—No lo he entendido, pero él me ha hecho repetirlo una y otra vez hasta que me lo he aprendido bien.
—¿Qué? —Le costaba evitar que el pánico se reflejara en su voz.
—Me ha pedido que te dijera: «Quiero lo que se me robó.» —El sin techo hizo una pausa, moviendo los labios como si hablara para sí—. Sí —dijo, sonriendo de nuevo—. Lo he dicho bien. Estoy seguro. No quisiera equivocarme, porque entonces tal vez no volvería a elegirme.
—¿Eso es todo? —preguntó ella, con voz temblorosa.
—¿Qué otra cosa necesitamos? —repuso el indigente con una estridente risotada de satisfacción y alegría. Se volvió de espaldas a ella y se alejó por la calle, entre saltitos y traspiés, como un niño, hacia las aguas azul satinado de la bahía. Alzó la voz en un himno de su propia invención, alabando el segundo advenimiento de un hombre que él creía bajado del cielo, pero que Susan sospechaba procedente de algún lugar mucho más inhóspito.
Tenía ganas de sentarse y reflexionar con detenimiento, analizar lo que había oído, pero en cambio huyó rápidamente de allí. Mientras caminaba a toda prisa se volvió hacia atrás para intentar atisbar al hombre que la había rondado, pero no vio más que la calle repentinamente desierta. A lo lejos había coches, policías, personas. Aspiró hondo una bocanada de aire sobrecalentado y arrancó a correr para refugiarse en el falso consuelo y la seguridad de la masa anónima.
Cuando oyó la voz de su hijo por teléfono, a Diana Clayton la invadieron oleadas paralelas de alegría y miedo. La primera era fruto del afecto normal de una madre por su hijo que está demasiado lejos. El segundo era un sentimiento más complicado, con tintes de una angustia que ella creía enterrada hacía mucho tiempo y que ahora eclosionaba en su interior como brotes. La raíz de este miedo era la conciencia de que nada de lo que ellos habían llegado a considerar parte de su vida estaba del todo bien y había muchas cosas que cambiar.
—¿Mamá? —dijo Jeffrey.
—Jeffrey —respondió ella—, gracias a Dios. He estado intentando localizarte desesperadamente.
—¿De verdad?
—Sí. Te he dejado un montón de mensajes en la oficina, y en el contestador de tu casa. ¿No los has recibido?
—No, ni uno solo.
Jeffrey tomó nota mentalmente de este hecho, que le pareció curioso, y luego cayó en la cuenta de que sólo era una muestra de lo eficientes que eran las fuerzas de seguridad del estado número cincuenta y uno. Enchufó rápidamente el teléfono al conector del ordenador, y unos segundos después, el rostro de su madre apareció en la pantalla ante él. Le dio la impresión de que estaba demacrada, inquieta. Ella debió de notar su reacción, porque dijo:
—He perdido peso. Es inevitable. Estoy bien.
Él sacudió la cabeza.
—Lo siento. Tienes buen aspecto.
Los dos dejaron pasar esa mentira piadosa.
—¿Te duele mucho? ¿Qué dicen los médicos?
—Oh, que les den por saco a los médicos. No tienen idea de nada —contestó Diana—. ¿Y qué mas da un poco de dolor? No es peor que cuando me rompí la pierna ese verano cuando tenías catorce años. Me caí del maldito tejado, ¿te acuerdas?
Se acordaba. Había aparecido una gotera, y ella había trepado con un cubo de brea para intentar taparla, había resbalado y se había caído. Él la había llevado en coche a la sala de urgencias del hospital pese a que faltaban dos años para que pudiera sacarse el carnet de conducir.
—Claro que me acuerdo. ¿Y te acuerdas de la cara que puso el médico, después de enyesarte la pierna, cuando te preguntó cómo ibas a volver a casa, y yo tenía las llaves del coche?
Madre e hijo se rieron ante el recuerdo compartido.
