—La seguridad es frágil.
Manson suspiró profundamente.
—He disfrutado con esta conversación, profesor. Hay otros asuntos que reclaman mi atención, aunque ninguno es tan urgente. Encuentre a su padre, profesor. Muchas cosas dependen de que lo consiga.
Jeffrey asintió con la cabeza.
—Haré lo que pueda —dijo.
—No, profesor. Debe conseguirlo. A cualquier precio.
—Lo intentaré —aseguró Jeffrey.
—No. Lo conseguirá. Lo sé, profesor.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Porque estamos hablando de muchas cosas, de capas y capas de verdades e intrigas, profesor, pero hay una cosa sobre la que no me cabe la menor duda.
—¿Cuál es?
—Que un padre y un hijo compiten siempre por el mismo objetivo, profesor. Ésta es su lucha. Siempre lo ha sido. Tal vez la mía sea diferente. Pero la suya… bueno, surge del fondo de su ser, ¿no es cierto?
Jeffrey se dio cuenta de que respiraba agitadamente.
—Y el momento ha llegado, ¿no es así? ¿Cree que puede llegar al final de su vida sin enfrentarse a su padre?
Jeffrey notó que la voz le salía áspera.
—Creía que ese enfrentamiento sería puramente psicológico. Una lucha contra un recuerdo. Creía que él había muerto.
—Pero no ha resultado ser así, ¿verdad, profesor?
—No. —Jeffrey tuvo la sensación de que la lengua empezaba a fallarle.
—De modo que la lucha adquiere dimensiones distintas, ¿no?
—Eso parece, señor Manson.
—Padres e hijos —prosiguió Manson en un tono suave, ligeramente cantarín, como si todo lo que decía se le antojase tremendamente divertido—. Siempre forman parte del mismo rompecabezas, como dos piezas que se encajan por la fuerza en un espacio que no acaba de tener la forma adecuada. El hijo pugna por aventajar a su padre, y éste intenta limitar a su hijo.
—Quizá necesite ayuda —barbotó Jeffrey.
—¿Ayuda? ¿Y quién puede prestársela en la más elemental de las batallas?
—Hay dos componentes más en la maquinaria, señor Manson. Mi hermana y mi madre.
El director sonrió.
—Muy cierto —dijo—, aunque sospecho que tendrán sus propias batallas que librar. Pero haga lo que deba, profesor. Si necesita pedir refuerzos, por favor, no dude en hacerlo. En esta lucha, goza usted de una libertad total y absoluta.
Por supuesto, Jeffrey supo al instante que esta última aseveración era mentira.
El agente Martin no le preguntó a Jeffrey de qué había hablado con su supervisor. Los dos hombres recorrieron pensativos el edificio, uno al lado del otro, como si analizaran la tarea que tenían ante sí. Cuando se encontraban cerca de su despacho, una secretaria con un sobre de papel de Manila salió de un ascensor. Tuvo que esquivar con sumo cuidado a una docena de niños de cuatro años atados entre sí con una cuerda naranja fluorescente, un grupo de la guardería que se dirigía al patio de juegos. La joven secretaria sonrió, se despidió de los niños con un gesto y luego se encaminó a paso rápido hacia los dos hombres.
—Esto es para usted, agente —dijo sin más preámbulos—. Urgente, confidencial, todas esas cosas. Un par de detalles interesantes. No sé si le ayudarán en el caso que está investigando, pero los del laboratorio lo han despachado con prisas y sin formalidades. —Le tendió el sobre a Martin—. De nada —dijo ante el silencio del inspector. Tras evaluar a Jeffrey con una mirada rápida, dio media vuelta y se alejó en dirección a los ascensores.
—¿Y eso es…? —preguntó el profesor mientras observaba a la joven desaparecer con un zumbido neumático.
—Un informe preliminar del laboratorio sobre el ordenador que requisamos en Cottonwood. —El inspector rasgó el sobre—. Mierda —farfulló.
—¿Qué pasa?
—No hay huellas identificables, ni fibras capilares. Si el tipo hubiera cogido el maldito trasto con las manos sudadas, quizás habríamos podido obtener una muestra de ADN. No ha habido suerte. El maldito trasto estaba limpio.
—El tipo no es idiota.
—Sí, lo sé. Ya nos lo ha dejado claro, ¿recuerda?
Jeffrey lo recordaba.
—¿Qué más?
Martin continuó estudiando el informe. —Bueno —dijo, al cabo de un momento—. Aquí hay algo. Quizá su viejo no sea el asesino perfecto, después de todo.
—¿Por qué lo dice?
—Dejó intacto el número de serie del ordenador. Los del laboratorio han hecho algunas pesquisas.
—¿Y?
—Pues que el número corresponde a una remesa de ordenadores enviada por el fabricante a varias tiendas del sureste. Ya es algo. Por lo visto, a su viejo no le convencían demasiado las condiciones de la garantía, pues nunca mandó por correo el papel firmado.
