—Profesor Jeffrey Mitchell, cielo santo, creo que hacía años que no oía ese nombre. Décadas. ¿Y dice que era su padre? Cielo santo, ni siquiera recuerdo que estuviera casado.
—Lo estuvo. Estoy buscando a alguien que lo conociera y que tal vez recuerde su muerte. Yo apenas lo conocí. Mis padres se divorciaron cuando yo era muy joven.
—Ah —dijo la mujer—. Un caso demasiado frecuente. Y ahora usted…
—Sólo intento llenar algunas lagunas de mi vida —dijo Jeffrey—. Siento haberme presentado sin avisar…
La mujer adoptó más o menos la misma expresión con que debía de mirar a algún alumno que hubiera suspendido un examen a causa de la gripe; comprensiva, pero no del todo cordial.
—Yo tampoco lo tengo muy fresco en la memoria —aseguró—. Recuerdo a un joven prometedor. A un joven apuesto muy prometedor, con un intelecto envidiable. Su campo era la historia, me parece.
—Sí, eso creo.
—Por desgracia, quedamos muy pocos que podamos recordar algo. Y su padre sólo estuvo aquí unos años, si no me equivoco. Sólo lo traté durante unas semanas, antes de que renunciara a su puesto, y no demasiado a fondo. Su marcha coincidió con mi llegada. Además, yo estaba aquí, en administración, y él era profesor. Y, veinticinco años es mucho tiempo, incluso en una institución como ésta…
—Pero… —Jeffrey había percibido cierta vacilación en su voz.
—Tal vez debería hablar con el viejo señor Maynard. Ya está casi retirado, pero todavía da una clase de Historia de Estados Unidos. Si la memoria no me falla, era jefe del departamento cuando su padre estaba aquí. De hecho, fue jefe del departamento durante más de treinta años. Quizás él tenga información sobre su padre.
El profesor de Historia estaba sentado a un escritorio, mirando por una ventana del primer piso uno de los campos de juego, cuando Jeffrey llamó a la puerta y entró en la pequeña aula. Maynard era un anciano de cabello cano muy corto, barba entreverada de canas y nariz de boxeador, rota en más de una ocasión, aplastada y deforme. Tenía aspecto de gnomo y, cuando Jeffrey entró, giró en su asiento casi como un niño jugando en una silla para adultos. Al percatarse de que su visitante no era un alumno, esbozó una sonrisa, ruborizado, con una mirada tímida que contrastaba con su apariencia de bulldog.
—¿Sabe? A veces, al contemplar los campos de deportes, me acuerdo de algunos juegos concretos. Veo a los jugadores tal como eran. Oigo el sonido del balón, voces, silbidos y aclamaciones. Envejecer es terrible. Los recuerdos se imponen sobre las realidades. Son un triste sucedáneo. Bueno… —escrutó con detenimiento a Jeffrey—, me resulta conocido, pero no del todo. Por lo general reconozco a todos mis ex alumnos, pero a usted no acabo de situarlo.
—No fui alumno suyo.
—¿No? Entonces, ¿en qué puedo ayudarle? —inquirió.
—Me llamo Jeffrey Clayton. Estoy buscando información…
—Ah —dijo el profesor, asintiendo con la cabeza—. Eso está bien. Quedan tan pocas…
—Perdón, ¿cómo dice?
—Personas que busquen información. Hoy en día, la gente se contenta con aceptar lo que le dicen. Sobre todo los jóvenes. Como si buscar el conocimiento por sí mismos fuera una tarea anticuada e inútil. Lo único que quieren es aprender lo que necesitan para aprobar algún test estándar, para acceder a alguna universidad de prestigio, conseguir un buen trabajo que no les exija mucho esfuerzo, dinero, algo de éxito y comprarse una casa grande en un barrio seguro, un coche espacioso y muchos lujos. Nadie quiere aprender, porque el aprendizaje intoxica. Pero tal vez usted sea distinto, ¿no, joven?
Jeffrey se encogió de hombros con una sonrisa. —Nunca he visto una relación directa entre el conocimiento y el éxito.
—Aun así, viene en busca de información. Eso es excepcional. ¿Qué clase de información?
—Sobre un hombre que usted conoció.
—¿De quién se trata?
—De Jeffrey Mitchell. Fue profesor de su departamento.
Maynard se meció en su asiento, con los ojos clavados en su visitante.
—Esto es de lo más curioso —dijo—, pero no del todo inesperado, ni siquiera después de tantos años.
—¿Se acuerda de él?
—Pues sí, me acuerdo. —Continuó mirando a Jeffrey. Instantes después, añadió—: Presumo que es usted pariente del señor Mitchell, ¿no es así?
—En efecto. Era mi padre.
—Ah, debí imaginarlo. Veo un parecido notable en las facciones, y también en la complexión. Él era alto y delgado, como usted. Esbelto y atlético. Un hombre que ejercitaba tanto la mente como el cuerpo. ¿Toca usted el violín también? ¿No? Ah, es una lástima. Él tenía bastante talento. En fin, hijo de ese hombre a quien conocí pero no demasiado bien, ¿qué información es la que viene a buscar?
