, esta situación le da fuerzas. Jeffrey, ¿tienes idea de lo enferma que está?
Ahora le tocó a su hermano el turno de quedarse callado. Se le ocurrieron varias respuestas, pero sólo fue capaz de decir:
—Mucho.
—Así es. Mucho. Terminal.
Los dos guardaron silencio entonces, intentando asimilar esta palabra.
Jeffrey veía el pasado de su padre como un retablo de cemento fresco alisado con mano experta y fraguado por el paso de los años. Y veía el pasado de su madre como un lienzo impregnado de colores vivos. Y ésa, concluyó, era la diferencia entre los dos.
Susan sacudió la cabeza.
—Pero ella quiere estar aquí. De hecho, como ya te he dicho, casi da la impresión de que todo esto la vigoriza. Durante el viaje, todo el día de hoy, parecía llena de vida.
Jeffrey meditó durante unos segundos y entonces le vino una idea a la cabeza.