—Sabía que no se lo quedaría durante tanto tiempo.
El agente Martin sacudió la cabeza.
—Seguramente pagó el puto trasto en efectivo.
—Supongo que sí.
Martin enrolló el informe y se golpeó la pierna con él.
—Ojalá descubriésemos una cosa, un solo detalle, que el mamón de su padre pasara por alto.
Los dos hombres se hallaban ante la puerta de su despacho, a punto de entrar. Martin desplegó de nuevo el informe y se quedó mirándolo mientras abría la cerradura de la puerta. Alzó la vista hacia Jeffrey.
—¿Qué motivos supone que tenía el cabrón para irse a comprar el ordenador hasta el sur de Florida? Al fin y al cabo, hay muchos sitios más cercanos, y nos costaría el mismo trabajo seguirle la pista hasta allí. ¿Cree que a lo mejor estuvo allí de vacaciones? ¿Por negocios, tal vez? Esto nos dice algo, ¿no?
—¿Dónde? —preguntó Jeffrey de pronto.
—El sur de Florida. Allí es adónde enviaron los ordenadores con esos números de serie. Al menos, según la empresa fabricante. Debe de haber unas cien tiendas en esa zona a las que pudieran enviar ese ordenador, casi todas al sur de Miami. Homestead. Los Cayos Altos. ¿Por qué? ¿Significa algo para usted?
Significaba algo. Sólo había una razón por la que su padre podía haber comprado el ordenador en ese lugar y después optado por no hacer algo tan obvio como borrar el número de serie grabado en la parte posterior del aparato, bien a la vista. Quería dejarle a su hijo un medio de averiguar lo que había hecho. Significaba que, después de todos esos años, los había encontrado. El padre de quien habían huido, a quien creían muerto, había hecho acudir a su hijo hasta su propia puerta y había descubierto dónde se ocultaban su ex esposa y su hija.
Jeffrey, presa de una desesperación repentina y profunda, se preguntó si les quedaba algún secreto.
Apartó a Martin de un empujón para pasar, haciendo caso omiso del súbito torrente de preguntas del inspector, y se dirigió al teléfono para llamar a su madre y prevenirla. No sabía, claro está, que ella estaba mirando cómo un carpintero de la localidad cortaba madera diligentemente para reparar el marco de la puerta y el cerrojo, ansiosa por comunicarle a él exactamente la misma advertencia que él estaba a punto de hacerle.
En su cubículo de la oficina, Susan Clayton se preguntaba cuánto tardaría él en resolver su último acertijo. Había pensado que enviar el mensaje cifrado le daría algo de tiempo para descansar y decidir qué debían hacer a continuación ella y su madre. Pero se había equivocado; estar esperando una respuesta sólo la ponía aún más nerviosa. La empujaba a hacer cálculos inciertos: había enviado el último apéndice a su columna periódica por correo electrónico la noche anterior; la revista llegaría a los quioscos al final de esa semana, y más o menos al mismo tiempo se pondría a disposición de los suscriptores que la leían por ordenador. Las preguntas que ella había formulado como enigmas no eran tan difíciles; a él le llevaría un día, quizá dos, descifrarlas y aclararlas. Luego elaboraría una respuesta.
Pero el modo en que le haría llegar dicha respuesta era un enigma indescifrable para ella.
Estaba acurrucada en un rincón de su espacio de trabajo, alerta al sonido de cualquiera que se acercara. Les había indicado a los guardias de seguridad del edificio y a los recepcionistas de la oficina que grabaran con las cámaras de vídeo a todo aquel que preguntara por ella y que confiscaran cualquier documento de identificación que presentaran, ya fuera falso o no. Cuando le preguntaron por qué, ella respondió que tenía problemas con un ex novio. Era una mentira inofensiva que parecía prevenir casi cualquier posible mal.
Intentó persuadirse de que el miedo era como una prisión y que, cuanto más temiese a aquel hombre, más ventajas tendría éste sobre ella.
El problema era: ¿qué quería él?
No en un sentido general, sino específico.
Susan creía que, si supiese la respuesta, podría hacer algo, o al menos tomar alguna medida útil. Sin embargo, sin una noción firme de las reglas del juego, no tenía la menor idea de cómo jugar, y menos aún de cómo ganar. Con una sequedad en los labios que habría debido atribuir al miedo, se dio cuenta de que tampoco sabía qué era lo que estaba en juego.
Pensó en su álter ego. Mata Hari sabía lo que arriesgaba al jugar a ser espía.
Si perdía ese juego el único resultado posible era la muerte.
Había jugado y había perdido. Susan aspiró hondo y despacio, y en ese momento deseó haber elegido otro seudónimo. «Penélope», pensó. Mantuvo a raya a los pretendientes con su estratagema de tejer y destejer, hasta el día que Ulises volvió a casa. Éste habría sido un álter ego con connotaciones menos peligrosas para ella.