—Él falleció…
—Eso me contaron. Eso leí.
—En realidad, no murió.
—Ah, qué interesante. ¿Y vive todavía?
—Sí.
—¿Y tiene usted contacto con él?
—No lo he visto desde que era niño. Desde los nueve años. Hace ya veinticinco.
—¿Así que, como un huérfano, o, más bien, como un niño trágicamente cedido en adopción, usted ha emprendido la búsqueda del hombre que le abandonó?
—Quizás «abandono» no sea la palabra más adecuada. Pero sí, en cierta forma sí.
El profesor de Historia puso los ojos en blanco, giró en su silla, dirigió otra larga mirada a los campos de juego por la ventana y luego se volvió de nuevo hacia Jeffrey.
—Joven, le recomiendo que no se embarque en ese viaje.
Jeffrey, de pie ante el escritorio, titubeó.
—¿Y por qué no? —preguntó.
—¿Espera sacar algún provecho de esa información? ¿Llenar algún hueco en su vida?
Jeffrey no creía que eso fuera precisamente lo que buscaba, pero supuso que había al menos algo de cierto en ello. Lo asaltó la duda al pensar que quizá le convenía determinar con claridad qué quería averiguar. Pero en lugar de expresar esto en voz alta, dijo:
—¿Lo recuerda?
—Por supuesto. Me causó una impresión extraña.
—¿Cuál?
—La de que era un hombre peligroso.
Por unos instantes Jeffrey se quedó sin palabras.
—¿En qué sentido?
—Era un historiador de lo más insólito.
—¿Por qué lo dice?
—Porque a la mayoría de nosotros simplemente nos intrigan los caprichos de la historia. Por qué sucedió esto, por qué pasó lo otro. Es un juego, ¿sabe? Como calcar un mapa en un papel que no es lo bastante traslúcido.
—Pero ¿es que él era distinto?
—Sí. Al menos eso me parecía.
—¿Y entonces?
El hombre mayor vaciló y luego se encogió de hombros.
—Le encantaba la historia porque… le recuerdo que es sólo una impresión mía… tenía la intención de utilizarla. Para sus propios fines.
—No le entiendo.
—La historia a menudo es una compilación de los errores del hombre. Mi sensación era que su padre tenía sed de conocimiento porque estaba decidido a no cometer los mismos errores.
—Comprendo… —empezó a decir Jeffrey.
—No, no lo comprende. Su padre impartía clases de historia europea, pero ése no era su auténtico campo.
—¿Y cuál era?
El hombrecillo sonrió de nuevo.
—Es sólo una opinión. Una intuición. En realidad no tengo pruebas. —Hizo una pausa y suspiró—. Me estoy haciendo viejo. Ya sólo doy una clase. De último curso. A los alumnos les da igual mi estilo. Descarnado. Agresivo. Provocador. Pongo en tela de juicio las teorías, las convenciones. Ése es el problema cuando eres historiador, ¿sabe? El mundo actual no te gusta mucho. Sientes nostalgia por los viejos tiempos.
—Decía usted que su auténtico campo era…
—¿Qué sabe usted de su padre, señor Clayton?
—Lo que sé no me gusta.
—Qué respuesta tan diplomática. Perdone que lo diga con tanta crudeza, señor Clayton, pero su padre me dio una gran alegría cuando me dijo que se iba. Y no es porque fuera un mal profesor, pues no lo era. Seguramente fue uno de los mejores que he conocido jamás, y también muy popular, pero ya habíamos perdido a una alumna. Una joven desafortunada secuestrada en el campus y sometida a un trato de lo más brutal. Yo no quería que hubiera una segunda.
—¿Cree que él tuvo algo que ver?
—¿Qué sabe usted, señor Clayton?
—Sé que la policía lo interrogó.
El anciano sacudió la cabeza.
—¡La policía! —resopló—. No sabían qué buscar. Verá, un historiador sabe. Sabe que todos los sucesos son la combinación de muchos factores: la mente, el corazón, la política, la economía, el azar y la coincidencia. Las fuerzas caprichosas del mundo. ¿Lo sabe usted, señor Clayton?
—En mi especialidad, las cosas también funcionan así.
—¿Y cuál es su especialidad, si me permite la indiscreción? —preguntó el hombre mayor, frotándose la punta de su nariz rota.
—Doy clases sobre conductas criminales en la Universidad de Massachusetts.
—Ah, qué interesante. Entonces su especialidad es…
—Mi especialidad es la muerte violenta.
El viejo profesor sonrió.
—También era la de su padre.
Jeffrey se inclinó hacia delante, formulando una pregunta con su lenguaje corporal. El historiador se balanceó en su asiento.