—Se habría imaginado que nos estrellaríamos antes de llegar a la siguiente manzana y nos tendrían que llevar de nuevo a urgencias.
Diana Clayton sonrió, asintiendo con la cabeza.
—Siempre fuiste un buen conductor —dijo.
Jeffrey negó con la cabeza.
—Lento y prudente. Don Soso. No soy tan bueno como Susan. A ella se le dan muy bien las máquinas.
—Pero conduce demasiado deprisa.
—Es su estilo.
Diana asintió de nuevo.
—Es verdad. Casi todo el tiempo tiene que contenerse, para ser paciente y reflexiva y cuidadosa y precisa. Debe de resultarle terriblemente aburrido a veces. Por eso busca emociones fuertes en la vida. Es algo distinto.
Jeffrey no respondió. Se limitó a fijar la vista en la imagen del rostro de su madre que tenía delante. Pensó que había sido un error no prestarle más atención. Se impuso un silencio momentáneo entre los dos.
—Creo que tengo un problema —dijo él al cabo—. Tenemos un problema.
Diana frunció el entrecejo. Respiró hondo y pronunció la frase que había esperado no tener que decir nunca:
—Él no ha muerto. Y nos ha encontrado.
Jeffrey hizo un movimiento afirmativo.
—¿Ha…? —empezó a preguntar.
—Ha estado aquí —lo cortó su madre—. Dentro de casa, mientras yo dormía. Ha estado siguiendo a Susan y enviándole juegos de palabras y acertijos. Ella le ha respondido de la misma manera. No sé exactamente qué quiere, pero ha estado jugando con nosotras… —Titubeó antes de añadir—: Tengo miedo. Tu hermana es más fuerte que yo, pero tal vez también tenga un poco de miedo. Aún no lo sabe. Es decir, al principio yo esperaba que no se tratase de él. No podía creerlo, después de todos estos años. Pero ahora estoy segura de que es… —Se interrumpió y miró la imagen de su hijo, ante sí—. ¿Cómo lo sabías? —preguntó de repente, con voz aguda y entrecortada—. Creía que sólo yo lo sabía. O sea, ¿cómo ha…? ¿Se ha comunicado contigo también?
Jeffrey asintió despacio.
—Sí.
—Pero ¿cómo?
—Cometió una serie de crímenes, y me han contratado para ayudar a investigarlos. Yo tampoco creía que se tratara de él. Me pasó lo mismo que a ti. Fue como si me hubiesen dejado vivir engañado durante todos estos años.
—¿Qué clase de crímenes?
—La clase de crímenes de la que tú nunca hablabas.
Diana cerró los ojos por un momento, como intentando ahuyentar la visión que evocaba la conversación.
—Y ahora, se supone que debo encontrarlo para que la policía de aquí lo detenga —prosiguió su hijo—. Pero, en vez de eso, parece ser que él me ha encontrado a mí.
—Te ha encontrado. Oh, Dios mío. ¿Estás en un lugar seguro? ¿Estás en casa?
—No, no estoy en casa. He venido al Oeste.
—¿Adónde?
—Al estado cincuenta y uno. Estoy en Nueva Washington. Aquí es donde él ha estado cometiendo esos crímenes.
—Pero yo creía…
—Sí, lo sé. Se supone que aquí no pasan esas cosas. Al menos eso pensaba yo cuando me trajeron. Ahora no estoy tan seguro.
—Jeffrey, ¿qué me estás diciendo? —preguntó Diana Clayton.
Su hijo vaciló antes de contestar.
—Creo —dijo despacio, midiendo cada una de sus palabras, pues su creencia no emanaba de su cabeza, sino del corazón— que él me ha atraído hasta aquí. Que todo lo que ha hecho tenía el propósito de hacerme venir a su territorio. Que él sabía que podía fabricar muertes que impulsaran a las autoridades a buscarme y traerme aquí. Siento que formo parte de un juego cuyas reglas apenas empiezo a entender.
Diana aguantó la respiración un segundo, luego soltó el aire lentamente, dejándolo silbar entre sus dientes.
