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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (45 page)

BOOK: Juegos de ingenio
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—Yo puse ahí esa tabla de madera cutre —señaló el hombre—, como ya le he dicho, antes había Pladur, como en la pared. Apenas se notaba que estuviera ahí. Llevaba años tapiado. A lo mejor fue en otro tiempo un depósito de carbón que se reacondicionó. Había sitios así en muchas casas. Los cerraron cuando las minas de carbón dejaron de funcionar.

Jeffrey deslizó la tabla a un lado y se agachó. El propietario se inclinó hacia delante y le alargó una linterna que estaba sobre un cuadro eléctrico cercano. Unas telarañas cubrían la entrada. El profesor las apartó y, ligeramente encorvado, entró en la habitación.

Medía aproximadamente dos metros y medio por tres y medio, y el techo, a unos tres metros, estaba recubierto con una capa doble de material de insonorización. En el centro, colgaba un solo portalámparas, sin la bombilla. No había ventanas. Olía a moho, a tumba. Se respiraba un aire como el del interior de una cripta. Las paredes estaban pintadas con un grueso baño de blanco radiante que reflejaba la luz de la linterna a su paso. El suelo era de cemento gris. La habitación estaba vacía.

—¿Ve lo que le decía? —comentó el propietario—. ¿Para qué carajo sirve un sitio como éste? Ni siquiera como almacén. Cuesta demasiado entrar y salir. ¿Habrá sido alguna vez una bodega de vino? Tal vez. Frío hace. Pero no sé… Alguien lo usó para algo en otro tiempo. ¿Usted recuerda algo? Joder, para mí es como una celda de Alcatraz, salvo porque apuesto a que allí los presos tenían ventanas.

Jeffrey recorrió despacio las paredes con el haz de la linterna. Tres de ellas estaban desnudas. En la otra había un par de anillas pequeñas, de unos ocho centímetros de diámetro, sujetas en cada extremo.

Enfocó las anillas con la luz.

—¿Tiene idea de para qué pueden servir? —le preguntó al propietario—. ¿Sabe quién las instaló?

—Ya, las vi cuando vino el de control de plagas. Ni la más remota idea, amigo mío. ¿A usted se le ocurre alguna posibilidad?

Se le ocurría, pero no la expresó en voz alta. De hecho, sabía exactamente para qué se habían utilizado. Alguien atado a esas anillas parecería, suspendido contra esa pared blanca, la silueta de un ángel en la nieve. Se acercó y pasó el dedo sobre la pintura blanca y lisa junto a las anillas. Se preguntó si descubriría en el yeso de la pared hendiduras y muescas rellenadas con masilla y cubiertas después de pintura; el tipo de marcas que dejan las uñas en momentos de pánico y desesperación. Dudaba que la pintura lograse superar un examen a fondo realizado por la policía científica; con toda seguridad había partículas microscópicas de alguna víctima. Pero veinticinco años antes, el agente Martin había sido incapaz de reunir pruebas suficientes, de modo que ni siquiera el juez más comprensivo había podido dictar una orden de registro. Décadas después, el fumigador había dado con la habitación cuando buscaba el foco de una plaga, sin saber que había hallado una de dimensiones totalmente distintas. Jeffrey se preguntó si la policía del estado de Nueva Jersey habría sido siquiera la mitad de astuta. Lo dudaba. Dudaba que tuviesen idea de lo que buscaban.

Jeffrey se agachó y deslizó el dedo por el frío suelo de cemento. La luz no puso de manifiesto mancha alguna. Ni el menor resto de alguna sustancia rojiza. ¿Cómo se las había arreglado él? Tendría que haber habido sangre y demás vestigios de la muerte por todas partes. Jeffrey respondió a su propia pregunta: lo había forrado todo con láminas de plástico. Se podían conseguir en cualquier ferretería y tirar en cualquier vertedero. Se puso a olfatear, intentando percibir el rastro revelador de un disolvente, pero el olor no había sobrevivido al paso de las décadas.