—Lo cierto es que llegué a preguntarme por qué —prosiguió el anciano— a lo largo de los años nunca apareció nadie que buscara respuestas sobre Jeffrey Mitchell. Y, conforme pasaba el tiempo, a veces me tomaba la libertad de pensar que ese famoso accidente de tráfico se había producido de verdad y que el mundo se las había arreglado para esquivar una bala pequeña pero mortal. Es un tópico. No debería caer en los tópicos, ni siquiera ahora que soy viejo y no soy tan útil aquí ni en ningún otro sitio como en otra época. Un historiador debe dudar siempre, dudar de las respuestas fáciles. Dudar de la idea de que la suerte tonta y ciega le ha traído buena fortuna al mundo, porque rara vez lo hace. Dudar de todo, pues sólo a través de la duda, sazonada con un poco de escepticismo, puede uno albergar la esperanza de descubrir las verdades de la historia…
—Mi padre…
—¿Quería ahondar en la muerte? ¿Tenía curiosidad sobre el asesinato, la tortura, todas las ocasiones en que aflora la cara más oscura de la naturaleza humana? Él era el hombre al que había que consultar. Toda una enciclopedia del mal: los autos de fe, la Inquisición, Vlad
el Empalador
, los cristianos en las catacumbas, Tamerlán el Conquistador, la quema de herejes durante la guerra de los Cien Años. Estas son las cosas que él sabía. ¿Qué parte del riñon de la mujer envió Jack
el Destripador
a las autoridades junto con su famoso desafío? Su padre lo sabía. ¿El arma preferida de Billy
el Niño
? Un revólver Cok calibre cuarenta y cuatro, no muy distinto del Charter Arms Bulldog cuarenta y cuatro que David Berkowitz,
el Hijo de Sam
, utilizaba. ¿La fórmula exacta del Zyklon B? Su padre también la conocía, así como la temperatura de los hornos de Auschwitz. ¿Cuántos hombres murieron en los primeros momentos después de que sonaran los silbatos en el Somme y ellos saltaran el parapeto? Él lo sabía. ¿Limpieza étnica y campos de exterminio serbios? ¿Tutsis y hutus en Ruanda? Él había memorizado perfectamente los pormenores de todas esas atrocidades. Sabía cuántos latigazos se necesitaban para matar a un hombre condenado en los campos de concentración zaristas de la Rusia prerrevolucionaria, y sabía cuánto tardaba en caer la cuchilla de la guillotina, y te contaba, con una sonrisita muy suya, que
monsieur
Guillotin, el inventor del aparato, les aseguró de forma tajante y poco sincera a las autoridades francesas cuando estaban contemplando la posibilidad de emplear su ingenio que las víctimas de aquella máquina infernal notarían poco más que «un ligero cosquilleo en la nuca». Él contaba todas estas cosas y muchas más. —El anciano tosió—. Si quiere conocer a su padre, entonces debe conocer a la muerte.
Jeffrey hizo un leve gesto con la mano, como para disipar el olor de los recuerdos que flotaban ante él.
—¿Le daba miedo?
—Por supuesto. Una vez se jactó ante mí de que si algo nos enseña la historia es lo fácil que resulta matar.
—¿Se lo dijo usted a la policía?
El profesor de Historia sacudió la cabeza.
—¿Decirles qué? ¿Que su sospechoso parecía estar familiarizado con los detalles históricos de la vida y muerte de los asesinos del mundo moderno, desde el más célebre hasta el más insignificante? ¿Qué demuestra esto?
—Seguramente la información les habría resultado útil.
—La chica fue asesinada. A varias personas de aquí, entre ellas su padre, las interrogaron. Pero él no fue el único. Sometieron a interrogatorio a un par de profesores más, un conserje, un empleado del comedor y el entrenador del equipo femenino de
lacrosse
de la escuela. Como a los demás, lo dejaron libre sin cargos, porque no había pruebas contra él. Sólo sospechas. Al poco tiempo, de buenas a primeras, renunció a su empleo. Unas semanas después, recibimos la chocante noticia de su muerte. Su presunta muerte, según dice usted. Pero noticia al fin y al cabo. Esto suscitó una conmoción menor. Una sorpresa momentánea. Un poco de curiosidad, tal vez, dado el extraño momento en que se produjo. Pero surgieron pocas preguntas y menos respuestas todavía. En cambio, todo el mundo siguió adelante con su vida. Es lo que ocurre invariablemente en colegios como éste. Pase lo que pase en el mundo, la escuela sigue adelante como antes y como hará siempre.
Jeffrey pensó que había similitudes entre la escuela y el estado para el que trabajaba. Ambos creían que, cada uno a su manera, podían aislarse del resto del mundo. Ambos tenían los mismos problemas para mantener viva esa ilusión.
—¿Por casualidad recuerda lo que él dijo cuando renunció?
El viejo señor Maynard asintió con la cabeza y se inclinó hacia delante.
—Tuve dos encuentros con él. Todavía los tengo grabados en la memoria, incluso después de todas estas décadas. Así debe ser un historiador, ¿sabe, señor Clayton? Tiene que tener ojo para los detalles, como un periodista.
—¿Y bien?
—Nos reunimos dos veces. La primera fue poco después de las averiguaciones policiales. Me topé con su padre en la tienda de autoservicio de la localidad. Ambos teníamos que comprar algunas cosas. La tienda existe todavía, en la misma calle, enfrente de la escuela. Vende cigarrillos, periódicos, leche, refrescos y comida en un estado peor que incomible, ya sabe…