—Juega a ser la muerte —dijo de pronto.
Tras ella, Diana oyó el sonido de una llave que entraba en la cerradura de la puerta principal y, unos segundos más tarde, unos pasos y una voz.
—¡Mamá!
—Tu hermana acaba de llegar —dijo Diana—. Vuelve temprano.
Susan entró en la cocina y vio al instante la imagen de su hermano en la pantalla de vídeo. Como siempre, un batiburrillo de emociones sacudió su corazón.
—Hola, Jeffrey —saludó.
—Hola, Susan —contestó él—. ¿Estás bien?
—Creo que no —respondió ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó Diana.
—Él está aquí. De nuevo. Se ha puesto en contacto conmigo. El hombre que ha estado enviando los anónimos…
—No es un hombre —la interrumpió bruscamente Diana. Su hija la miró con los ojos desorbitados, sorprendida—. Sé de quién se trata.
—Entonces…
—No es un hombre —repitió la madre—. Nunca ha sido un hombre. Es vuestro padre.
El silencio se apoderó de todos. Susan se dejó caer en una silla junto a la mesa de la cocina, respirando con inspiraciones breves, como un bombero que se arrastra por un apartamento inundado de humo.
—¿Lo sabías y no dijiste nada? —preguntó, y el dejo de furia asomaba a sus palabras—. ¿Creías que podía ser él y pensabas que yo no debía saberlo?
Empezaron a brotar lágrimas en las comisuras de los ojos de Diana.
—No estaba segura. No lo sabía de cierto. No quería ser como el pastorcillo del cuento, que gritaba: «¡Que viene el lobo!» Estaba tan convencida de que había muerto… Creía que estábamos a salvo.
—Pues no murió y no lo estamos —replicó Susan con amargura—. Supongo que nunca lo hemos estado.
—La pregunta es —terció Jeffrey—: ¿qué es lo que quiere? ¿Por qué nos ha encontrado ahora? ¿Qué es lo que cree que podemos darle? ¿Por qué no sigue simplemente adelante con su vida…?
—Yo sé lo que quiere —dijo Susan de súbito—. Me lo ha dicho. Bueno, no él en persona, pero me lo ha dicho. Y tampoco ha sido muy explícito, pero…
—¿Qué?
—Quiere lo que se le robó.
—¿Que quiere qué?
—Lo que se le robó. Ese es su último mensaje para nosotros.
De nuevo se quedaron callados, meditando sobre la frase. Fue Jeffrey quien habló primero.
—Pero ¿qué demonios? O sea, ¿qué es lo que se le robó, exactamente?
Diana empalideció e intentó disimular el temblor de su voz al responder.
—Es sencillo —dijo—. ¿Qué se le robó? Le robaron a sus hijos. ¿Quién fue el ladrón? Yo. ¿De qué lo privé? De una vida. Al menos, de la vida que se había inventado. Así que se vio obligado a inventarse otra, supongo.
—Pero ¿qué crees que significa eso? —inquirió Susan.
—En pocas palabras, quiere vengarse, me imagino —contestó Diana en voz baja.
—No digas barbaridades. ¿Vengarse de Jeffrey y de mí? ¿Qué hicimos…?
—No, eso no tiene sentido —la interrumpió su hermano—, salvo por lo que respecta a mamá. Seguramente ella está en grave peligro. De hecho, creo que todos lo estamos, probablemente de formas distintas y por razones diferentes.
—«Quiero lo que se me robó» —murmuró Susan—. Jeffrey, tienes razón. Su relación, por llamarla de alguna manera, con cada uno de nosotros es distinta. Son asuntos aparte. Para él, quiero decir. Mamá es un tema, tú otro, y yo el tercero. Tiene planes distintos para cada uno. —Hizo una pausa, alzó la mirada y vio que su hermano asentía en señal de conformidad—. Sólo hay un modo de enfocar esto —continuó—. Pongamos que los tres somos piezas de un puzle, un puzle psicológico, y cuando se nos junta, se obtiene una imagen coherente. Nuestro problema, obviamente, es averiguar cuál es esa imagen de antemano, y cómo encajan las piezas entre sí… —Aspiró profundamente—… Antes de que se nos adelante y las haga encajar él.