Se volvió despacio, para abarcar con la vista la reducida habitación. Allí no había gran cosa, pensó. Entonces comprendió que eso era de esperar.

Allí arrodillado recordó la voz de su padre diciéndole después de una cena silenciosa y cargada de tensión que se llevara su plato y sus cubiertos al fregadero, los enjuagara y los metiera en el lavavajillas. «Debes limpiar siempre lo que ensucies», el tipo de admonición que todos los padres hacen a sus hijos.

Sin embargo, en el caso de su padre, encerraba un mensaje que iba mucho más allá.

El profesor se enderezó. Por lo que había visto, no podía juzgar si aquel pequeño cuarto había presenciado un horror o cientos. La primera posibilidad le parecía más probable, pero no podía descartar la segunda.

De pronto le vino a la cabeza el nombre de alguien, aparte de su padre, que quizá podría aclarar esa incógnita.

Cuando se disponía a salir de la sala, Jeffrey sintió un escalofrío repentino, como si estuviese a punto de darle fiebre, y una punzada en el estómago, casi un anuncio de náuseas. Cayó en la cuenta de que había descubierto muchas cosas en muy poco tiempo, y en ese momento concibió un odio enorme e indefinible hacia sí mismo por ser capaz de entenderlo todo.

El archivo del
Times
de Trenton se parecía muy poco al despacho moderno e informatizado del
New Washington Post
. Estaba situado en un cuarto lateral estrecho y aislado, no muy lejos de un espacio cavernoso, de techo bajo, lleno de viejos escritorios de acero y sillas de oficina cojas, que albergaba la redacción de noticias del periódico. Una pared lejana estaba ocupada por ventanas, pero las recubría una gruesa capa de mugre y polvo gris, por lo que daba la impresión de que la sala se hallaba sumida en un atardecer perpetuo. En el archivo había filas y filas de ficheros de metal, un par de ordenadores obsoletos y una máquina de microfilmes. Un empleado joven, con los pómulos picados a causa de una dura batalla contra el acné juvenil, insertó sin decir una palabra el viejo microfilme que le pidió Jeffrey.

El profesor leyó toda la información en el periódico sobre el asesinato de la joven alumna de la academia St. Thomas More, y era tal y como había imaginado: detalles escabrosos sobre el hallazgo del cadáver en el bosque, aunque en menor número que en los informes de la policía científica. Se citaban las frases de rigor de agentes de la ley, incluida una de un joven inspector Martin, que declaraba haber interrogado a varios sospechosos y estar siguiendo varias pistas prometedoras, lo que en lenguaje policial quería decir que estaban totalmente atascados. En ningún momento se mencionaba el nombre de su padre. Se incluía una semblanza muy vaga de la víctima, con material extraído de anuarios escolares y comentarios absolutamente previsibles de sus compañeros, que la pintaban como una chica callada, que no se hacía notar mucho, que parecía bastante agradable y no tenía ni un enemigo en el mundo, como si el hombre que la atacó hubiese actuado movido por un odio específico, pensó Jeffrey, cuando la realidad era mucho más general.

A continuación intentó encontrar alguna crónica sobre el accidente de coche. Jeffrey consideraba el
Times
de Trenton una especie híbrida de periódico: lo bastante grande para hacer un intento serio de ahondar en los entresijos del mundo, lo bastante importante, desde luego, para centrarse en los asuntos del estado que se decidían a una manzana de distancia, en los despachos del parlamento, pero no lo bastante grande para pasar por alto un accidente de tráfico que arrebatase la vida a un vecino de la localidad, sobre todo si tenía el valor añadido de ser espectacular.

Buscó con diligencia en las páginas de sucesos pero no encontró ni una palabra sobre el tema. Finalmente, en la sección de necrológicas del día 3 de enero, dio con una nota breve:

Jeffrey Mitchell, de 37 años, ex profesor de historia en la academia St. Thomas More de Lawrenceville, perdió la vida de forma inesperada el 1 de enero. El señor Mitchell conducía un vehículo que se estrelló en Havre de Grace, Maryland. Murió en el acto, según la policía local. Se celebrarán exequias privadas en la funeraria O'Malley Brothers en Aberdeen, Maryland.