Se acercaba la hora del almuerzo, y se volvió hacia la ventana. Vio las calles del centro de Miami inundarse de oficinistas. Le recordó un documental que había visto sobre un río africano durante la temporada seca; el nivel del agua había descendido lo suficiente para que los animales sedientos se acercasen peligrosamente a los cocodrilos que acechaban en el lecho lodoso. El documental mostraba el equilibrio entre la necesidad y la muerte, un mundo de riesgo. A Susan la había fascinado el vínculo entre los depredadores y las presas.
Ahora, mientras miraba desde su ventana, se le ocurrió que el mundo estaba más próximo a este terror natural que nunca; los trabajadores de las oficinas salían de las mismas en grupos y se dirigían a los restaurantes del centro, exponiéndose a los peligros que pudiera encerrar la calle de día. Estaban a salvo en casi todo momento. Salían a la calle soleada, disfrutaban de la brisa, pasaban de los mendigos sin techo sentados con la espalda contra las frías paredes de hormigón, como cuervos sobre un cable. «No se les pasa por la cabeza que puedan estar en presencia de una rabia demencial y homicida que bulle por dentro —pensó ella—. A la hora del almuerzo el mundo pertenece al sol, a las autoridades, a las personas adaptadas al sistema. "¿Sales a comer?" "Claro." No tiene mayor secreto.»
Por supuesto, de vez en cuando alguien salía a comer y acababa muerto. Como los animales obligados por las circunstancias a beber a unos pocos metros de las fauces de los cocodrilos.
«Selección natural —se dijo—. La naturaleza nos hace más fuertes eliminando a los débiles y los tontos de la manada. Como animales.»
Se estaba formando un corro en el centro de su oficina. Oyó las voces que se alzaban para discutir. ¿A un chino o a un bufé de ensaladas? ¿Por cuál de ellos estaríais dispuestos a jugaros el pellejo? Por un momento ella acarició la idea de unirse a ellos, pero se lo pensó dos veces.
Se agachó para comprobar si la pistola automática que llevaba en el bolso estaban cargada. Había una bala en la recámara, y el percutor estaba echado hacia atrás. Sin embargo, el seguro estaba puesto, pero bastaban un leve movimiento del pulgar y una ligera presión en el gatillo para que el arma disparase. El día anterior, con un destornillador y unas pequeñas pinzas de joyero, había afinado la fuerza de tensión de todas sus armas. Ahora sólo se requería poco más de un toque para dispararlas todas, incluido el fusil automático que colgaba al fondo de su armario. Pensó: «No queda tiempo, en este mundo, para preguntarse si está uno haciendo lo correcto. Sólo hay tiempo para apuntar y disparar.»
El grupo del almuerzo y el vocerío que armaban se apretujaron en el interior de un ascensor. Susan aguardó un momento más y luego, colgándose el bolso del hombro, se colocó de manera que pudo deslizar la mano derecha en el interior y agarrar la culata de la pistola, se puso de pie y se marchó sola. Comprendió que de ese modo sería vulnerable a riesgos de todo tipo, pero se percató de que, en aquel mundo de peligro constante e imprevisible, ella había desarrollado una extraña inmunidad, pues en realidad sólo había una amenaza que significara algo para ella.
El calor, como el aliento insistente de un borracho, la golpeó en cuanto salió del edificio de oficinas. Se detuvo por un momento observando las ondas de aire vaporoso que desprendía la acera de hormigón. Después echó a andar, incorporándose al torrente de oficinistas, sin soltar la culata del arma. Vio que había agentes de policía en todas las esquinas, ocultos tras cascos de color negro mate y gafas de espejo. «Protegen a los productivos», pensó. Vigilaban a los empleados que seguían la rutina de su vida. Cuando pasó junto a un par de ellos, oyó crepitar en sus radiocomunicadores la voz metálica e incorpórea de una operadora de la policía que informaba a los agentes de las operaciones que se estaban llevando a cabo en diferentes partes de la ciudad.
Ella se paró, alzó la mirada hacia uno de los edificios y vio el sol reflejarse en su fachada de cristal como una explosión. «Vivimos en una zona de guerra —se dijo ella—. O en un territorio ocupado.» A lo lejos se oía el ulular de una sirena de policía que se alejaba rápidamente, perdiendo intensidad.
A seis calles del edificio había un pequeño establecimiento que vendía sándwiches. Se encaminó hacia allí, aunque no estaba segura de si de verdad tenía hambre o simplemente necesitaba estar sola en medio de las multitudes en movimiento. Decidió que probablemente esto último. No obstante, Susan Clayton era de la clase de persona que necesitaba una justificación artificial para sus actos, aunque fuera con el fin de enmascarar algún deseo más profundo. Se decía a sí misma que tenía hambre y necesitaba ir a buscar algo para comer, cuando en realidad lo que quería era salir del espacio reducido y opresivo de su cubículo, por muy grande que fuera el riesgo que entrañaba. Era consciente de este fallo en su interior, pero tenía poco interés en esforzarse por cambiar.