Jeffrey se frotó la frente con una mano, sonriendo.
—Susan, recuérdame que nunca juegue a las cartas contigo. O al ajedrez. O incluso a las damas. Creo que tienes toda la razón.
Diana se había enjugado las lágrimas de los ojos. Habló otra vez con suavidad, repitiéndose.
—Juega a ser la muerte. Ese es su juego. Y ahora, nosotros somos las piezas.
La verdad de esta afirmación era evidente para los tres.
Jeffrey alzó la voz, y le pareció que sonaba como cuando planteaba una pregunta a sus alumnos en clase.
—Supongo que no tendría sentido intentar escondernos de nuevo —dijo despacio—. Tal vez podríamos vencerlo en su juego separándonos, partiendo en tres direcciones distintas…
—Ni de coña —soltó Susan con brusquedad.
—Susan tiene razón —agregó Diana, volviéndose hacia la pantalla—. No —dijo—, dudo que sirviera de algo, aunque pudiéramos. Esta vez debemos hacer otra cosa. Seguramente lo que yo debería haber hecho hace veinticinco años.
—¿Qué es? —preguntó Susan.
—Jugar mejor que él —respondió su madre.
Una sonrisa de hierro se dibujó en el rostro de Susan; no una expresión de diversión o placer, sino de cruel determinación.
—A mí me parece razonable. De acuerdo. Si no vamos a ocultarnos, entonces, ¿dónde nos enfrentaremos a él? ¿Aquí? ¿O habremos de volver a Nueva Jersey?
Una vez más, los tres guardaron silencio.
—Jeffrey, tú eres el experto en esa clase de preguntas —señaló su hermana.
Jeffrey titubeo.
—Enfrentarse al propio padre no es lo mismo que enfrentarse a un asesino, aunque sean la misma persona. Debemos decidir cuál es nuestro propósito. Enfrentarnos a nuestro padre o enfrentarnos a un asesino.
Las dos mujeres no contestaron. Él aguardó un momento y luego añadió con un arranque de certeza:
—La guarida de Grendel.
Diana parecía confundida.
—No acabo de entender —pero el rostro de Susan se torció en una media sonrisa irónica. Dio unas palmadas en un aplauso modesto, sólo burlón en parte.
—Lo que quiere decir, madre, es que, si quieres destruir el monstruo, debes esperar a que venga hacia ti y luego apresarlo, y, pase lo que pase, no soltarlo, aun cuando él te arrastre hacia su propio mundo, porque es allí donde tu lucha empezará y terminará.
Todos se quedaron callados durante unos segundos, hasta que Susan levantó ligeramente la mano, como una colegiala no del todo segura de su respuesta pero que no quiere dejar escapar la oportunidad de participar en clase.
—Sólo tengo una pregunta más —dijo, con algo menos de confianza en la voz—. Así que los tres lo rastreamos y damos con él antes de que él dé con nosotros. Le ganamos por la mano, digamos. Luego le plantamos cara. Como asesino o como padre. ¿Cuál es nuestro objetivo exacto? Es decir, ¿qué hacemos cuando se produzca ese reencuentro?
Ninguno de ellos tenía aún la respuesta a esta pregunta.
Susan y Diana convinieron en tomar el siguiente vuelo al Oeste, que salía de Miami a la mañana siguiente. En el ínterin, Jeffrey pidió a su madre que le enviara copias digitalizadas de la carta que le había remitido el abogado y de la nota necrológica de su marido aparecida en el boletín de la academia St. Thomas More. Él sólo les dijo que se encargaría de que alguien fuera a recogerlas al aeropuerto de Nueva Washington y de conseguirles alojamiento. De inmediato delegó esas tareas en el agente Martin.