Jeffrey releyó la necrológica varias veces. No tenía la más remota idea de qué estaba haciendo su padre en Nochevieja en una pequeña ciudad rural de Maryland. Havre de Grace. Refugio de perdón. Esto hizo que se parase a pensar. Intentó ponerse en la piel de un director de periódico agobiado de trabajo, con media redacción pasando las fiestas navideñas en familia. En circunstancias normales, cabría esperar que un director, al ver una nota necrológica como ésa, pensara que allí había una noticia. Pero ¿estaría dispuesto a gastar recursos humanos enviando a alguien a ciento cincuenta kilómetros al sur sólo por esa posibilidad? Tal vez no. Tal vez lo dejaría correr.

Jeffrey revisó las ediciones sucesivas del periódico, buscando algún artículo que aportase nueva información sobre el caso, pero fue en vano. Se reclinó en su asiento, dejando que la máquina zumbara ociosa ante él. Lo desanimaba pensar que probablemente tendría que viajar a Maryland para buscar una funeraria que con toda seguridad ya había cerrado e intentar encontrar un informe policial que debía de haber quedado enterrado por los años. Refugio de perdón. Dudaba que la ciudad tuviese un periódico propio, lo que quizá podría proporcionarle datos útiles. Aberdeen, una población más grande, seguramente sí que lo tenía, aunque no acertaba a imaginar si le serviría de algo o no. Se humedeció los labios con la lengua y pensó en la persona situada a pocas manzanas de allí, en su bien equipado bufete, que podría responder a sus preguntas.

Se disponía a apagar la máquina cuando echó un último vistazo a la página que tenía delante, en la pantalla. Un artículo breve en la esquina inferior derecha de la página de noticias del estado le llamó la atención. El título rezaba: ABOGADO COBRA EL PREMIO GORDO DE LA LOTERÍA.

Hizo girar el botón de enfoque para ver con mayor nitidez el artículo y leer los pocos pero jugosos párrafos:

La ganadora anónima del tercer bote más grande en la historia de la lotería del estado ha saltado a la palestra al enviar al abogado de Trenton H. Kenneth Smith a la oficina central de la lotería a recoger su premio de 32,4 millones de dólares.

Smith mostró a los funcionarios un boleto ganador firmado y autenticado —el primer billete premiado tras seis semanas de sorteos en las que se ha acumulado el bote— y declaró a los periodistas que la ganadora deseaba permanecer en el anonimato. Los funcionarios de la administración de lotería tienen prohibido divulgar información sobre una persona agraciada con el premio gordo sin su autorización.

El premio para la afortunada ganadora será un cheque anual durante veinte años con un valor total de 1,3 millones de dólares, una vez deducidos los impuestos estatales y federales. Smith, el abogado, rehusó hacer comentarios sobre la ganadora, salvo que es una persona joven que valora su privacidad y que teme el acoso de aprovechados y estafadores.

Los funcionarios de la administración de lotería han calculado que el premio de la semana que viene será de poco más de dos millones de dólares.

Jeffrey se inclinó en su silla, agachando la cabeza hacia la pantalla de la máquina de microfilmes, diciéndose: «Ahí está.» Sonrió al pensar lo fácil que debió de resultarle al abogado emplear pronombres femeninos al negarse a revelar la identidad de quien se había llevado el premio. Era un engaño nimio e inocuo que confería una falsa credibilidad a muchas cosas. ¿Qué otras mentiras se habían urdido en torno al asunto? El accidente de tráfico a las afueras de la ciudad. Una funeraria que probablemente jamás existió. Jeffrey estaba convencido de que podría encontrar algunas verdades en aquella maraña de embustes, pero el objetivo fundamental era sencillo: simular la muerte de Jeffrey Mitchell y fabricar la vida de una persona que no sería distinta, pero que estaría provista de un nombre y una identidad nuevos, así como de fondos más que suficientes para perseguir un deseo antiguo y perverso por los medios que quisiera. Jeffrey se acordó de lo que el profesor de Historia le dijo: «Había heredado un dinero…» Se trataba de una herencia de otro tipo.

Jeffrey no sabía cuántas personas habían muerto a manos de su padre, pero le pareció irónico que cada una de esas muertes estuviese subvencionada por el estado de Nueva Jersey.

El hijo del asesino se rio a carcajadas ante esta idea, lo que ocasionó que el empleado con la cara picada volviese la mirada hacia él.

—¡Eh! —exclamó éste cuando Jeffrey se levantó y salió del archivo dejando la máquina encendida.

El profesor decidió intentar conversar de nuevo con el abogado, aunque esta vez sospechaba que le convendría esgrimir argumentos más contundentes.

Unos pocos olmos descuidados crecían en la calle donde se encontraba el bufete, y la oscuridad empezaba apoderarse de sus ramas desnudas. Una farola de vapor de sodio emitió un breve zumbido cuando su temporizador la encendió, y arrojó un círculo de luz difusa a media manzana. La hilera de casas de ladrillo rojo acondicionadas como oficinas comenzó a sumirse en penumbra mientras grupos de empleados salían a la calle. Jeffrey vio guardias de seguridad escoltar a más de un puñado de oficinistas, con armas automáticas en las manos. En cierto modo era como contemplar a un perro pastor al cargo de un rebaño.

Sentado en su coche de alquiler, acariciaba el guardamonte de su pistola de nueve milímetros. Suponía que no tendría que aguardar mucho rato a que apareciera el abogado. Esperaba que el hombre, como correspondía a su arrogancia, saliera solo, pero no confiaba demasiado en esa posibilidad. El letrado H. Kenneth Smith no habría alcanzado el éxito que parecía haber conseguido si no fuera prudente.

La expectación y el miedo atenazaron a Jeffrey cuando tomó conciencia de que el paso que iba a dar acabaría por llevarlo más cerca de su padre.

No había tardado mucho en deducir la rutina vespertina del abogado. Una exploración rápida del barrio entre el parlamento y el bufete una hora antes le había revelado un único aparcamiento ocupado sobre todo por coches de lujo último modelo y un letrero que decía: ALQUILER MENSUAL DE PLAZAS. NO HAY TARIFAS POR DÍA. No había vigilante en el aparcamiento; en cambio, estaba cercado por una valla de tela metálica de tres metros y medio de altura con alambre de espino en lo alto, El acceso y la salida estaban regulados por una puerta corredera controlada a distancia por un sensor óptico. Asimismo, había una entrada estrecha en la valla. Se accionaba con un mando de infrarrojos; la gente apuntaba, pulsaba el botón y la cerradura se abría con un zumbido.

A Jeffrey le cabían pocas dudas de que el abogado dejaba su coche en el aparcamiento. La jugada sería interceptar al hombre en el lugar donde fuera más vulnerable, un lugar nada fácil de identificar. Seguramente entre las funciones del corpulento portero figuraba la de acompañar a su patrón hasta que se encontrase a salvo, sentado al volante. Jeffrey suponía que el guardia dispararía sin dudarlo contra cualquiera a quien juzgase peligroso, sobre todo en el trayecto entre el bufete y el aparcamiento. Una vez dentro de la zona de estacionamiento, el abogado quedaría protegido por la valla y fuera de su alcance. Jeffrey movió hacia atrás el mecanismo de carga de la pistola para introducir una bala en la recámara y concluyó que tendría que abordarlos en la calle, justo antes de que llegaran al aparcamiento. En ese momento estarían concentrados en lo que tenían delante y tal vez no se darían cuenta si alguien se les acercaba rápidamente por detrás. Reconoció que no era un buen plan, pero era el único que había podido idear con tan poca antelación.

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